– Darb ara Havers observó a Barry Minshall, alias Mr. Magic, cerrar su tenderete del callejón. Se tomó su tiempo, todos los movimientos estaban pensados para expresar las molestias que le estaba causando la policía. Desmontó la exposición de artículos picantes, que había que colocar con mucho cuidado en cajas de cartón plegables, que guardaba apiladas en un cuchitril diseñado a tales efectos encima del tenderete. De un modo parecido, se ocupó de los artículos de broma, así como de una serie de juegos de magia. Cada objeto iba en un lugar concreto, y Minshall se aseguró de colocarlo en el sitio exacto que sólo él conocía. Durante todo aquel proceso, Barbara esperó tranquilamente. Disponía de todo el tiempo que Barry estaba decidido a demostrar que necesitaba. Y, si resultaba que empleaba ese tiempo para inventarse una historia sobre Davey Benton y las esposas, ella lo utilizó para fijarse en las características del callejón que le servirían de ayuda más tarde para el intercambio de opiniones con Mr. Magic, porque sabía que se produciría. Este tipo no parecía de los que se cruzaban de brazos mientras ella hurgaba en su furgoneta. Estaba poniendo demasiadas dificultades.
Así que en los minutos que Minshall tardó en cerrar el tenderete, identificó aquello que podría ayudarla cuando llegara el momento de apretar las empulgueras al mago: las cámaras de circuito cerrado instaladas en la entrada del callejón cerca del puesto de comida china, y un vendedor de sales de baño que estaba a unos seis metros de distancia y que miraba a Minshall con muchísimo interés mientras devoraba una sarnosa, cuya grasa le goteaba por la mano y el puño de la camisa. A Barbara le pareció que ese tipo parecía tener una historia que contar.
Y así lo hizo, por decirlo de algún modo, cuando unos minutos después pasaron por delante de él al salir del callejón.
– ¿Tienes una novieta, Bar? Vaya cambio, ¿no? Creía que te gustaban los niños.
– Anda y que te jodan, Miller -dijo Minshall en un tono agradable, y pasó de largo.
– Espere -dijo Barbara y se detuvo. Le mostró su placa al vendedor de sales de baño-. ¿Cree que podría identificar unas fotos de chicos que podrían haber rondado por su puesto en los últimos meses? -le preguntó.
De repente, Miller se mostró cauto.
– ¿Qué clase de chicos?
– De los que han aparecido muertos por Londres.
El hombre le lanzó una mirada a Minshall.
– No quiero problemas. No sabía que era usted policía cuando he dicho que…
– ¿Y qué importa eso?
– Yo no he visto nada. -Se dio la vuelta y se ocupó de su mercancía-. Esto está oscuro. No distinguiría a un chico de otro de todas formas.
– Claro que sí lo distinguirías, John -dijo Minshall-. Te pasas el día comiéndotelos con los ojos, ¿verdad? -Y luego le dijo a Havers-: Detective, ¿estaba interesada en mi furgoneta…? -Y se puso en camino.
Barbara anotó el nombre del vendedor. Sabía que sus observaciones sobre Barry Minshall podían no significar nada, igual que las observaciones de Minshall sobre él; podría limitarse a la animadversión natural que a veces se tienen los hombres. O podían deberse a la extraña apariencia de Minshall y la reacción infantil de Miller a eso. Pero en cualquier caso, merecía la pena investigarlo.
Barry Minshall la llevó hacia la entrada principal del mercado de Stables. Salieron a Chalk Farm Road mientras un tren pasaba con un gran estruendo por las vías que había encima. Bajo la luz débil de las últimas horas de la tarde, las farolas iluminaban la acera mojada, y los gases de tubo de escape de un camión cargaron el aire del típico olor del invierno lluvioso de Londres.
