Winston Nkata no tenía ninguna prisa por llegar al trabajo a la mañana siguiente. Sabía que sus compañeros iban a gastarle bromas sobre su aparición en Alerta criminal, y aún no le apetecía enfrentarse a ello. Tampoco tenía por qué, ya que, de hecho, Alerta criminal había generado un posible avance en el caso e iba a rastrearlo antes de dirigirse al otro lado del río.
Desde el salón, la habitual cuota de televisión matutina de su madre, Desayunos con la BBC, abordaba su espacio de reciclado de noticias, tráfico, tiempo y reportajes especiales cada treinta minutos. Habían llegado a la parte en la que informaban a la gente sobre las portadas de todos los periódicos serios y tabloides nacionales. De este modo, Nkata pudo evaluar la temperatura de la prensa en relación con los asesinatos en serie.
Según Desayunos con la BBC, los tabloides estaban sacando el máximo partido al cuerpo de Queen's Wood, que al menos había apartado a Bram Savidge y sus acusaciones de racismo institucionalizado de las portadas. Pero Savidge aún tenía su lugar y parecía que aquellos periodistas que no intentaban descubrir más datos sobre el cuerpo del bosque dirigían sus entrevistas allí donde pudieran encontrar gente que se quejara de la policía. Navina Cryer compartía espacio con el cuerpo de Queen's Wood en la portada del Mirror, donde contaba que nadie le había hecho caso cuando denunció la desaparición de Jared poco después de que se esfumara. Cleopatra Lavery se las había apañado por mantener una entrevista telefónica desde la cárcel de Holloway con News of the World, y tenía mucho que decir sobre el sistema de justicia penal y lo que éste le había hecho a «su querido Sean». El Daily Mail había entrevistado a Savidge y a su esposa africana en su casa, y traía fotos a media página de la mujer tocando algún tipo de instrumento bajo la afectuosa mirada de su marido. Y, por lo que pudo oír de los comentarios de los presentadores de la tele mientras charlaban sobre los otros periódicos, Nkata vio que el resto de la prensa no trataba con benevolencia a la Met después de que hubieran matado a otro chico. Ésa era la razón por la que Alerta criminal y el modo en que el programa había retratado los esfuerzos de la Met en la investigación habían resultado tan cruciales, y también, por la que el subinspector Hillier había intentado usurpar el trabajo al director antes de la emisión la noche anterior.
Quería un efecto de pantalla dividida, les había dicho a los hombres del estudio. El sargento Nkata identificaría a los chicos muertos con el nombre y la fotografía durante el transcurso del programa, y tener un plano de la cara de Nkata hablando en un lado de la pantalla mientras identificaba las fotografías de las víctimas del asesino en serie en el otro transmitiría a los telespectadores la seriedad con la que se tomaba la Met la situación y la persecución de este asesino. Eso, por supuesto, era una gilipollez total. Lo que Hillier quería enseñar era lo que él y la Dirección de Asuntos Públicos habían querido enseñar desde el principio: una cara negra y alegre con un rango superior al de detective.
El subinspector no se salió con la suya. Le habían dicho en Alerta criminal que no les gustaban las cosas estrambóticas, sino sólo imágenes de vídeo si estaban disponibles, retratos robot, fotografías, reconstrucciones dramatizadas y entrevistas con los investigadores. Los maquilladores eliminarían los brillos de la cara de cualquiera que se pusiera ante la cámara, y los técnicos de sonido colocarían un micrófono en la solapa de su chaqueta para que no pareciera un insecto a punto de saltar a la barbilla del presentador, pero esa gente no era Steven Spielberg.
A Hillier no le gustó, pero no pudo hacer nada. Sin embargo, se aseguró de que presentaran al sargento Winston Nkata, y se aseguró doblemente de que repitieran su nombre otra vez durante el transcurso del programa. Aparte de eso, explicó la naturaleza de los crímenes, dio fechas relevantes, mostró los lugares donde se habían hallado los cuerpos y esbozó algunos detalles de la investigación en curso de un modo que sugería que él y Nkata trabajaban codo con codo. Eso, más el retrato robot del hombre misterioso del gimnasio Square Four, la reconstrucción del secuestro de Kimmo Thorne y la enumeración que hizo Nkata de los nombres de los chicos muertos constituyó el contenido del programa.
El esfuerzo dio sus frutos, así que, al menos, toda la empresa había merecido la pena. Incluso hizo más soportable la perspectiva de que sus compañeros policías le tomaran el pelo, puesto que Nkata tenía la intención de entrar en el centro de coordinación con información sólida más tarde, durante aquella mañana.
Se terminó el desayuno mientras la BBC daba un resumen más sobre el estado del tráfico. Salió del piso con un «Ten cuidado, tesoro» de su madre y un gesto de despedida con la barbilla, y un suave «estoy orgulloso de ti, hijo» de su padre, atravesó el pasillo exterior y bajó por las escaleras mientras se abotonaba el abrigo para protegerse del frío. Por el parque de Loughborough Estate, no se cruzó con nadie, salvo con una madre que guiaba a sus tres hijos pequeños hacia la escuela de primaria. Llegó a su coche y estaba subiendo cuando vio que le habían rajado la rueda derecha delantera.
