Capítulo 13

Barbara Havers estaba de un humor de perros cuando por fin llegó al mercado de Camden Lock. Estaba enfadada consigo misma por permitir que los temas personales fueran un obstáculo para desempeñar bien su trabajo. Estaba nerviosa por tener que cruzar Londres otra vez poco después de haber sufrido ya el tráfico matutino de camino al centro de la ciudad. Le irritaba que las restricciones de aparcamiento le hicieran imposible acercarse más al mercado sin tener que emprender una excursión; y estaba convencida de que aquella tarea era una pérdida de tiempo absoluta.

Las respuestas se encontraban entre las paredes de Coloso, no allí. A pesar de que en el fondo creía que el informe del perfil psicológico era una chorrada, estaba dispuesta a aceptar, como mínimo, parte del mismo, y esa parte era la descripción del asesino en serie. Puesto que, al menos, cuatro hombres encajaban en esa descripción, todos ellos empleados al otro lado del Támesis, en Coloso, sabía que era improbable que encontrara a nadie más descrito así paseando por los tenderetes y tiendas cercanos a Camden Lock. Y, sin duda, no esperaba encontrar rastro de ningún sospechoso en La nube de Wendy. Sin embargo, sabía que era acertado darle la impresión a Lynley de que ahora iba por el buen camino. Así que se enfrentó al tráfico y encontró una plaza de aparcamiento lejana en la que encajó el Mini como si del pie de una de las hermanastras se tratase. Luego fue andando en dirección a Camden Lock, con sus tiendas, tenderetes y restaurantes alineados a lo largo del agua y alejados de Chalk Farm Road.

No le resultó fácil encontrar La nube de Wendy, ya que no tenía letrero. Después de leer un cartel con indicaciones y preguntar, Barbara al fin lo localizó: un tenderete sencillo dentro de una de las tiendas permanentes del mercado. La tienda vendía velas y candeleros, tarjetas de felicitación, joyas y papel y sobres de carta hechos a mano. La nube de Wendy vendía aceites para masajes y de aromaterapia, incienso, jabón y sales de baño.

La propietaria epónima del establecimiento estaba sentada en un puf, detrás del mostrador, escondida a la vista. Al principio, Barbara pensó que vigilaba a los clientes de manos largas, pero cuando dijo: «Disculpe, ¿podemos hablar?», resultó que Wendy estaba dormitando inclinada sobre una sustancia que seguramente no se encontraba a la venta en su tienda. Tenía los párpados entrecerrados. No se tambaleó, sino que se puso en pie agarrándose a una de las patas del mostrador y apoyando la barbilla un momento entre las sales de baño.

Barbara maldijo por dentro. Con su pelo gris greñudo y caftán indio de cubrecama, Wendy no parecía una fuente de información prometedora, sino una refugiada de la generación hippy. Sólo le faltaban los collares de colores.

Sin embargo, Barbara se presentó, le mostró su placa e intentó estimular el cerebro de la mujer envejecida mencionando New Scotland Yard y las palabras «asesino» y «en serie» en rápida sucesión. Continuó hablando del aceite de ámbar gris y preguntó esperanzada por el registro de ventas de Wendy. Por un momento, pensó que sólo un rápido viaje a una ducha larga y fría conseguiría que la mujer volviera en sí, pero, justo en el instante en que estaba estudiando dónde podría encontrar agua para echársela por encima a la mujer, Wendy por fin habló.

– Venta al por mayor -fue lo que dijo, y añadió-: Lo siento.

Barbara entendió que ese comentario significaba que no llevaba un registro de las compras realizadas. Wendy asintió. Añadió que, cuando le quedaba sólo un frasco de aceite, pedía otro. Eso, por supuesto, si se acordaba de revisar las existencias cuando cerraba al final de la jornada. El hecho era que a menudo olvidaba hacerlo y, a veces, sólo cuando un cliente pedía algo en concreto se daba cuenta de que tenía que hacer un pedido.

Aquello sonaba relativamente esperanzados Barbara le preguntó si recordaba a alguien que le hubiera pedido aceite de ámbar gris últimamente.

Wendy frunció el ceño. Entonces, puso los ojos en blanco mientras, al parecer, desaparecía en los recovecos de su mente para encontrar una respuesta.

– ¿Hola? -dijo Barbara-. Eh. Wendy. ¿Sigue aquí?

– No te molestes, cielo -dijo una voz cercana-. Lleva treinta y pico años drogándose. Ya no tiene muchos muebles en la cabeza, ya me entiende.

Barbara miró a su alrededor y vio que la persona que le había hablado estaba sentada frente a la caja registradora de una tienda mayor dentro de la cual Wendy tenía su puesto. Como la propia Wendy desapareció en dirección al pub una vez más, Barbara se acercó a la otra mujer, que se presentó como la sufrida hermana de Wendy, Pet. Era el diminutivo de Petula, le explicó. Llevaba toda la vida dejando que Wendy montara su puesto en la tienda, pero que apareciera o no un día determinado era algo que dependía del azar.

Barbara le preguntó qué sucedía los días que Wendy no aparecía. ¿Qué pasaba si alguien quería comprar algo del tenderete? ¿Se ocupaba Pet de hacer la venta por su hermana?

Pet negó con la cabeza, tenía el pelo gris como el de Wendy, pero llevaba una permanente tan fuerte que los rizos parecían virutas de acero. Le explicó que Wendy podía tener su espacio en la tienda siempre que pagara, pero que si quería ganar dinero y seguir alejada de la cloaca en la que, al parecer, residió durante una década o dos antes de La nube de Wendy, tenía que vestirse, aparecer, abrir y ocuparse de las ventas. Su hermana pequeña no iba a hacerlo por ella.

– Así que, si alguien ha estado comprando aceite de ámbar gris, ¿usted no lo sabría? -dijo Barbara.

Pet contestó que no. Le dijo que, en el mercado de Camden Lock, la gente iba y venía todo el tiempo; los fines de semana eran una locura; había gente de todo tipo: turistas, adolescentes, parejas, familias con niños pequeños que buscaban una forma económica de pasar el rato, clientes habituales, carteristas, ladrones. En parte para disculparse, continuó diciendo que no podía esperarse que uno recordara quién había comprado qué en su propia tienda, menos aún quién había realizado una compra en el tenderete de su hermana; y concluyó afirmando que si alguien podía decirle a la detective quién había comprado en La nube de Wendy, sería la propia Wendy. Pero, lamentablemente, según le dijo su propia hermana, Wendy se pasaba la mayor parte del tiempo en las nubes.

Barbara sabía que no iba a sacar nada más de su inútil viaje al otro lado de la ciudad. Se despidió de Pet, pero le dejó su número de móvil por si se daba el caso improbable de que Wendy bajara a la tierra el tiempo suficiente como para recordar algo pertinente, y luego se largó.

Para que la aventura no fuera una absoluta pérdida de tiempo, Barbara realizó dos paradas más. La primera fue en un tenderete que había en uno de los pasillos. Su colección de camisetas con mensaje siempre necesitaba incrementarse, así que inspeccionó las creaciones de Pig & Co. Descartó «Princesa en forma» y «Mi mamá y mi papá fueron al mercado de Camden Lock y lo único que me trajeron fue esta horrible camiseta» y se decidió por una que ponía «Me paro a mirar a los alienígenas» impreso debajo de una caricatura del primer ministro atrapado bajo las ruedas de un taxi londinense.

Pagó la compra y decidió que necesitaba una comida rápida. Una parada en el puesto de patatas asadas sirvió. Escogió un relleno de ensalada de repollo, zanahoria y cebolla con mayonesa, gambas y maíz y, con un tenedor de plástico, se la llevó fuera del mercado, donde comió mientras iniciaba la excursión de regreso al coche.

