Al día siguiente, dos noticias del S07 levantaron los ánimos. Las dos huellas de neumático de la escena del crimen de Saint George's Gardens habían sido identificadas por el fabricante. Una de ellas también presentaba un peculiar dibujo fruto del desgaste que iba a complacer a los fiscales, si la Met detenía (o cuando lo hiciera) a alguien que tuviera unos neumáticos así y un vehículo al que pudieran asociarse. La otra noticia tenía que ver con el residuo de los pedales y el cambio de marchas de la bicicleta de Saint George's Gardens, así como con el residuo presente en los cuatro cuerpos: era idéntico. A partir de aquel dato, la brigada de homicidios concluyó que Kimmo Thorne había sido recogido en algún lugar -con la bicicleta y todo- y asesinado en otro sitio, tras lo cual su asesino dejó el cuerpo, la bicicleta y seguramente los marcos de plata en Saint George's Gardens. Todo esto constituía un avance mínimo, pero era un avance al fin y al cabo. Así que cuando Hamish Robson regresó con su informe, Lynley prefirió perdonarle por aparecer tres horas y media más tarde de las prometidas veinticuatro que pensaba que tardaría en recopilar información útil.
Dee Harriman le recogió en la recepción y lo acompañó al despacho de Lynley. Rechazó la taza de té de las cinco y señaló con la cabeza la mesa de reuniones en lugar de ocupar una de las dos sillas del escritorio. Parecía una forma sutil de señalar su condición de igual respecto a Lynley. A pesar de su aparente reticencia, Robson no parecía ser un hombre que se dejara intimidar fácilmente.
Llevaba con él un bloc de notas, una carpeta de papel manila y los papeles que Lynley le había dado el día anterior. Juntó las manos encima de todo aquello y le preguntó qué sabía de los perfiles psicológicos.
Lynley le contestó que aún no había tenido ocasión de utilizar nunca a un psicólogo de perfiles, aunque estaba enterado de lo que hacían. No añadió ningún comentario más sobre que era reacio a emplear a uno o sobre que creía que, en realidad, a Robson sólo lo habían llamado para que Hillier tuviera algo que echar a esos perros hambrientos que eran los medios de comunicación.
– ¿Quiere que le ponga en antecedentes sobre los perfiles psicológicos, entonces? -preguntó Robson.
– No especialmente, para serle sincero. Robson lo observó sin alterarse. Tras las gafas, sus ojos parecían sagaces, pero no hizo más observación que decir crípticamente:
– Bien. Ya lo veremos. Cogió el bloc sin más preámbulos.
Estaban buscando, le dijo a Lynley, a un hombre blanco de entre veinticinco y treinta y cinco años. Tendría un aspecto pulcro: bien afeitado, pelo corto, buena forma física, seguramente porque hacía pesas. Sería un conocido de las víctimas, pero no mucho. Se trataría de un hombre muy inteligente, pero con pocos logros; con un buen historial académico, pero problemas disciplinarios producto de su incapacidad crónica de obedecer.
Probablemente contaría con un historial de trabajos perdidos y si bien seguramente en ese momento estaría trabajando, el empleo estaría por debajo de sus capacidades. Encontrarían episodios de conducta criminal en su infancia y adolescencia: posiblemente pequeños incendios o crueldad con los animales. En este momento no estaría casado y viviría solo o con un padre o madre dominantes.
A pesar de que ya sabía de perfiles, Lynley tuvo sus dudas sobre la cantidad de detalles que Robson había proporcionado. – ¿Cómo puede saber todo eso, doctor Robson? Los labios del psicólogo esbozaron una sonrisa que intentó no parecer de satisfacción.
– Imagino que sabrá qué hacen los psicólogos de perfiles, comisario, pero ¿sabe cómo y por qué los perfiles funcionan realmente? No es una técnica imprecisa y no tiene nada que ver con bolas de cristal, cartas del tarot o entrañas de animales sacrificados.
Al oír aquello, que parecía el tipo de correctivo leve que un padre da a un niño caprichoso, Lynley se planteó media docena de formas de recuperar el control de la situación. Todas eran una pérdida de tiempo, concluyó.
– ¿Empezamos otra vez? -dijo.
Robson sonrió, esta vez de verdad.
– Gracias -dijo.
Siguió contándole a Lynley que, para conocer a un asesino, sólo había que mirar el crimen cometido. Eso era lo que los estadounidenses habían empezado a hacer cuando el FBI puso en funcionamiento su Unidad de Ciencias del Comportamiento. Recopilando información tras décadas y décadas persiguiendo a asesinos en serie y, de hecho, interrogando a docenas de asesinos en serie encarcelados, descubrieron que éstos tenían ciertos rasgos en común, los cuales podía confiarse en que aparecieran en el perfil del autor de ciertos tipos de crímenes. En éste en concreto, por ejemplo, podían estar seguros de que los asesinatos eran intentos de hacerse con el poder, aunque el asesino se diría a sí mismo que los crímenes tenían otro motivo completamente distinto.
