Capítulo 27

Al final, Ulrike decidió continuar a pesar de todo. No le quedaba más remedio. Al regresar de Brick Lane, Jack Veness le había dado un mensaje telefónico de Patrick Bensley, el presidente del consejo de administración.

– Ha ido bien la reunión con el presi, ¿verdad? -le dijo Jack con una sonrisita de complicidad mientras le pasaba la nota.

– Sí, muy bien -dijo ella antes de bajar la mirada para leer en el mensaje el nombre del hombre con el que había dicho que iba a reunirse.

No intentó fingir. Ya estaba demasiado absorta intentando decidir qué hacer con la información que le había dado Arabe11a Strong como para, sobre la marcha, darle a Jack una razón de por qué el señor Bensley la había llamado mientras se suponía que estaba reunida con él; así que, simplemente, se guardó el mensaje en el bolsillo y miró a Jack.

– ¿Algo más? -dijo, y aguantó otra sonrisita insufrible.

– Nada más -le dijo él.

Por tanto, decidió que tenía que seguir, independientemente de lo que le pareciera a la policía e independientemente de cómo reaccionara si les entregaba la información. Aún albergaba la esperanza de que la Met respondiera en consecuencia y no mencionara nada sobre Coloso a la prensa. Pero en realidad no importaba si lo hacían o no porque, pesara a quien le pesase, tenía que terminar lo que había comenzado. Era el único modo de poder justificar haber ido a casa de Griffin Strong si el consejo de administración lo averiguaba por alguien.

En cuanto al propio Griff -en cuanto a la promesa de Arabella de mentir por él-, Ulrike no quería pensar demasiado en ello, y las reacciones de Jack le dieron motivo para no hacerlo. Lo colocaron directamente en el primer lugar de su lista.

No se molestó en dar ninguna excusa cuando volvió a marcharse de Coloso más tarde, sino que cogió la bicicleta y pedaleó por New Kent Road. Jack vivía en Grange Walk, que desembocaba en Tower Bridge Road y estaba a menos de diez minutos en bicicleta de Elephant and Castle. Era una calle estrecha de sentido único situada delante de Bermondsey Square. En un lado había una urbanización de viviendas subvencionadas más o menos nueva; mientras que, en el otro, se alzaban casas adosadas que seguramente estarían allí desde el siglo XVII.

Jack vivía en una habitación en una de estas casas: en el número 9, un edificio que se distinguía por sus contraventanas imaginativas. Pintadas de azul para hacer juego con el resto de la carpintería del edificio cubierto de hollín, tenían aberturas con forma de corazón en la parte superior para dejar entrar la luz cuando estaban cerradas. Sin embargo, estaban abiertas y, al parecer, las ventanas que hubieran cubierto en caso contrario tenían cortinas de encaje de varias capas de grosor.

No había timbre, así que Ulrike utilizó la aldaba, que tenía forma de cámara cinematográfica antigua. Para compensar el ruido que llegaba de Tower Bridge Road, llamó con cierta fuerza. Cuando no respondió nadie, se inclinó sobre el buzón de latón y levantó la tapa para mirar dentro. Vio a una anciana bajando con cuidado las escaleras, un pie cada vez y agarrada con las dos manos a la barandilla.

Quedó claro que la mujer vio a Ulrike mirando.

– ¡Oiga, por favor! ¡Creo que esto es una residencia privada, sea quien sea! -gritó; lo cual hizo que Ulrike soltara la tapa del buzón y esperara, apesadumbrada, a que se abriera la puerta.

Cuando lo hizo, se encontró frente a frente con una cara arrugada y muy ofendida. Estaba enmarcada por unos pequeños rizos blancos y, junto con su cuerpo delgado, se movía indignada. O al menos eso le pareció al principio, hasta que Ulrike bajó la mirada y vio el andador al que se agarraba la anciana. Luego se dio cuenta de que no era enfado, sino perlesía, parkinson u otra cosa, lo que causaba los temblores.

Ulrike se disculpó a toda prisa y se presentó. Mencionó Coloso. Dijo el nombre de Jack. Empezó a preguntar si podía hablar un momento con la señora… Titubeó. Se preguntó quién diablos sería aquella mujer. Tendría que haberlo averiguado antes de salir disparada hacia allí.

– Mary Alice Atkins-Ward -dijo la anciana-. Y era señorita y muy orgullosa que estaba de serlo, según comentó. Parecía estirada.

Una jubilada que recordaba los viejos tiempos en que las buenas maneras de la gente estaban definidas por las colas educadas en la parada del autobús y los caballeros que cedían su asiento a las señoras en el metro. Sujetó la puerta y se apartó para dejar pasar a Ulrike, que se lo agradeció.

Se encontró al instante en un pasillo estrecho ocupado en gran parte por la escalera. Las paredes estaban repletas de fotografías y, mientras la señorita A-W -así comenzó Ulrike a pensar en ella- la conducía a un salón que daba a la calle, Ulrike les echó un vistazo. Vio que todas eran fotos de programas de televisión: series de época de la BBC1 en su mayoría, aunque también había algunas de programas policíacos violentos.

