Lynley se quedó con ella toda la noche y buena parte del día siguiente. Empleó el tiempo en gran parte para desconectar su cara -tan pálida sobre la almohada- del cuerpo al que había quedado reducida. Al hacerlo, intentó decirse que no miraba a Helen. Helen se había ido. Había huido en aquel instante en el que todo había cambiado para ellos. La Helen de verdad se había elevado del armazón de huesos, músculos, sangre y tejidos, dejando atrás no el alma, que era lo que la definía, sino la sustancia, que era lo que la describía. Y esa sustancia sola no era ni nunca podría ser Helen.
Pero no podía sacar nada de eso porque cuando lo intentaba, lo que le venía a la mente eran imágenes, porque la conocía desde hacía demasiado tiempo. Ella tenía dieciocho años y no era suya en absoluto, sino la chica que había elegido su amigo.
– Te presento a Helen Clyde -le había dicho St. James-. Voy a casarme con ella, Tommy.
– ¿Crees que seré una buena esposa? -le había preguntado-. No tengo ni una sola de las cosas que debería tener una esposa.
Y había esbozado una sonrisa que le había robado el corazón, pero más por amistad que por amor.
El amor había surgido después, años y años después y, entre la amistad y el amor, lo que había florecido había sido la tragedia, el cambio y el dolor, que alteraron a los tres de forma irreconocible.
Helen dejó de ser alocada, St. James dejó de ser el bateador ferviente delante de los palos, y él sabía que había sido la causa. Un pecado que no tenía perdón. No podías alterar una vida y alejarte como si nada del daño.
Una vez alguien le dijo que las cosas son como deben ser en todo momento. En el mundo de Dios no existen los errores, le dijeron. Pero no podía creerlo. Ni lo creyó entonces ni lo creía ahora.
La vio en Corfú, tumbada sobre una toalla en la playa y con la cabeza hacia atrás para que el sol le diera en la cara.
– Vamonos a vivir a un clima soleado -le había dicho ella-. O al menos desaparezcamos un año en el trópico.
– ¿Qué tal treinta o cuarenta?
– Sí. Genial. Desapareceremos de la faz de la tierra aunque no tengamos motivo. ¿Qué te parece?
– Que echarías de menos Londres. Las rebajas de zapatos, al menos.
– Hum, es verdad -dijo-. Siempre seré una víctima de mis pies. El objetivo perfecto para diseñadores con fetichismo por los tobillos, soy la primera en admitirlo. Pero ¿no hay zapatos en el trópico, Tommy?
– No de los que estás acostumbrada a llevar, me temo.
Esas tonterías suyas que le hacían sonreír, propias de la Helen más exasperante.
– No sé cocinar, no sé coser, no sé limpiar, no sé decorar. Sinceramente, Tommy, ¿por qué me quieres a mí?
Pero ¿por qué quería una persona a otra?
– Porque sonrío contigo; porque me río con tus bromas, que tú y yo sabemos muy bien que están diseñadas justamente para eso, para hacerme reír. Y el porqué de eso es que me entiendes y me has entendido desde el primer día: quién soy, qué soy, qué es lo que más me obsesiona y cómo hacer que desaparezca. Por eso, Helen.
Y allí estaba en Cornualles, de pie delante de un retrato en la galería, la madre de él a su lado. Miraban a un abuelo con demasiados «tataras» delante como para saber con exactitud de qué época era. Pero no importaba porque lo que le preocupaba era la genética, y le decía a su madre:
– ¿Crees que hay alguna posibilidad de que esa nariz horrible vuelva a aparecer en algún punto del linaje?
– Es horrenda, ¿verdad? -murmuró su madre.
– Al menos evita que le dé el sol en el pecho. Tommy, ¿por qué no me enseñaste este cuadro antes de proponerme matrimonio? No lo había visto nunca -dijo Helen.
– Lo teníamos escondido en el ático.
– Muy inteligente.
La Helen de verdad. La única Helen.
No se puede conocer a alguien durante diecisiete años y no tener miles de recuerdos, pensó. Y los recuerdos eran aquello que, según sentía, podría matarlo; no su existencia, sino que no hubiera más de ahora en adelante, y que hubiera otros que ya había olvidado.
En algún lugar detrás de él se abrió la puerta de la habitación. Una mano suave tomó la suya y le colocó una taza caliente entre los dedos. Olió el aroma de la sopa. Alzó la vista hacia el rostro tierno de su madre.
– No sé qué hacer -susurró-. Dime qué debo hacer.
– No puedo hacer eso, Tommy.
– Si la dejo… Mamá, ¿cómo puedo dejarla… dejarlos? ¿Es egoísta si lo hago? ¿O es egoísta no hacerlo? ¿Qué querría ella? ¿Cómo puedo saberlo?