– ¿No mata sólo por el placer de matar?
– En absoluto -contestó Robson-. En realidad, esto no tiene nada que ver con lo que le guste. Este hombre mata porque lo han frustrado, contradicho o coartado.
– ¿La víctima lo ha coartado?
– No. Un desencadenante lo ha puesto en este camino, pero no ha sido la víctima.
– ¿Quién es, entonces? ¿Qué?
– Un despido reciente, que el asesino considera injusto. Un matrimonio u otra relación amorosa que se ha roto. La muerte de un ser querido. Una proposición de matrimonio rechazada. Un mandamiento judicial. Una pérdida de dinero repentina. La destrucción de su casa por un incendio, inundación, terremoto, huracán. Piense en algo que sumiría su mundo o el de cualquiera en el caos y tendrá el desencadenante.
– Todos pasamos por eso en nuestra vida -dijo Lynley.
– Pero no todos somos psicópatas. Es la combinación de la personalidad psicótica y el desencadenante lo que es fatal, no esto último solo. -Robson extendió las fotografías de las escenas del crimen.
A pesar de los aspectos del crimen que sugerían sadismo (las manos quemadas, por ejemplo), su asesino sentía cierto remordimiento por lo que había hecho después de hacerlo, dijo Robson. Lo podían ver en cada cuerpo: la posición tradicional de los cadáveres en los ataúdes antes de ser enterrados, por no mencionar el hecho de que la última víctima llevaba lo que equivalía a un taparrabos. Aquello, dijo, se denominaba supresión psíquica o restitución psíquica.
– Es como si el asesinato fuera un deber triste que el asesino cree y se dice que tiene que llevar a cabo.
Lynley sintió que aquello iba demasiado lejos. El resto podía tragárselo; tenía sentido. Pero esta… ¿restitución? ¿Penitencia? ¿Pesar? ¿Por qué había matado cuatro veces si después sentía remordimientos?
– Está en conflicto -dijo Robson como respondiendo a las preguntas que Lynley no había formulado-: el impulso de matar, que ha provocado el desencadenante y que sólo puede ser aliviado por el acto mismo de matar, y el conocimiento de que lo que hace está mal. Y lo sabe, al tiempo que siente el impulso de hacerlo una y otra vez.
– Así que cree que volverá a matar -dijo Lynley.
– No me cabe la menor duda. Va a ir en aumento. De hecho, se ha intensificado desde el primero. Se ve en que cada vez se arriesga más. No sólo por dónde ha dejado los cadáveres, corriendo un riesgo mayor de ser descubierto cada vez que los coloca, sino también por lo que ha hecho con los cuerpos.
– ¿Se incrementan las marcas que deja en ellos?
– Es lo que nosotros llamamos «hacer más evidente su firma». Es como si creyera que la policía es demasiado estúpida para cogerle, así que va a provocarles un poco. Ha quemado las manos tres veces, y no han conseguido relacionar los asesinatos. Así que ha tenido que hacer algo más.
– Pero ¿por qué tanto? ¿No habría bastado con abrir en canal a la última víctima? ¿Por qué añadir la marca en la frente? ¿Por qué el taparrabos? ¿Por qué arrancarle el ombligo?
– Si descartamos el taparrabos como restitución psíquica, nos queda la incisión, el ombligo arrancado y la marca en la frente. Si tenemos en cuenta que la herida forma parte de un ritual que aún no comprendemos y que el ombligo arrancado es un recuerdo truculento que le permite revivir el suceso, lo único que tenemos en realidad que nos sirve como intensificación consciente del crimen es la marca en la frente.
– ¿Qué opina de la marca? -le preguntó Lynley.
Robson cogió una de las fotografías que se centraba en ella.
– Parece las marcas que se hacen al ganado, ¿verdad? La marca en sí misma, quiero decir, no la forma de hacerla. Un círculo con dos cruces de dos brazos dividiéndolo. Sin duda representa algo.
– ¿Está diciendo que no es una firma del crimen como los otros indicadores?
– Estoy diciendo que es más que una firma porque es una elección demasiado deliberada para que sea sólo una firma. ¿Por qué no utilizar una simple X si sólo quieres dejar tu marca en el cuerpo? ¿Por qué no una cruz? ¿Por qué no una de tus iniciales? Sería más rápido dejar cualquiera de estas marcas en tu víctima que ésta. Sobre todo cuando seguramente el tiempo tiene una importancia fundamental.