Condujo en dirección a su propia casa, hacia el noroeste por Chalk Farm Road. Sin embargo, se había alejado casi cien metros de la entrada del mercado de Camden Lock cuando oyó que el móvil le sonaba en el fondo del bolso, lo que la obligó a detenerse, mantener en equilibrio la patata asada encima de un cubo de basura en la primera esquina y sacar el teléfono. Quizá Wendy había vuelto en sí y le había dado a su hermana una información útil que Pet deseaba transmitirle… De esperanzas vive el hombre.

– Havers -dijo Barbara animada, y alzó la mirada justo a tiempo para ver pasar una furgoneta, que aparcó en zona prohibida en la entrada lateral del mercado de Stables, un antiguo establo para caballos de artillería que hacía ya tiempo que se había dedicado a usos comerciales justo en la calle de Camden Lock. Barbara la observó despreocupadamente mientras Lynley le hablaba.

– ¿Dónde estás, detective?

– En Camden Lock, como me ordenó -dijo Barbara-. Ningún resultado, me temo. -Delante de ella, un hombre se bajó de la furgoneta. Iba vestido raro, incluso para el frío que hacía, con un gorro rojo con una borla, gafas de sol, mitones y un grueso abrigo negro que le llegaba a los tobillos. «Un abrigo demasiado grueso», pensó Barbara, y lo observó con curiosidad. Era la clase de abrigo bajo el que podrían esconderse explosivos. Examinó más detenidamente la furgoneta mientras el hombre se dirigía a la parte de atrás. Era púrpura con letras blancas en el lateral. Barbara se situó para verla mejor. Lynley seguía hablándole al oído.

– Así que ponte con ello enseguida -estaba diciendo-. Puede que, después de todo, tengas razón acerca de Coloso.

– Lo siento -dijo Barbara a toda prisa-. Le he perdido un momento, señor. Mala cobertura, estos malditos móviles… ¿Me lo repite?

Lynley le dijo que alguien del Equipo Dos del detective Stewart había dado con una información sobre Griffin Strong. Al parecer, el señor Strong podría haber sido más comunicativo acerca de su marcha de los servicios sociales antes de entrar a trabajar en Coloso. Mientras Strong trabajaba de asistente social en su último empleo en Stockwell, había muerto un niño en acogida que se encontraba bajo su responsabilidad. Era momento de investigar un poco más a Strong. Lynley le dio la dirección del hombre y le dijo que empezara por ahí. Vivía en una urbanización de viviendas subvencionadas en Hopetown Street. «El», le dijo Lynley. Continuó diciendo que ya sabía que había un buen trecho en coche. Insinuó que podía mandar a otro, pero, inmediatamente, le recordó que ella había sido la que más había insistido en lo de Coloso.

Barbara no sabía si estaba arrepentido, si intentaba reparar el daño causado, o si se había dado cuenta, de repente, de que su mal día no tenía que convertirse en un mal día para todo el mundo. De todos modos, eso ya no importaba. Le aseguró que cogería lo que pudiera, y que, de hecho, mientras hablaban, iba de regreso a su coche.

– Bien -dijo Lynley-, a ello, pues. -Colgó antes de que Barbara pudiera contarle lo que había pensado mientras observaba la furgoneta púrpura que tenía delante y al hombre en la parte de atrás que estaba descargando unas cajas.

Se acercó a la furgoneta y le echó un vistazo. Las letras del lateral indicaban que el vehículo era de Mr. Magic, y tenía un número de teléfono de Londres. «Sería el hombre del abrigo», pensó Barbara, porque, además de para ocultar explosivos, la prenda sin duda era perfecta para esconder de todo, desde palomas a un perro salvaje.

Mientras Barbara se aproximaba, todavía con la patata asada en mano, el hombre cerró las puertas traseras de la furgoneta pegando un portazo con el pie. Había dejado encendidas las luces de emergencia, sin duda con la esperanza de que aquello evitara que un guardia urbano lo multara.

– Disculpe -le dijo a Barbara al verla-. ¿Podría pedirle…? Sólo estaré dentro un minuto. Es para llevar esto… -dijo, señalando con la cabeza las dos cajas que sostenía en los brazos- a la tienda. ¿Puede echar un vistazo? Por aquí son unos despiadados con el aparcamiento.

– Claro -dijo Barbara-. ¿Es usted Mr. Magic?

El hombre torció el gesto.

– Barry Minshall, en realidad. No tardo nada. Gracias.

Accedió por la entrada lateral del mercado de Stables, uno de los cuatro mercados que, como mínimo, había en las inmediaciones, y Barbara aprovechó la oportunidad para examinar la furgoneta. No era una Ford Transit, pero no importaba porque no pensaba que fuera la que estaban buscando. Sabía lo improbable que era que un policía que trabajaba en el caso tuviera la suerte de tropezarse en la calle con el asesino en serie que resultaba estar buscando. Pero el color de la furgoneta la intrigó por todo lo que sugería sobre la información errónea que se disfrazaba de verdad.

Barry Minshall regresó y le dio las gracias. Barbara aprovechó la oportunidad para preguntarle qué vendía en su tenderete. Le contestó que juegos, vídeos de magia y artículos de broma. No mencionó ningún tipo de aceite. Barbara lo escuchó, y se preguntó por qué llevaría gafas de sol, teniendo en cuenta el tiempo; en todo caso, después de su encuentro con Wendy, sabía que lo que podía verse por aquella zona no tenía límite.

Se marchó a su coche pensativa. Alguien había hablado de una furgoneta roja, así que a lo largo de toda la investigación habían pensado en una furgoneta roja. Pero el rojo sólo era una parte del espectro del color. ¿Por qué no podía tratarse de un tono más próximo al azul? Sin duda, era algo que debían tener en cuenta.

El sargento Winston Nkata fue con los deberes hechos a Sintoniza con el Señor: había investigado, como era indispensable, los antecedentes del reverendo Bram Savidge. La información que encontró le bastó para preparar su encuentro con el hombre, que había recibido el apodo de el Campeón de Finchley Road en reportajes especiales sobre su parroquia en la revista del Sunday Times y en el Mail on Sunday.

Cuando Nkata entró en la iglesia-comedor con fachada de tienda, estaba en marcha una rueda de prensa. Los pobres y los sin techo a los que habitualmente atendían en el comedor durante el día habían formado una cola alicaída en la acera. La mayoría se había puesto en cuclillas con la paciencia inevitable propia de la gente que ha pasado demasiado tiempo al margen de la sociedad.

Nkata sintió remordimiento al pasar por delante de ellos. «Todo depende de un giro de los acontecimientos», pensó. Era consciente de que lo que lo había alejado de una vida como la de aquellos hombres era el amor inquebrantable de sus padres y la intervención de un policía preocupado. Sintió la misma opresión en el pecho que sentía siempre que tenía que llevar a cabo una misión entre su propia gente. Se preguntó si alguna vez superaría la sensación de que, de algún modo, los había traicionado al tomar un camino que la mayoría de ellos no comprendía.

Había visto la misma reacción en los ojos de Sol Oliver cuando había entrado en su destartalado taller de reparación hacía menos de una hora. Estaba en un edificio de un barrio pobre que ocupaba la estrecha calle de Munro Mcws en North Kensington, llena de grafitos, oscurecida por generaciones de hollín y por los restos de un incendio que había destruido la estructura del edificio contiguo. La parte trasera de las caballerizas daba a Golborne Road, donde Nkata había aparcado su Escort. Allí, el tráfico avanzaba lentamente por un barrio de tiendas lúgubres y puestos de mercado mugrientos, entre aceras rotas y alcantarillas rebosantes de basura.