Suspiró. No era que estuviera pinchada, por supuesto. Eso podría atribuirse a cualquier cosa: desde a que hubiera ido deshinchándose lentamente, a que un clavo se hubiera enganchado en alguna calle y hubiera caído una vez que el daño ya estaba hecho. Que el día comenzara con un episodio desagradable como ése habría sido irritante, pero no habría tenido la distinción de un navajazo. Un navajazo sugería que el propietario del coche debía tener cuidado, no sólo ahora que tenía que sacar el gato y la rueda de recambio, sino siempre que anduviera por la urbanización.
Nkata miró a su alrededor de forma automática antes de ponerse a cambiar la rueda. Naturalmente, no había nadie. Aquel daño lo habían ocasionado durante la noche anterior, en algún momento después de que llegara a casa tras Alerta criminal. Quienquiera que lo hubiera hecho, no tenía agallas para enfrentarse a él directamente. Al fin y al cabo, si bien para ellos era un poli y, en consecuencia, el enemigo, también era ex miembro de los Brixton Warriors, con quienes había derramado su propia sangre y la sangre de otros.
Quince minutos después, se ponía en marcha. Su ruta lo hizo pasar por delante de la comisaría de policía de Brixton, cuyas salas de interrogatorio conocía muy bien de su adolescencia, y giró a la derecha para entrar en Acre Lane, donde había poco tráfico avanzando en su misma dirección.
Iba a Clapham, puesto que la llamada que habían recibido al final de Alerta criminal procedía de Clapham. La persona que había telefoneado era Ronald X. Ritucci, y creía tener información que podría ayudar a la policía en su investigación sobre la muerte de «ese chico de la bicicleta en el jardín». Él y su esposa habían visto el programa sin pensar que podría estar relacionado con ellos cuando Gail, la esposa, señaló que la noche que habían entrado a robar en su casa se correspondía con la noche de la muerte del chico. Y él, Ronald X, había visto fugazmente al ladronzuelo justo antes de que saltara por la ventana del dormitorio en el primer piso de su casa. Estaba seguro de que iba maquillado. Así que, si la policía estaba interesada… Lo estaba. Alguien iría a verlos por la mañana.
Ese alguien fue Nkata, y encontró el hogar de los Ritucci no muy lejos al sur de Clapham Common. Estaba en una calle de casas posteduardianas similares, que se distinguían de tantas otras al norte del río porque eran casas no adosadas en una ciudad donde el suelo escaseaba.
Cuando tocó el timbre, oyó a un niño corriendo por un pasillo hacia la puerta. Jugueteó con el cerrojo un poco sin éxito, mientras su vocecita decía:
– ¡Mami! El timbre, ¿no lo has oído?
– Gillian, apártate de ahí -dijo un hombre al instante-. Si te he dicho una vez que no abrieras la puerta, te he dicho cientos de veces que… -El hombre abrió. Una niña que llevaba zapatos de charol de claque, medias y un tutu de bailarina asomó por detrás de su pierna, con un brazo aferrado a su muslo.
Nkata tenía a punto su identificación. El hombre no la miró.
– Lo vi en la tele -dijo-. Soy Ronald X. Ritucci. Pase. ¿Le importa que hablemos en la cocina? Gail aún está dándole el biberón al bebé. La niñera tiene gripe, por desgracia.
Nkata dijo que no le importaba y siguió a Ritucci, después de que el hombre cerrara, echara el pestillo y comprobara la seguridad de la puerta de entrada. Fueron a una cocina modernizada en la parte de atrás de la casa, donde había un rincón acristalado con una mesa de pino y sillas a juego. Allí, una mujer de aspecto atribulado que vestía un traje chaqueta intentaba llevar algo a la boca de un niño que tendría un año. Sería Gail, que, en ausencia de la niñera, trataba heroicamente de hacer de madre antes de irse corriendo a trabajar.
– Salió en televisión -le dijo igual que su marido.
La niña Gillian agregó una observación clara y sonora.
– Papá, es un hombre negro, ¿verdad?
Ritucci pareció morirse de la vergüenza, como si identificar la raza de Nkata fuera igual que mencionar una enfermedad social que las personas educadas sabrían evitar.
– ¡Gillian! Ya basta -dijo el hombre, y a Nkata-: ¿Un té? Puedo prepararle una taza en un santiamén. No hay problema.
Nkata lo rechazó. Acababa de desayunar y no quería nada. Señaló con la cabeza una de las sillas de pino.
– ¿Puedo…? -preguntó.
– Por supuesto -dijo Gail Ritucci.
– ¿Y qué has comido? -dijo Gillian-. Yo, un huevo hervido y tostadas.
– Gillian, ¿qué acabo de decir? -le dijo su padre.
– Yo huevos, pero sin pan tostado -le dijo Nkata-. Mi mamá cree que soy demasiado mayor para eso, pero imagino que me los prepararía si se lo pidiera bien. También he comido una salchicha, champiñones y tomates.
– ¿Todo eso? -preguntó la niña.
– Estoy creciendo.
– ¿Puedo sentarme en tu regazo?