– Entonces, ¿está diciendo que esta marca tiene un propósito doble?
– Eso diría yo. Ningún artista firma un cuadro hasta que está terminado, y el que esta marca esté hecha con la sangre de la víctima nos dice que es probable que la dibujara en la frente una vez muerto. Así que sí, es una firma, pero es algo más. Creo que es una comunicación directa.
– ¿Con la policía?
– O con la víctima. O con la familia de la víctima. -Robson le devolvió las fotografías a Lynley-. Su asesino tiene una enorme necesidad de hacerse notar, comisario. Si la publicidad que recibe actualmente no lo satisface, lo que no sucederá porque en realidad nada satisface esta clase de necesidad, ¿comprende?, volverá a matar.
– ¿Pronto?
– Diría que puede contar con ello. -Le devolvió también los informes a Lynley. Sumó a ellos el suyo, que sacó de la carpeta de papel manila, pulcramente mecanografiado, con una cubierta con el membrete del Hospital Psiquiátrico Penitenciario Fischer.
Lynley añadió los informes a las fotografías que Robson le acababa de devolver. Pensó en todo lo que el psicólogo había dicho. Sabía que había policías que creían plenamente en el arte (o quizá sí era una verdadera ciencia basada en pruebas empíricas irrefutables) de los perfiles psicológicos, pero él nunca había sido uno de ellos. Si lo pusieran a prueba, siempre preferiría su propia mente y cribar hechos concretos a intentar coger esos mismos hechos y a partir de ellos crear un retrato de alguien totalmente desconocido para él. Al fin y al cabo, seguían teniendo que localizar a un asesino entre los diez millones de personas que vivían en el Gran Londres, y no tenía claro cómo iba a contribuir a ello el informe que le había entregado Robson. Sin embargo, el psicólogo sí parecía saberlo. Añadió un último detalle como para rematar su informe:
– También tendrá que prepararse para un contacto -dijo.
– ¿Qué clase de contacto? -preguntó Lynley.
– Del propio asesino.
Sólo él era Fu, Criatura Divina, deidad eterna de lo que debe ser. El era la verdad y el camino era suyo, pero tener ese conocimiento ya no bastaba.
Sentía otra vez la necesidad apremiándole. Había llegado mucho antes de lo esperado. Había llegado al cabo de unos días en lugar de semanas, poseyéndolo con la llamada al acto. Sin embargo, a pesar de la presión de juzgar y vengarse, de redimir y liberar, aún se movía con cuidado. Escoger correctamente era esencial. Una señal se lo diría, así que estaba a la espera. Porque siempre había habido una señal.
Un solitario era lo mejor. Lo sabía. Y, naturalmente, en una ciudad como Londres había solitarios en abundancia entre los que elegir, pero seguir a uno era el único modo de confirmar que su elección era correcta y acertada.
Seguro en el camuflaje de otros pasajeros, Fu realizaba la tarea en autobús. El elegido se subió antes que él, y de inmediato se dirigió a la escalera de caracol que llevaba al piso de arriba. Fu no lo siguió, sino que, una vez a bordo, se quedó abajo, donde se colocó a dos barras de la puerta de salida, de cara a la escalera.
El trayecto resultó ser largo. Avanzaron lentamente por las calles congestionadas. En cada una de las paradas, Fu centró su atención en la salida. Entre paradas, se distraía estudiando a sus compañeros del piso de abajo: la madre cansada con el bebé llorón, la solterona vieja de tobillos fofos, las colegialas con los abrigos desabrochados y las blusas colgando por fuera de la falda, los jóvenes asiáticos haciendo planes, los jóvenes negros con sus auriculares y moviendo los hombros al ritmo de una música que nadie más oía.
Todos estaban necesitados, pero la mayoría no lo sabían. Y ninguno sabía quién estaba entre ellos, puesto que el anonimato era el mayor don de vivir en ese lugar sombrío.
En algún lugar alguien pulsó el botón que avisaría al conductor para que se detuviera en la siguiente parada. Oyó unos pasos en la escalera, y un gran grupo de jóvenes mestizos bajó. Fu vio que el elegido estaba entre ellos, así que recorrió tranquilamente el pasillo hacia la puerta. Acabó justo detrás de su presa y le olió su perfume cuando se colocó en el escalón antes de bajar. Era el olor rancio de la primera adolescencia, impaciente y cachonda.
Fuera en la calle, Fu se quedó atrás, cediéndole al chico unos buenos veinte metros. La acera no estaba tan llena de gente aquí como en otras partes, y Fu miró a su alrededor para hacerse una idea de dónde estaba exactamente.