Sol Oliver estaba trabajando en un escarabajo antiguo cuando Nkata se acercó a él. Al oír su nombre, el mecánico levantó la vista del minúsculo motor del coche. Su mirada analizó a Nkata de los pies a la cabeza y, cuando vio la placa que le mostró el sargento, las sospechas de Sol Oliver respecto a Nkata se tradujeron en una expresión de permanente desconfianza en sus facciones.

Le dijo que le habían puesto al corriente de lo que le había ocurrido a Sean Lavery aunque no pareció especialmente afligido por la noticia. El reverendo Savidge le había telefoneado para informarle. No tenía nada que decirle a la policía sobre Sean respecto a los días anteriores a su muerte. Hacía meses que no veía a su hijo.

– ¿Cuándo fue la última vez? -preguntó Nkata

Oliver miró un calendario que había en la pared como para estimular su memoria. Colgaba debajo de una auténtica hamaca de telarañas y encima de una cafetera mugrienta. Al lado de ésta, había una taza en la que un niño había pintado balones de fútbol y una sola palabra: «Papá».

– A finales de agosto -dijo.

– ¿Está seguro? -preguntó Nkata.

– ¿Por qué? ¿Cree que lo maté o algo así? -Oliver dejó la llave inglesa que sujetaba. Se limpió las manos en un trapo mustio azul lleno de manchas-. Mira, tío, ni siquiera conocía al chico. Ni siquiera quería conocerlo. Ahora tengo una familia V lo que pasó entre su madre y yo son cosas que pasan. Le dije al chico que sentía que Cleo estuviera en la trena, pero que era imposible que viniera a vivir aquí, por mucho que él quisiera. Así son las cosas. No es que estuviéramos casados ni nada por el estilo.

Nkata hizo lo que pudo para mantener una expresión imparcial, aunque, de hecho, lo último que sentía era desinterés.

Oliver era la personificación del problema de sus hombres: plantar la semilla porque la mujer lo deseaba; eludir las consecuencias encogiéndose de hombros. La indiferencia se convertía en el legado que se transmitía de padres a hijos.

– ¿Y qué quería de usted? -preguntó-. No creo que viniera sólo para charlar.

– Ya se lo he dicho. Quería venir a vivir con nosotros, sí, conmigo, con mi mujer y los niños; tengo dos; pero no podía recogerlo. No me sobra ninguna habitación y aunque la tuviera… -Miró a su alrededor, como buscando una explicación oculta entre los confines acres del viejo taller-. Éramos unos desconocidos, tío, él y yo. Imaginaba que lo recogería porque teníamos la misma sangre, pero yo no podía, ya sabe: tenía que seguir adelante con su vida; es lo que hice yo; es lo que hacemos todos. -Le debió de parecer ver censura en el rostro de Nkata, porque continuó diciendo-: No es que su madre quisiera que estuviéramos juntos. Está en el trullo, de acuerdo, pero no me contó nada hasta que me tropecé con ella un día por la calle cuando estaba a punto de parir. Ahí fue cuando me dijo que el niño era mío; pero ¿yo cómo lo sé? De todos modos, tampoco vino nunca a verme después de que naciera el niño. Siguió su camino, y yo seguí el mío. Y, de repente, el niño tiene trece años y viene a verme porque quiere que le haga de padre; el problema es que yo no siento que sea su padre: no lo conozco. -Oliver volvió a coger la llave inglesa, obviamente dispuesto a ponerse a trabajar de nuevo-. Ya se lo he dicho, siento que hayan encerrado a su madre, pero yo no soy el responsable.

Estaba satisfecho: ahora Nkata tenía la seguridad de que podían tachar a Sol Oliver de cualquier lista de sospechosos que estuvieran elaborando. El mecánico no había mostrado suficiente interés en la vida de Sean Lavery como para ocuparse de matarlo.

Sin embargo, no se podía decir lo mismo del reverendo Savidge. Al investigar sobre él, descubrió que había episodios de su pasado que valía la pena investigar, y, en especial, la razón por la que había mentido al comisario Lynley acerca de los motivos para trasladar de su casa a tres de los chicos que había tenido en acogida.

Vestido con un caftán africano y un cubrecabeza, Savidge estaba frente a un atril con tres micrófonos. Las luces intensas del equipo de televisión lo iluminaban mientras hablaba directamente a los periodistas, que ocupaban cuatro filas de sillas. Había logrado congregar a un público numeroso, y le estaba sacando el mejor partido posible.

– Así que sólo tenemos preguntas -estaba diciendo-. Son preguntas razonables que se plantea cualquier comunidad preocupada, pero también son preguntas que normalmente se evita contestar cuando la respuesta de la policía está definida por el color de la comunidad. Bueno, nosotros exigimos que se ponga fin a esta situación. Cinco muertes y subiendo, señoras y señores, y la policía metropolitana esperó hasta la cuarta muerte para crear, por fin, un equipo de investigación. Y ¿por qué? -Recorrió sus rostros con la mirada-. Sólo la policía metropolitana puede decírnoslo. -Llegado a este punto, se puso a rugir, tocando todos los temas que cualquier persona razonable de color plantearía: desde por qué no se estaban investigando a conciencia los asesinatos anteriores hasta por qué no se habían colgado advertencias por las calles. En respuesta a aquellas palabras, un murmullo recorrió la sala, pero Savidge no se contuvo, sino que dijo-: Y vosotros, ¡qué vergüenza! Vosotros sois el sepulcro blanqueado de nuestra sociedad, puesto que habéis eludido la responsabilidad para con la gente tanto como la policía. Habéis clasificado estos asesinatos de noticias que no merecían la atención de las portadas. Así que, ¿cuánto tiempo vais a tardar en reconocer que una vida es una vida, independientemente del color? Que cualquier vida vale la pena; que hay personas que la quieren y la lloran. El pecado de la indiferencia debería pesar sobre vuestras conciencias como pesa en la conciencia de la policía. La sangre de estos chicos exige justicia y la comunidad negra no descansará hasta que se haga justicia. Es todo lo que tengo que decir.

Los periodistas se pusieron en pie de un salto por supuesto. Aquel acto se había diseñado para eso de principio a fin. Reclamaron a gritos la atención del reverendo Savidge, pero el hombre hizo de todo menos lavarse las manos en su presencia antes de desaparecer por la puerta que llevaba a algún sitio de la parte trasera del local. Dejó atrás a un hombre que se acercó al atril y se identificó como el abogado de Cleopatra Lavery, la madre encarcelada de la quinta víctima, cuyos intereses representaba. Ella también tenía un mensaje para los medios e iba a leérselo a continuación.

Nkata no se quedó a escuchar las palabras de Cleopatra Lavery, sino que rodeó la sala hacia la puerta que había utilizado Bram Savidge. Estaba custodiada por un hombre con una túnica negra hierática. Miró a Nkata negando con la cabeza y cruzó los brazos.

Nkata le mostró la placa.

– Scotland Yard -dijo.

El guarda se tomó un momento para examinarla antes de decirle a Nkata que esperara. Pasó a un despacho y regresó al cabo de un momento para decirle que el reverendo Savidge le recibiría.

Tras la puerta, Nkata encontró a Savidge esperándolo en un rincón de la pequeña habitación. A cada lado, colgaban fotografías enmarcadas: Savidge en África, un rostro negro entre millones.

El reverendo le pidió ver la placa, como si no creyera lo que su guardaespaldas le había dicho. Nkata se la entregó y examinó a Savidge tanto como Savidge a él. Se preguntó si el pasado del pastor era explicación suficiente como para que adoptara todo lo africano: Nkata sabía que Savidge se había criado en Ruislip, en una familia de clase media, hijo de un controlador aéreo y una maestra.