Debido al frío y la humedad, los sospechosos habituales, los góticos vestidos de negro de los pies a la cabeza y los jubilados que se preguntaban qué diablos le había pasado a su barrio, habían desaparecido de las calles. En su lugar, los trabajadores que vivían en la periferia se apresuraban por volver a casa una vez terminada la jornada laboral, y los propietarios de las tiendas comenzaban a entrar la mercancía. Incluso en una zona de la ciudad conocida por el raro aspecto de sus habitantes, el mago destacaba, o por las gafas de sol, el abrigo largo y el gorro, o por un efluvio de malevolencia que dibujaba un aura a su alrededor. Barbara sabía qué creía ella. Despojado de la pátina de pureza que sugería la inocencia de los trucos de magia, Barry Minshall no era trigo limpio.
– Dígame, señor Minshall -le dijo-, ¿en qué clase de lugares lo hace normalmente? La magia, quiero decir. No puede ser que sólo la utilice para entretener a los chicos que pasan por su tenderete. Imagino que perdería práctica con los dedos si lo dejara ahí.
Minshall le lanzó una mirada. Le pareció que el hombre evaluaba no sólo la pregunta, sino también las diversas reacciones de Barbara a sus respuestas.
Le ofreció opciones.
– ¿Cócteles, por ejemplo? ¿Asociaciones de mujeres? ¿Organizaciones privadas?
Minshall no contestó.
– ¿Fiestas de cumpleaños? -siguió Barbara-. Imagino que será la gran atracción. ¿Qué hay de los colegios, como regalo para los niños? ¿Funciones de la iglesia? ¿Chicos y chicos exploradores?
El hombre siguió caminando.
– ¿Qué me dice de la zona sur del río, señor Minshall? ¿Alguna vez va por allí? ¿Por Elephant and Castle? ¿A organizaciones juveniles? ¿Visita centros de menores en vacaciones?
No le dijo nada. No tenía intención de llamar a su abogado para consultarle que Barbara le había pedido examinar la furgoneta, pero era evidente que no iba a decir nada que pudiera ponerlo en una situación más peligrosa. «No era tonto del todo», decidió Barbara. Aunque eso no le pareció un problema, pues que no fuera tonto del todo bastaría seguramente.
Resultó que la furgoneta estaba en Jamestown Road aparcada con una rueda sobre la acera, de cara al tráfico que venía en dirección contraria. Afortunadamente, Minshall la había dejado debajo de una farola, y un haz de luz amarilla la iluminaba directamente, reforzado por la luz intensa que proyectaba el sistema de seguridad de una casa situada a unos cinco metros de distancia. Aquello, además de la luz natural que aún quedaba, hacía innecesaria cualquier otra iluminación.
– Echemos un vistazo -dijo Barbara, señalando con la cabeza las puertas traseras de la furgoneta-. ¿Quiere hacer los honores o los hago yo? -Mientras hablaba, hurgó en su bolso y sacó un par de guantes de látex.
Aquel gesto, al parecer, le empujó a hablar.
– Espero que vea mi colaboración como lo que es, agente.
– ¿Y qué es?
– Un indicio bastante bueno de que deseo ayudarla. No le he hecho nada a nadie.
– Señor Minshall, me alegra muchísimo oír eso -dijo Barbara-. Abra, por favor.
Minshall sacó un manojo de llaves de su amplio abrigo. Abrió la furgoneta y se retiró para que Barbara inspeccionara el contenido, que consistía en cajas, cajas encima de cajas. De hecho, parecía que el mago daba trabajo a toda la industria del cartón. Marcas en rotulador identificaban el supuesto contenido de lo que serían tres docenas de cajas: Cartas y monedas; tazas, dados, pañuelos y cuerdas; vídeos; libros y revistas; juguetes sexuales; artículos de broma. Debajo de todo eso, sin embargo, Barbara vio que el suelo de la furgoneta estaba alfombrado. El forro estaba raído, y una curiosa mancha oscura en forma de cuerno salía de debajo de la caja de cartas y monedas, lo que sugería no sólo que debajo se escondía una mancha mayor, sino también, seguramente, la intención de taparla.