Ella se le acercó. Lynley dio la espalda a su esposa. Su madre le puso la mano en la cabeza y le acarició la mejilla.
– Querido Tommy -murmuró-. Cargaría con esto por ti si pudiera.
– Me estoy muriendo. Con ella. Con ellos. Y es lo que quiero en realidad.
– Créeme. Lo sé. Nadie puede sentir lo que sientes, pero todos nosotros podemos saber lo que sientes. Y, Tommy, debes sentirlo. No puedes huir. Las cosas no funcionan así. Pero quiero que también intentes sentir nuestro amor. Prométeme que lo harás.
Notó que se encorvaba y le daba un beso en la cabeza, y en aquel gesto, aunque apenas pudo soportarlo, supo que también había curación. Pero eso, que algún día pudiera dejar de sentir ese terrible dolor, era incluso peor que lo que le deparaba el futuro inmediato. No sabía cómo podría sobrevivir a aquello.
– Simón ha vuelto. ¿Hablarás con él? Creo que trae noticias.
– No puedo dejarla.
– Me quedaré yo. O le diré a Simón que venga. O que me dé el mensaje, si quieres.
Lynley asintió como atontado, y ella esperó en silencio a que tomara una decisión. Al final, le devolvió la taza; no había probado la sopa.
– Saldré a verle -dijo.
Su madre ocupó su lugar junto a la cama. En la puerta, se volvió y vio que se inclinaba sobre la cabeza de Helen y le tocaba el pelo negro retirado de las sienes. La dejó velando a su esposa.
St. James estaba en el pasillo justo por fuera de la habitación. Estaba menos ojeroso que la última vez que lo había visto, lo que sugería que había ido a casa a dormir.
Lynley se alegró. Los demás estaban viviendo a base de tensión y cafeína.
St. James sugirió que fueran a la cafetería; cuando llegaron, el olor a lasaña sugirió que debían de ser entre las doce del mediodía y las ocho de la tarde. En el hospital, Lynley hacía mucho que había perdido la noción del tiempo. Donde estaba Helen, la luz era tenue, pero en los otros sitios brillaban los fluorescentes, y sólo las caras del personal que cambiaban con cada turno sugerían que para el resto del mundo las horas pasaban con normalidad.
– ¿Qué hora es, Simón? -preguntó Lynley.
– La una y media.
– Pero no de la madrugada.
– De la tarde. Voy a cogerte algo de comer. -Señaló con la cabeza el acero inoxidable y el cristal del mostrador-. ¿Qué quieres?
– Da igual. ¿Un sandwich? No tengo hambre.
– Considéralo algo medicinal. Así será más fácil.
– De huevo y mayonesa, entonces, si hay. Con pan integral.
St. James fue a buscarlo. Lynley se sentó a una mesa pequeña que había en un rincón. Otras mesas estaban ocupadas por personal, familiares de los pacientes, curas y, en un caso, dos monjas.
La cafetería reflejaba la naturaleza sombría de lo que sucedía en el edificio que la albergaba: se hablaba en susurros, y la gente parecía tener cuidado de no hacer ruido con los platos y los cubiertos.
Nadie miro en su dirección, lo cual agradeció. Se sentía vulnerable y expuesto, como si no pudiera protegerse de lo que sabían los demás y de cómo juzgaban su vida.
Cuando St. James regresó, trajo sandwiches de huevo en una bandeja. También se había comprado uno para él, y había cogido un cuenco de fruta y un Twix además de dos zumos de grosella.
Primero comieron, en cordial silencio. Se conocían desde hacía tantos años -desde su primer día en Eton, en realidad- que en aquel momento las palabras estaban de más. Simón lo sabía; Lynley lo veía en su cara. No hacía falta decir nada.
St. James hizo un gesto de aprobación con la cabeza cuando Lynley se terminó el sandwich. Le acercó el cuenco de fruta y después la barrita de chocolate. Cuando Lynley hubo comido tanto como pudo soportar, su amigo le transmitió la información.
– La policía de Belgravia tiene la pistola. La han encontrado en uno de los jardines, en la ruta que va de las caballerizas donde estaba ese Range Rover abollado a la casa donde la au pair denunció el robo. Tuvieron que saltar muro tras muro para escapar. Perdieron la pistola por el camino entre los arbustos, según parece. No tendrían tiempo de volver por ella, aunque supieran que la habían perdido.
Lynley apartó la mirada del rostro de St. James porque sabía que su amigo lo observaba atentamente y lo evaluaba con cada palabra. Querría asegurarse de que no le contaba nada que pudiera hacer que volviera a perder la cabeza. Aquello le indicó que sabía lo que había pasado con Hillier en New Scotland Yard, un episodio que parecía haber ocurrido en otra vida.
