Capítulo 22

– No es lo que creen -fueron las primeras palabras de Barry Minshall cuando Lynley puso en marcha la grabadora-. A ustedes, los polis, se les mete una idea en la cabeza y luego moldean los hechos para asegurarse de que encajen con esa idea. Pero ¿cómo creen que sucedió? Ahí se equivocan. ¿Y cómo sucedió lo de Davey Benton? También se equivocan. Pero les digo desde ya que no serán capaces de afrontar lo que tengo que decir porque si lo hicieran, seguramente echaría por tierra los esquemas que tienen del mundo. Quiero agua. Estoy muerto de sed y esto va para largo.

Lynley detestaba tener que darle algo a ese hombre, pero hizo una señal con la cabeza a Havers, quien desapareció para ir a buscar la bebida de Minshall.

Regresó en menos de un minuto con un vaso de plástico de agua que parecía haber cogido directamente del servicio de mujeres, que era lo que seguramente había hecho. Lo dejó delante de Minshall, y éste miró el vaso y, luego, a Havers para comprobar si había escupido dentro. Después de considerarla pasable, bebió un sorbo.

– Puedo ayudarles -dijo-. Pero quiero un trato.

Lynley alargó la mano hacia la grabadora otra vez, dispuesto a apagarla y poner fin al interrogatorio una vez más.

– Yo que usted no lo haría -dijo Minshall-. Me necesitan tanto como yo a ustedes. Conocía a Davey Benton. Le enseñé trucos de magia básicos. Lo disfracé para que fuera mi ayudante. Se montó en mi furgoneta y estuvo en mi piso. Pero eso es todo. No lo toqué jamás del modo que piensan, por mucho que él quisiera.

Lynley notó que se le secaba la boca.

– ¿Qué coño insinúa?

– No insinúo nada, se lo digo. Se lo cuento. Les informo. Llámenlo como quieran, al final es lo mismo. El chico era marica. Al menos, él creía que lo era y buscaba una prueba. Una primera vez que le demostrara cómo era el sexo con un hombre.

– No querrá que creamos que…

– Me da igual lo que crean. Les estoy diciendo la verdad. Dudo que yo fuera el primero con el que lo intentaba porque era muy directo. La mano en la entrepierna cuando nadie podía vernos. Me consideraba un solitario, que es lo que soy, reconozcámoslo, y según creía él, era seguro intentarlo conmigo. Es lo que quería hacer y yo le aclaré las cosas. Le dije que yo no me acuesto con menores, y que volviera cuando cumpliera los dieciséis.

– Es usted un mentiroso, Barry -dijo Barbara Havers-. Su ordenador está lleno de pornografía infantil. La llevaba en la furgoneta, por el amor de Dios. ¿Se mete el puño en el culo delante del ordenador todas las noches y quiere que creamos que Davey Benton lo perseguía a usted y no al revés?

– Pueden pensar lo que quieran. Es obvio que ya lo hacen. Parece un pervertido, así que tiene que serlo.

– ¿Utiliza eso a menudo? -le preguntó Havers-. Supongo que funciona a las mil maravillas ahí fuera en el mundo. Hace que la gente se sienta culpable. Debe de funcionar especialmente bien con los niños. Es usted un puto genio, ¿no, chaval? Un sobresaliente por elaborar un plan para sacar partido a su aspecto físico, colega.

– Parece que no entiende su situación, señor Minshall. ¿Le ha explicado el señor Barty -dijo, señalando con la cabeza al abogado- qué pasa cuando a uno lo acusan de asesinato? Comparece ante el juez, se decreta una fianza y espera a que se celebre el juicio…

– Todos esos presos y guardias le estarán esperando en la cárcel de Wormwood Scrubs para recibirle con los brazos abiertos -añadió Havers-. Tienen un recibimiento especial para los pederastas. ¿Lo sabía, Bar? Tendrá que inclinarse hacia delante, claro.

– Yo no…

Lynley apagó la grabadora.

– Al parecer -le dijo a James Barty-, su cliente necesita más tiempo para pensar. Mientras tanto, las pruebas contra usted van aumentando, señor Minshall. Y, en cuanto confirmemos que fue la última persona que vio con vida a Davey Benton, considérese sentenciado.

– Yo no…

– Puede intentar convencer de eso al fiscal. Nosotros reunimos pruebas y se las entregamos a él. A partir de ese momento, ya no pintamos nada.

– Puedo ayudarles.

– Piense en ayudarse a sí mismo.

– Puedo darles información sobre el chico. Pero el único modo en el que van a conseguirla es mediante un trato, porque si les doy la información, no voy a ser un hombre muy popular precisamente.