Al parecer, ése era el límite. Horrorizados, los padres dijeron el nombre de Gillian simultáneamente, y el padre la cogió en brazos y se la llevó de la cocina. La madre metió una cucharada de papilla en la boca abierta del bebé
– La niña es… -le dijo a Nkata-. No es por usted, sargento. Intentamos enseñarle que no se fíe de los desconocidos.
– Los padres y las madres nunca tienen demasiado cuidado en ese terreno -dijo Nkata, y preparó el bolígrafo para tomar notas.
Ritucci regresó casi de inmediato, después de dejar a su hija mayor en algún lugar de la casa donde no la veían. Igual que su esposa, se disculpó, y Nkata deseó poder hacer algo de verdad para que se sintieran más cómodos.
Les recordó que habían llamado al número de Alerta criminal, y que habían informado de que un chico maquillado había entrado en su casa a robar.
Gail Ritucci fue quien contó la primera parte de la historia, y le dio la cuchara y la papilla a su marido, quien tomó el relevo de dar de comer al otro niño. Explicó que, aquella noche, habían salido a cenar a Fulham con unos viejos amigos y sus hijos. Cuando volvieron a Clapham, se encontraron detrás de una furgoneta en la calle. Avanzaba despacio y, al principio, creyeron que buscaba sitio para aparcar. Pero, cuando pasó de largo por delante de uno y luego de otro, se inquietaron.
– Recibimos un aviso sobre robos en el barrio. -Y se volvió hacia su marido-: ¿Cuándo fue eso, Ron? El hombre dejó de dar de comer al crío.
– ¿A principios de otoño? -dijo.
– Creo que sí. -La mujer volvió a centrarse en Nkata-. Así que, al ver que la furgoneta avanzaba sigilosamente, nos pareció sospechosa. Anoté la matrícula.
– Bien hecho -le dijo Nkata.
– Entonces, llegamos a casa y la alarma se había disparado. Ron corrió al piso de arriba y vio al chico justo cuando saltaba por la ventana para caer en el tejado. Por supuesto, llamamos a la policía de inmediato, pero, cuando llegó, hacía rato que se había marchado.
– Tardaron dos horas -dijo su marido con gravedad-. Da que pensar.
Gail los disculpó.
– Bueno, naturalmente, debía de haber otras cosas… más importantes…, un accidente o un delito grave… No es que lo nuestro no fuera grave, llegar a casa y encontrarnos a alguien dentro, pero para la policía…
– No les disculpes -le dijo su marido. Dejó el cuenco de papilla y la cuchara sobre la mesa y utilizó el borde de un paño de cocina para limpiar la cara del pequeño-. La policía se está yendo a la mierda. Hace años.
– ¡Ron!
– No pretendía ofender -le dijo a Nkata-. Seguramente no dependa de usted.
Nkata dijo que no se había ofendido y les preguntó si habían dado la matrícula de esa furgoneta a la policía local.
Respondieron que lo habían hecho la misma noche que llamaron. Al fin la policía apareció en su puerta a eso de las dos de la madrugada. Dos mujeres policías hicieron un informe e intentaron parecer comprensivas. Dijeron que los llamarían y que, mientras tanto, fueran a la comisaría al cabo de unos días a recoger la denuncia para el seguro.
– Eso fue todo -le dijo Gail Ritucci a Nkata.
– La poli no hizo una mierda -añadió su marido.
Cuando Barbara Havers salió de casa para encontrarse con Lynley en Upper Holloway se detuvo en el piso de la planta baja, por el que ya hacía una eternidad que pasaba asiduamente con la mirada al frente. Llevaba consigo la ofrenda de paz que había comprado en la tienda de Barry Minshall: el truco del bolígrafo que atravesaba el billete de cinco libras para divertir y deleitar a los amigos.
Echaba de menos a Taymullah Azhar y a Hadiyyah. Echaba de menos la amistad informal que compartían, pasándose los unos por casa de la otra y viceversa cuando les apetecía. No eran familia. Ni siquiera podían decir que eran lo segundo mejor después de la familia. Pero compartían algo, cierta familiaridad y consuelo. Los quería a los dos de vuelta y estaba dispuesta a tragarse el orgullo si era lo que hacía falta para que las cosas entre ellos volvieran a estar bien.
Llamó a su puerta.
– ¿Azhar? Soy yo -dijo-. ¿Tienes un minuto? -Luego se retiró. Una luz tenue brillaba a través de las cortinas, así que supo que estaban despiertos, quizá poniéndose la bata o algo.
No contestó nadie, pero sonaba música, probablemente, de un radio-despertador que no habían apagado después de desvelar al que dormía. Había llamado demasiado flojo. Así que volvió a intentarlo, esta vez más fuerte. Se quedó escuchando e intentó decidir si lo que oía tras la puerta era alguien moviendo las cortinas para ver quién llamaba tan temprano. Miró hacia la ventana; examinó el panel de tejido que cubría las cristaleras. Nada.
Entonces se sintió violenta. Se retiró un paso más. -Bueno, pues muy bien… -dijo en voz más baja, y se marchó hacia su coche. Si Azhar quería que las cosas fueran así, si había sido un golpe tan bajo su comentario sobre por qué su esposa lo había abandonado… Pero no había dicho más que la verdad, ¿no? Y, de todos modos, los dos habían jugado sucio, y él no había ido al fondo del jardín para pedirle a ella perdón.