Barbara se retiró y cerró las puertas.
– ¿Satisfecha? -dijo Minshall, y le pareció que sonaba aliviado.
– No del todo -contestó-, echemos un vistazo delante.
Pareció que iba a protestar, pero se lo pensó mejor. Refunfuñando, el hombre introdujo la llave en la puerta del conductor y la abrió.
– Ésa no -dijo Barbara, y señaló la puerta del copiloto.
Dentro, la parte delantera de la furgoneta era un vertedero móvil, y Barbara hurgó entre envases de comida, latas de coca-cola, resguardos de multas y papeles de los que uno se encuentra en los limpiaparabrisas después haber dejado el coche un rato en la calle. En resumen, la furgoneta era un tesoro oculto de pruebas. Si Davey Benton, o cualquiera de los otros chicos muertos, había estado allí, iba a haber cientos de indicios de ello.
Barbara deslizó la mano debajo del asiento del copiloto para ver si había más cosas ocultas a la vista. Sacó un disco de plástico de esos que te dan cuando dejas el abrigo en algún sitio, además de un lápiz, dos bolígrafos y la caja vacía de una cinta de vídeo. Se bajó y fue al otro lado del coche, donde Minshall esperaba junto a la puerta del conductor, quizá pensando erróneamente que Barbara iba a dejar que se alejara en el atardecer. Le hizo una señal con la cabeza y él le abrió la puerta. Pasó la mano por debajo del asiento del conductor.
Ahí, sus dedos también tocaron diversos objetos. Sacó una pequeña linterna y unas tijeras romas, aptas sólo para cortar mantequilla. Y, finalmente, una fotografía en blanco y negro.
Barbara la miró y luego alzó la vista a Barry Minshall. Le dio la vuelta para que la viera, y la sujetó contra su pecho.
– ¿Quiere hablarme de esto, Bar? -le preguntó amablemente-. ¿O lo adivino yo?
Su respuesta fue inmediata, y Barbara podría haber apostado a que sería ésa.
– No sé cómo ha llegado…
– Barry, ahórreselo para después. Lo va a necesitar.
Barbara le dijo que le diera las llaves y sacó el móvil del bolso. Pulsó el número y esperó a que Lynley descolgara.
– Hasta que encontremos la furgoneta de la grabación de la cámara de circuito cerrado -dijo Lynley-, y hasta que sepamos por qué entró en Saint George's Gardens en mitad de la noche, no quiero que se emita.
Winston Nkata alzó la vista de las notas que tomaba en su libretita con tapas de cuero.
– Hillier se pondrá hecho una…
– Tendremos que correr el riesgo -le interrumpió Lynley-. Corremos un riesgo mayor, un riesgo doble, si la noticia de esa furgoneta sale antes de tiempo. Si dejamos ver nuestras intenciones al asesino, o si esa furgoneta de la cinta sí tiene una razón para estar ahí, sólo predispondremos a la gente a que piense en términos de una furgoneta roja cuando el vehículo en cuestión podría ser otra cosa.
– Pero ese residuo en los cuerpos -dijo Nkata-, nos dice que es una Ford Transit, ¿verdad?
– Pero no nos dice el color. Así que por ahora me gustaría evitar el tema.
Nkata aún no parecía convencido. Había ido al despacho de Lynley para que le diera la última palabra sobre qué emitir en Alerta criminal, tarea que le había confiado el subinspector Hillier, quien, al parecer, había renunciado a controlar la investigación durante el tiempo que seguramente iba a tardar en decidir qué ponerse para salir en televisión al cabo de unas horas, y miró sus notas escasas y, sin duda, se preguntó cómo trasladaría esa información a su superior sin provocar su ira.