– ¿Le gusta mucho la tele? -le preguntó con el tono más cordial que pudo.

La señorita A-W volvió la cabeza y le lanzó una mirada de desdén mientras cruzaba el salón y se sentaba en una mecedora de madera rígida sin un solo almohadón.

– Pero ¿de qué habla, santo cielo?

– ¿Las fotos del pasillo? -Ulrike nunca había sentido que conectara tan poco con alguien en su vida.

– ¿Eso? Los escribí yo, boba -fue la respuesta de la señorita A-W.

– ¿Los escribió?

– Sí. Soy guionista, por el amor de Dios. Son producciones mías. Bueno, ¿qué quiere? -No le ofreció nada: ni comida, ni bebida, ni una conversación nostálgica. Era una vieja dura, por lo que pudo ver Ulrike. No iba a ser fácil darle gato por liebre.

Sin embargo, tenía que intentarlo. No había alternativa. Le dijo a la mujer que quería hablarle de su inquilino.

– ¿Qué inquilino? -preguntó la señorita A-W.

– ¿Jack Veness? -le apuntó Ulrike-. Trabaja en Coloso. Soy su…, bueno, su supervisora, supongo.

– No es mi inquilino. Es mi sobrino nieto. Un granuja inútil, pero tenía que vivir en algún sitio cuando su madre lo echó. Me ayuda con las tareas domésticas y la compra. -Se acomodó en la mecedora-. Verá, voy a fumarme un cigarrillo, señorita. Espero que no sea uno de esos contrarios al tabaco. Si lo es, lástima. Es mi casa, son mis pulmones, es mi vida. Páseme ese librito de cerillas, por favor. No, no, boba. Ahí no. Las tiene justo delante.

Ulrike lo encontró entre un revoltijo de cosas en la mesita de café. El librito era de un hotel de Park Lane donde, imaginó Ulrike, la señorita A-W sin duda aterrorizaba al personal para que le dieran cerillas al por mayor.

Esperó a que la anciana sacara un cigarrillo del bolsillo de su chaqueta. Era sin filtro -no le sorprendió- y, una vez encendido, lo sostuvo como una estrella de cine antiguo. Se sacó una hebra de tabaco de la lengua, la examinó y la tiró por encima del hombro.

– Bueno, ¿qué pasa con Jack? -preguntó.

– Estamos planteándonos ascenderlo -contestó Ulrike con lo que esperaba que fuera una sonrisa congraciadora-. Y antes de ascender a alguien, hablamos con las personas que mejor le conocen.

– ¿Y por qué cree que lo conozco mejor que usted?

– Bueno, vive aquí… Sólo es un punto de partida, ¿entiende?

La señorita A-W observaba a Ulrike con los ojos más penetrantes que había visto nunca. Aquella mujer había pasado de todo, se figuró. Le habían mentido, engañado, robado, lo que fuera. Sería por haber trabajado en la televisión británica, famosa por la falta de escrúpulos de su gente. Se suponía que sólo Hollywood era peor.

Continuó fumando y estudiando a Ulrike; evidentemente, no le molestaba el silencio que se había creado entre ellas.

– ¿De qué clase? -dijo al fin.

– ¿Disculpe?

– No -dijo-. ¿Qué clase de ascenso?

Ulrike pensó deprisa.

– Vamos a abrir otro centro de Coloso al otro lado del río. ¿El centro del norte de Londres? Puede que Jack se lo haya comentado. Nos gustaría que fuera orientador allí.

– No me diga. Bueno, él no quiere ser orientador. Él quiere informar sobre los programas de ayuda. Y supongo que ya lo sabe si ha hablado con él sobre el tema.

– Sí, bueno -improvisó Ulrike-, hay una jerarquía, como sin duda le habrá explicado Jack. Queremos colocar a la gente donde creemos que florecerá. Seguramente Jack va a acabar ascendiendo a los programas de ayuda, pero por el momento… -Hizo un gesto vago.

– Se va a poner furioso cuando se entere. Es así. Se siente perseguido. Bueno, su madre no le ayudó nada en eso. Pero ¿por qué ustedes los jóvenes no hacen las cosas en lugar de ponerse a lloriquear cuando no consiguen lo que quieren conseguir? Es lo que me gustaría saber. -Ahuecó la mano y echó la ceniza dentro. La restregó por el brazo de la mecedora-. ¿Qué hace el orientador?

Ulrike le explicó el trabajo, y la señorita A-W destacó la parte más relevante.

– ¿Jóvenes? -dijo-. ¿Trabajar con ellos para crear confianza? No es exactamente el trabajo ideal de Jack. Le sugiero que pase a otro empleado si es lo que busca, pero si le cuenta que se lo he dicho, la llamaré mentirosa asquerosa.