– No irrumpiré en la comisaría de Belgravia -dijo-. Puedes contarme el resto.
– Están bastante seguros de que la pistola que han encontrado es la que se utilizó. Harán el estudio de balística de la bala que extrajeron de… de Helen, naturalmente, pero la pistola…
Lynley volvió a mirarlo.
– ¿De qué clase?
– Es un revólver. Del calibre veintidós -respondió St. James.
– La especialidad del mercado negro.
– Eso parece. No llevaba mucho tiempo allí, en el jardín. Los propietarios de la casa afirmaron no saber nada, y un examen de los arbustos lo confirmó. Los habían aplastado hacía poco. Lo mismo en los otros jardines.
– ¿Pisadas?
– Por todas partes. Belgravia va a cogerlos, Tommy. Pronto.
– ¿Cogerlos?
– No hay duda de que eran dos. Uno de ellos era mestizo. El otro… Aún no están seguros.
– ¿La au pair?
– Belgravia ha hablado con ella. Dice que estaba con el bebé al que cuida cuando oyó que rompían un cristal abajo, en la parte de atrás de la casa. Cuando bajó a ver qué pasaba, estaban dentro y se los encontró al pie de las escaleras. Uno estaba ya en la puerta, saliendo. Pensó que habían entrado a robar. Se puso a gritar, pero también intentó evitar que escaparan, sabe Dios por qué. Uno perdió el gorro.
– ¿Han pedido un retrato robot?
– No estoy seguro de que vaya a ser necesario.
– ¿Por qué?
– ¿La casa de Cadogan Lane con las cámaras de circuito cerrado? Tienen imágenes. Las están ampliando. Belgravia va a pasarlas por televisión, y los periódicos imprimirán las mejores. Es… -St. James alzó la cabeza hacia el techo. Lynley vio lo difícil que era aquello para su amigo. No sólo lo que le había pasado a Helen, sino también tener que transmitir la información recabada al marido de Helen y su familia. El esfuerzo no le dejaba tiempo para llorarla-. Están dándolo todo, Tommy. Tienen más voluntarios de los que pueden emplear, de comisarías de toda la ciudad. Los periódicos… No los has visto, ¿verdad? Es una historia enorme. Por quién eres, por quién es ella, por vuestras familias, todo.
– La clase de historia que les encanta a los tabloides -dijo Lynley con amargura.
– Pero la opinión pública está con ellos, Tommy. Alguien va a ver las imágenes de la cámara de circuito cerrado y va a entregar a esos crios.
– ¿Crios? -dijo Lynley. St. lomes asintió.
– Al menos uno era un crío, al parecer. La au pair dice que tendría unos doce años.
– Dios santo. -Lynley apartó la mirada como si aquello fuera a evitar que su mente estableciera una conexión inevitable.
St. James la hizo de todos modos.
– ¿Uno de los chicos de Coloso…? ¿En compañía del asesino en serie, pero sin saber que su compañero es el asesino?
– Le invité, les invité a mi casa. En las mismas páginas de The Source, Simón.
– Pero no había ninguna dirección, ni el nombre de ninguna calle. Un asesino que estuviera buscándote no te habría encontrado por el artículo. Es imposible.
– Sabía quién era yo, cómo soy físicamente. Pudo seguirme a casa desde Scotland Yard algún día. Y, entonces, lo único que le tenía que hacer era elaborar un plan y esperar el momento adecuado.
– Si así es, ¿por qué se llevó al chico con él?
– Para hacerle pecar. Así podía convertirlo en su siguiente víctima cuando se hubiera encargado de Helen.
Decidieron dejar que Hamish Robson sufriera en el calabozo toda la noche. Sería una especie de muestra de lo que le esperaba en el futuro. Así que habían llevado al psicólogo a la comisaría de Shepherdess Walk, la cual, si bien no era el calabozo más cercano al piso del Barbican, les permitió evitar una ruta que los adentraría aún más en la City para llegar a la comisaría de Wood Street.
Orden de registro en mano, pasaron la mayor parte del día siguiente en el piso de Robson para reforzar el caso contra el psicólogo. Una de las primeras pruebas que encontraron fue su ordenador portátil guardado en un armario, y a Barbara no le costó nada dar con el rastro de migajas electrónicas que Robson había dejado en él.
– Pornografía infantil -le dijo a Nkata volviendo la cabeza cuando encontró las primeras imágenes-. Crios con hombres, crios con mujeres, crios con animales, crios con crios. Qué tipo más asqueroso, este Hamish.
Por su parte, Nkata encontró un callejero viejo en el que estaba marcado el lugar donde la iglesia de Saint Lucy's se alzaba en la esquina de Courtfield Road. Y entre sus páginas estaba el nombre y la dirección del hotel Canterbury, así como una tarjeta en la que se leía «Snow» y un número de teléfono.