Lynley decidió que no era problema suyo. Le habían dado a Hillier muchos detalles para utilizar en el programa, y confiaba en que su necesidad de parecer liberal en cuestiones de raza le impediría sacar cualquier frustración que le despertara Nkata.
– Yo asumiré las consecuencias, Winnie -dijo sin embargo, y, para darle al sargento más munición, añadió-: hasta que Barbara nos informe sobre la furgoneta que conducía el mago, no lo revelaremos. Así que dales el retrato robot del gimnasio Square Four y la reconstrucción del secuestro de Kimmo Thorne. Espero que obtengamos un resultado de ahí.
Llamaron a la puerta bruscamente, y el detective Stewart asomó la cabeza en el despacho de Lynley.
– ¿Podemos hablar, Tommy? -dijo, y saludó con la cabeza a Nkata añadiendo-: ¿Te has empolvado la cara para las cámaras? Corre el rumor de que las cartas de tus admiradores se duplican día a día.
Nkata se tomó la burla con resignación.
– Te las estoy reenviando todas a ti, socio. Como tu mujer ya no te aguanta, necesitarás un servicio de citas, ¿no? Hay una carta especial de una tía de Leeds. Ciento treinta kilos, dice que pesa, pero imagino que podrás con tanta mujer.
Stewart no sonrió.
– Que te den -dijo.
– Lo mismo digo. -Nkata se puso de pie y salió del despacho. Stewart ocupó su sitio en una de las sillas delante de la mesa de Lynley. Tamborileó con los dedos en su muslo, con el ritmo que adoptaba cuando no tenía nada en las manos con lo que jugar. Lynley sabía por experiencia que era un hombre que podía repartir golpes a diestro y siniestro, pero no encajarlos.
– Ha sido un golpe bajo -dijo Stewart.
– Todos estamos perdiendo el sentido del humor, John.
– No me gusta mi vida personal…
– A nadie le gusta. ¿Tienes algo para mí?
Stewart pareció pensarlo antes de hablar, se tocó la raya de los pantalones y se quitó una pelusa de la rodilla.
– Dos noticias: una identificación para el cuerpo de Quaker Street, cortesía de la lista de Ulrike Ellis de chicos desaparecidos de Coloso. Se llamaba Dennis Butcher, tiene catorce años, y es de Bromley.
– ¿Estaba en nuestra lista de personas desaparecidas?
Stewart negó con la cabeza.
– Los padres están divorciados. El padre creía que estaba con la madre y su amante. Y la madre creía que estaba con el padre, la novia, los dos hijos de ella y el bebé de ambos. Así que nunca denunciaron su desaparición, al menos, es lo que dicen.
– ¿Mientras que la verdad es…?
– Que les importaba un pito. Nos las hemos visto negras para conseguir que uno de los dos nos ayudara a identificar el cadáver, Tommy.
Lynley apartó la mirada de Stewart y miró por la ventana, a través de la cual comenzaban a brillar las luces nocturnas de Londres.
– Me encantaría que alguien me explicara qué le pasa a la raza humana. Catorce años, ¿por qué lo mandaron a Coloso?
– Agresión con navaja. Primero estuvo en un centro de menores.
– Otra almo que necesitaba purificación, entonces. Encaja en el patrón. -Lynley volvió a mirar al detective-. ¿Y la otra noticia?
– Por fin hemos localizado el Boots donde Kimmo Thorne compró el maquillaje.
– ¿En serio? ¿Dónde está? ¿En Southwark?
Stewart negó con la cabeza.
– Vimos todas las cintas de todos los Boots que hay en los alrededores de su casa y luego los de la zona de Coloso. No obtuvimos nada. Así que revisamos el papeleo sobre Kimmo y vimos que merodeaba por Leicester Square. A partir de ahí, no hemos tardado mucho. Trazamos un radio de quinientos metros desde la plaza y encontramos un Boots en James Street. Ahí estaba Kimmo comprando sus potingues en compañía de un tipo que parecía la Muerte vestida de gótico.