– ¿Por qué? -preguntó Ulrike, quizá demasiado deprisa-. ¿Qué haría si supiera que hemos hablado?

La señorita A-W dio una calada a su cigarrillo y soltó el humo que no quedó adherido a sus pulmones sin duda ennegrecidos. Ulrike hizo lo que pudo por no respirar demasiado hondo. La anciana pareció pensar en lo que quería decir, porque se quedó callada un momento antes de decidirse.

– Puede ser muy buen chico cuando se lo propone, pero, por lo general, tiene la cabeza en otras cosas.

– ¿Como cuáles?

– Como él mismo. Su suerte en la vida. Como les pasa a todos los de su edad. -La señorita A-W hizo un gesto enfático con el cigarrillo-. Los jóvenes son quejicas, y el problema de jack es ése, señorita. Le oyes hablar y piensas que es el único chico del mundo que creció sin padre. Y con una madre facilona, que ha ido saltando de hombre en hombre desde que nació el chico. Desde antes incluso, en realidad. Seguramente desde el vientre Jack ya la oía intentando recordar el nombre del último tipo con el que se había acostado. Así que, ¿cómo podía sorprenderle a alguien que saliera mal?

– ¿Que saliera mal?

– Vamos, ya sabe cómo era. Fue a Coloso al salir del reformatorio, por el amor de Dios. Min, su madre, dice que todo es porque ella nunca ha sabido seguro qué amante era su padre en realidad. Dice: «¿Por qué no lo acepta? Yo lo he aceptado». Pero Min es así: echa la culpa a quien sea y a lo que sea antes de mirarse de verdad a ella misma. Ha buscado a los hombres toda su vida, y Jack siempre se ha buscado problemas. Cuando tenía catorce años, Min ya no pudo aguantarlo más y la abuela no quiso aguantarlo, así que me lo mandaron a mí. Hasta que pasó esa tontería del incendio provocado. Qué estúpido.

– ¿Cómo se lleva con él? -preguntó Ulrike.

– Vivimos y nos dejamos vivir, que es lo que hago con todo el mundo, señorita.

– ¿Qué hay de los otros?

– ¿Qué hay de qué otros?

– De sus amigos. ¿Se lleva bien con ellos?

– No serían amigos si no se llevase bien con ellos, ¿no cree? -señaló la señorita A-W.

Ulrike sonrió.

– ¿Los ve a menudo?

– ¿Por qué quiere saberlo?

– Porque, obviamente, la forma que tenga Jack de relacionarse con ellos indica cómo se relaciona con los demás, ¿entiende? Y eso es lo que nosotros…

– No, no lo entiendo -dijo la señorita A-W con aspereza-. Si es usted su supervisora, lo ve relacionarse con los demás todo el tiempo. Usted misma se relaciona con él. No necesita mi opinión al respecto.

– Sí, pero los aspectos sociales de la vida de una persona pueden revelar… – ¿Qué?, pensó. No se le ocurrió una respuesta, así que fue al grano-. ¿Sale con los amigos, por ejemplo? Por la noche. ¿Va de bares o cosas así?

La señorita A-W entrecerró un poco los ojos.

– Sale tanto como cualquier chico -dijo con cautela.

– ¿Todas las noches?

– ¿Qué diablos importa eso? -Cada vez parecía más recelosa, pero Ulrike insistió.

– ¿Y va siempre al mismo pub?

– Me está preguntando si es un borracho, señorita… ¿cómo era?

– Ellis. Ulrike Ellis. Y no, no es eso. Pero dice que va al pub todas las noches, así que…

– Si ha dicho eso, es ahí donde está.

– Pero ¿usted no lo cree?

– No entiendo qué importa eso. Entra y sale. No lo voy vigilando. ¿Por qué debería hacerlo? A veces es el pub, a veces una novia, a veces su madre, cuando se llevan bien, que es lo que pasa cuando Min quiere que haga algo por ella. Pero él no me lo cuenta, y yo no pregunto. Y lo que yo quiero saber es por qué usted sí pregunta. ¿Ha hecho algo?

– Entonces, ¿no siempre va al pub? ¿Recuerda algún día que no haya ido últimamente? ¿Que fuera a otro sitio? ¿A casa de su madre? ¿Dónde vive, por cierto?

Al decir esto, Ulrike vio que había ido demasiado lejos. La señorita A-W se puso en pie, con el cigarrillo colgando de los labios. Ulrike pensó fugazmente en la palabra «nena» tal como la usaban los tipos duros americanos de las películas antiguas en blanco y negro para referirse a las mujeres. Eso era la señorita A-W: una nena a tener en cuenta.

– Verá -dijo la anciana-, está mareándome para sacarme información, y no finja que sólo está tanteando el terreno. No soy estúpida. Así que levante su culo prieto del sofá y salga de mi casa antes de que llame a la policía y le pida que la ayude a hacerlo.