Esto, junto con la identificación de Barry Minshall de la fotografía de Robson y la serie 2160 como parte del número de teléfono del lugar de trabajo del médico, bastaba para que un equipo del SOCO entrara en escena y mandaran otro a Walden Lodge. El segundo reuniría las pruebas que pudiera del piso de su madre. Parecía improbable que hubiera llevado a Davey Benton o a cualquier otro de los chicos a su casa cerca del Barbican. Pero, como mínimo, Davey habría ido a Wood Lane con Robson y, una vez allí, habría dejado su huella en el piso de Esther Robson.
Cuando tuvieron suficiente como para encerrarlo por pedófilo, fueron a la comisaría. Robson ya había llamado a su abogada y, tras esperar a que ésta volviera del juzgado, Barbara y Nkata se reunieron con ambos en la sala de interrogatorios.
Barbara pensó que era todo un detalle que Robson hubiera contratado a una mujer. Se llamaba Amy Stranne, y parecía que se había doctorado en impasibilidad. A juego con su falta total de reacciones expresivas, llevaba el pelo corto y austero, un traje negro igual de austero y una corbata de hombre anudada al cuello de una camisa de seda blanca. Sacó un bloc prístino de su maletín, junto con una carpeta de papel manila cuyo contenido consultó antes de hablar.
– He informado a mi cliente de sus derechos -dijo-. Desea colaborar con ustedes en este interrogatorio porque tiene la sensación de que hay aspectos importantes de esta investigación que no entienden.
«Muy cierto -pensó Barbara-. Bendito sea su corazoncito negro.» El psicólogo sabía que iba a pasar entre rejas muchos años. Como Minshall, el muy asqueroso ya intentaba posicionarse para obtener una condena menor.
– El SOCO está examinando su vehículo, doctor Robson -dijo Nkata-. También está examinando el piso de su madre. Un equipo de Scotland Yard está buscando el garaje que debe de tener en algún sitio de la ciudad, porque suponemos que es ahí donde ha escondido la furgoneta, y media docena de agentes investigan sus antecedentes para encontrar lo que sea que pueda habérseles escapado a los otros.
El rostro ojeroso de Robson sugería que su alojamiento en Shepherdess Walk no había sido de su agrado.
– Yo no… -dijo.
– Por favor -dijo Barbara-. Si no mató a Davey Benton, nos encantaría escuchar qué le pasó realmente entre la hora en que lo violó y la hora en que su cuerpo apareció en el bosque.
Robson se estremeció ante la crudeza de aquella afirmación. Barbara quiso señalarle que en realidad no había un modo agradable de describir lo que le había pasado al chico de doce años.
– No quería hacerle daño -dijo Robson.
– ¿Hacerle?
– Al chico. A Davey. Snow me dijo que siempre iban por voluntad propia. Me dijo que estaban bien preparados.
– ¿Como un trozo de carne? -preguntó Barbara-. ¿Salpimentados?
– Me dijo que estaban preparados y que lo querían.
– ¿Lo querían? -dijo Nkata.
– Querían el encuentro.
– La violación -aclaró Barbara.
– ¡No fue…! -Robson miró a su abogada. Amy Stranne tomaba notas, pero pareció percibir su mirada porque alzó la vista.
– Tú decides, Hamish -dijo.
– Tiene arañazos cicatrizados en las manos y en los brazos -observó Barbara-. Y hemos encontrado piel debajo de las uñas de Davey. También tenemos pruebas de sodomía forzada. Así pues, ¿qué tiene este escenario para que lo consideremos un encuentro sexual voluntario? Y no es que el sexo con un chico de doce años sea legal, por cierto. Pero estamos dispuestos a dejar eso a un lado por el momento, aunque sólo sea para escuchar su versión de la seducción romántica que al parecer…
– No quería hacerle daño -dijo Robson-. Me entró el pánico. Eso es todo. Ponía de su parte. Lo estaba pasando bien…
Quizá se sentía un poco inseguro, pero no me dijo que parara. No me lo dijo. Le gustaba. Pero cuando le di la vuelta… -Robson estaba gris. El pelo ralo le caía sobre la frente. Tenía saliva seca en las comisuras de la boca, enterrada entre su perilla perfectamente recortada-. Después de eso sólo intenté que se callara. Le dije que la primera vez siempre daba un poco de miedo, que incluso dolía un poco, pero que no debía preocuparse.
– Qué majo -señaló Barbara. Quería arrancarle los ojos a ese cabrón. A su lado, Nkata se movió. Se dijo que tenía que frenarse, y sabía que su compañero también se lo estaba diciendo con su lenguaje corporal. Pero no quería que ese bastardo pensara que su silencio (el silencio de ella) implicaba aprobación, aunque sabía que su silencio era crucial para que Robson siguiera hablando. Apretó los labios y se los mordió para no moverlos.