– Si no nos da nada, lo encerraremos por asesino de todos modos -señaló Barbara Havers-. Y eso no va a contribuir mucho a su popularidad, Barry

– Lo que yo sugiero -dijo Lynley- es que nos diga lo que sabe y rece para que estemos más interesados en eso que en otra cosa. Pero no se equivoque, Barry. Actualmente, se enfrenta a una acusación de asesinato como mínimo. Cualquier otro cargo que podamos imputarle en el futuro como resultado de lo que nos cuente ahora sobre Davey Benton no supondrá una sentencia de cárcel mayor. A no ser que sea otro asesinato, por supuesto.

– No he matado a nadie -dijo Minshall, pero ahora tenía la voz alterada y, por primera vez, a Lynley, le pareció que quizás estaban logrando hacérselo entender.

– Convénzanos -dijo Barbara Havers.

Minshall se quedó pensando un momento.

– Encienda la grabadora -dijo al fin-. Lo vi la noche que murió.

– ¿Dónde?

– Lo llevé a… -Titubeó, luego bebió más agua-. Se llama hotel Canterbury. Tenía un cliente allí y fuimos a actuar.

– ¿Qué quiere decir con «actuar»? -preguntó Havers-. ¿Qué clase de cliente?

Además de la cinta que Lynley estaba grabando, ella tomaba notas, y alzó la vista de la libreta.

– Magia. Hicimos un espectáculo privado para un solo cliente. Cuando acabamos, dejé a Davey allí con él.

– ¿Con quién? -preguntó Lynley.

– Con el cliente. Fue la última vez que lo vi.

– ¿Y cómo se llamaba ese cliente?

Minshall dejó caer los hombros.

– No lo sé. -Y como si imaginara que se marcharían de la sala de interrogatorios, se apresuró a decir-: Sólo lo conocía por un número: dos-uno-seis-cero. No me dijo nunca cómo se llamaba. Y él tampoco sabía cómo me llamaba yo. Me conocía por Nieve. -Se señaló la cabeza y la piel-. Me pareció apropiado.

– ¿Cómo conoció a este individuo? -le preguntó Lynley.

Minshall bebió otro sorbo de agua. Su abogado le preguntó si quería consultar con él. El mago dijo que no con la cabeza.

– HYCE -dijo.

– ¿Qué hizo? -preguntó Havers.

– H-Y-C-E -la corrigió-. No es una palabra. Es una organización.

– ¿Un acrónimo que significa…? -Lynley esperó la respuesta.

Minshall se la dio con voz cansada.

– Hombres Y Chicos Enamorados.

– Dios santo -masculló Havers mientras escribía en su libreta. Subrayó el acrónimo de un modo malicioso que sonó como papel de lija rascando la madera-. Adivinemos de qué va eso.

– ¿Dónde se reúne esta organización? -preguntó Lynley.

– En el sótano de una iglesia, dos veces al mes. Es un lugar sin consagrar llamado Saint Lucy's por Cromwell Road, la calle de la estación de Gloucester Road. No sé la dirección exacta, pero no será difícil encontrarla.

– Sin duda el olor a azufre será una gran pista cuando llegas a la zona -señaló Havers.

Lynley la miró con severidad. Compartía su aversión por aquel hombre y su historia, pero ahora que por fin Minshall estaba hablando, quería que siguiera.

– Háblenos de HYCE -dijo.

– Es un grupo de apoyo -dijo-. Ofrece un refugio seguro para… -Pareció buscar una palabra que aclarara el propósito de la organización a la vez que describiera a sus miembros de un modo positivo. «Una tarea imposible», pensó Lynley, aunque dejó que el hombre lo intentara de todos modos-. Ofrece un lugar donde personas que piensan igual pueden reunirse, hablar y descubrir que no están solas. Es para hombres que creen que no es ningún pecado y que no debería estar condenado socialmente querer a chicos e introducirlos en una sexualidad homosexual en un ambiente seguro.

– ¿En una iglesia? -Havers parecía no poder contenerse-. ¿Como una especie de sacrificio humano? En el altar, imagino.

Minshall se quitó las gafas y la fulminó con la mirada mientras las limpiaba frotándolas en la pernera de los pantalones.

– ¿Por qué no cierra el pico, agente? Es gente como usted la que dirige las cazas de brujas.

– Escúcheme, hijo de…

– Ya vale, Havers -dijo Lynley, y, a Minshall-: siga.

El mago lanzó a Havers otra mirada, luego cambió de posición en la silla como para dejarla al margen.