La zona era una mezcla de razas: negros, blancos, indios, pakistaníes y orientales. Aquí las voces hablaban una docena de idiomas, y si bien ningún grupo parecía totalmente fuera de lugar, de algún modo cada persona sí lo estaba.
«Es lo que el miedo hace a la gente -pensó Fu-. Desconfianza. Cautela. Espera lo inesperado de cualquier barrio. Estate listo para huir o para luchar. O para pasar inadvertido, si es posible.»
El elegido se ajustaba a ese último principio. Caminaba, con la cabeza gacha, y no pareció saludar a nadie. Tanto mejor para él, pensó Fu.
Cuando el chico llegó a su destino, sin embargo, Fu vio que no era su casa, como Fu había creído. De la parada del autobús había atravesado una zona comercial de mercadillos, video-clubs y casas de apuestas hasta llegar a una pequeña tienda con las ventanas cubiertas de jabón, en la que entró.
Fu cruzó la calle para poder observar escondido en las sombras de la puerta de una tienda de bicicletas. El lugar donde había entrado el chico estaba bien iluminado, y a pesar del frío la puerta estaba abierta. Hombres y mujeres vestidos con colores alegres charlaban mientras los niños correteaban por la tienda haciendo mucho ruido.
El elegido hablaba con un hombre alto que llevaba una camisa sin cuello de colores que le llegaba a las caderas. Tenía la piel color café con leche, y llevaba un collar de madera tallada alrededor del cuello. Parecía haber algún tipo de conexión entre aquel individuo y el chico, pero no eran padre e hijo. Porque no había ningún padre. Fu lo sabía. Así que ese hombre… Ese hombre en concreto… Fu pensó que quizá no había elegido sabiamente después de todo.
Pronto se tranquilizó. La multitud tomó asiento y comenzó a cantar, con voz titubeante. Música grabada acompañaba sus esfuerzos, tambores fuertes y de reminiscencias africanas. El líder -el hombre con el que había hablado el chico- los hacía parar y comenzar de nuevo una y otra vez. En mitad de todo aquello, el chico se escabulló. Salió a la calle otra vez, se subió la cremallera de la chaqueta y siguió recorriendo las sombras de la zona comercial. Fu lo siguió, invisible.
Más adelante, el chico dobló una esquina y bajó por otra calle. Fu aceleró el paso y llegó justo a tiempo de verlo entrar por la puerta de un edificio de ladrillo sin ventanas que había junto a una destartalada cafetería de obreros. Fu se detuvo a evaluar la situación. No quería arriesgarse a que lo vieran, pero necesitaba saber si su elección era legítima.
Se acercó sigilosamente a la puerta. Vio que no estaba cerrada con llave, así que la abrió con cuidado. Un pasillo oscuro conducía a la puerta de una gran habitación muy iluminada, de donde llegaban ruidos sordos, gruñidos y, de vez en cuando, la voz gutural de un hombre que le mandaba a alguien «pegar, coño», «suelta un gancho, por el amor de Dios».
Fu entró en aquel lugar. De inmediato, olió el polvo y el sudor, el cuero y el moho, la ropa de hombre sucia. En las paredes del pasillo que llevaba a la iluminada habitación había pósteres colgados y, hacia la mitad, una vitrina con trofeos. Fu avanzó arrimado a la pared con cuidado.
– ¿Necesitas algo, tío? -dijo alguien cuando casi había llegado a la puerta.
Era la voz de un hombre negro y nada simpático. Fu se encogió antes de volverse a ver a quién pertenecía. Un armario hecho carne estaba en el primer escalón de una escalera oscura que Fu no había visto. Iba vestido de calle y golpeaba un par de guantes contra la palma de la mano. Repitió la pregunta.
– ¿Qué necesitas, tío? Esto es un local privado. Fu tenía que librarse de él, pero también tenía que ver. De algún modo, sabía que aquel edificio contenía la afirmación que necesitaba antes de poder actuar.
– Lo siento -dijo-. No sabía que era privado. He visto salir a un par de tipos y me he preguntado qué era este sitio. Soy nuevo en el barrio.
El hombre lo miró sin decir nada.
– Busco piso -añadió, y sonrió afablemente-, tan sólo estoy echando un vistazo a la zona. Lo siento. No pretendía molestar. -Se encogió un poco de hombros para parecer más convincente.
Avanzó hacia la salida pese a que no tenía ninguna intención de marcharse, y aunque ese patán le obligara a salir a la calle, volvería en cuanto el hombre desapareciera.
– Pues echa un vistazo, entonces. Pero no molestes a nadie, ¿entendido? -dijo el negro.
Fu sintió que la ira crecía en su interior. El tono de voz, la audacia de la orden. Respiró el aire viciado del pasillo para calmarse y dijo:
– ¿Qué es esto?