– Tendría que haber parado entonces -dijo Robson-. Lo sé. Pero en aquel momento… Pensé que si se callaba, todo acabaría enseguida. Y quería… -Robson apartó la mirada, pero no había nada en la sala donde pudiera clavarla excepto la grabadora que registraba sus palabras-. No pretendía matarlo -repitió-. Sólo quería que se callara mientras…
– Mientras terminaba -dijo Barbara.
– Lo estranguló con sus propias manos -señaló Nkata-. ¿Cómo creía que iba a…?
– No se me ocurrió otro modo de hacerle callar. Al principio sólo se resistió, pero después se puso a gritar y no se me ocurrió otra forma de hacerle callar. Y, luego, mientras la situación se intensificaba, no me di cuenta de por qué estaba tan callado y flácido. Creía que estaba colaborando.
– Colaborando -Barbara no pudo controlarse- con la sodomía, con la violación de un niño de doce años. Creyó que estaba colaborando. Así que terminó, pero vio que se estaba tirando a un muerto.
A Robson se le enrojecieron los ojos.
– Toda mi vida -dijo-. He intentado no hacer caso… Me decía que no importaba: mi tío, la lucha y los tocamientos. Mi madre, que quería dormir con su hombrecito y la excitación que era algo natural en cualquier chico, sólo que ¿cómo podía ser natural cuando era ella quien la provocaba? Así que no hice caso y al final me casé, pero no la deseaba, verán, a la mujer, totalmente formada y exigiéndome cosas. Creí que las fotografías me ayudarían, así como los vídeos.
– Pornografía infantil -dijo Barbara.
– Me excitaba. Fácilmente, al principio. Pero después…
– Hizo falta más -dijo Nkata-. Siempre hace falta más. ¿Cómo conoció HYCE?
– A través de internet, de un chat. Al principio sólo fui a mirar, para estar con hombres que se sentían como yo. Llevaba mucho tiempo con aquel peso. Esta necesidad obscena. Creía que podría curarme si iba allí y veía la clase de hombres que… lo prueban. -Sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la cara-. Pero eran como yo, ¿saben? Eso fue lo más terrible. Eran como yo, sólo que más felices. Estaban en paz. Habían alcanzado un punto en el que habían llegado a creer que no es pecado sentir placer físico.
– Placer físico con niños -dijo Barbara-. ¿Y por qué no lo sería? ¿Por qué no sería pecado?
– Porque los chicos también aprenden a desearlo.
– Ya. ¿Y cómo miden los tipos como usted el deseo, doctor Robson?
– Ya veo que no creen…, que piensan que soy…
– ¿Un monstruo? ¿Un bicho raro? ¿Una mutación genética que hay que eliminar de la faz de la tierra junto con el resto de su calaña? ¿Por qué diablos pensaría yo algo así? -Al final, fue demasiado para ella.
– Barb -dijo Nkata.
Barbara pensó en cuánto se parecía a Lynley. Era capaz de mantener la calma cuando era necesario, justo algo que para ella era imposible porque siempre había asociado mantener la calma con dejar que el horror que sentía cuando se enfrentaba a monstruos como ése le devorara las entrañas.
– Cuéntenos el resto -le dijo Nkata a Robson. -No hay nada más que contar. Esperé todo lo posible, hasta bien entrada la noche. Llevé el… su cuerpo al bosque. Eran las tres…, ¿las cuatro de la mañana? No había nadie en ninguna parte.
– Las quemaduras, la mutilación. Cuéntenos.
– Quería que pareciera otro más. En cuanto vi que lo había matado accidentalmente, fue lo único que se me ocurrió. Hacer que pareciera otro más, para que concluyeran que el asesino de Davey era el mismo que el de los otros.
– Espere. ¿Intenta decirnos que no mató a los otros chicos? -preguntó Barbara.
Robson frunció el ceño.
– No habrán pensado… ¿No habrán estado ahí sentados pensando que el asesino en serie soy yo? ¿Cómo es posible? ¿Cómo podría tener acceso a esos otros chicos?
– Díganoslo usted.
– Ya se lo he dicho. Por el perfil psicológico, se lo he dicho.
Se quedaron en silencio. Interpretó lo que daba a entender el silencio.
– Dios mío, el perfil es auténtico. ¿Por qué iba a inventármelo?
– Por la razón más evidente del mundo -dijo Nkata-: alejar el rastro de usted.
– Pero yo ni siquiera conocía a esos chicos, a los chicos muertos. No los conocía. Deben creerme…
– ¿Qué hay de Muwaffaq Masoud? -preguntó Nkata-. ¿Lo conoce?