– Ningún chico es miembro de la asociación. HYCE sólo proporciona apoyo.

– ¿Para…? -le instó a decir Lynley.

Minshall volvió a ponerse las gafas sobre la nariz.

– Para hombres que tienen… conflictos con sus deseos. Aquellos que ya han dado el paso ayudan a los que quieren darlo. Esta ayuda se ofrece en un entorno afectuoso, donde se tolera a todo el mundo y no se juzga a nadie.

Lynley vio que Havers iba a hacer otra observación. La interrumpió.

– ¿Y el dos-uno-seis-cero?

– Lo vi enseguida la primera vez que vino. Era nuevo en todo esto. Apenas podía mirar a nadie a los ojos. Me dio pena y me ofrecí a ayudarle. Es lo que hago.

– ¿Lo que significa?

Y ahí Minshall se atascó. Se quedó callado un instante y luego pidió consultar con su abogado. James Barty había permanecido sentado sorbiéndose tan fuerte los dientes de abajo que parecía que se había tragado el labio.

– Sí, sí, sí -saltó de repente.

Lynley apagó la grabadora. Le señaló a Havers la puerta y salieron al pasillo de la comisaría de Holmes Street.

– Ha tenido toda la puta noche para preparar esa historia, señor.

– ¿Lo de HYCE?

– Eso y la chorrada del dos-uno-seis-cero. ¿No creerá ni por un momento que habrá un HYCE en Saint Lucy's cuando mandemos a los de Antivicio para que asistan a su próxima reunión? No es nada probable, señor. Y Bar tendrá una respuesta perfecta para ello, ¿verdad? Déjeme que se la adelante: «HYCE tiene miembros que son policías, ¿saben? Un pajarito de la Met debe de haberlos puesto al corriente y se han avisado. Ya saben cómo funciona esto: la radio, el radioteléfono y la radio de la policía. Se han escondido. Qué pena que no puedan encontrarlos…». Y no podamos detenerlos de aquí al domingo -añadió-. Putos pedófilos.

Lynley se quedó mirándola, era la indignación justificada en persona. El sentía lo mismo, pero también sabía que necesitaban que el mago siguiera soltando información. El único modo de distinguir la verdad de sus mentiras era animarle a hablar largo y tendido y escuchar las trampas que acabaría tendiéndose a sí mismo, que era el destino de todos los mentirosos.

– Ya sabes qué hay que hacer, Havers. Tenemos que dejarle hablar.

– Lo sé, lo sé. -Miró hacia la puerta y al hombre que había tras ella-. Pero se me ponen los pelos de punta. Está ahí dentro con Barty ideando un modo de justificar la seducción de niños de trece años, y usted y yo lo sabemos. ¿Qué se supone que tenemos que hacer al respecto? ¿Quedarnos ahí sentados y ponernos furiosos?

– Sí -contestó Lynley-. Porque el señor Minshall está a punto de descubrir que no puede tenerlo todo. No puede declarar que rechazó a Davey Benton por ser demasiado joven para experimentar el amor que no se atreve a… etcétera, etcétera, y que, al mismo tiempo, entregó al chico al asesino. Imagino que, mientras hablamos, estará resolviendo esta pequeña dificultad con el señor Barty.

– Entonces ¿cree que HYCE existe? ¿Que Minshall no asesinó a ese crío ni a los demás?

Como Havers, Lynley miró hacia la puerta de la sala de interrogatorios.

– Creo que es muy probable -dijo-. Y hay una parte de todo esto que tiene sentido, Barbara.

– ¿Qué parte?

– La parte que explica por qué ahora tenemos a un chico muerto que no está relacionado con Coloso.

Lo seguía, como siempre, y comprendió qué quería decir:

– ¿Porque el asesino ha tenido que buscarse un territorio nuevo después de que apareciéramos por Elephant and Castle?

– Sabemos que no es estúpido -dijo Lynley-. En cuanto nos pusimos sobre la pista de Coloso, tuvo que buscarse una nueva fuente de donde sacar a sus víctimas, ¿no? E HYCE es ideal, Havers, porque allí la gente ni siquiera sospecharía de él, y menos Minshall, que está esperando a tomarlo bajo su protección, impaciente y dispuesto a entregarle a las víctimas, puesto que, al parecer, cree, o eso dice al menos, en la santidad de todo el puto proyecto.

– Necesitamos una descripción del dos-uno-seis-cero -dijo Havers, señalando con la cabeza la sala de interrogatorios.