Savidge le devolvió a Nkata su identificación.

– Así que eres de la policía, ¿no? -le preguntó-. ¿Tan estúpido me cree la Met realmente?

Nkata miró a Savidge a los ojos y le sostuvo la mirada durante cinco segundos antes de hablar, diciéndose a sí mismo que el hombre estaba enfadado y con razón. Lo que decía también era verdad.

– Tenemos que aclarar algunas cosas, señor Savidge -le dijo-. Me ha parecido mejor venir en persona.

Savidge no contestó enseguida, como si quisiera formarse una opinión de la negativa de Nkata de morder el anzuelo que le había echado.

– ¿Qué hay que aclarar? -dijo por fin.

– Es sobre los chicos que tuvo en acogida. Le dijo a mi jefe que el motivo de trasladar a tres de los cuatro chicos fue su esposa; porque no hablaba bien inglés o algo así, creo que dijo.

– Sí-dijo Savidge con cautela-. Oni está aprendiendo el idioma. Si quiere comprobarlo usted mismo…

Nkata negó con la mano.

– Estoy seguro de que está aprendiendo inglés, de acuerdo -le dijo-; pero el hecho es, reverendo, que usted no trasladó a los chicos. Los servicios sociales se los llevaron antes de que se casara con su esposa, y lo que no comprendo es por qué mintió sobre ello al comisario Lynley cuando debió de imaginar que le investigaríamos.

El reverendo Savidge no contestó de inmediato. Llamaron a la puerta; ésta se abrió y el guarda asomó la cabeza.

– Sky News quiere saber si hablará con ellos a cámara con su reportero.

– Ya he hablado -contestó Savidge-. Échalos a todos de aquí. Tenemos que dar de comer a gente.

– Bien -dijo el hombre, y cerró la puerta otra vez. Savidge fue a su mesa y se sentó. Le señaló una silla a Nkata.

– ¿Quiere hablarme de ello? -dijo Nkata-. Detención por conducta impúdica, eso es lo que dice la ficha. ¿Cómo logró arreglar el asunto para que no aparezca en los archivos?

– Fue un malentendido.

– ¿Qué clase de malentendido acaba con una detención por conducta impúdica, señor Savidge?

– El que surge de tener unos vecinos que esperan con ansiedad que el hombre negro dé un paso en falso.

– ¿Es decir?

– Tomo el sol desnudo en verano, cuando tenemos verano, en realidad. Una vecina me vio. Uno de los chicos había salido de la casa y decidió tumbarse conmigo. Eso fue todo.

– ¿Se tumbaron desnudos en el césped o algo así?

– No exactamente.

– ¿Qué, entonces?

Savidge juntó los dedos debajo de la barbilla como si sopesara si seguir hablando o no. Se decidió.

– La vecina… Fue absurdo. Vio al chico desnudándose. Vio que yo le ayudaba con la camisa o los pantalones, no sé. Se puso histérica, llegó a una conclusión e hizo una llamada. El resultado fueron unas desagradables horas con las autoridades locales representadas por un policía mayor cuyo cerebro no estaba a la altura de los esfuerzos que hacía su imaginación. Los servicios sociales intervinieron, se llevaron a los chicos y acabé dando explicaciones a un juez. Cuando el tema quedó arreglado oficialmente, los chicos estaban ya en otras casas y me pareció cruel desarraigarlos otra vez. Sean fue el primer niño que acogí después de eso.

– ¿Es eso todo?

– Todo. Un adulto desnudo, un adolescente desnudo; un poquito de sol: fin de la historia.

Nkata creyó entender lo que había pasado. Savidge era lo bastante negro como para que una sociedad blanca lo etiquetara como perteneciente a una minoría, pero tampoco era lo bastante negro como para que sus hermanos lo acogieran con entusiasmo. El reverendo esperaba que el sol veraniego pudiera darle brevemente lo que la naturaleza y la genética le habían negado, y pasar el resto del año en una máquina de rayos uva también serviría. Nkata pensó en lo irónico que era aquello y en cómo el comportamiento humano a menudo estaba dictado por una percepción errónea y absolutamente lunática que respondía al nombre de «No es lo bastante bueno», de manera que se podía no ser lo bastante blanco para esto, ni lo bastante negro para lo otro; y, asimismo, ser demasiado étnico para un grupo, y demasiado inglés para otro. Al final, creyó la historia de Savidge sobre bronceados nudistas en el jardín. Era demasiado excéntrico para no ser verdad.

– He ido a North Kensington a hablar con Sol Oliver. Dice que Sean fue a pedirle si podía vivir con él.

– No me sorprende. La vida no era fácil para Sean. La cárcel le había quitado a su madre y llevaba dos años arrastrándose por el sistema antes de tenerle yo. Era su quinto hogar de acogida y estaba harto. Si podía convencer a su padre para que se quedara, al menos, estaría en algún lugar permanentemente. Es lo que quería. No me parece una esperanza irracional.

– ¿Cómo supo Sean de Oliver?

– Por Cleopatra, supongo, su madre. Está en Holloway. Iba a visitarla siempre que podía.

– ¿Iba a algún otro sitio, aparte de a Coloso?

– Hacía culturismo. Hay un gimnasio subiendo un poco por Finchley Road. El gimnasio Square Four. Le hablé a su comisario de él. Después de Coloso, Sean pasaba por aquí, por la parroquia, a saludar o lo que fuera, y luego se iba a casa o al gimnasio. -Pareció que Savidge reflexionaba sobre esa información un momento. Luego prosiguió, pensativamente-: Supongo que la presencia de hombres era lo que lo atraía, aunque en aquel momento no pensé en eso.

– ¿Qué pensó?

– Pues que era bueno que tuviera una válvula de escape. Estaba enfadado. Sentía que le habían tocado unas cartas pésimas en la vida y quería cambiar eso; pero ahora veo que quizá el gimnasio era el modo de intentar realizar ese cambio, ya sabe, a través de los hombres que iban allí.

Nkata agudizó el interés.

– ¿En qué sentido?

– No en el que está pensando -dijo Savidge.

– Entonces, ¿cómo?

– ¿Cómo? Como todos los chicos. Sean anhelaba estar con hombres a los que poder admirar. Es bastante normal. Sólo le ruego a Dios que no fuera eso lo que lo mató.

Hopetown Road se extendía al este de Brick Lane, y se adentraba en una poblada zona de Londres que había sufrido t res remodelaciones como mínimo durante la vida de Barbara Havers. El barrio aún tenía muchas tiendas de ropa al por mayor de aspecto mugriento y, al menos, una cervecería que llenaba el aire de olor a levadura, pero, a lo largo de los años, los habitantes judíos habían dejado paso a los caribeños y luego a los bengalíes.

Brick Lane intentaba sacar el mayor provecho a su más reciente componente étnico más reciente. Abundaban los restaurantes extranjeros y, en las aceras, las farolas tenían adornos suspendidos entre elementos decorativos de hierro afiligranado. «Esto no se ve en Chalk Farm», pensó Barbara.

Encontró la casa de Griffin Strong justo enfrente de un pequeño prado donde las lomas proporcionaban a los niños un espacio para jugar, asimismo, un banco de madera ofrecía a quienes los vigilaban un lugar donde sentarse. La residencia Strong era una de las sencillas casas adosadas de ladrillo rojo, cuya individualidad se expresaba a través de la elección de la puerta principal, de la valla de la entrada, y del aspecto del jardín de la parte delantera. Los Strong habían optado por un dibujo de tablero de ajedrez de grandes baldosas y lo habían cubierto con plantas vanadas que alguien cuidaba con devoción. La valla era de ladrillo, como la casa; y la puerta, de roble con una vidriera oval en el centro. «Todo muy bonito», pensó Barbara.