– Sería Charlie Burov -dijo Lynley-, Blinker, como lo llaman comúnmente, un amigo de Kimmo.
– Bueno, estaba allí. Vaya pareja, Kimmo y Charlie. Difícil no fijarse en ellos. La persona de la caja era una mujer, por cierto, y había cola. Cuatro personas esperaban que las atendieran.
– ¿Alguien que encaje con retrato robot del gimnasio Square Four?
– No parece; pero es la grabación de una cámara de circuito cerrado, Tommy. Ya sabes lo que es.
– ¿Qué hay de la descripción del psicólogo de perfiles?
– ¿Qué pasa con ella? Es lo bastante imprecisa como para que encajen en ella tres cuartas partes de la población masculina de Londres de menos de cuarenta años. Tal como lo veo yo, estamos poniendo los puntos sobre las íes. Unos detalles más y puede que demos con lo que estamos buscando.
Era cierto: la tarea ardua e interminable en la que no se dejaba piedra por remover, porque, a menudo, era la piedra que menos esperabas la que, vuelta del revés, revelaba una información importantísima.
– Entonces, necesitaremos que Havers vea la cinta.
Stewart frunció el ceño.
– ¿Havers? ¿Por qué?
– Es la única persona que, hasta el momento, ha visto a todas las personas que nos interesan de Coloso.
– Entonces, ¿aceptas su teoría? -Stewart formuló la pregunta con naturalidad, y no era una pregunta ilógica, pero algo en el tono, así como en la atención que Stewart prestó de repente a un hilo de la costura de su pantalón, hizo que Lynley mirara con más dureza al detective.
– Acepto todas las teorías -contestó-. ¿Algún problema?
– Ninguno, no -dijo Stewart.
– ¿Entonces?
El detective se movió nervioso en la silla. Pareció plantearse cómo responder mejor y, al final, se decidió.
– Se comenta por lo bajo que hay favoritismo, Tommy… -Dudó, y Lynley pensó, por un momento, que Stewart iba a insinuar, ridículamente, que se rumoreaba que tenía algún tipo de interés personal en Barbara Havers. Pero, entonces, Stewart dijo-: Es la defensa que haces de ella lo que malinterpretan.
– ¿Todo el mundo? -preguntó Lynley-. ¿O sólo tú? -No esperó la respuesta. Sabía la aversión que el detective Stewart sentía por Havers. Dijo para quitarle importancia al asunto-: John, soy masoquista. He pecado y Barbara es mi purgatorio. Si puedo moldearla y convertirla en una policía que pueda trabajar en equipo, estoy salvado.
Stewart sonrió, a su pesar, al parecer.
– Es bastante lista, si no fuera tan exasperante. Eso lo reconozco. Y Dios sabe que es tenaz.
– Ahí está -dijo Lynley-. Se trata de que tenga más puntos buenos que malos.
– Aunque tiene un gusto horroroso para la ropa -señaló Stewart-. Creo que compra en Oxfam.
– Estoy seguro de que ella diría que hay sitios peores -dijo Lynley. Mientras hablaba, sonó el teléfono de la mesa y, mientras Stewart se levantaba para marcharse, descolgó el auricular. Hablando del rey de Roma…
– La furgoneta de Minshall -dijo Havers sin más preámbulos- es un sueño húmedo para el SOCO, señor.
Lynley se despidió de Stewart con un movimiento de cabeza cuando éste salió del despacho. Puso su atención en la llamada.
– ¿Qué tienes? -le preguntó a Havers.
– Un tesoro. Hay tantos trastos en la furgoneta que tardaremos un mes en clasificarlo todo, pero hay un artículo en concreto que le hará saltar de alegría. Estaba debajo del asiento del conductor.