– Un gimnasio de boxeo. Puedes echar un vistazo. Sólo intenta no parecer un saco de arena. -El negro se fue, riéndose de su flojo intento de ser ingenioso. Fu se quedó mirándolo mientras se marchaba. Se dio cuenta de que anhelaba seguirlo, ceder a la tentación de que ese hombre aprendiera con quién acababa de hablar. El anhelo se transformó deprisa en ansia, pero no se permitió sucumbir, sino que se acercó a la puerta iluminada y, escondido en la oscuridad, miró en la habitación de donde procedían los gruñidos y los ruidos sordos.
Sacos de arena, peras, dos cuadriláteros. Pesas. Una cinta de correr. Cuerdas para saltar. Dos cámaras de vídeo. Había equipamiento por todos lados. Igual que los hombres que lo utilizaban. La mayoría negros, pero había una media docena de jóvenes blancos entre ellos. Y el hombre que pegaba los gritos también era blanco: calvo como un bebé y con una toalla alrededor de los hombros. Instruía a dos boxeadores que estaban en el cuadrilátero. Eran negros, sudaban y jadeaban como perros acalorados.
Fu buscó al chico. Lo encontró golpeando un saco. Se había cambiado de ropa y llevaba un chándal, que tenía grandes manchas de sudor en los sobacos.
Fu observó cómo aporreaba el saco sin estilo ni precisión. Se arrojaba sobre él y lo golpeaba con fiereza, sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor.
Había merecido la pena correr el riesgo de cruzar todo Londres. Lo que presenciaba ahora había merecido la pena, incluso el breve interludio con el patán de las escaleras. Porque a diferencia de los otros momentos en que Fu había podido estudiar al chico, esta vez el elegido se dejaba ver.
La ira que tenía en su interior igualaba la de Fu. En efecto, necesitaba redimirse.
Por segunda vez, Winston Nkata no se fue directamente a casa, sino que siguió el río hacia el puente Vauxhall donde cruzó y rodeó el Oval una vez más. Lo hizo todo sin pensar, diciéndose simplemente que había llegado el momento. La rueda de prensa lo facilitó todo. Yasmin Edwards ya sabría algo de los asesinatos, así que su interés por visitarla sería enfatizar aquellos detalles cuya importancia podría no haber comprendido del todo.
Sólo después de aparcar enfrente de Doddington Grove Estate, Nkata fue consciente de lo que estaba haciendo. Y no resultó ser una situación ideal, porque eso también significaba ser consciente de sus sensaciones y lo que sentía mientras tamborileaba los dedos en el volante era, de nuevo, una gran cobardía.
Por un lado, tenía la excusa que había estado buscando. Aún más, tenía el deber que se había propuesto cumplir. Sin duda, no era para tanto comunicarle la información necesaria. Así que por qué le ponía nervioso hacer su trabajo… No podía comprenderlo.
Sólo que Nkata sabía que se estaba engañando a sí mismo mientras se daba treinta segundos para hacerlo. Había media docena de razones por las que debería ser reacio a subir en el ascensor al apartamento del tercer piso, y no era la última de ellas lo que le había hecho a propósito a la mujer que vivía en él.
La verdad era que no había aceptado por qué se había asignado la tarea de informar a Yasmin Edwards de que su amante le era infiel. Una cosa era perseguir honradamente a un asesino; otra muy distinta era querer que el asesino fuera alguien que impedía al propio Nkata conseguir… ¿qué? No quería ni plantearse la respuesta a esa pregunta.
Se dijo «vamos, socio» y empujó la puerta para abrirla. Yasmin Edwards podía haber acuchillado a su marido y cumplido condena por ello. Pero era seguro que si de cuchillos se trataba, quien más experiencia tenía de los dos blandiéndolos era él.
Hubo un tiempo en el que habría llamado a otro piso para poder acceder al ascensor y le habría dicho al inquilino del otro lado del interfono que era poli para poder subir así a la tercera planta y llamar a la puerta de Yasmin Edwards sin que ella supiera que estaba de camino. Pero ahora no se permitió hacerlo, así que pulsó el timbre de su piso.
– Policía, señorita Edwards -dijo cuando oyó su voz preguntando quién era-. Tengo que hablar con usted un momento, por favor.
Una duda hizo que Nkata se preguntara si habría reconocido su voz. Un momento después, sin embargo, liberó la cerradura del ascensor. Las puertas se abrieron y Winston entró.
Pensó que quizá saldría a recibirle a la puerta del piso; pero cuando avanzó a grandes zancadas por el pasillo exterior, vio que estaba tan cerrada como siempre, con las cortinas de la ventana del salón corridas para la noche. Sin embargo, cuando llamó, ella respondió bastante deprisa, lo que le dijo que debía de estar junto a la puerta, esperando su llegada.