– ¿Muwaf…? Nunca he… ¿Quién es?
– Alguien que podría señalarle en una rueda de reconocimiento -dijo Nkata-. Ha pasado un tiempo desde que vio al tipo que le compró la furgoneta, pero supongo que tener delante al hombre le refrescará un poco la memoria.
Entonces, Robson se volvió hacia su abogada.
– No pueden… ¿Pueden hacer esto? He colaborado. Se lo he contado todo.
– Eso lo dice usted, doctor Robson -terció Barbara-. Pero hemos visto que los mentirosos y los asesinos están cortados por el mismo patrón, así que no se enfade si no nos tomamos lo que nos ha contado como si fuera palabra de Dios.
– Tienen que escucharme -protestó Robson-. Este chico, sí. Pero fue un accidente. No pretendía que ocurriera. Pero los otros… No soy un asesino. Están buscando a alguien… Lean el perfil. Léanlo. No soy la persona que buscan. Sé que tienen mucha presión para resolver este caso, y ahora que han disparado a la esposa del comisario…
– La esposa del comisario está muerta -le recordó Nkata-. ¿Lo ha olvidado por algún motivo?
– No estará insinuando que… -Se volvió hacia Amy Stranne-. Aléjeme de ellos -le dijo-. No seguiré hablando con ellos. Intentan convertirme en algo que no soy.
– Eso dicen todos, señor Robson -le dijo Barbara-. En caso de emergencia, los tipos como usted siempre nos vienen con la misma canción.
Dos miembros del consejo de administración fueron a verla, lo cual le dijo a Ulrike que no sólo se avecinaban problemas, sino que la cosa estaba que ardía. El presidente del consejo, de punta en blanco pero sin la cadena de oro requerida para demostrar su autoridad, llegó con la secretaria del consejo a la zaga. Patrick Bensley era quien hablaba, mientras que su acompañante intentaba parecer alguien más importante que la esposa de un conocido empresario de la alta sociedad, con su lifting facial tersamente visible.
Ulrike no tardó mucho en comprender que Neil Greenham había cumplido las amenazas que profirió la última vez que hablaron. Llegó a esta conclusión cuando Jack Veness le dijo que el señor Bensley y la señora Richie se habían presentado en recepción sin previo aviso y que pedían hablar con la directora de Coloso. Lo que le costó más fue saber con exactitud qué amenaza había materializado Neil. ¿Iban a llamarle la atención por su aventura con Griffin Strong o por otra cosa?
En los últimos días había visto a Griff sólo un momento. Se había mantenido ocupado con su grupo de orientación nuevo y, cuando no estaba con ellos, guardaba las distancias y se dedicaba activamente a la información sobre programas de ayuda a la comunidad, a su negocio de estampación o a la clase de trabajo social que le habían pedido que hiciera miles de veces desde que Coloso le había contratado. Antes, siempre estaba demasiado atareado para encargarse de este último aspecto de su trabajo. Era increíble cómo las tragedias conseguían demostrar a la gente la cantidad de tiempo de que habían dispuesto para evitar que ocurrieran. En el caso de Griff, era dedicar el tiempo a hablar con los usuarios de su orientación y sus familias fuera del horario normal de Coloso. Ahora sí lo hacía, o eso decía. La verdad era que podía estar follándose a Emma, la jefa de comedor del bengalí de Brick Lane, cada vez que se ausentaba de Coloso. Tampoco le importaba, en realidad. Tenía problemas más graves. ¿Y no era un giro de la vida aún más fascinante? Un hombre por el que lo habría sacrificado casi todo acababa teniendo el valor de una mota de polvo justo cuando una despejaba al fin la mente.
Sin embargo, había tenido un coste demasiado alto. Y además, resultó ser el motivo por el que habían ido a verla el señor Bensley y la señora Richie; visita que, en y por sí misma, no habría sido tan mala, si la policía no hubiera ido a verla ese mismo día.
En esta ocasión fue la de Belgravia, no New Scotland Yard. Apareció en la forma de un detective antipático llamado Jansen y de un agente que permaneció anónimo y mudo durante todo el interrogatorio. Jansen había sacado una fotografía para que Ulrike la examinara.
La imagen, que era granulada, pero no imposible de distinguir, había captado a dos personas corriendo, al parecer, por una calle estrecha. Las casas idénticas que había en ella -todas con sólo dos y tres pisos de altura- sugerían que la acción había transcurrido en unas antiguas caballerizas. Los sujetos de la fotografía también estaban en una zona rica de la ciudad: no había basura ni desperdicios visibles, ni grafitos, ni plantas muertas en jardineras en mal estado.