– Pornografía infantil. Una foto chunga de un niño desnudo con dos tipos: recibiendo por un lado y dando por el otro. Ate cabos. Yo digo que consigamos una orden para registrar su casa, y otra para poner la furgoneta patas arriba. Mande un equipo del SOCO para aquí con lupas bien grandes.
– ¿Dónde está él? ¿Y tú?
– Aún estamos en Camden Town.
– Entonces, llévale a la comisaría de Holmes Street. Métele en una sala de interrogatorios y que te dé su dirección. Nos vemos en su casa.
– ¿Y las órdenes de registro?
– No va a haber problema.
La reunión duraba ya demasiado, y Ulrike Ellis notaba la tensión. Sentía un cosquilleo en todas las extremidades del cuerpo, con pequeños impulsos zumbantes en las terminaciones nerviosas que le subían y bajaban por los brazos y las piernas. Intentaba mantener la calma y la profesionalidad, ser el liderazgo, la inteligencia, la previsión y la sabiduría personificados. Pero, a medida que se alargaba la discusión entre los miembros del consejo, se mostraba más desesperada por salir de la habitación.
Esa era la parte que odiaba de su trabajo: tener que soportar a los siete samaritanos que integraban el consejo de administración y que, como se sentían culpables por poseer fortunas obscenas, lavaban sus conciencias culpables extendiendo un cheque de vez en cuando a la organización benéfica de su elección, Coloso, en este caso, y acorralando a sus amigos igualmente ricos para que hicieran lo mismo. Por este motivo, tendían a tomarse su responsabilidad más en serio de lo que a Ulrike le habría gustado. Así que sus reuniones mensuales en la torre Oxo se alargaban durante horas mientras se justificaba cada penique y se hacían planes tediosos para el futuro.
Hoy la reunión era peor de lo normal: estaban todos al borde del precipicio sin saberlo mientras ella intentaba ocultárselo. Ya que alcanzar el objetivo a largo plazo de recaudar el dinero suficiente para abrir otro centro de Coloso en el norte de Londres iba a quedar en agua de borrajas si asociaban la organización con algún escándalo. Y la necesidad de que Coloso estuviera presente al otro lado del río era verdaderamente desesperada. Kilburn, Cricklewood, Shepherd's Bush, Kensal Rise, allí, jóvenes sin derechos vivían vidas expuestas todos los días a las drogas, los tiroteos, los atracos y los robos. Coloso podía ofrecerles una alternativa a un estilo de vida que los condenaba a las adicciones, las enfermedades de transmisión sexual, la cárcel o una muerte prematura. Merecían la oportunidad de experimentar lo que Coloso tenía que ofrecerles.
Aunque, para que aquello se materializara, era esencial que no existiera ninguna conexión entre la organización y un asesino. Y no, no existía ninguna conexión, salvo por la coincidencia de que cinco chicos en situación de riesgo hubieran muerto al mismo tiempo que habían dejado de asistir a las clases y actividades cerca de Elephant and Castle. Ulrike estaba convencida, porque no podía coger otro camino y seguir viviendo consigo misma.
Así que fingió colaborar durante la interminable reunión. Asintió con la cabeza, tomó notas, murmuró cosas como «una idea excelente» y «me pondré a ello enseguida». De esta forma, logró sobrevivir a otro encuentro favorable con los miembros del consejo de administración hasta que uno de ellos por fin levantó la sesión.
Había ido a la torre Oxo en bicicleta, así que bajó corriendo a buscarla. No estaba lejos de Elephant and Castle, pero las calles estrechas y la oscuridad cada vez mayor hacían que fuera un trayecto peligroso. Con razón no debería haberse fijado en el cartel del quiosco al pasar por Waterloo Road. Pero la frase «¡ Sexto asesinato!» se le echó encima delante de un estanco; se detuvo en seco y subió la bicicleta a la acera.
Con el corazón en un puño, entró y cogió el Evening Standard. Lo leyó mientras sacaba unas monedas de la cartera y las entregaba en la caja.