– Y más -le dijo Lynley mientras se abría la puerta y James Barty les pedía que volvieran a entrar.

Minshall se había terminado el agua y estaba destrozando el vaso de plástico que la había contenido. Dijo que quería aclarar las cosas. Lynley le dijo que estaban dispuestos a escuchar lo que el mago deseara contarles y puso en marcha la grabadora, mientras Havers se sentaba y arrastraba ruidosamente la silla por el linóleo.

– Mi primera vez fue con mi pediatra -dijo Minshall en voz baja, mantenía la cabeza baja para mirarse las manos y seguía destrozando el vaso de plástico-. Lo llamó «ocuparse» de mi afección. Yo era un crío, ¿qué sabía yo? Toquetearme entre las piernas para asegurarse de que mi «afección» no me causaría problemas sexuales en el futuro, como impotencia o eyaculación precoz. Al final, me violó allí mismo en su consulta, pero yo no dije nada. Tanto miedo tenía. -Minshall alzó la vista-. Nunca quise que la primera vez de otros chicos fuera así. ¿Lo entienden? Quería que fuera producto de una relación de amor y confianza, para que, cuando pasara, estuvieran preparados. Ellos también lo querrían. Entenderían lo que sucedía y lo que significaba. Quería que fuera una experiencia positiva, así que les di el poder.

– ¿Cómo? -La voz de Lynley sonaba tranquila y razonable, aunque lo que quería era gritar. «Son alumnos aventajados cuando tienen que justificarse», pensó. Los pedófilos vivían en un universo paralelo al resto de la humanidad y no podías hacer prácticamente nada para arrancarlos de él, tan inamoviblemente se habían colocado allí a lo largo de años de racionalización.

– Con franqueza -dijo Barry Minshall-, con sinceridad.

Lynley oyó cómo Havers se contenía. Vio la fuerza con la que agarraba el lápiz mientras tomaba sus notas.

– Hablo con ellos sobre sus impulsos sexuales. Les permito ver que lo que sienten es natural y que no tienen nada que esconder ni de lo que avergonzarse. Les enseño lo que hay que enseñar a todos los niños: que la sexualidad en todas sus manifestaciones es un bien de Dios, algo que hay que celebrar en lugar de ocultar. Hay tribus, ¿saben?, en las que se introduce a los niños en el sexo con un rito iniciático, guiados por un adulto de su confianza. Forma parte de su cultura y, si alguna vez logramos liberarnos de las cadenas de nuestro pasado Victoriano, también formará parte de la nuestra.

– ¿Ese es el objetivo de HYCE entonces? -preguntó Havers.

Minshall no le respondió inmediatamente.

– Cuando vienen a verme al piso -dijo-, les enseño trucos de magia. Me ayudan. Esto lleva unas semanas. Cuando están preparados, actuamos para un público de una persona: mi cliente, que forma parte de HYCE. Lo que tienen que saber es que ningún chico se ha negado nunca a ir con el hombre al que lo entrego al final de la actuación. De hecho, lo están deseando. Se han preparado. Como he dicho, tienen el poder.

– Davcy Benron -comenzó a decir Havers y por la tensión de su voz, Lynley supo que tenía que frenarla.

– ¿Dónde se llevaban a cabo estas actuaciones, señor Minshall? ¿En Saint Lucy's? -preguntó.

Minshall negó con la cabeza.

– Eran privadas, como ya le he dicho.

– En el hotel Canterbury entonces, el mismo lugar donde vio a Davey por última vez. ¿Dónde está este sitio?

– En Lexham Gardens, junto a Cromwell Road. Lo dirige uno de nuestros miembros. No para eso. No para que se reúnan hombres y chicos. Es un hotel legal.

– Seguro que sí -murmuró Havers.

– Explíquenos qué pasa en la actuación -dijo Lynley-. ¿Se hace en una habitación?

– En una habitación normal. Siempre se pide al cliente que haga la reserva por adelantado. Nos encontramos en el vestíbulo y subimos. Hacemos la actuación, el chico y yo, y me pagan.

– ¿Por proporcionar al chico?

Minshall no iba a admitir ser un proxeneta.

– Por la actuación de magia a la que asiste el chico.

– ¿Y luego?

– Luego dejo al chico. El cliente lo lleva a casa… después.

– Todos esos chicos de las fotos que encontramos en su casa…? -La pregunta la hizo Havers.

– Antiguos ayudantes -contestó Minshall.

– ¿Quiere decir que los entregó a todos para que se los tirara algún tipo en una habitación de hotel?