Se quedó mirándolo inexpresiva y no tuvo que levantar demasiado la cabeza para hacerlo. Yasmin Edwards era una mujer elegante de metro ochenta, y su presencia era tan imponente como la primera vez que la había visto. Se había cambiado de ropa después de llegar del trabajo y llevaba un pijama a rayas. No llevaba nada encima, y Winston la conocía lo suficiente como para saber que no se había puesto la bata a propósito cuando había oído quién llamaba, lo cual era su forma de indicar a la policía que no los temía, después de haber vivido lo peor con ellos.
«Yas, Yas -quiso decir-. No tiene por qué ser así.»
– Señorita Edwards -dijo en lugar de eso, y sacó la placa, como si creyera que ella no le recordaría.
– ¿Qué pasa, tío? -dijo-. ¿Buscando a otro asesino por aquí? ¿No hay nadie más capaz de matar en este edificio aparte de mí? ¿Para qué día necesito la coartada?
Winston se guardó la identificación en el bolsillo. No suspiró, aunque quería hacerlo.
– ¿Podría hablar con usted un momento, señorita Edwards? A decir verdad, es sobre Dan.
Pareció alarmada, a su pesar. Pero como si sospechara que se trataba de algún tipo de truco, se quedó donde estaba, bloqueándole la entrada.
– Será mejor que me diga qué pasa con Daniel, agente.
– Ahora soy sargento -dijo Nkata-. ¿O empeora eso las cosas?
Ella ladeó la cabeza. Winston vio que echaba de menos ver y oír las ciento una trenzas con sus cuentas, aunque el pelo corto le quedaba igual de bien.
– ¿Sargento? -dijo-. ¿Es eso lo que has venido a decirle a Daniel?
– No he venido a hablar con Daniel -dijo pacientemente-. He venido a hablar con usted. Sobre Daniel. Puedo hablar aquí fuera si es lo que quiere, señorita Edwards, pero va a coger frío si se queda ahí mucho tiempo más.
Notó que se ponía rojo por lo que insinuaban sus palabras sobre lo que había observado: se le marcaban sus pezones en la franela del pijama, tenía la piel descubierta color nuez en carne de gallina allí donde la parte superior formaba una «V». Como pudo, Nkata evitó mirar las zonas vulnerables de Yasmin que quedaban abiertas al aire invernal, pero aun así vislumbraba la suave y majestuosa curva de su cuello, el lunar que no había visto nunca, debajo de la oreja derecha.
Ella le lanzó una mirada de desprecio y alargó la mano detrás de la puerta, donde Winston sabía que había un perchero para los abrigos.
Cogió una chaqueta de punto gruesa, que tardó su tiempo en ponerse y abrocharse hasta la garganta. Cuando se hubo abrigado a su gusto, volvió a prestarle atención.
– ¿Mejor? -preguntó.
– Lo que sea mejor para usted.
– ¿Mamá? -Era la voz de su hijo, y provenía de su cuarto, que Nkata sabía que estaba a la izquierda de la puerta principal-. ¿Qué pasa? ¿Quién…?
Daniel Edwards apareció justo por detrás de los hombros de Yasmin. Abrió mucho los ojos cuando vio quién les visitaba, y su contagiosa sonrisa dejó al descubierto unos dientes blancos y perfectos, muy adultos para su cara de doce años.
– Hola, Dan. ¿Qué hay? -dijo Nkata.
– ¡Eh! -Dijo Daniel-. Te acuerdas de cómo me llamo.
– Le sale en los informes -dijo Yasmin Edwards a su hijo-. Es lo que hacen los polis. ¿Ya estás listo para el cacao? Está en la cocina si lo quieres. ¿Has acabado los deberes?
– ¿Vas a entrar? -Le dijo Daniel a Nkata-. Tenemos cacao. Lo prepara mamá. Puedo compartirlo contigo si quieres.
– ¡Dan! ¿Es que estás sordo…?
– Lo siento, mamá -dijo Daniel. Pero volvió a esbozar esa sonrisa.
Daniel desapareció por la puerta de la cocina, de donde llegó el ruido de armarios abriéndose y cerrándose.
– ¿Paso? -Dijo Nkata a la madre del chico, señalando con la cabeza el interior del piso-. Serán cinco minutos. Puedo prometérselo, porque tengo que irme a casa.
– No quiero que intentes que Dan…
Nkata levantó las manos en señal de rendición.
– Señorita Edwards, ¿la he molestado desde que pasó lo que pasó? ¿No, verdad? Creo que puede confiar en mí.