– Señorita Atkins-Ward, por favor. Si la he molestado… Sólo forma parte de mi trabajo… -Ulrike vio que no sabía qué decir. Tenía que ser delicada, y eso era lo que le faltaba. Simplemente no poseía el estilo maquiavélico que su puesto en Coloso le exigía tener de vez en cuando. Era demasiado sincera, demasiado franca con la gente. Tenía que deshacerse de esa cualidad, o al menos ser capaz de taparla de vez en cuando. Por el amor de Dios, tenía que practicar la mentira si quería obtener información útil. Sabía que la señorita A-W informaría de su visita a Jack.

Por más que se esforzaba, no veía cómo evitarlo, a menos que cogiera una lámpara de mesa y le diera a la anciana un golpe en la cabeza que la llevara directo al hospital.

– Si la he ofendido… Si he utilizado un enfoque equivocado… Tendría que haber sido más delicada con…

– ¿Es que está sorda? -la interrumpió la señora A-W, sacudiendo su andador para dar más énfasis a sus palabras-. ¿Va a marcharse o tengo que llevar la cosa más lejos?

Ulrike vio que lo haría. Qué locura. Había que admirar a una mujer como aquélla. Se había enfrentado al mundo y había triunfado, sin deberle nada a nadie.

A Ulrike no le quedaba más remedio que salir corriendo de la habitación. Lo hizo disculpándose torpemente con la esperanza de que bastara para evitar que la señorita A-W llamara a la policía o le dijera a Jack que su supervisora había pasado por allí para vigilarlo. Confiaba poco en cualquiera de las dos posibilidades. Cuando la señorita A-W profería amenazas, las cumplía.

Ulrike se apresuró a salir de la casa. Lamentaba su plan y su ineptitud. Primero Griff, luego Jack. Dos intentos y dos fracasos. Le quedaban dos personas más, y sólo Dios sabía lo mal que le iría con ellas.

Se subió a la bicicleta y pedaleó hacia Tower Bridge Road. Por hoy ya bastaba, decidió. Se iba a casa. Necesitaba una copa.

El día estaba apagándose y, cuando Nkata llegó, las luces de las farolas ya entrecruzaban Gabriel's Wharf. Con aquel frío la gente no salía de casa, así que aparte de la mercera que barría la acera delante de su tienda, no había nadie más. Sin embargo, la mayoría de locales estaban abiertos y Nkata vio que Mr. Sandwich era una de ellos, a pesar del horario indicado. Dos señoras blancas de mediana edad con delantales amplísimos parecían limpiar detrás del mostrador.

En La Luna de Cristal, Gigi lo estaba esperando. Había cerrado ya, pero cuando Nkata llamó a la puerta, surgió de la trastienda al instante. Mirando a su alrededor como si esperara que la espiaran, se acercó a la puerta, giró la llave y le hizo un gesto de complicidad para que entrara. Después, volvió a cerrar.

Lo que le dijo hizo que Nkata se preguntara por qué había ido hasta allí.

– Perejil.

– ¿Qué pasa con él? Creía que había dicho…

– Venga, sargento. Tiene que entenderlo.

Le indicó con urgencia que se acercara a la caja y le señaló un libro grande abierto al lado. Nkata reconoció el tomo antiguo de su primera visita, cuando la abuela de Gigi estaba al cargo de la tienda.

– No he pensado nada cuando vino Robbie -dijo-. Al principio no, porque el aceite de perejil, que es lo que compró, tiene más de un uso. Verá, es una especie de hierba milagrosa: es diurética, antiespasmódica, estimula los músculos uterinos, refresca el aliento. Si se planta al lado de un rosal, incluso aumenta su fragancia, en serio. Y ni siquiera he empezado con todos los usos culinarios, así que cuando lo compró, no pensé… Pero sabía que lo vigilaban, ¿verdad?, así que cuanto más pensaba en ello, aunque ni siquiera mencionó el aceite de ámbar gris, decidí echar un vistazo al libro y ver para qué más podía utilizarse. No me lo sé todo de memoria, lo entenderá. Bueno, quizá debería, pero hay tropecientos mil. Demasiado para que el cerebro pueda retenerlo todo.

Fue detrás del mostrador y giró el libro de hierbas para que pudiera verlo. Incluso entonces, Gigi pareció sentir la necesidad de prepararle para lo que estaba a punto de leer.

– Puede que no sea nada, y seguramente no lo será, así que tiene que jurarme que no le dirá a Robbie que le llamé para contárselo. Tengo que trabajar puerta con puerta con él, y el mal rollo entre vecinos es lo peor. ¿Puede prometerme que no se lo contará? Que sabe lo del aceite de perejil, quiero decir. ¿Y que se lo dije yo?

Nkata negó con la cabeza.