– Ningún chico fue sin estar de acuerdo. Ninguno se quedó contra su voluntad al final de la actuación. Ninguno vino después a quejarse sobre cómo lo habían tratado.

– Tratado -dijo Barbara-. ¿Tratado, Barry?

– Señor Minshall -dijo Lynley-, a Davey Benton lo asesinó el hombre con el que usted lo dejó. Lo entiende, ¿verdad?

Él negó con la cabeza.

– Sólo sé que Davey fue asesinado, comisario. No hay nada que me diga que lo hizo mi cliente. Hasta que me diga lo contrario, seguiré convencido de que Davey Benton salió solo aquella noche, después de que lo llevaran a casa.

– ¿Qué quiere decir con «hasta que me diga lo contrario»? -preguntó Havers-. ¿Espera que un asesino en serie le llame y le diga: «Gracias, amigo. Intentémoslo otra vez para que pueda matar a otro»?

– Ustedes dicen que mi cliente mató a Davey. Yo no. Y sí, espero que me pida concertar otra cita -dijo Minshall-. Es lo que pasa normalmente. Y una tercera y una cuarta si el chico y el hombre no llegan a un acuerdo distinto.

– ¿Qué clase de acuerdo? -preguntó Lynley.

Minshall se tomó su tiempo para responder.

Miró a James Barty, quizás intentando recordar hasta dónde le había aconsejado el abogado que contara. Prosiguió con cuidado:

– HYCE trata de amor -dijo-, Hombres Y Chicos Enamorados. La mayoría de chicos están ansiosos por vivir el amor. De hecho, la mayoría de gente está enamorada. No se trata de abusos sexuales, nunca se ha tratado de eso.

– Sólo es proxenetismo -dijo Havers, que, obviamente, ya no pudo contenerse más.

– Ningún chico ha sentido nunca que lo utilizaban -siguió Minshall obstinadamente- o que abusaban de él en un encuentro preparado por mí a través de HYCE. Queremos quererlos. Y los queremos.

– ¿Y qué se dice a sí mismo cuando aparecen muertos? -preguntó Havers-. ¿Que querían perder la vida?

Minshall respondió mirando a Lynley, como si creyera que el silencio de éste implicaba que aprobaba su negocio.

– No tienen ninguna prueba de que mi cliente… -Decidió dar otro enfoque-. Davey Benton no tenía que morir. Estaba preparado para…

– Davey Benton se defendió de su asesino -le interrumpió Lynley-. A pesar de lo que pensara de él, señor Minshall, no era marica, no estaba preparado, no lo deseaba, y no estaba ansioso. Así que, si se marchó con su asesino al final de su actuación, dudo que lo hiciera voluntariamente.

– Estaba vivo cuando los dejé solos -dijo Minshall con voz apagada-. Lo juro. Nunca he hecho daño a ningún chico, y mis clientes tampoco.

Lynley ya había oído suficiente sobre Barry Minshall, sus clientes, HYCK y el gran proyecto de amor en el que, al parecer, el mago creía que participaba.

– ¿Cómo era este hombre físicamente? ¿Cómo se pusieron en contacto?

– No es…

– Señor Minshall, ahora mismo no me importa si es o no es un asesino. Quiero encontrarlo y quiero interrogarlo. Bien, ¿cómo se pusieron en contacto?

– Me llamó.

– ¿A un fijo o un móvil?

– A un móvil. Cuando estuvo preparado, me llamó. Yo nunca tuve su número.

– Entonces, ¿cómo supo él cuándo estaba todo organizado?

– Yo sabía lo que tardaría. Le dije cuándo tenía que volver a llamar. Así nos manteníamos en contacto. Cuando lo tuve todo preparado, esperé a que me llamara y le dije cuándo y dónde nos encontraríamos. Él llegó primero, pagó la habitación en metálico y nos reunimos con él allí. Todo lo demás pasó como les he contado. Hicimos la actuación, y después dejé a Davey con él.

– ¿Davey no se opuso a que lo dejara sólo en una habitación de hotel con un desconocido? -Lynley pensó que no sonaba propio del Davey Benton que su padre había descrito. Tenía que faltar un elemento en la historia que Minshall estaba describiendo-. ¿Drogaron al chico? -preguntó.

– Nunca he drogado a ninguno de los chicos -dijo Minshall.

A estas alturas, Lynley ya estaba acostumbrado a la forma que tenía el hombre de marear la perdiz.

– ¿Y sus clientes? -preguntó.

– Yo no drogo…

– Corte el rollo, Barry -le interrumpió Barbara-. Sabe exactamente qué le está preguntando el comisario.