Cuando llamó al timbre, le abrió una mujer. Vestía un chándal morado y llevaba en brazos a un niño que lloraba.

– ¿Sí? -preguntó, hablando por encima de un programa de gimnasia que llegaba del interior de la casa. Barbara le enseñó la placa. Le dijo que le gustaría hablar con el señor Strong, si se encontraba en casa.

– ¿Es usted la señora Strong? -añadió. -Soy Arabella Strong -dijo la mujer-. Pase, por favor. Deje que me ocupe un segundo de Tatiana. -Y llevó al bebé llorón al interior de la casa, Barbara la siguió al interior.

En el salón, Arabella dejó a la niña en el sofá de piel, donde, encima de una mantita rosa, había un biberón rosa más pequeño de agua caliente. Puso a la niña boca arriba, le colocó unos cojines alrededor y le puso el biberón de agua caliente sobre el abdomen.

– Tiene cólicos -le dijo a Barbara por encima del ruido-. Parece que el calor funciona.

Resultó ser verdad. Al cabo de unos momentos, los gritos de Tatiana se convirtieron en gimoteos, así que el barullo restante de la sala ya sólo procedía de la tele. En ella, se podía ver a una mujer de formas imposibles decir entre jadeos «abdominales inferiores, vamos, abdominales inferiores, vamos», al tiempo que elevaba rítmicamente las piernas y las caderas tumbada en el suelo. Mientras Barbara miraba, la mujer de la televisión, de repente, se puso de pie de un salto y ofreció a la cámara una vista lateral de su abdomen. Era plano como una tabla de planchar. Obviamente, se trataba de alguien que desconocía lo bueno de la vida. Como los PopTarts, las patatas Kettle, el bacalao rebozado y las patatas fritas con litros de vinagre. Zorra estúpida.

Arabella utilizó el mando para apagar el televisor y el vídeo.

– Imagino que se dedicará a eso dieciséis horas al día. ¿Usted qué piensa? -preguntó.

– Rubens estará revolviéndose en su tumba, en mi opinión; y, a ésa, habría que sacrificarla.

Arabella se rió. Se hundió en el sofá junto a su bebé y le señaló a Barbara una silla. Cogió una toalla y se la puso en la frente.

– Griff no está -dijo-. Está en la fábrica. Tenemos un negocio de estampación.

– ¿Dónde está exactamente? -Barbara se sentó y sacó su libreta del bolso. La abrió para anotar la dirección.

Arabella le mostró que estaba en Quaker Street, y Barbara se lo apuntó.

– Es por ese chico, ¿verdad? ¿El que fue asesinado? Griff me lo ha contado. Kimmo Thorne se llamaba; y por lo del otro chico que ha desaparecido, Sean.

– Sean también está muerto. Su padre de acogida lo ha identificado.

Arabella, ante aquellas palabras, reaccionó mirando al bebé.

– Lo siento. Griff está destrozado por lo de Kimmo. Se sentirá igual cuando sepa lo de Sean.

– Tengo entendido que no es la primera vez que muere alguien que está bajo su cuidado.

Arabella acarició la cabeza pelona de Tatiana y su semblante dulce antes de contestar.

– Como le he dicho, Griff está destrozado. El no tiene nada que ver con la muerte de ninguno de los dos chicos, ni con ninguna otra, ni en Coloso ni en ningún otro sitio.

– Pero le hace parecer un poco negligente, ya me entiende.

– Pues yo no lo veo así.

– O es negligente con la vida de los demás o tiene muy mala suerte. ¿Usted qué cree que es?

Arabella se levantó. Se acercó a una librería metálica que había en un lado de la sala y cogió un paquete de cigarrillos. Incendió uno nerviosa y le dio una calada igual. Arabella lo necesitaba: le iba a costar trabajo recuperar la forma. Era bastante guapa, tenía buen cutis, ojos bonitos, y un pelo oscuro y sedoso, pero parecía que había subido demasiados kilos durante el embarazo. Seguramente creyó que debía comer por dos.

– Si lo que busca son coartadas, que es lo que está buscando, ¿verdad?, Griff la tiene. Se llama Ulrike Ellis. Si ha estado en Coloso, la habrá conocido.

Aquel giro era realmente interesante. No la relación entre Ulrike y Griff, una probabilidad que Barbara ya había tenido en cuenta, sino el hecho de que Arabella tuviera conocimiento de ella, y que no pareciera afectarla. ¿De qué iba todo aquello?

Pareció que Arabella le leía el pensamiento.

– Mi marido es débil -dijo-, como todos los hombres. Cuando una mujer se casa, lo hace sabiéndolo y decide de antemano qué va a aceptar cuando al final esa debilidad aflore. Nunca sabe cómo va a manifestarse esa debilidad, pero supongo que eso forma parte del viaje de descubrimiento. ¿Será la bebida, la comida, el juego, el trabajo excesivo, otras mujeres, la pornografía, el fanatismo por el fútbol, la adicción a los deportes, a las drogas? En el caso de Griff, resultó ser la incapacidad de rechazar a una mujer; aunque tampoco me sorprende, teniendo en cuenta cómo se le echan encima.

– Debe de ser difícil estar casada con alguien tan… -Barbara buscó la palabra correcta.

– ¿Guapo? ¿Divino? -sugirió Arabella-. ¿Un apolo? ¿Un narciso? No, no es nada difícil. Griff y yo pensamos seguir casados. Los dos venimos de hogares rotos y no tenemos ninguna intención de que Tatiana viva eso. Lo que pasa es que he sido capaz de ver las cosas objetivamente. Hay cosas peores que un hombre que cede a las insinuaciones de las mujeres. Griff ya ha pasado por eso antes, detective. Y no le quepa duda de que volverá a pasar por ello.

Al oír esas palabras, Barbara quiso sacudir la cabeza para salir de su perplejidad. Estaba acostumbrada a que las mujeres lucharan por su hombre, a que buscaran venganza tras una infidelidad o a que se hicieran daño, a ellas mismas o a otros, cuando se enfrentaban a un marido adúltero; pero no podía evitar extrañarse ante aquella reacción. ¿Un análisis tranquilo, aceptación y c'est la vié Barbara no pudo decidir si Arabella Strong era una persona madura, desesperada, alguien que se tomaba las cosas con filosofía o, simplemente, una mujer que estaba como una cabra.

– ¿Y cómo funciona la coartada de Ulrike?

– Compare las fechas de los asesinatos con sus ausencias de casa. Habrá estado con ella.

– ¿Toda la noche?

– El tiempo suficiente.

Eso era verdaderamente oportuno. Barbara se preguntó cuántas veces se habrían llamado entre los tres para tramar algo así. También se preguntó hasta qué punto la reacción de Arabella era aceptación plácida y hasta qué punto era, en realidad, el resultado de la vulnerabilidad de una mujer que tenía un bebé al que cuidar. Arabella necesitaba que su hombre se ganara los garbanzos si ella quería quedarse en casa y cuidar a Tatiana.

Barbara cerró la libreta y le dio las gracias a Arabella por dedicarle su tiempo y hablarle abiertamente de su marido. Sabía que si tenía que sacar algo más de su viaje al este de Londres, no sería allí.

De vuelta en su coche, sacó el callejero y buscó dónde estaba Quaker Street. La suerte se alió con ella por una vez. Vio que quedaba justo debajo de las vías del tren que llevaban a la estación de Liverpool Street. Parecía que era una calle corta de único sentido que conectaba Brick Lane con Commercial Street. Podía ir a pie y quemar, al menos, un bocado del Pop Tart que se había comido por la mañana. La patata asada que había inferido en Camden Lock tendría que esperar.