Pareció que Yasmin se quedaba pensando en aquello mientras, detrás de ella, continuaba el trajín alegre en la cocina. Al final, abrió la puerta de par en par. Nkata entró y cerró antes de que cambiara de opinión.
Echó un vistazo rápido a su alrededor. Había decidido no interesarse por lo que pudiera encontrar dentro, pero no pudo evitar sentir curiosidad.
Cuando la conoció, Yasmin Edwards vivía con su amante, una mujer alemana, una ex presidiaría como ella que había cumplido condena por asesinato, también como ella. Se preguntó si la habría sustituido.
No había indicios de que así fuera. Todo estaba prácticamente igual que antes. Se volvió hacia Yasmin y vio que estaba mirándolo. Tenía los brazos cruzados debajo de los pechos y en su cara se leía: «¿Satisfecho?».
No soportaba que lo desconcertara. No estaba acostumbrado a que le pasara eso con las mujeres.
– Han asesinado a un chico -dijo-. Su cuerpo apareció en Saint George's Gardens, cerca de Russell Square, señorita Edwards.
– Al norte del río -contestó ella, encogiéndose de hombros como diciendo: «¿En qué puede afectar eso a esta zona de la ciudad?».
– No. Es más que eso -dijo él-. Es uno de los chicos que han aparecido muertos por toda la ciudad. En Gunnersbury Park, en Tower Hamlets, en un aparcamiento de Bayswater y ahora en el parque. El del parque es blanco, pero el resto son todos mestizos. Y jóvenes, señorita Edwards. Crios.
Yasmin lanzó una mirada hacia la cocina. Winston sabía qué pensaba: su Daniel encajaba en el perfil que acababa de describir. Era joven; era mestizo. Aun así, pasó su peso a una cadera y le dijo a Nkata:
– Todos al norte del río. Aquí no nos afecta. ¿Y por qué estás aquí en realidad, si no te importa que te lo pregunte? -le preguntó como si todo lo que había dicho y la brusquedad con que lo había dicho pudieran protegerla de temer por la seguridad de su hijo.
Antes de que Nkata pudiera responder, Daniel regresó con ellos, una taza de cacao humeante en la mano.
– Te traigo esto de todos modos. -Pareció evitar la mirada de su madre mientras le decía a Nkata-: Es casero. Puedes echarte más azúcar si quieres.
– Gracias, Dan. -Nkata le cogió la taza al chico y le dio una palmadita en el hombro. Daniel sonrió y saltó de un pie descalzo al otro-. Parece que has crecido desde la última vez que te vi -añadió Nkata.
– Sí -dijo Daniel-. Lo hemos medido. Tenemos unas marcas en una pared de la cocina. Puedes verlas si quieres. Mamá me mide el primer día de cada mes. He crecido cinco centímetros.
– Con un estirón como ése, te dolerán los huesos -dijo Nkata.
– ¡Sí! ¿Cómo lo sabes? Bueno, imagino que tú también creciste deprisa.
– Así es -dijo Nkata-. Doce centímetros en un verano. Huy.
Daniel se rió. Parecía dispuesto a quedarse a charlar, pero su madre le frenó pronunciando su nombre con brusquedad. Daniel miró a su madre y de nuevo a Nkata.
– Tómate el cacao -dijo Nkata-. Nos vemos luego.
– ¿Sí? -El semblante del chico pedía una promesa.
Yasmin Edwards no lo permitió al decir:
– Daniel, este hombre está aquí por trabajo, nada más -dijo Yasmin. Con eso bastó. El chico volvió pitando a la cocina, y echó una última mirada atrás. Yasmin esperó a que desapareciera antes de decirle a Nkata-: ¿Algo más?
Tomó un trago de cacao y dejó la taza sobre la mesita de café de patas de hierro donde aún estaba el mismo cenicero rojo con forma de zapato de tacón, vacío ahora que la mujer alemana que lo utilizaba se había marchado de la vida de Yasmin Edwards.
– Ahora debe tener más cuidado. Con Dan.
Ella tensó los labios.
– Intentas decirme…
– No -dijo-. Es usted la mejor madre que el chico podría tener, y lo digo de verdad, Yasmin. -Se sorprendió al ver que utilizaba su nombre de pila, y agradeció que ella fingiera no haberse dado cuenta. Se apresuró a seguir-: Sé que está de trabajo hasta los topes, con el negocio de las pelucas y todo eso. Dan pasa tiempo solo, no porque sea lo que usted quiere, sino porque así son las cosas. Lo único que digo es que este tipo está cogiendo a chicos de la edad de Dan y los está matando, y no quiero que a Dan le pase eso.
– No es estúpido -dijo Yasmin de manera cortante, aunque Nkata vio que todo aquello eran bravatas. Ella tampoco era estúpida.