Se obligó a olvidarse del tema y puso aún más determinación en marcharse de allí sin mirar atrás para ver si alguno de los dos la observaba desde una cortina abierta. Fue al lugar donde había dejado el coche, en Parkhill Road, el sitio más cercano que había encontrado al regresar la noche anterior.
De ahí se dirigió a Upper Holloway y encontró el instituto cuya dirección Lynley le había dado por teléfono mientras aún estaba en la cama intentando levantarse al ritmo clásico e irresistible de Diana Ross y The Supremes en su radio-despertador. Había descolgado el teléfono, había intentado sonar alegre y había anotado la información en el interior de la cubierta apasionada de Atormentada por el deseo, que la había mantenido despierta hasta bien entrada la noche con la pregunta candente de si el héroe y la heroína sucumbirían a la pasión fatídica que sentían. «Eso sí que es difícil de adivinar», se dijo irónicamente.
El instituto en cuestión no quedaba lejos de Bovingdon Cióse, donde vivía la familia de Davey Benton. Parecía una cárcel de mínima seguridad, cuya distracción visual ocasional era cortesía de un aspirante a David Hockney.
A pesar de la distancia que, comparado con ella, tenía que recorrer Lynley para llegar hasta allí, ya la estaba esperando. Estaba de mal humor. Había ido a visitar a los Benton, le contó.
– ¿Cómo están?
– Ya puedes imaginarte, como estaría cualquiera en su misma situación. -El tono de Lynley eran lacónico, incluso más de lo que ella habría esperado. Lo miró con curiosidad y estaba a punto de preguntarle qué pasaba cuando señaló con la cabeza el instituto y le preguntó-: ¿Lista?
Barbara lo estaba. Estaban allí para hablar con un tal Andy Crickleworth, supuesto amigo de Davey Benton. Lynley le había dicho por teléfono que quería tener toda la munición posible para cuando al fin entraran en la sala de interrogatorios de la comisaría de Holmes Street para hablar con Barry Minshall, y tenía la sensación de que Andy Crickleworth sería la persona que se la proporcionaría.
Había llamado antes para que los administradores del instituto supieran que la policía tenía interés por hablar con uno de sus alumnos. Por lo tanto, era cuestión de minutos que Lynley y Barbara se encontraran en compañía del director, su secretaria y un chico de trece años. La secretaria tenía el pelo gris y parecía derrotada, y el director tenía el aspecto agotado de un hombre para el que la jubilación nunca llegaría lo bastante pronto. Por su parte, el chico llevaba ortodoncia, tenía granos en la cara y el pelo peinado hacia atrás al estilo de los gigolós de los años treinta. Levantando una mitad del labio superior al entrar en la sala, transmitió que le molestaba tener que reunirse con la policía. Pero el gruñido ensayado no impidió que dejara de mover las manos, que presionó contra la entrepierna a lo largo de toda la entrevista, como si deseara evitar orinarse encima.
El director, el señor Fairbairn, hizo las presentaciones. Celebraron la reunión en una sala de conferencias, sentados a una mesa oficial que, a su vez, tenía incómodas sillas oficiales alrededor. La secretaria se sentó en una esquina a tomar notas frenéticamente como si hubiera que compararlas con las de Barbara en un posible juicio.
Lynley comenzó preguntándole a Andy Crickleworth si sabía que Davey Benton había muerto. El nombre de Davey iba a salir en los periódicos aquella mañana, pero los pajaritos volaban deprisa. Si los padres de Davey habían informado al colegio del asesinato, la probabilidad de que se hubiera corrido la voz era alta.
– Sí -dijo Andy-. Todos lo saben. Al menos en octavo lo saben todos. – No parecía apenado. Lo aclaró diciendo-: Lo asesinaron, ¿verdad? -Y el tono de la pregunta sugirió que ser asesinado era una forma superior de dejar la vida que caer enfermo o morir en un accidente, como si diera una categoría que no tenían las otras.
«Creer eso es típico de casi todos los chicos de trece años», pensó Barbara. Una muerte repentina era algo totalmente extraño para ellos, algo que les pasaba a los demás y nunca a uno.
– Primero lo estrangularon, luego se deshicieron del cuerpo, Andy -dijo Barbara como si nada para ver si aquello le afectaba-. Sabes que hay un asesino en serie que va matando por Londres, ¿verdad?
– ¿Se cargó a Davey? -En todo caso, Andy parecía impresionado, no escarmentado-. ¿Quieren que les ayuda a cogerle o algo?
– Debes responder a sus preguntas, Crickleworth -le dijo el señor Fairbairn al chico-. Ése será el límite.
Andy le lanzó una mirada que decía «que te jodan».
– Háblanos del mercado de Stables -dijo Lynley.
Andy pareció recelar.
– ¿Qué pasa con él?
– Los padres de Davey nos dijeron que fue allí. Y si él fue, supongo que su grupo también fue. Y tú estabas en su grupo, ¿verdad?
Andy se encogió de hombros.
– Quizá fuimos. Pero no a hacer nada malo.