– Si es nuestro asesino, no puedo prometerle nada -le dijo con sinceridad-. Si tiene algo que podamos utilizar en un juicio, lo mandaremos a la fiscalía y ellos querrán interrogarla por ser una posible testigo. Ésa es la verdad. Pero, de momento, no veo que el perejil tenga ninguna relación con nada, así que creo que es usted quien tiene que decidir qué quiere contarme sobre el tema.

Gigi le miró ladeando la cabeza.

– Me cae bien -le dijo-. Cualquier otro poli me habría mentido, así que se lo diré. -Señaló la entrada correspondiente al aceite de perejil. En magia con hierbas, se utilizaba para triunfar. También para espantar bestias malignas. Si se plantaba en Viernes Santo, la propia planta anulaba la maldad. Su poder residía en las raíces y las semillas.

Sin embargo, eso no era todo.

«Aceite aromático -leyó Nkata-. Aceite graso, bálsamo, medicinal, culinario, incienso y perfume.» Nkata se cogió la barbilla en gesto pensativo. Por muy interesante que fuera, no veía de qué podía servirles cualquiera de aquellos datos.

– ¿Y bien? -En la voz de Gigi había una emoción callada-. ¿Qué opina? ¿He hecho bien al llamarle? Hacía muchísimo tiempo que Robbie no venía, verá, y cuando entró en la tienda, bueno, sinceramente, casi me da algo. No sabía qué iba a hacer, así que intenté actuar con normalidad, pero lo observé para ver si cogía el aceite de ámbar gris, en cuyo caso supongo que me habría desmayado aquí mismo. Luego, cuando compró el aceite de perejil, ya le he dicho que no pensé mucho en el tema. Hasta que leí eso del triunfo y los demonios y el mal y… -Se estremeció-. Supe que tenía que contárselo. Porque si no lo hacía, le pasaba algo a alguien en algún lugar y resultaba que Robbie era el… No es que lo haya pensado ni por un segundo y, por Dios, no debe decírselo nunca, porque incluso hemos salido a tomar unas copas, ya se lo dije.

– ¿Tiene una copia del recibo y todo eso? -le dijo Nkata.

– Oh, sí, por supuesto -le dijo Gigi-. Pagó en metálico y el aceite fue lo único que compró. Tengo el recibo aquí mismo. -Pulsó algo en la caja para abrirla, y luego levantó la bandeja que separaba los billetes y de debajo sacó un papel, que entregó a Nkata. Había escrito «Compra de aceite de perejil realizada por Rob Kilfoyle». Había subrayado «aceite de perejil» dos veces. Nkata se preguntó para qué podrían utilizar el hecho de que uno de sus sospechosos hubiera comprado aceite de perejil, pero cogió el recibo de Gigi y lo guardó en la libreta de piel. Le agradeció a la joven su vigilancia y le dijo que se pusiera en contacto con él en caso de que Robbie Kilfoyle -o cualquier otra persona- entrara a comprar aceite de ámbar gris.

Iba a marcharse cuando se le ocurrió algo, así que se detuvo en la puerta para hacerle una última pregunta.

– ¿Hay alguna posibilidad de que robara el aceite de ámbar gris cuando vino?

Ella negó con la cabeza. Le aseguró a Nkata que no le había quitado los ojos de encima ni una sola vez. Era imposible que hubiera cogido algo que no hubiera entregado en caja para que se lo cobrara. Totalmente imposible.

Nkata asintió pensativo ante la respuesta, pero siguió dudando. Salió de la tienda y se quedó fuera, mirando hacia Mr. Sandwich, donde las dos mujeres de los delantales seguían trabajando. En la ventana colgaba un cartel de CERRADO. Sacó su placa y se acercó a la puerta. Había una posibilidad para el aceite de perejil que debía comprobar.

Cuando llamó, las mujeres alzaron la vista. La más rellenita de las dos fue quien le abrió la puerta. Nkata le preguntó si podían hablar un momento, y ella contestó que sí, claro, pase, agente. Estaban a punto de irse a casa, había tenido suerte de pillarlas.

Nkata entró. Al instante, vio el carretón amarillo aparcado en un rincón. Tenía pintado con esmero MR. SANDWICH y un dibujo de una baguette rellena con la cara crujiente, sombrero de copa, brazos flacos y piernas. Sería el carro con el que Robbie Kilfoyle hacía los repartos. Seguramente, el propio Kilfoyle se habría marchado a casa en su bicicleta haría un buen rato.

Nkata se presentó a las dos mujeres, que a su vez le dijeron que eran Clara Maxwell y su hija Val. Fue una información un poco sorprendente, puesto que parecían más hermanas que madre e hija, una circunstancia provocada no tanto por el aspecto juvenil de Clara -del que no había ni rastro- como por la falta de estilo al vestir de Val y su figura mustia. Nkata se adaptó a la información y las saludó con cordialidad. En cambio, Val mantuvo las distancias detrás del mostrador, donde se movía furtivamente al tiempo que limpiaba. No dejaba de mirar de Nkata a su madre y otra vez a Nkata, mientras Clara se erigía en portavoz de ambas.