Dios mío, Dios mío. No podía creerlo: otro cuerpo, otro chico; Queen's Wood, en el norte de Londres esta vez; lo habían hallado esta mañana. Aún no lo habían identificado, al menos la policía no había proporcionado ningún nombre, así que aún existía la esperanza de que fuera un asesinato casual que no tuviera ninguna relación con los otros cinco asesinatos… Pero Ulrike no podía acabar de creérselo. La edad era similar: el periódico utilizaba el término «joven adolescente» para referirse a la víctima, y era obvio que sabían que no había muerto por causas naturales, ni siquiera accidentalmente, puesto que lo llamaban asesinato. Pero aun así, ¿no era posible que…?
Necesitaba que este asesinato no estuviera relacionado con Coloso, desesperadamente. Y, si lo estaba, necesitaba que no hubiera ninguna duda de que estaba ayudando a la policía en todo lo posible. Esta situación no tenía en absoluto un punto de vista intermedio. Podía tratar de ganar tiempo o recurrir a evasivas descaradas, pero lo único que conseguiría con eso sería prolongar lo inevitable si había contratado a un asesino sin querer y, después, se negaba a actuar para descubrirle. Si así era, estaba perdida. Y, seguramente, también lo estaría Coloso.
De vuelta en Elephant and Castle, se fue directamente a la oficina. Hojeó el contenido del cajón de arriba de su mesa buscando la tarjeta que le había dado el detective de Scotland Yard. Tecleó el número, pero le dijeron que estaba en una reunión y que no podían interrumpirle. Le preguntaron si quería dejar algún mensaje o si podía ayudarla alguien.
«Sí», le dijo al agente al otro lado del hilo telefónico. Se identificó. Mencionó Coloso. Quería las fechas en las que habían encontrado cada uno de los cuerpos. Se trataba de relacionar a los chicos muertos con actividades en Coloso, y las personas que dirigían esas actividades. Quería proporcionar al comisario Lynley un informe más completo que el que le había dado anteriormente, y esas fechas eran clave para cumplir con esa obligación autoimpuesta.
El agente la puso en espera varios minutos, sin duda, para buscar a un superior que aprobara la petición. Cuando regresó, lo hizo con las fechas. Ulrike las anotó, volvió a cotejarlas con los nombres de las víctimas y luego colgó. Después se quedó mirándolas pensativamente, y se planteó la posibilidad de que alguien deseara desacreditar y acabar con Coloso.
Pensó que, si realmente existía una relación entre Coloso y los chicos muertos aparte de la obvia, sería cuestión de escudriñar la organización a fondo. Quizás alguien de dentro odiara a esta clase de chicos en todas sus manifestaciones; o quizás alguien de dentro había visto frustrado su deseo de progresar laboralmente, de realizar un cambio en el funcionamiento del programa, de triunfar por todo alto con un número de usuarios inaudito, de… lo que fuera. O quizás alguien quería su puesto y aquél era el camino de conseguirlo. O quizás alguien estaba loco de atar y sólo fingía ser un ser humano normal. O quizás…
– ¿Ulrike?
Alzó la vista de la lista de nombres. Había sacado un calendario del cajón para comparar esas fechas con las actividades programadas y el lugar donde se celebraron. Neil Greenham estaba allí, respetuoso, su peculiar cabeza redonda asomaba por la puerta.
– ¿Sí, Neil? -dijo Ulrike-. ¿Puedo ayudarte?
Neil se ruborizó por alguna razón; su cara rechoncha cogió un tono poco atractivo que le subió hasta el cuero cabelludo y destacó su escasez de pelo. ¿A qué venía todo eso?
– Quería que supieras que mañana tendré que marcharme antes. Mi madre tiene que ir al médico por la cadera, y yo soy el único que puede llevarla.
Ulrike frunció el ceño.
– ¿No puede ir en taxi?
Neil pareció mucho menos respetuoso al oír aquellas palabras.