– El padre de Davey dice que robó unas esposas en un tenderete de magia. ¿Lo sabías?
– Yo no robé nada -dijo Andy-. Si Davey robó, pues robó. Pero no me sorprendería, a Davey le gustaba mangar cosas: vídeos de la tienda de Junction Road; caramelos del quiosco; plátanos del mercado. Creía que era guay. Yo le dije que se estaba buscando que lo pillaran algún día y lo metieran en la cárcel, pero no me escuchaba. Así era Davey. Le gustaba que las tías creyeran que era un tipo duro.
– ¿Qué hay del tenderete de magia? -agregó Barbara.
– ¿Qué pasa con él?
– ¿Fuiste allí con Davey?
– Eh, ya he dicho que yo nunca he mangado…
– No estamos aquí por ti -le interrumpió Lynley-. No nos interesa lo que robaste o dejaste de robar, ni dónde pudiste robarlo o no. ¿Queda claro? Los padres de Davey nos han dicho que estuvo en un puesto de magia del mercado de Stables, pero no tenemos nada más, aparte de tu nombre, que también nos dieron ellos.
– ¡Ni siquiera los conozco! -Andy parecía alarmado.
– Lo sabemos. También sabemos que tú y Davey tenías dificultades para llevaros bien.
– Comisario -dijo el señor Fairbairn en un tono admonitorio, como si comprendiera la facilidad con la que las palabras «dificultades para llevaros bien» podían llevarlos a una acusación que no tenía intención de permitir que se expresara en su sala de reuniones.
Lynley levantó la mano para impedirle que dijera nada más.
– Pero nada de eso importa ahora, Andy. ¿Lo entiendes? Lo que importa es lo que puedas decirnos sobre el mercado, el puesto de magia y cualquier otro tema que pueda ayudarnos a encontrar al asesino de Davey Benton. ¿Te ha quedado claro?
Andy dijo que sí a regañadientes, aunque Barbara lo dudaba. Parecía más centrado en el drama de la situación que en la cruda realidad que escondía.
– ¿Acompañaste alguna vez a Davey al puesto de magia del mercado de Stables? -le preguntó Lynley.
Andy asintió.
– Una vez -dijo-. Fuimos todos. No fue idea mía ni nada, en realidad. No recuerdo quién dijo que fuéramos, pero fuimos.
– ¿Y? -preguntó Barbara.
– Y Davey intentó mangar unas esposas del puesto de magia que tiene ese tipo tan raro. Lo pilló y los demás nos largamos.
– ¿Quién lo pilló?
– El tipo, el raro. Es muy raro, el tío ese. Para mí que quiere que le den una paliza. -De repente, Andy pareció establecer una relación entre las preguntas y la muerte de Davey-. ¿Creen que ese capullo mató a Davey?
– ¿Los viste alguna vez juntos después de aquel día? -preguntó Lynley-. ¿A Davey y al mago?
Andy negó con la cabeza.
– Nunca. -Frunció el ceño y, después de un momento, añadió-: Pero debieron de hacerlo.
– ¿Debieron de hacer qué?
– Verse. -Se escurrió en la silla para mirar a Lynley y le contó el resto de la historia-: Davey hacía trucos de magia en el colegio, pero que nunca los había hecho antes del día que fuimos a ese tenderete del mercado de Stables. Después, sin embargo, hizo un truco con una pelota: la hizo desaparecer. Y luego hizo un truco con una cuerda: la cortó por la mitad y después la sacó entera. Pudo aprenderlos de la tele o algo, o incluso en un libro, pero quizás el capullo del mago ese le enseñó los trucos, y, en ese caso, Davey seguramente lo habría visto en más de una ocasión.
Andy parecía orgulloso de esa deducción y miró a su alrededor como esperando que alguien lo felicitara.
En lugar de eso, Lynley dijo:
– ¿Habías estado en el puesto de magia antes de aquel día?
– No. Nunca, nunca -dijo Andy, pero, al decirlo, presionó las manos contra la entrepierna y las mantuvo allí, con la mirada clavada en el bolígrafo de Barbara.
«Miente», pensó ella, y se preguntó por qué.
– ¿A ti también te gusta la magia, Andy?
– Mola. Pero no esas niñerías con pelotas y cuerdas. Me gusta cuando hacen desaparecer aviones o tigres. No la otra mierda.
– Crickleworth -le advirtió el señor Fairbairn.
Andy lo miró.
– Lo siento. No me gusta la magia que hacía Davey. Es para niños pequeños. No me va.
– ¿Pero a Davey sí? -dijo Lynley.
– Davey era un niño pequeño -dijo Andy.
«Justo lo que le gusta a un cerdo como Barry Minshall», pensó Barbara.
Andy no podía contarles nada más. Tenían lo que necesitaban: la confirmación de que Minshall y Davey Benton se conocían.
Aunque el mago declarara que sus huellas estaban en las esposas porque eran de su tienda, la policía podría echar por tierra su explicación. No sólo había visto que Davey intentaba robar las esposas, sino que había pillado al chico in fraganti. Tal como lo veía Barbara, tenían indicios suficientes contra Minshall.
– Vaya, vaya, comisario -dijo mientras ella y Lynley se marchaban del instituto-. Nos vamos a merendar a Barry Minshall.