Minshall miró lo que había hecho con el vaso de plástico: reducirlo a tiras y confeti.

– Por lo general, nos ofrecen refrescos en la habitación del hotel. Los chicos son libres de aceptarlos o no.

– ¿Qué clase de refrescos?

– Bebidas alcohólicas.

– ¿Drogas no? Cannabis, cocaína, éxtasis, drogas por el estilo.

Minshall se irguió ofendido al oír aquella pregunta.

– Por supuesto que no -dijo-. No somos drogadictos, comisario Lynley.

– Sólo sodomitas de niños -dijo Havers. Luego, le lanzó una mirada a Lynley de disculpa.

– ¿Cómo era el hombre físicamente, señor Minshall? -le preguntó.

– ¿El dos-uno-seis-cero? -Minshall pensó en ello-. Normal y corriente -dijo-. Llevaba bigote y perilla, y una gorra, parecía un hombre de campo. También llevaba gafas.

– ¿Y jamás se le ocurrió que todo eso fuera un disfraz? -preguntó Lynley al mago-. ¿El pelo en la cara, las gafas, la gorra?

– En aquel momento, no pensé… Miren, cuando un hombre está preparado para dejar de fantasear sobre el tema, no necesita disfraces.

– Si piensa matar a alguien sí -señaló Havers.

– ¿Cuántos años tenía el hombre? -preguntó Lynley.

– No lo sé. ¿Cuarenta? No estaba en muy buena forma. Parecía alguien que no hace ejercicio.

– ¿Alguien a quien podría costarle respirar?

– Seguramente. Pero miren, no llevaba ningún disfraz. Muy bien, reconozco que algunos tipos lo llevan cuando vienen por primera vez a HYCE: la peluca, la barba, el turbante, lo que sea. Pero, cuando están preparados, ya hemos creado una confianza. Y nadie da el paso sin confianza. Porque ellos no saben si yo podría ser un policía secreto. Podría ser cualquiera.

– Y ellos también -dijo Havers-. Pero nunca se le ocurrió, ¿verdad, Bar? Simplemente, entregó a Davey Benton a un asesino en serie, se despidió y se marchó con el dinero en el bolsillo. -Se volvió hacia Lynley-. Diría que ya tenemos suficiente, ¿verdad, señor?

Lynley no podía discrepar. Por ahora, ya le habían sacado suficiente a Minshall. Querrían una lista de las llamadas que había recibido al móvil, querrían ir al hotel Canterbury y querrían elaborar otro retrato robot para ver si el tipo del gimnasio Square Four coincidía con la imagen que Minshall tenía de su cliente. Sin embargo, a partir de su descripción del dos-uno-seis-cero, los puntos de comparación no parecían corresponderse con el retrato robot que ya tenían del gimnasio, sino con la descripción que les había dado Muwaffaq Masoud del hombre que le había comprado la furgoneta.

No había ni bigote ni perilla, cierto. Pero la edad coincidía, la falta de condición física coincidía y la calvicie que vio Masoud podía ocultarse fácilmente con la gorra que había visto Minshaíl.

Por primera vez, Lynley se planteó una idea totalmente nueva.

– Havers -le dijo a la detective cuando salieron de la sala de interrogatorios-, hay otro modo de enfocar el caso que no nos habíamos planteado.

– ¿Cuál? -dijo mientras guardaba la libreta en el bolso.

– Dos hombres -dijo-. Uno capta, y el otro mata. Uno capta para darle al otro la oportunidad de matar. El compañero dominante y el sumiso.

Barbara pensó en ello.

– No sería la primera vez -dijo-. Una vuelta de tuerca en la historia de Fred y Rosemary, de Hinley y Brady.

– Más que eso -dijo Lynley.

– ¿Por?

– Explica por qué tenemos a alguien comprando esa furgoneta en Middlesex mientras otro le espera en un taxi delante de la casa de Muwaffaq Masoud.

Cuando Lynley llegó a casa, era bastante tarde. Había pasado por Victoria Street para hablar con el T09 sobre HYCE y dio a los agentes del equipo de protección de menores la información que tenía sobre la organización. Les habló de la iglesia de Saint Lucy's cerca de la estación del metro de Gloucester Road y les preguntó qué posibilidades había de clausurar el grupo.

La respuesta que le dieron fue deprimente. Que un grupo de personas de ideas afines se reunieran para hablar de esas ideas no constituía ningún delito. Si no sucedía algo más en el sótano de la iglesia de Saint Lucy's, no había nada que hacer: los agentes de que disponía Antivicio eran pocos, y las actividades ilegales, muchas.