– ¿Podemos hablar sobre Robbie Kilfoyle? -preguntó Nkata-.Trabaja para usted, ¿verdad?

– No se habrá metido en ningún lío-dijo Clara como constatando un hecho, y lanzó una mirada a Val, quien asintió como si estuviera de acuerdo con aquella observación.

– Reparte sus sandwiches, ¿no es así?

– Sí. Lleva haciéndolo… ¿cuánto tiempo, Val? ¿Tres años? ¿Cuatro?

Val asintió de nuevo. Juntó las cejas, como exhibiendo su preocupación. Se alejó y fue a un armario del que sacó una escoba y un recogedor. Se puso a barrer el suelo de detrás del mostrador.

– Debe de hacer casi cuatro años, entonces -dijo Clara-. Un joven encantador. Lleva los sandwiches a nuestros clientes, también hacemos patatas fritas, encurtidos y ensaladas de pasta, y regresa con el dinero. Nunca se ha equivocado de más de diez peniques con las vueltas.

Val alzó la vista de repente.

– Oh, sí, lo olvidaba -dijo su madre-. Gracias, Val. Está esa vez, ¿verdad?

– ¿Qué vez?

– Poco antes de morir su madre. Sería hacia diciembre, del año pasado no, del anterior. Un día nos faltaron diez libras. Resultó que las había cogido prestadas para comprarle flores a su madre. Estaba en una residencia, sabe. -Clara se dio unos golpecitos en la cabeza-. Alzhéimer, la pobre. Le llevó… no sé… ¿tulipanes? ¿Habría tulipanes en esa época del año? ¿Quizás otra flor? Da igual, Val tiene razón. Se me había olvidado. Pero confesó enseguida cuando se lo pregunté, sí, y al día siguiente tenía el dinero en la mano. Después de eso, nada. Se ha portado muy bien. No podríamos llevar el negocio sin él porque básicamente hacemos repartos y sólo Rob puede encargarse.

Val alzó la vista de la escoba una vez más. Se apartó un mechón de cabello lacio de la cara.

– Ya sabes que es verdad -la reprendió Clara con dulzura-. Tú no podrías hacer los repartos, pienses lo que pienses, cielo.

– ¿También se encarga de los suministros? -preguntó Nkata.

– ¿Qué clase de suministros? ¿Bolsas de papel y cosas así? ¿Mostaza? ¿Envases para los sandwiches? No, la mayoría de esas cosas nos las traen.

– Estaba pensando en… ingredientes, quizá -dijo Nkata-. ¿Alguna vez ha ido a comprarle aceite de perejil?

– ¿De perejil? -Clara miró a Val como para manifestar su nivel de incredulidad-. ¿Aceite de perejil, dice? No sabía que existía algo así. Supongo que lo habrá, claro, ¿no? Hay aceite de nueces, de sésamo, de oliva, de cacahuete. ¿Por qué no podría haber también aceite de perejil? Pero no, nunca lo ha comprado para Mr. Sandwich. No sabría qué hacer con él.

Val hizo un ruido, una especie de gorjeo. Su madre, al oírla, se inclinó sobre el mostrador y le habló mirándola fijamente a los ojos. ¿Sabía algo sobre el aceite de perejil y Robbie?, le preguntó Clara. Si así era, cielo, debía decírselo de inmediato al señor policía.

Val miró a Nkata.

– No sé nada. -Y en toda la entrevista no hizo ningún comentario inteligible más.

– Supongo que podría utilizarlo para cocinar -dijo Nkata-. O para el aliento. ¿Cómo es su aliento?

– No me he fijado nunca, pero diría que nuestra Val se ha acercado lo suficiente de vez en cuando como para saberlo. ¿Cómo es, cielo? ¿Bueno? ¿Malo? ¿Qué?

Val miró a su madre con el ceño fruncido y se escondió en lo que parecía el almacén. Clara le dijo a Nkata que su hija «estaba enamoradilla». No es que fuera a pasar algo, naturalmente. El sargento ya habría notado que Val tenía algunos problemas con sus habilidades sociales.

– Pensaba que Robbie Kilfoyle sería lo que necesitaba para abrirse a los demás -le confió Clara en voz baja-, y por eso lo contraté, en parte. No tenía un gran historial laboral, por la larga enfermedad de su madre, pero me pareció más bien que sería una ventaja en el terreno del amor. No apuntaría tan alto, pensé. No como otros chicos para los que Val, afrontémoslo, pobrecita, no sería un premio, precisamente. Pero no pasó nada. No saltó la chispa, ¿sabe? Luego, cuando su madre falleció, pensé que se dejaría convencer un poquito. Pero no. Se fue apagando. -Clara miró en dirección al almacén y añadió en voz baja-: Depresión. Te destroza si no tienes cuidado. A mí también me pasó cuando murió el padre de Val. No fue algo repentino, claro, así que al menos tuve tiempo para prepararme. Pero te duele igual cuando alguien se va, ¿verdad? Ese vacío, y no hay forma de evitarlo. Te quedas mirándolo todo el día. Val y yo abrimos esta tienda por eso.