Ulrike supuso que querían que dijera si reconocía a los individuos que pasaban corriendo por delante de la cámara de circuito cerrado que había generado su fotografía, así que los examinó.
El más alto de los dos -y parecía que era un hombre- se había percatado de la presencia de la cámara y había vuelto la cara sabiamente. Llevaba un gorro calado, el cuello de la chaqueta subido y guantes, e iba vestido totalmente de negro. Bien podría haber sido una sombra.
El más bajo no había tenido la misma previsión. Su imagen, si bien no era nítida, era bastante clara como para que Ulrike pudiera decir con seguridad -y sin sentirse aliviada- que no lo conocía. No había nada en él que pudiera identificar, y sabía que podría haberlo reconocido si lo hubiera visto alguna vez, porque tenía el pelo muy rizado, lo cual era imposible de olvidar, y manchas enormes en la cara, como enormes pecas desenfrenadas. Tendría unos trece años, quizá menos. Y decidió que era mestizo; blanco, negro y algo más.
Le devolvió la fotografía a Jansen.
– No lo conozco -dijo-. Al chico. A ninguno de los dos, aunque no puedo decirlo con seguridad porque el más alto se tapa. Supongo que vio la cámara de circuito cerrado. ¿Dónde estaba?
– Había tres -le dijo Jansen-. Dos en una casa, otra al otro lado de la calle. Esta foto es de una de las cámaras de la casa.
– ¿Por qué están buscando…?
– Dispararon a una mujer en la puerta de su casa. Pudieron ser estos dos.
Fue lo único que le dijo, pero Ulrike hizo la conexión. Había visto los periódicos. La mujer del comisario de Scotland Yard que había ido a Coloso a hablar con Ulrike sobre las muertes de Kimmo Thorne, y Jared Salvatore había recibido un disparo en la puerta de su casa en Belgravia. El revuelo que se había montado era ensordecedor, sobre todo a causa de los periódicos serios y los tabloides. Para los habitantes de esa zona de la ciudad, el crimen era inconcebible, y habían dado a conocer sus sentimientos en todos los frentes que habían encontrado.
– El chico no es uno de los nuestros -le contestó Ulrike al detective Jansen-. No lo había visto nunca.
– ¿Está segura respecto al otro?
Ulrike pensó que no debía de hablar en serio. Nadie sería capaz de reconocer al hombre más alto, si es que era un hombre en realidad. Aun así, volvió a mirar la foto.
– Lo siento mucho -dijo-. Pero es imposible…
– Nos gustaría enseñar la fotografía por aquí, si no le importa -le dijo Jansen.
A Ulrike no le gustó lo que implicaba aquello -que, de algún modo, no se enteraba de lo que pasaba en Coloso-, pero no le quedaba otra opción. Antes de que los agentes se fueran a mostrar la fotografía, les preguntó por la esposa del comisario. ¿Cómo está?
Jansen negó con la cabeza.
– Mal -dijo.
– Lo siento. ¿Le…? -Señaló la foto con la cabeza-. ¿Esperan cogerlo?
Jansen la miró, un trozo de papel fino en sus grandes manos coloradas.
– ¿Al chico? No habrá problema -contestó-. Ahora mismo, esta fotografía está en la última edición del Evening Standard. Mañana por la mañana aparecerá en la portada de todos los periódicos, y esta noche saldrá en las noticias y mañana también. Lo cogeremos, y espero que sea pronto. Y cuando lo tengamos, hablará; y luego tendremos al otro. De eso no hay ninguna duda.
– Yo… Eso está bien -dijo-. Pobre mujer.
Y lo decía en serio. Nadie -por muy rico, privilegiado y feliz que fuera, por muchos títulos que tuviera u otras cosas- merecía recibir un disparo en la calle. Pero mientras se decía eso y se convencía de que no se le habían agotado la bondad y la compasión humanas para con la clase alta de esa sociedad rígida en la que vivía, Ulrike sintió un gran alivio al ver que este nuevo crimen no tenía ninguna relación con Coloso.
No obstante, aquí estaban el señor Bensley y la señora Richie sentados con ella en su despacho -habían cogido una silla de recepción-, decididos a hablar precisamente del tema que había intentado ocultarles por todos los medios a su alcance.
Bensley fue quien lo sacó:
– Háblanos de los chicos muertos, Ulrike.
No podía hacerse la ingenua con una respuesta del tipo «¿A qué chicos se refiere?». No le quedaba más remedio que contarles que cinco chicos de Coloso habían sido asesinados desde septiembre, y que sus cuerpos habían aparecido en distintas zonas de Londres.
– ¿Por qué no se nos ha informado al respecto? -preguntó Bensley-. ¿Por qué ha tenido que llegarnos esta información por oda persona?