– Pero se trata de pedófilos -contrarrestó Lynley frustrado al oír que su compañero hacía aquella valoración.

– Quizá -fue la respuesta-. Pero la fiscalía no va a arrastrar a nadie a un tribunal basándose en lo que ha dicho, Tommy. -Aun así, el T09 iba a mandar a alguien de paisano a una reunión de HYCE cuando estuvieran menos agobiados. A menos que recibieran una queja o tuvieran una prueba sólida de una actividad delictiva, el T09 no podía hacer más.

Así que Lynley estaba bajo de moral cuando entró con el coche en Eaton Terrace. Aparcó en el garaje de las caballerizas, recorrió despacio el callejón adoquinado y dobló la esquina de su casa. El día le había dejado con una clara sensación de suciedad: física y espiritual.

Dentro de casa, el primer piso estaba casi a oscuras, con una luz tenue al pie de las escaleras. Subió y fue al dormitorio para ver si su esposa se había acostado. Pero la cama estaba hecha, así que siguió, primero a la biblioteca y, al final, al cuarto del bebé. Allí la encontró. Vio que había comprado una mecedora y que se había quedado dormida, con una almohada de forma rara en el regazo. La reconoció de uno de los múltiples viajes a Mother Care que habían hecho en los meses anteriores. Se suponía que había que utilizarla cuando se daba de mamar al bebé. El niño descansaba encima, debajo del pecho de la madre.

Helen se despertó cuando cruzó la habitación hacia ella.

– Así que he decidido practicar -dijo como si hubieran estado hablando tan sólo unos momentos antes-. Bueno, supongo que es para ver cómo será. No darle el pecho, sino tenerlo aquí. Es raro si lo piensas, cuando lo analizas más detenidamente, quiero decir.

– ¿El qué? -La mecedora estaba debajo de la ventana y Lynley se apoyó en el alféizar. La miró con cariño.

– Que hayamos creado una personita. Nuestro Jasper Feliz, flotando felizmente dentro de mí, esperando a salir al mundo.

Lynley se estremeció al oír la última parte del pensamiento de su mujer: que su hijo saliera a un mundo a menudo lleno de violencia y, en efecto, muy incierto.

– ¿Qué pasa? -dijo Helen.

– He tenido un mal día -le dijo.

Ella extendió la mano hacia Lynley y él se la cogió. Tenía la piel fría y percibió el olor a cítrico que desprendía.

– Me ha telefoneado un hombre llamado Mitchell Corsico, Tommy. Me ha dicho que era de The Source.

– Dios mío -refunfuñó-. Lo siento. Sí que es de The Source. -Le contó cómo intentaba frustrar los planes de Hillier manteniendo ocupado a Corsico con las nimiedades de su vida privada-. Dee debió avisarte de que quizá te llamaría. No pensé que sería tan rápido. Estaba decidida a soltarle el rollo para alejarlo del centro de coordinación.

– Ah. -Helen se estiró y bostezó-. Bueno, ya he imaginado qué algo pasaba cuando me ha llamado condesa. Resulta que también había hablado con mi padre. No tengo ni idea de cómo lo ha localizado.

– ¿Qué quería saber?

Empezó a ponerse en pie. Lynley la ayudó a levantarse. Dejó la almohada en la cuna y colocó un elefante de peluche encima.

– Hija de conde y casada con un conde. Obviamente, me despreciaba. He intentado divertirle con mi insensatez y mis tristes propensiones de famosilla en decadencia, pero no me ha parecido tan cautivado como me habría gustado. Me ha hecho un montón de preguntas de por qué alguien de sangre azul, ése eres tú, cielo, se haría policía. Le he dicho que no tenía la menor idea, puesto que yo preferiría que estuvieras disponible para almorzar todos los días conmigo en Knightsbridge. Me ha preguntado si podía venir a visitarme a casa, con un fotógrafo. Ahí he dicho basta. Espero haber hecho bien.

– Has hecho bien.

– Me alegro. Me ha costado resistirme a la idea de posar ingeniosamente en el sofá del salón para The Source, por supuesto, pero lo he conseguido. -Le pasó la mano por la cintura y se dirigieron hacia la puerta-. ¿Qué más? -le preguntó.

– ¿Mmm? -Lynley le dio un beso en la cabeza.

– El mal día.

– Dios santo. Ahora no quiero hablar de ello.

– ¿Has cenado?

– No tengo hambre -dijo-. Lo único que quiero es tumbarme. Preferiblemente sobre algo blando y relativamente adaptable.

Ella lo miró y sonrió.