– ¿Por…?

– Por la muerte de su padre. Nos dejó bastante bien situadas. Lo bastante como para ir tirando, quiero decir. Pero no puedes quedarte en casa sentada mirando la pared. Tienes que seguir viviendo. -Dejó de hablar y se desató el delantal. Mientras lo doblaba con cuidado y lo dejaba sobre el mostrador, asentía con la cabeza como si acabara de revelarse algo a sí misma-. ¿Sabe? Creo que hablaré con Robbie del tema. La vida debe continuar. -Lanzó una última mirada furtiva al almacén-. Y es buena cocinera, nuestra Val. No es algo que un joven en edad de casarse debiera despreciar. Sólo porque sea calladita… Después de todo, ¿qué es más importante al fin y al cabo? ¿La conversación, o la buena comida? La buena comida, ¿cierto?

– No se lo voy a discutir -dijo Nkata.

Clara sonrió.

– ¿En serio?

– A la mayoría de hombres les gusta comer -contestó él.

– Exacto -dijo, y Nkata se dio cuenta de que la mujer comenzaba a mirarlo con otros ojos.

Lo cual le dijo que había llegado el momento de darle las gracias por la información y marcharse. No quería pensar qué diría su madre si aparecía por casa con una Val colgada del brazo.

– Quiero una explicación -fueron las palabras que el subinspector le dijo a Lynley en cuanto entró por la puerta. No había esperado a que Harriman le anunciara, sino que había ofrecido un simple «¿Está?», con el que precedió su entrada en el despacho.

Lynley estaba sentado a su mesa, comparando el informe forense de Davey Benton con los de los asesinatos anteriores. Dejó a un lado los papeles, se quitó las gafas de lectura y se levantó.

– Dee me ha dicho que quería hablar conmigo. -Señaló la mesa de reuniones, a un lado de la sala.

Hillier no aceptó aquella invitación muda.

– He hablado con Mitch Corsico, comisario.

Lynley esperó. Sabía que era muy probable que pasara aquello en cuanto frustrara las intenciones de Corsico de escribir un artículo sobre Winston Nkata, y entendía demasiado bien el funcionamiento de la mente de Hillier como para ver que tenía que dejar que el subinspector dijera lo que quería decir.

– Explícate. -Hillier medía sus palabras, y Lynley tenía que reconocerle el esfuerzo de bajar a territorio enemigo con la intención de no perder los estribos durante el máximo tiempo posible.

– St. James es un experto de reputación internacional, señor -dijo Lynley-. Me ha parecido que el empleo por parte de la Met de todos los recursos posibles en esta investigación, introduciendo en el equipo a un especialista independiente, por ejemplo, era algo que había que destacar.

– Ha sido idea tuya, ¿verdad? -dijo Hillier.

– En resumen, sí. Cuando pensé en lo mucho que un artículo sobre Saint James podría contribuir a aumentar la confianza de la gente en lo que estamos haciendo…

– No eras tú quien tenía que tomar esa decisión.

Lynley siguió, firme.

– Y cuando comparé ese aumento de la confianza con lo que podíamos ganar con un artículo sobre Winston Nkata…

– ¿Así que admites haber intervenido para bloquear el acceso a Nkata?

– … me pareció que sacaríamos más tajada política del hecho de que el público supiera que tenemos a un experto en nuestro equipo que centrándonos en un agente negro y lavando sus trapos sucios en público.

– Corsico no tenía ninguna intención de…

– Preguntó directamente por el hermano de Winston -le interrumpió Lynley-. Incluso me pareció que le habían informado sobre el tema, para que supiera cómo enfocar la entrevista.

A Hillier se le encendió el rostro. El color le subió por el cuello como un líquido rubí por debajo de la piel.

– Prefiero no pensar qué estás insinuando.

Lynley se esforzó por hablar con calma.

– Señor, deje que me exprese con claridad. Está usted sometido a mucha presión. Yo también. La gente está nerviosa. La prensa es cruel. Hay que hacer algo para moldear la opinión, soy consciente de ello, pero no puedo tener al periodista de un tabloide husmeando en los antecedentes de los hombres.

– No vas a cuestionar ninguna decisión que tome un superior tuyo. ¿Lo entiendes?

– Cuestionaré las decisiones que haga falta y lo haré cada vez que pase algo que pueda afectar al trabajo que realizan mis hombres. Un artículo sobre Winston, hablando de su patético hermano, porque usted y yo sabemos que The Source pensaba poner la cara de Harold Nkata justo al lado de la de Winston… Caín y Abel, Esaú y Jacob, el hijo pródigo que no vuelve ni puede volver… Como quiera llamarlo… Y un artículo sobre Winston justo cuando ya tiene que enfrentarse a las apariciones públicas en las ruedas de prensa… No hay derecho, señor.