– Si fuera tan fácil… -La voz de Lynley sonó apesadumbrada, completamente distinta a como había esperado.
– ¿Por qué no iba a serlo? -le preguntó Barbara-. Ahora tenemos la declaración del chico y sabe que podemos interrogar al resto del grupo de Davey si hace falta. Tenemos a la mujer india que sitúa a Davey en el piso de Minshall y sus huellas estarán por todas partes. A mí me parece que la cosa pinta bien. ¿Qué opina usted? -Lo miró detenidamente-. ¿Ha pasado algo más, señor?
Lynley se detuvo junto a su coche. El de ella estaba más abajo. El comisario estuvo un momento sin decir nada y, cuando Barbara se preguntaba si diría algo, habló:
– Lo sodomizaron.
– ¿Qué? -dijo ella.
– A Davey Benton lo sodomizaron, Barbara.
– Dios santo -murmuró ella-. Es como dijo él.
– ¿Quién?
– Robson nos dijo que las cosas se intensificarían. Que lo que fuera que al principio satisficiera a ese asesino se perdería con el tiempo y necesitaría más. Ahora sabemos qué era.
Lynley asintió.
– Sí. -Y añadió-: No he podido contárselo a los padres. He ido a verlos para contárselo, tienen derecho a saber qué le pasó a su hijo, pero, cuando ha llegado el momento… -Apartó la vista y miró al otro lado de la calle, donde un jubilado anciano que cojeaba tiraba de un carrito de la compra-. Era el mayor temor que tenía su padre. No he podido hacerlo realidad. No he tenido valor. Al final, tendrán que saberlo. Saldrá durante el juicio, si es que no se enteran antes. Pero, cuando lo he mirado a la cara… -Meneó la cabeza con desconcierto-. Se me están acabando las ganas de seguir en esto, Havers.
Barbara encontró sus Players y sacó el paquete. Le ofreció uno y esperó que se mantuviera firme y lo rechazara. Así fue.
Se encendió el suyo. El olor a tabaco quemado era intenso y amargo en el frío aire invernal.
– Ser más humano -le dijo- no te convierte en menos policía.
– Es esto del matrimonio -le dijo él-. Ser padre. Hace que te sientas… -Se corrigió-. Hace que me sienta demasiado expuesto. Veo lo fugaz que puede ser la vida. Puede irse en un instante y esto…, lo que hacemos tú y yo…, lo subraya. Y… Barbara, nunca imaginé que sentiría esto.
– ¿El qué?
– Que no puedo soportarlo, y que agarrar a alguien de las pelotas y arrastrarlo ante la justicia ya no va a cambiar ese hecho para mí.
Barbara dio una fuerte calada al pitillo y aguantó el humo. Quería decirle que era una empresa arriesgada; que la vida tenía cuerdas, pero no garantías. Pero eso Lynley ya lo sabía. Todos los policías lo sabían, igual que sabían que no podían proteger a la esposa, el marido o la familia simplemente porque trabajaban todos los días en el bando de los buenos. Los chicos seguían malográndose. Las esposas cometían adulterio. Los maridos sufrían ataques al corazón. Todo lo que uno poseía podía desaparecer fácilmente en un instante. La vida era la vida.
– Vamos a salir hoy del paso. Es lo que pienso. No podemos ocuparnos del mañana hasta que llegue.
No parecía que Barry Minshall hubiera pasado una noche tranquila, que era lo que Lynley tenía en mente cuando decidió esperar a la mañana siguiente para interrogar al mago. Iba despeinado y encorvado. Entró en la sala de interrogatorios en compañía de su abogado, que se presentó como James Barty. Cuando el mago se sentó, entrecerró los ojos por la intensa luz y pidió si podían devolverle las gafas de sol.
– No le servirá de nada mirarme a los ojos si es lo que espera -le espetó a Lynley, y, para demostrarlo, levantó la cabeza y le ilustró lo que quería decir. Tenía los ojos un poco más oscuros que el color del humo cuando arde la madera seca y se movían atrás y adelante, deprisa y sin parar. Tardó sólo un momento en bajar la cabeza-. Nistagmo y fotofobia -dijo-. Así se llama. ¿O necesito un papel del médico para demostrárselo? Necesito las gafas, ¿vale? No soporto la luz y, sin gafas, tampoco veo una mierda.
Lynley hizo una señal a Havers con la cabeza. Barbara salió de la sala para ir a buscar las gafas de Minshall. Lynley empleó el tiempo para preparar la grabadora y examinar a su sospechoso.
Era la primera vez que veía a un albino de carne y hueso. No era lo que, en su ignorancia, había pensado que sería. No tenía los ojos rosas. Ni el pelo blanco como la nieve, sino los ojos grisáceos y el pelo espeso como si, a lo largo del tiempo, se le hubieran ido acumulando sedimentos que le dieran un tono amarillo. Llevaba el pelo largo, aunque retirado de la cara y recogido en la nuca. No tenía nada de pigmentación en la piel, ni siquiera una sola peca.