– Lo sé, Yas. Pero Dan es… -Nkata buscó las palabras adecuadas-. Se ve que necesita a un hombre. Es evidente. Y por lo que sabemos sobre los chicos asesinados… Se van con él. No se resisten. Nadie ve nada porque no hay nada que ver porque ellos confían en él, ¿de acuerdo?
– Daniel no se va a ir con…
– Creemos que utiliza una furgoneta. -Nkata la interrumpió, insistiendo a pesar de su evidente desdén-. Creemos que es roja.
– Ya te he dicho que Daniel no se sube al coche de nadie. De nadie que no conozca. -Lanzó una mirada en dirección a la cocina. Bajó la voz-. ¿Qué insinúas? ¿Que no se lo he enseñado?
– Sé que se lo ha enseñado. Ya le he dicho que sé que es buena madre. Pero eso no cambia lo que pasa dentro de él, Yas. Necesita a un hombre.
– ¿Y crees que tú vas a ser ese hombre o qué?
– Yas. -Ahora que había empezado a decir su nombre, Nkata vio que no podía pronunciarlo suficientes veces. Era una adicción, de la que sabía que tenía que desengancharse deprisa o estaría perdido, como un yonqui durmiendo en el portal del Strand. Así que volvió a intentarlo-. Señorita Edwards, sé que Dan pasa tiempo solo porque usted está ocupada. Y eso no es ni bueno ni malo. Es así como es. Sólo quiero que comprenda lo que está pasando en su barrio, ¿entiende?
– Bien -dijo ella-. Lo comprendo. -Pasó por delante de él en dirección a la puerta, alargó la mano hacia el pomo y dijo-: Ya has hecho lo que has venido a hacer. Ahora ya puedes…
– ¡Yas! -Nkata no iba a consentir que lo echara. Estaba allí para hacerle un servicio a la mujer le gustara o no, y aquel servicio era recalcarle el peligro y la urgencia de la situación, y no parecía que ella deseara comprender ninguna de las dos cosas-. Hay un cabrón ahí fuera que va a por chicos como Daniel -dijo Nkata más acaloradamente de lo que le habría gustado-. Los mete en una furgoneta y les quema las manos hasta que la piel se vuelve negra. Luego los estrangula y los abre en canal. -Ahora Yasmin sí le prestó atención, y eso le alentó a continuar, como si cada palabra fuera una forma de demostrarle algo, aunque ahora no quería pensar en qué era ese algo-. Luego los marca un poco más con la propia sangre de los chicos. Y luego deja los cuerpos expuesto. Los chicos se van con él y no sabemos por qué y hasta que lo sepamos… -Vio que la cara de Yasmin había cambiado. La ira, el horror y el miedo se habían transformado en… ¿Qué era lo que estaba viendo?
Estaba mirando por detrás de él, con los ojos clavados en la cocina. Y Nkata lo supo. Así de fácil, como si alguien hubiera chasqueado los dedos delante de su cara y hubiera recuperado de repente la conciencia, lo supo.
No tuvo que darse la vuelta. Sólo tuvo que preguntarse cuánto tiempo llevaría Daniel en la puerta y cuánto habría escuchado.
Aparte de haberle dado a Yasmin Edwards una gran cantidad de información que no necesitaba y que no estaba autorizado a dar a nadie, había asustado a su hijo, y lo supo sin tener que mirar, igual que sabía que había abusado de la hospitalidad que pudiera haber tenido en Doddington Grove Estate.
– ¿Has hecho suficiente? -Susurró Yasmin Edwards con fiereza, desviando la mirada de su hijo a Nkata-. ¿Has dicho y visto suficiente?
Nkata apartó la vista de ella para mirar a Daniel. Estaba en la puerta con una tostada en la mano, una pierna cruzada sobre la otra y apretando como si necesitara ir al baño.
Tenía los ojos muy abiertos, y Nkata lamentó que hubiera visto u oído a su madre en algo parecido a un altercado con un hombre.
– No quería que lo oyeras, amigo -le dijo a Daniel-. No era necesario y lo siento. Sólo ten cuidado en la calle. Hay un asesino que va tras chicos de tu edad. No quiero que vaya a por ti.
Daniel asintió. Estaba serio.
– Vale -dijo. Y luego, cuando Nkata se volvió para marcharse, el niño añadió-: ¿Vas a venir otro día o qué?
Nkata no le respondió enseguida.
– Ten cuidado, ¿vale?
Y mientras salía del piso, se arriesgó a echar una última mirada a la madre de Daniel Edwards. Su expresión le dijo: «¿Qué te he dicho, Yasmin? Daniel necesita un hombre».
La expresión de ella respondió con la misma claridad: «Pienses lo que pienses, ese hombre no eres tú».