– ¿Te atreves a decirme que sabes cómo manejar a la prensa mejor que nuestra gente? ¿Que tú, hablando sin duda desde una posición elevada que ocupas tú solo…?

– Señor… -Lynley no quería comenzar un intercambio de injurias con el subinspector. Buscó otra dirección desesperadamente-. Winston vino a hablar conmigo.

– ¿Para pedirte que intervinieras?

– De ningún modo. Es un jugador de equipo. Pero mencionó que Corsico andaba detrás del enfoque hermano bueno – hermano malo para su artículo y le preocupaba que sus padres…

– ¡Me dan igual sus putos padres! -Hillier alzó la voz precipitadamente-. Tiene una historia y quiero que se cuente. Que se vea. Quiero que ocurra y quiero que te asegures de que así sea.

– No puedo hacerlo.

– Maldita sea, será mejor…

– Espere. Me he equivocado. No lo haré. -Y Lynley siguió hablando antes de que Hillier tuviera ocasión de responder, diciéndose que debía mantener la calma y estar centrado-. Señor, una cosa fue que Corsico indagara sobre mí. Lo hizo con mi consentimiento, y puede seguir haciéndolo si con eso ayuda a la Met. Pero es muy distinto que lo haga con uno de mis hombres, sobre todo si él no quiere que le pase eso a él o a su familia. Tengo que respetarlo. Y usted también.

Sabía que no tendría que haber dicho lo último en el mismo momento en que sus labios articularon aquellas palabras. Era la observación que, al parecer, Hillier estaba esperando.

– ¡Eso ha estado fuera de lugar! -rugió.

– Es su forma de verlo. La mía es que Winston Nkata no quiere formar parte de una campaña de publicidad diseñada para tranquilizar a la misma gente que ha sido traicionada por la Met una y otra vez. No le culpo por ello. Ni tampoco diré que se equivoca. Ni le ordenaré que colabore. Si The Source piensa en difamar a su familia en su portada alguna mañana, es…

– ¡Ya basta! -Hillier estaba al límite. Lo que quedaba por ver era si de la ira, de un ataque o de una acción que ambos lamentarían-. Tu maldita deslealtad es… Llegas aquí salido de una vida de privilegios y te atreves a… te atreves a… tú, a decirme a mí…

Los dos vieron a Harriman a la vez, pálida junto a la puerta que se había quedado abierta cuando entró Hillier. Sin duda, pensó Lynley, todos los oídos de aquella planta recibían la agresión de la fuerza de la animadversión que el subinspector sentía por él y él por el subinspector.

Hillier le gritó:

– ¡Lárguese de aquí! ¿Qué le pasa? -Y avanzó hacia la puerta, probablemente que para cerrársela en las narices.

Aunque pareciera mentira, Harriman levantó la mano para detenerle, justo cuando ambos agarraban la puerta a la vez.

– Hablamos dentro de… -le dijo.

– Señor. Señor -le interrumpió ella-. Tengo que hablar con usted

Lynley vio, incrédulo, que no se lo decía a él, sino a Hillier. Pensó que la mujer se había vuelto loca: pretendía intervenir.

– Dee, no es necesario -le dijo Lynley.

Ella no lo miró.

– Lo es -dijo, con los ojos clavados en Hillier-. Sí que lo es. Es necesario. Por favor, señor. -Estas últimas palabras salieron de algún lugar de su garganta, donde quedaron atrapadas y casi incrustadas.

Aquello afectó a Hillier. La cogió del brazo y la sacó del despacho.

Entonces, pasaron cosas, deprisa e incomprensiblemente.

Fuera se oían voces, y Lynley se dirigió a la puerta para ver qué diablos pasaba. Sin embargo, sólo había dado dos pasos en esa dirección cuando Simón St. James entró en el despacho.

– Tommy -dijo St. James.

Y Lynley lo vio. Lo vio y de algún modo entendió sin querer comenzar a entender. O a darle al propósito de St. James, que había llegado sin que lo avisaran aunque no había duda de que a Harriman sí la habían avisado y advertido plenamente…

Oyó que en algún sitio alguien decía: «Oh, Dios mío». St. James se estremeció. Lynley vio que tenía los ojos clavados en él.

– ¿Qué? -preguntó Lynley-. ¿Qué ha pasado, Simón?

– Tienes que venir conmigo, Tommy -dijo St. James-. Helen… -Se le entrecortó la voz.

Lynley siempre recordaría aquello -que su viejo amigo flaqueó cuando llegó el momento- y siempre recordaría lo que significó: sobre su relación y sobre la mujer a la que ambos habían querido todos aquellos tantos años.

– La han llevado al hospital Saint Thomas -dijo St. James. Entonces, se le enrojecieron los ojos y se aclaró la garganta con aspereza-. Tommy, tienes que venir conmigo enseguida.

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