– Sé exactamente lo que necesitas. -Lo cogió de la mano y lo condujo hacia el dormitorio.

– Helen, hoy no puedo. Me temo que estoy agotado, lo siento.

Ella se rió.

– Nunca pensé que te oiría decir eso, pero tranquilo. Estoy pensando en otra cosa. -Le dijo que se sentara en la cama y entró en el baño. Lynley oyó que encendía una cerilla. Vio el destello. Al cabo de un momento, el agua comenzó a correr por la bañera y Helen regresó con él-. No hagas nada -le dijo-. Intenta no pensar si puedes. Relájate.

Empezó a desnudarle. Había un carácter ceremonial en cómo lo hizo, en parte porque le quitó la ropa sin prisas. Dejó los zapatos con cuidado a un lado y dobló los pantalones, la chaqueta y la camisa. Cuando estuvo desnudo, lo llevó al baño, donde el agua de la bañera estaba perfumada y las velas que había encendido proyectaban un resplandor relajante que se duplicaba en los espejos y dibujaba un arco en las paredes.

Lynley se metió en la bañera, se sentó y se tumbó hasta que el agua le cubrió los hombros. Helen le hizo una almohada con una toalla para que apoyara la cabeza.

– Cierra los ojos -le dijo-. Relájate. No hagas nada. Intenta no pensar. La fragancia debería ayudarte. Concéntrate en eso.

– ¿Qué es? -le preguntó.

– La poción mágica de Helen.

La oyó moverse por el baño: la puerta que se cerraba, el sonido de ropa cayendo al suelo. Al cabo de un momento, Helen estaba junto a la bañera y hundía la mano en el agua. Lynley abrió los ojos. Se había cambiado y llevaba un albornoz suave de color aceituna que daba calidez a su piel. Sostenía una esponja natural y estaba echándole gel.

Comenzó a bañarlo.

– No te he preguntado cómo te ha ido el día -le dijo.

– Shhh -contestó ella.

– No. Cuéntamelo. Así tendré algo en lo que pensar que no sea Hillier o el caso.

– De acuerdo dijo, pero habló en voz baja y le pasó la esponja por el brazo con una presión suave que hizo que volviera a cerrar los ojos-. He tenido un día de esperanza.

– Me alegra que alguien lo haya tenido.

– Después de mucho investigar, Deborah y yo hemos identificado ocho tiendas de ropa para bautizos. Hemos quedado mañana y dedicaremos todo el día a ir de compras.

– Excelente -dijo-. Fin del conflicto.

– Es lo que pensamos. ¿Podemos coger el Bentley, por cierto? Puede que acabemos con más paquetes de los que caben en mi coche.

– Hablamos de ropa de bebé, Helen. De un bebé de meses. ¿Cuánto espacio pueden ocupar?

– Sí, claro. Pero puede que compremos más cosas, Tommy…

Lynley se rió. Ella le cogió el otro brazo.

– No puedes resistirte a la tentación -le dijo.

– Es por una buena causa.

– ¿Por qué si no? -Pero le dijo que cogiera el Bentley y disfrutara de la excursión. El se puso cómodo para disfrutar de los cuidados que Helen estaba dedicando a su cuerpo.

Le lavó el cuello y le masajeó los músculos de los hombros. Le dijo que se inclinara hacia delante para poder ocuparse de la espalda. Le lavó el pecho y utilizó los dedos para presionar ciertos puntos de su cara de un modo que pareció eliminar la tensión que sentía. Luego hizo lo mismo con los pies hasta que los sintió como masilla caliente. Dejó las piernas para el final.

La esponja subió por ellas, subió, subió. Y entonces ya no era la esponja, sino su mano, y le hizo gemir.

– ¿Sí? -murmuró ella.

– Oh, sí. Sí.

– ¿Más? ¿Más fuerte? ¿Cómo?

– Sigue haciendo lo que haces. -Se le cortó la respiración-. Dios mío, Helen. Eres una niña muy traviesa.

– Puedo parar si quieres.

– Ni se te ocurra. -Abrió los ojos y la miró, y descubrió que sonreía dulcemente y lo observaba-. Quítate el albornoz -dijo.

– ¿Estimulación visual? No diría que te hace falta.

– No es eso -contestó-. Sólo quítate el albornoz. -Y cuando lo hizo, Lynley se movió para que pudiera entrar con él en el agua. Ella puso un pie a cada lado de su cuerpo, y él le cogió las manos para ayudarla a bajar-. Dile a Jasper Félix que se aparte -dijo.

– Creo que estará encantado -dijo ella.

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