– No damos abasto para atender las llamadas, Tommy -dijo John Stewart. El detective había dejado un documento perfectamente grapado justo delante de él. Mientras hablaba, alineaba las esquinas del informe con la curva de la mesa de reuniones. Se enderezó la corbata, se miró las uñas y paseó la mirada por la sala como para evaluar en qué condiciones estaba, recordándole a Lynley, como hacía siempre, que la mujer de Stewart seguramente tenía más de una razón para pedirle el divorcio-. Tenemos padres histéricos por todo el país -prosiguió-. Doscientos chicos desaparecidos por el momento. Necesitamos más ayuda con los teléfonos.

Estaban en el despacho de Lynley, intentando ver cómo podían realizar cambios en el despliegue del personal. No disponían de los hombres suficientes y Stewart tenía razón. Sin embargo, Hillier se había negado a darles más si no obtenían algún resultado. Lynley pensaba que eso era lo que habían logrado al identificar otro cadáver: Antón Reid, de catorce años, la primera víctima de su asesino cuyo cuerpo había aparecido en Gunnersbury Park. Antón, un chico mestizo, había desaparecido de Furzedown el ocho de septiembre. Era miembro de una banda y contaba con detenciones por agravio malicioso, allanamiento de morada, hurto menor y agresión, delitos que había comunicado a New Scotland Yard aquel día la comisaría de Mitcham Road, donde admitían haber pensado que Antón era otro chico que se había escapado de casa la primera vez que sus padres denunciaron su desaparición. «Los periódicos van a liarla cuando conozcan ese dato», le había dicho Hillier a Lynley por teléfono al darle la noticia. Así que ambos se preguntaban cuándo iba el comisario a tener algo para presentar al departamento de prensa que no fuera una maldita identidad para otro cuerpo.

– Ponte con ello -dijo el subinspector para despedirse-. Supongo que no necesitáis que baje a limpiaros el culo. ¿O sí?

Lynley se había mordido la lengua y contenido el genio. Había llamado a Stewart a su despacho y estaban sentados, revisando los informes de actuación.

Definitivamente, Antivicio no tenía nada acerca de los chicos identificados, exceptuando a Kimmo Thorne. Aparte de Kimmo, ningún otro había participado en actividades sexuales ilícitas como chapero, travestido o prostituto callejero. Y, a pesar de sus accidentadas historias, no podían asociar a ninguno con la venta o la compra de drogas.

El interrogatorio al taxista que había descubierto el cuerpo de Sean Lavery en el túnel de Shand Street no les había aportado nada. Comprobaron los antecedentes del hombre y habían dado con un historial impecable, sin una multa de aparcamiento que manchara su reputación.

No podían relacionar el Mazda del túnel con nadie que tuviera que ver con la investigación, ni siquiera tangencialmente. Al no tener matrícula, ni motor, y como la carrocería estaba quemada, era imposible saber a quién había pertenecido, y ningún testigo podía certificar cómo había acabado en el túnel en primer lugar o, ni siquiera, cuánto tiempo llevaba allí.

– Es un callejón sin salida -dijo Stewart-. Será mejor que empleemos nuestros recursos humanos en otra cosa. También sugiero que reconsideremos la vigilancia de las escenas del crimen.

– ¿No tenemos nada?

– Nada.

– Dios mío, ¿cómo puede ser que nadie haya visto nada de lo que merezca la pena informar? -Lynley sabía que su pregunta se consideraría retórica y así fue. También conocía la respuesta. Era una ciudad grande. En el metro y en la calle, la gente evitaba mirarse a los ojos. La filosofía del «yo no he visto nada, yo no he oído nada, déjeme en paz» era el cáncer del trabajo de policía-. Cabría pensar que, como mínimo, alguien habría visto que incendiaban un coche o el coche ardiendo, por el amor de Dios.

– En cuanto a… -Stewart hojeó sus papeles pulcramente ordenados-. Hay alguna que otra alegría en cuanto a los antecedentes; por el momento, Robbie Kilfoyle y Jack Veness, dos de los tipos de Coloso.

Resultó que estos dos hombres de Coloso tenían antecedentes juveniles. El tema de Kilfoyle no tenía mucha importancia. Stewart leyó una lista de problemas de absentismo escolar, vandalismo denunciado por los vecinos, y miraditas en ventanas que no eran las suyas. Todas las incidencias le parecieron tonterías, excepto que fue dado de baja con deshonor del ejército.

– ¿Por?

– Por ausentarse sin permiso continuamente.

– ¿Qué conexión estableces?

– Estaba pensando en el perfil. Problemas disciplinarios, incapacidad para obedecer órdenes: parece encajar.

– Superficialmente -dijo Lynley. Antes de que Stewart pudiera ofenderse, añadió-: ¿Qué más? ¿Hay algo más sobre Kilfoyle?

– Trabaja repartiendo sándwiches en bicicleta a la hora de comer, para una empresa que se llama… -dijo, a la vez que consultaba sus notas-, Mr. Sándwich. Así acabó en Coloso, por cierto. Les entregaba pedidos, los conoció y comenzó a trabajar de voluntario después del reparto de sándwiches. Lleva allí unos años.

– ¿Dónde está eso? -preguntó Lynley.

– ¿Mr. Sándwich? En Gabriel's Wharf. -Cuando Lynley alzó la mirada al oír aquello, Stewart sonrió-. Así es; donde está La luna de cristal.

– Bien hecho, John. ¿Qué hay de Veness?

– Aún más alegrías. Fue un chico Coloso. Está allí desde los trece años. Era un pequeño pirómano, el tío. Empezó con pequeños fuegos por el barrio, pero la cosa se intensificó al quemar varios vehículos y luego una casa. Por ésa lo pillaron, pasó un tiempo en el reformatorio y luego entró en Coloso. Es su ejemplo más brillante. Lo llevan a los actos para recaudar dinero. Suelta el rollo sobre cómo Coloso le salvó la vida, tras lo cual pasan la gorra o lo que sea.

– ¿Dónde vive?

– Veness… -Stewart consultó sus notas-. Tiene una habitación en Bermondsey. Da la casualidad de que no está lejos del mercado donde Kimmo Thorne vendía la plata robada y todo eso, ¿recuerdas? En cuanto a Kilfoyle, tiene un piso en Granville Square, en Islington.

– Una zona elegante para un chico que reparte sándwiches -observó Lynley-. Verifícalo. Investiga también al otro tipo, Neil Greenham. Según el informe de Barbara…

– ¿Realmente ha hecho un informe? -preguntó Stewart-. ¿Qué milagro lo ha provocado?

– Daba clase en una escuela de primaria en el norte de Londres -siguió diciendo Lynley-. Tuvo un desacuerdo de algún tipo con su superior por un tema de disciplina, al parecer. Acabó dimitiendo. Que alguien lo investigue.

– Eso haremos. -Stewart tomó nota.

Llamaron a la puerta y Barbara Havers entró en el despacho. Pisándole los talones iba Winston Nkata, con el que sostenía una lacónica conversación. Parecía emocionada. Nkata parecía interesado. Momentáneamente, Lynley se animó ante la idea de que podría estar a punto de producirse algún avance.

– Es Coloso. Tiene que serlo. Escuche esto -dijo Havers-. Resulta que el negocio de estampado de Griffin está en Quaker Street. ¿Le suena? A mí sí. Resulta que tiene una pequeña fábrica en uno de los almacenes y, cuando he preguntado por la zona para saber en cuál, un anciano que estaba en la calle ha meneado la cabeza, ha rezongado todo serio como el fantasma del pasado del cuento y ha señalado hacia un lugar donde, como él ha dicho, «el diablo ha hecho acto de presencia».

– ¿Lo que significa? -preguntó Lynley.