Cuando Havers regresó con las gafas de sol, Minshall se las puso enseguida. Aquello le permitió levantar la cabeza, aunque la mantuvo ladeada durante toda la entrevista, quizá para controlar mejor el movimiento danzante de sus ojos.
Lynley dijo los prolegómenos para la cinta que estaban grabando. Continuó con la advertencia formal para atraer toda la atención de Minshall y por si el mago no entendía hasta qué punto estaba en peligro, lo cual era improbable.
– Háblenos de su relación con Davey Benton -dijo luego, mientras a su lado, Havers sacaba su libreta por si acaso.
– Teniendo en cuenta las presentes circunstancias, creo que no voy a decirle nada. -Las palabras de Barry Minshall sonaron neutras, bien ensayadas.
Su abogado permaneció recostado en la silla, satisfecho por la respuesta, al parecer. Habría tenido toda la noche para informar a su cliente de sus derechos, en el caso de que Minshall hubiera preguntado por ellos.
– Davey está muerto, señor Minshall -dijo Lynley-, como ya sabe. Le aconsejo que se muestre más dispuesto a colaborar. ¿Nos dirá dónde estuvo hace dos noches?
Minshall dudó manifiestamente mientras pensaba en las repercusiones de permanecer callado u ofrecer una respuesta a aquella pregunta.
– ¿A qué hora, comisario? -preguntó al fin, c hizo un gesto a su abogado cuando Barty se movió como si quisiera impedirle hablar.
– A todas las horas -le dijo Lynley.
– ¿No puede ser más específico?
– ¿Tan solicitado está por las noches?
Minshall frunció la boca. A Lynley le parecía desconcertante interrogar a alguien que llevaba los ojos protegidos por unas gafas de sol, pero se disciplinó para buscar otras señales: el movimiento de la nuez, el temblor de los dedos, la alteración de la postura.
– Cerré el tenderete a la hora habitual, a las cinco y media. Sin duda, John Miller, el vendedor de sales de baño, se lo confirmará, ya que dedica una cantidad de tiempo exorbitante a observar a los niños que rondan por mi puesto. De ahí fui a un café cerca de casa, adonde voy regularmente a cenar. Se llama La Alacena de Sofía, aunque no hay ninguna Sofía y el ambiente acogedor que sugiere la palabra alacena es inexistente. Pero el precio es razonable y me dejan en paz, que es lo que prefiero. De ahí me fui a casa. Volví a salir un momento a comprar leche y café. Eso es todo.
– ¿Y durante la noche mientras estaba en casa? -dijo Lynley.
– ¿Qué pasa?
– ¿Qué hizo? ¿Ver sus vídeos? ¿Navegar por internet? ¿Leer unas revistas? ¿Entretener a las visitas? ¿Practicar sus trucos de magia?
Se tomó su tiempo para pensar en aquello.
– Bueno, que yo recuerde… -dijo y, luego, se pasó un buen rato recordando, demasiado, para el gusto de Lynley. Sin duda, lo que Minshall hacía era intentar valorar cuánto podría confirmar la policía dependiendo de lo que declarara haber hecho. ¿Llamadas? Habría un registro. ¿Internet? El ordenador lo mostraría. ¿Un visita al pub? Habría testigos. Teniendo en cuenta el estado de su casa, difícilmente podía declarar que había estado limpiando, así que la cosa estaba entre la televisión, en cuyo caso tendría que citar los programas, las revistas o los vídeos. Al fin, dijo-: Me acosté temprano. Me bañé y me fui directo a la cama. No duermo bien y, de vez en cuando, el sueño me vence, así que me acuesto pronto.
– ¿Solo? -fue Havers quien hizo la pregunta.
– Solo -contestó Minshall.
Lynley sacó las polaroids que habían encontrado en su piso.
– Háblenos de estos chicos, señor Minshall -le dijo.
Minshall los miró.
– Serán los ganadores -dijo al cabo de un momento.
– ¿Los ganadores?
Minshall se acercó la caja de plástico con las polaroids.
– Fiestas de cumpleaños. Así es cómo me gano la vida, aparte del tenderete del mercado. Les digo a los anfitriones que preparen un juego para los niños, y lo que ve ahí es el premio.
– ¿Que consiste en…?
– Un traje de mago. Me los hacen en Limehouse, por si quieren la dirección.
– ¿Cómo se llaman los chicos? ¿Y por qué el ganador siempre es un niño? ¿No hay niñas donde actúa?
– En realidad, no hay muchas niñas que se interesen por la magia. No les atrae igual que a los niños. -Minshall examinó otra vez las fotos. Se las acercó a la cara más de lo normal. Negó con la cabeza y las dejó en la mesa-. Puede que en algún momento supiera cómo se llamaban, pero ya no. En algunos casos, no creo ni que retuviera los nombres. No se me ocurrió. Nunca pensé que tendría que nombrárselos a nadie y, sin duda, no a la policía.
– ¿Por qué los fotografiaba?
– Para enseñar las fotos a los padres cuando preparaba la siguiente fiesta -dijo-. Es publicidad, comisario. Nada más siniestro que eso.
«Muy natural», pensó Lynley. Tenía que reconocérselo a Minshall.
El mago no había pasado la noche en vano encerrado en la comisaría de Holmes Street. Pero aquella soltura que mostraba lo hacía parecer más culpable. Ahora el tema era descubrir una fisura en su confianza.