– Por Neil, quiere decir. -Ulrike no pudo evitar decir aquello. Estaba atrapada entre el deseo de hacerles saber que conocía perfectamente la identidad de su Judas y la necesidad de defenderse. Prosiguió diciendo-: Yo misma no lo supe hasta que asesinaron a Kimmo Thorne. Fue la cuarta víctima. La policía vino entonces.
– Pero ¿por lo demás…? -Bensley hizo uno de esos movimientos para ajustarse la corbata, de esos que pretendían ilustrar una incredulidad que, de lo contrario, podría ahogarlo. La señora Richie acompañó el gesto con un chasquido de los dientes-. ¿Cómo es que no sabías que los otros chicos habían muerto?
– O desaparecido, al menos -añadió la señora Richie.
– No estamos organizados para controlar la asistencia de nuestros usuarios -les dijo Ulrike, como si no se lo hubiera explicado ya miles de veces-. Una vez un chico o una chica sale del curso de orientación, es libre de ir y venir cuando quiera. Puede participar en lo que le ofrecemos, o puede dejar de asistir. Queremos que siga con nosotros porque quiera estar aquí. Sólo controlamos a los que están aquí por orden del juez. -E incluso entonces, Coloso no delataba a los chicos enseguida. Una vez completado el curso de orientación, se les daba cierto margen de libertad.
– Es lo que esperábamos que dirías -dijo Bensley.
«O lo que les habían dicho que esperaran -pensó Ulrike-. Neil había hecho todo lo posible: buscará pretextos, pero el hecho sigue siendo el mismo, y la directora de Coloso debería saber qué pasa con los chicos. Se supone que Coloso está para ayudar, ¿no es así? A ver, ¿de cuánto trabajo estamos hablando: pasarse por los cursos y preguntar a los instructores quién está y quién se ha quedado por el camino? ¿Y no sería una actitud inteligente que la directora de Coloso cogiera el teléfono e intentara localizar al crío que ha abandonado un programa diseñado (y financiado, no lo olvidemos) para evitar que lo abandone en primer lugar? Sí, el bueno de Neil ha hecho todo lo posible, y tengo que felicitarlo por ello.»
Se dio cuenta de que no tenía preparada una respuesta al comentario de Bensley, así que esperó a ver a qué habían venido el presidente del consejo y su acompañante, lo cual creía que estaba relacionado tan sólo tangencialmente con la muerte de los chicos de Coloso.
– Quizá -dijo Bensley- estabas demasiado distraída como para saber que los chicos habían desaparecido.
– No he estado más distraída de lo habitual -le dijo Ulrike-, con los planes para el centro del norte de Londres y la recaudación de fondos. -«Cumpliendo sus órdenes, por cierto» fue lo que no añadió, pero hizo todo lo posible para insinuarlo.
Sin embargo, Bensley no infirió lo que ella deseaba.
– No es lo que tenemos entendido precisamente. Has tenido otra distracción, ¿verdad?
– Como ya le he dicho, señor Bensley, no hay un modo fácil de enfocar este trabajo. He intentado centrarme por igual en todos los asuntos que tiene el director de un centro como Coloso. Si desconocía el hecho de que varios chicos habían dejado de venir, fue debido al número de preocupaciones relacionadas con la organización del que tuve que hacerme cargo. Sinceramente, lamento muchísimo que ninguno de nosotros -y dio un énfasis especial a la palabra «ninguno»- se diera cuenta de que…
– Seamos sinceros -la interrumpió Bensley. La señora Richie se acomodó en la silla, un movimiento de caderas que daba a entender que habían llegado al quid de la cuestión.
– ¿Sí? -Ulrike juntó las manos.
– Vamos a expedientarte, a falta de una palabra mejor. Siento tener que decirte esto, Ulrike, porque en general tu trabajo en Coloso nos ha parecido impecable.
– Os ha parecido -dijo Ulrike.
– Sí. Nos ha parecido.
– ¿Me estás despidiendo?
– No he dicho eso. Pero considérate bajo examen. Vamos a realizar… ¿Lo llamamos investigación interna?
– ¿A falta de una palabra mejor?
– Por así decirlo.
– ¿Y cómo piensan llevar a cabo esta investigación interna?
– Con revisiones. Con entrevistas. Déjame decirte que creo que, mayoritariamente, has echo un buen trabajo en Coloso. También déjame decirte, personalmente, que espero que salgas indemne de esta revisión de tu trabajo e historial personal.
– ¿Historial personal? ¿Qué significa eso exactamente?
La señora Richie sonrió. El señor Bensley carraspeó. Y Ulrike supo que estaba perdida.
Maldijo a Neil Greenham, pero también se maldijo a sí misma. Comprendía hasta qué punto estaba acabada si no provocaba un cambio significativo en el statu quo.