– Que uno de los cuerpos se encontró a dos puertas del lugar donde el señor Strong tiene su segundo empleo, jefe, el tercer cadáver, para ser exactos. Parece una coincidencia demasiado grande como para ser una coincidencia, así que he comprobado el resto. Y escuche esto. -Metió medio brazo en su enorme bolso y, tras revolver un poco, sacó su harapienta libreta de espiral. Se pasó la mano por el pelo y prosiguió-: A Jack Veness lo dejaron en Grange Walk número 8, a kilómetro y medio del túnel de Shant Street; a Robbie Kilfoyle, en Granville Square, número 16, a tiro de piedra de Saint George's Gardens; a Ulrike Ellis, en Gloucester Terrace, número 258, a dos calles de un aparcamiento, el aparcamiento, ya me entiende. El caso tiene que estar relacionado con Coloso de principio a fin. Si los cuerpos no nos lo decían a gritos, el lugar donde los dejaron lo confirma.

– ¿Y el cuerpo de Gunnersbury Park? -preguntó John Stewart. Había escuchado con la cabeza ladeada, y tenía una expresión de complacencia paternal en el rostro que Lynley sabía que Havers aborrecería en particular.

– Ese aún no lo tengo -dijo-, pero lo más probable es que el cuerpo de Gunnersbury Park pertenezca a un usuario de Coloso, y todavía lo es más que Gunnersbury Park esté cerca de donde viva un empleado de Coloso. Así que lo único que tenemos que hacer es conseguir los nombres y direcciones de toda la gente que trabaja allí, de los voluntarios también; porque créame, señor, alguien de dentro está intentando desacreditar el centro.

John Stewart negó con la cabeza.

– No me gusta, Tommy. ¿Un asesino en serie que escoge a sus víctimas en su entorno inmediato? No veo que eso cuadre con lo que sabemos sobre asesinos en serie, en general, y sobre éste, en particular. Sabemos que nos enfrentamos a un tipo inteligente, y es de locos pensar que puede trabajar allí o hacer de voluntario o lo que sea. Sabría que al final caeríamos en la cuenta, y luego ¿qué? Cuando le estemos pisando los talones, ¿qué va a hacer?

Havers contraatacó.

– No pensará que es una casualidad mayúscula que todos los cuerpos que hemos podido identificar estén relacionados con Coloso. -Stewart le lanzó una mirada-. Señor -añadió Barbara, como si se le hubiera ocurrido después-, con todos los respetos, no tiene ningún sentido. -Sacó otra libreta de su maltrecho bolso. Lynley vio que era el registro de entrada que habían cogido a escondidas del mostrador de recepción de Coloso. Lo abrió y pasó unas cuantas páginas mientras decía-: Escuche, acabo de revisar esto mientras volvía del East End. No se lo va a creer… Maldita sea, qué mentirosos. -Pasó las hojas del libro y leyó en voz alta mientras hojeaba las páginas-: Jared Salvatore, once de la mañana; Jared Salvatore, dos y diez de la tarde; Jared Salvatore, nueve cuarenta de la mañana; Jared Salvatore, joder, tres y veintidós de la tarde. -Cerró la libreta y la dejó caer sobre la mesa de reuniones. Se deslizó por la superficie y tiró al suelo las notas pulcramente ordenadas de John Stewart-. ¿Tengo razón si digo que no hay ninguna escuela de cocina en Londres que haya oído hablar de Jared Salvatore? Bueno, ¿por qué tendría que haberla si estaba haciendo el curso de cocina en Coloso desde el principio? Nuestro asesino está ahí dentro. Está eligiendo. Está preparándolo todo como un profesional y piensa que no lo vamos a pillar nunca.

– Eso encaja con la sensación de omnipotencia que debe de tener el asesino que señaló Robson -dijo Lynley-. ¿Tanta diferencia hay entre dejar los cuerpos en lugares públicos y trabajar entre las paredes de Coloso? En ambos casos, no espera que lo pillemos.

– Tenemos que poner bajo vigilancia a cada uno de estos tipos -dijo Havers-, y tenemos que hacerlo ya.

– No tenemos suficiente personal -dijo John Stewart.

– Pues hay que conseguirlo. Y también tenemos que interrogarlos, hurgar en sus antecedentes, preguntarles…

– Como acabo de decir, tenemos un problema de personal. -El detective Stewart dio la espalda a Havers. No parecía gustarle que tomara el control de la reunión-. No lo olvidemos, Tommy; y, si nuestro asesino está dentro de Coloso como sugiere la detective, será mejor que comencemos a investigar al resto de personas que trabajan allí, y a los otros clientes que están vinculados a ese sitio: los usuarios, pacientes o como sea que se hagan llamar. Imagino que habrá suficientes delincuentes juveniles en ese lugar como para motivar una docena de asesinatos.

– Será una pérdida de tiempo -insistió Havers-. Señor, escúcheme -le dijo a Lynley.

– Hemos tomado buena nota de tus observaciones, Havers -añadió el comisario-. ¿Qué le has sacado a Griffin Strong sobre el chico que murió bajo su cuidado en Stockwell?

La detective dudó. Parecía avergonzada.

– Dios santo -dijo el detective John Stewart-. Havers, ¿no habrás…?

– Mire, cuando me han dicho lo del cuerpo del almacén -comenzó a decir a toda prisa, sólo para que Stewart acabara cortándola.

– ¿Así que aún no lo has investigado? Se trata de una muerte mientras Strong trabajaba en Stockwell, mujer. ¿Es que no lo captas?

– Enseguida me pongo a ello. He venido aquí directamente. He ido a consultar en los archivos esta otra información porque he pensado que…

– Has pensado, has pensado -dijo Stewart con voz severa-, tu trabajo no era pensar, maldita sea. -Dio un golpe en la mesa con el puño-. Dios santo, ¿qué diablos es lo que les impide echarte, Havers? Me encantaría saber cuál es tu secreto, joder, porque lo que te mantiene aquí no lo tienes entre las orejas, y estoy seguro de que tampoco lo tienes entre las piernas.

Havers se quedó blanca.

– Serás hijo de…

– Ya vale -dijo Lynley con acritud-. Os estáis pasando los dos.

– La detective…

– El cabrón acaba de decir…

– ¡Basta! Mantened esto fuera de este despacho y al margen de la investigación, u os echo del caso de manera permanente. Ya tenemos suficientes problemas sin que os ataquéis mutuamente, por Dios. -Hizo una pausa para tranquilizarse. En el silencio, Stewart le lanzó una mirada a Havers que, sin duda, la catalogaba de estúpida redomada, y la propia Havers lo miró furiosa y descaradamente, como a un hombre con el que sólo había podido trabajar tres semanas antes de acusarlo de acoso sexual. Mientras tanto, Winston Nkata se quedó junto a la puerta en la postura que adoptaba casi siempre que se encontraba en una habitación con más de dos compañeros blancos: con los brazos cruzados y observando lo que ocurría a su alrededor sin intervenir.

Lynley se volvió hacia él cansino.

– ¿Qué tienes para nosotros, Winnie?

Nkata les informó de sus reuniones, primero, sobre la que había tenido con Sol Oliver en su taller de reparación, y, después sobre la de Bram Savidge. Siguió con la visita al gimnasio en el que Sean Lavery se entrenaba. Acabó con algo que alivió la tensión de la sala: era probable que hubiera dado con alguien que había visto al asesino.

– Un tipo blanco estuvo merodeando por el gimnasio poco antes de que Sean desapareciera -dijo Nkata-. Llamó la atención porque no hay muchos blancos que vayan por ahí. Parece ser que una noche estaba en el pasillo, justo por fuera de la sala de pesas y, cuando uno de los levantadores de pesas le preguntó qué quería, contestó que era nuevo en el barrio y que sólo buscaba un sitio para hacer ejercicio; pero nunca entró ni en el gimnasio, ni en el vestuario, ni en la sauna. No preguntó qué había que hacer para inscribirse ni nada por el estilo. Sólo apareció en el pasillo.