– Señor Minshall -dijo Lynley-, tenemos situado a Davey Benton en su tenderete. Sabemos que le robó unas esposas. Tenemos a un testigo que dice que usted lo pilló haciéndolo. Así que vuelvo ¿i preguntarle que me explique qué relación tenía con el chico.
– Pillar a alguien mangando algo del tenderete no constituye una relación -dijo Minshall-. Los niños intentan mangarme cosas todo el tiempo. A veces, los pillo. Otras, no. En el caso de este chico…, la detective -dijo señalando a Barbara con la cabeza- me dijo que habían encontrado unas esposas relacionadas con él y que era posible que hubieran salido de mi tienda en algún momento. Pero si así es, ¿no le sugiere eso que no lo pillé robándolas? Porque, si lo hubiera pillado in fraganti, ¿por qué habría dejado que se fuera después con las esposas?
– Puede que haya una muy buena razón.
– ¿Cuál?
Lynley no iba a permitir que el sospechoso comenzara a formular sus propias preguntas en este punto o en cualquier otro del interrogatorio. Sabía que tenían todo lo que iban a sacarle a Minshall, pero no todo lo que estaba a su alcance.
– Un equipo del SOCO está recogiendo pruebas de su piso mientras hablamos, señor Minshall -le dijo-, y me atrevería a decir que los dos sabemos qué encontrarán. Otro agente está con su ordenador, y no tengo la menor duda de qué clase de bonitas fotos van a aparecer cuando comencemos a entrar en las páginas web que ha visitado. Mientras tanto, los especialistas forenses están examinando su furgoneta. Su vecina, supongo que conoce a la señora Singh, ha identificado a Davey Benton como uno de los chicos que lo visitaban en Lady Margaret Road y, cuando eche un vistazo a las fotos de los otros chicos muertos… Bueno, supongo que puede atar cabos usted solo; ah, y tampoco podemos olvidar a sus compañeros del mercado de Stables, que acabarán de cavar su tumba cuando hablemos con ellos.
– ¿Sobre qué? -dijo Minshall; ahora parecía menos engreído y miró a su abogado buscando algún tipo de apoyo.
– Sobre lo que va a suceder ahora, señor Minshall. Voy a detenerle por asesinato. Una acusación y habrá más. Este interrogatorio ha concluido, por el momento.
Lynley se inclinó hacia delante, dijo la fecha y la hora y apagó la grabadora. Le entregó su tarjeta a James Barty.
– Estoy localizable por si su cliente desea ampliar alguna respuesta, señor Barty -le dijo al abogado-. Mientras tanto, tenemos trabajo. Estoy seguro de que el sargento de guardia hará que el señor Minshall tenga una estancia cómoda antes de que lo trasladen a un centro de prisión preventiva.
– Tenemos que encontrar a los chicos de esas polaroids -le dijo Lynley a Barbara cuando estuvieron fuera-. Si hay alguna historia que contar sobre Barry Minshall, la contará uno de ellos. También tenemos que compararlos con las fotos de los chicos muertos.
Barbara miró hacia la comisaría.
– Es culpable, señor. Lo noto. ¿Usted no?
– Es lo que Robson nos dijo que buscáramos, ¿verdad? Ese aire de confianza. Lo tenemos contra las cuerdas y ni siquiera está preocupado. Comprueba sus antecedentes. Retrocede hasta donde puedas. Si le advirtieron por ir en bici por la acera cuando tenía ocho años, quiero saberlo. -Mientras hablaba, a Lynley le sonó el móvil. Esperó a que Havers anotara las tareas en la libreta antes de contestar.
Quien llamaba era Winston Nkata y su voz tenía el sonido de alguien que procuraba controlar su emoción.
– Tenemos la furgoneta, jefe. La noche en la que Kimmo Thorne entró a robar en una casa por última vez, una furgoneta iba por la calle demasiado despacio, como si hiciera un reconocimiento de la zona. La comisaría de Cavendish Road anotó la información, pero no dieron con nada. No pudieron relacionarlo con el allanamiento. Dicen que el testigo debió de equivocarse con la matrícula.
– ¿Por qué?
– Porque el propietario tenía una coartada confirmada por unas monjas de ese grupo de la Madre Teresa.
– Una fuente fidedigna, diría.
– Pero escuche esto: la furgoneta pertenece a un tipo llamado Muwaffaq Masoud. Su número de teléfono coincide con los números que se ven en las imágenes de esa furgoneta de Saint George's Gardens.
– ¿Dónde podemos encontrarlo?
– En Hayos, en Middlesex.
– Dame la dirección. Nos vemos allí.
Nkata se la dio. Lynley le hizo una señal a Havers para que le pasara la libreta y el bolígrafo y anotó la dirección. Puso fin a la llamada de Nkata y pensó en lo que suponía aquel nuevo suceso. Estaban abarcando todas las direcciones.
– Ve a Scotland Yard y ponte con lo de Minshall y lo demás -le dijo a Havers.
– ¿Hemos avanzado en algo?
– A veces creo que sí -respondió con sinceridad-, y otras creo que no hemos hecho más que empezar.