– ¿Tienes una descripción?

– He pedido un retrato robot por ordenador. El tipo del gimnasio cree que podría ayudarnos a hacer un dibujo del hombre; enseguida me ha dicho que era imposible que encajara allí, que no era un levantador de pesas, sino un tipo pequeñito y delgado, de cara alargada. Creo que tenemos una posibilidad, jefe.

– Bien hecho, Winnie -dijo Lynley.

– A eso llamo yo un buen trabajo -añadió John Stewart, lanzando una indirecta-. Te quiero en mi equipo siempre, Winston, y felicidades por tu ascenso. Creo que aún no te lo había dicho.

– John -Lynley intentó tener paciencia. Esperó a encontrarla antes de proseguir-, llevaos los malos rollos fuera, por favor. Llama a Hillier. Mira a ver si puedes conseguir personal para vigilancia. Winston, Kilfoyle trabaja en un lugar llamado Mr. Sándwich, en Gabriela Wharf. Intenta establecer una conexión entre él y La luna de Cristal.

Los hombres recogieron, se marcharon y dejaron a Havers atrás para que Lynley hablara con ella. El comisario esperó a que cerraran la puerta para hacerlo.

Ella habló primero, en voz baja, pero todavía furiosa.

– No tengo por qué coño aguantar que…

– Lo sé -dijo Lynley-, Barbara, ya lo sé. Se ha pasado. Tenías derecho a reaccionar; pero, por otro lado, quieras admitirlo o no, le has provocado.

– ¿Que le he provocado? ¿Que le he provocado para que diga…? -Pareció incapaz de terminar. Se arrellanó en una silla-. A veces no lo conozco.

– A veces -contestó Lynley-, ni yo me conozco.

– Entonces…

– No has provocado las palabras -dijo Lynley interrumpiéndola-, son inexcusables; pero has provocado que las dijera. -Se sentó con ella a la mesa. Estaba exasperado y no era buena señal. La exasperación significaba que pronto podían acabársele las ideas para conseguir que Barbara Havers recuperara su rango de sargento. También significaba que pronto podían acabársele las ganas de hacerlo-. Barbara, ya sabes cómo funciona esto. Es un trabajo de equipo, y se requiere responsabilidad: aceptar la tarea que te asignan y llevarla a cabo; entregar el informe; esperar la siguiente misión. Cuando hay una situación como ésta, en la que treinta personas y pico confían en que hagas lo que se te ha pedido que hagas… -Levantó una mano y la dejó caer.

Havers lo miró. Lynley la miró. Y, entonces, fue como si se levantara un velo entre ellos, y ella lo comprendió.

– Lo siento, señor -dijo-. ¿Qué puedo decir? No necesita más presión y yo se la añado, ¿verdad? -Se movió nerviosamente en la silla, y Lynley supo que estaba deseando fumarse un cigarrillo, hacer algo con las manos, estimular su cerebro con nicotina. Quería darle permiso para fumar; también quería que se explayara. Algo tenía que estallar en el interior de esa mujer o estaría pérdida para siempre-. A veces, me harto de que todo en esta vida cueste tanto esfuerzo, ¿sabe? – ¿Qué pasa en casa?

Ella se río. Estaba hundida en la silla e irguió la espalda.

– No, no entremos en eso. Ya tiene que hacer frente a demasiadas cosas, comisario.

– En realidad, una disputa familiar por dos conjuntos de ropa para un bautizo no es algo a lo que haya que hacer frente, precisamente -dijo Lynley secamente-. Y tengo una esposa que tiene la habilidad suficiente para negociar una tregua entre parientes políticos.

Havers sonrió a su pesar.

– No quería decir en casa y lo sabes. Le devolvió la sonrisa.

– Sí, lo sé.

– Imagino que los de arriba le están presionando de lo lindo.

– Basta con decir que estoy aprendiendo lo mucho que Malcolm Webberly tenía que aguantar para que Hillier y el resto nos dejaran en paz todos estos años.

– Hillier sabe que le pisa los talones -dijo Havers-. Unos peldaños más de la escalera y será usted quien dirija la Met y él quien deba inclinarse a su paso.

– Yo no quiero dirigir la Met -dijo Lynley-. A veces… -Miró el despacho que había accedido a ocupar temporalmente: los dos ventanales que indicaban absurdamente un ascenso de categoría, la mesa de reuniones a la que estaban sentados Havers y él, losetas de moqueta en el suelo en lugar de linóleo, y fuera, tras la puerta, los hombres y mujeres que, en aquel momento, estaban bajo sus órdenes. Al fin y al cabo, no significaba nada, en realidad, y era mucho menos importante que el caso al que tenía que enfrentarse ahora-. Havers, creo que tienes razón.

– Claro que tengo razón -contestó-. Cualquiera que vea…

– No me refiero a Hillier, sino a Coloso. Está eligiendo a los chicos que van allí, así que tiene que tener algún tipo de relación con ese sitio. No se ajusta al tipo de asesino en serie que conocemos; pero, por otro lado, ¿tan distinto es, en realidad, de Peter Sutcliffe que escogía a prostitutas, o de los West, que recogían a chicas que hacían auto-stop? ¿O de alguien cuyo objetivo sean las mujeres que sacan a pasear al perro por un parque o un prado? ¿O de la persona que siempre elige una ventana abierta por la noche y una anciana que sabe que vive sola? Nuestro hombre hace lo que le ha funcionado. Y, si tenemos en cuenta que lo ha logrado cinco veces sin que lo pillaran, sin que nadie se fijara en él, por el amor de Dios, ¿por qué tendría que dejar de hacerlo?

– ¿Así que cree que el resto de chicos también son de Coloso?

– Sí -contestó-. Y como los chicos que hemos identificado hasta ahora eran desechos humanos para todo el mundo menos para sus familias, nuestro asesino no tiene que preocuparse porque lo descubran.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Recopilar más información. -Lynley se levantó y se quedó mirándola; tenía un aspecto desastroso y una testarudez absoluta. Era capaz de sacarle de quicio; pero también era rápida, razón por la que había aprendido a valorar tenerla a su lado-. Lo irónico es esto, Barbara.

– ¿El qué? -dijo ella.

– John Stewart está de acuerdo con tu valoración. Había dicho lo mismo que tú antes de que llegaras. También cree que es probable que sea Coloso. Lo habrías descubierto si…

– Si hubiera cerrado el pico. -Havers echó hacia atrás la silla, antes de ponerse en pie-. Entonces, ¿se supone que tengo que arrastrarme? ¿Tratar de ganarme su favor? ¿Qué?

– Trata de no meterte en líos por una vez -dijo Lynley-. Trata de hacer lo que te dicen.

– ¿Que es qué ahora?

– Griffin Strong y el chico que murió mientras Strong trabajaba en los servicios sociales de Stockwell.

– Pero los otros cuerpos…

– Havers. Nadie te discute lo de los otros cuerpos, pero no vamos a saltarnos ningún paso de la investigación por mucho que sea lo que te gustaría hacer. Has ganado un asalto. Ahora ocúpate del resto.

– Bien -dijo, aunque parecía dudar mientras cogía el bolso para volver al trabajo. Se dirigió hacia la puerta, luego se detuvo y se volvió para mirarlo-. ¿Qué asalto ha sido? -le preguntó.

– Ya lo sabes -respondió-, ningún chico está a salvo si acaban enviándolo un tiempo a Coloso.


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