– Pues no, no puede. Es demasiado caro y no quiero que coja el autobús. Ya les he dicho a los chicos que vengan dos horas antes -y entonces añadió-, si te parece bien. -Aunque no daba la impresión de los que alteran sus planes si a su jefa no le parecía bien.
Ulrike pensó en aquello. Neil estaba haciendo maniobras para conseguir un puesto administrativo desde que había comenzado a trabajar con ellos. Primero tenía que demostrar su valía, pero no quería. Los de su clase nunca querían. Necesitaba que lo pusieran en su lugar.
– Está bien -dijo-, pero, en el futuro, pregúntame antes de alterar tu horario, por favor. ¿De acuerdo? -Para que se marchara, Ulrike volvió a mirar su lista.
Neil no captó el mensaje o decidió desoírlo. -Ulrike -dijo. Ella volvió a alzar la mirada.
– ¿Qué más? -Sabía que sonaba impaciente porque estaba impaciente. Intentó suavizarlo con una sonrisa y un gesto hacia los papeles.
Él observó aquello solemnemente, luego la miró. -Lo siento. He pensado que quizá querrías saber lo de Dennis Butcher. – ¿Quién?
– Dennis Butcher. Estaba en «Formarse para ganarse la vida» cuando desa… -Neil hizo una corrección evidente sobre la marcha-, cuando dejó de venir. Jack Veness me ha dicho que la poli ha llamado mientras estabas en la reunión del consejo. ¿El cuerpo que encontraron en Quaker Street…? Era Dennis.
Ulrike sólo contestó con dos palabras: -Dios mío.
– Y hoy ha habido otro. Así que me preguntaba…
– ¿Qué? ¿Qué te preguntabas?
– Si habías contemplado…
Las pausas significativas que hacía eran exasperantes.
– ¿Qué? -dijo-. ¿Qué? ¿Qué? Tengo un montón de trabajo, así que, si tienes algo que decir, Neil, dilo.
– Sí, por supuesto. Sólo estaba pensando que es hora de que convoquemos a todos los chicos y les advirtamos, ¿no crees? Si elige a las víctimas a través de Coloso, parece que el único recurso que nos queda…
– Nada indica que elija a las víctimas a través de Coloso -dijo Ulrike, a pesar de lo que había pensado momentos antes de que Neil Greenham la interrumpiera-. Estos chicos viven sus vidas al límite. Toman y venden drogas, participan en atracos, allanamientos, robos, prostitución. Conocen a las personas equivocadas y tratan con ellas todos los días, así que, si acaban muertos, es por eso y no porque pasen tiempo con nosotros. Neil la miraba con curiosidad. Dejó que un silencio flotara entre ellos, durante el cual Ulrike oyó la voz de Griff en el despacho que compartían los orientadores. Quería deshacerse de Neil; quería revisar sus listas y tomar algunas decisiones.
– Si eso es lo que crees… -dijo Neil al final.
– Es lo que creo -mintió-. Así que, si no hay nada más…
De nuevo, ese silencio y esa mirada que especulaba, sugería. Se preguntaba cómo utilizar mejor la obstinación de Ulrike en su propio beneficio.
– Bien -dijo Neil-, supongo que eso es todo. Me voy, pues. -Aun así, se quedó mirándola. Ulrike quería pegarle un bofetón.
– Ten cuidado con el coche mañana -le dijo sin alterarse.
– Sí -dijo él-. seguro que lo tendré.
Dicho esto, la dejó. Cuando se hubo marchado, Ulrike apoyó la frente en los dedos. «Dios mío -pensó en Dennis Butcher-, ya son cinco.» Ni siquiera Kimmo Thorne fue consciente de lo que estaba pasando delante de sus narices, porque lo único que su nariz podía comenzar a notar era el olor del masaje de Griff Strong.
Y, entonces, él también apareció. No dudó en la puerta como Neil, sino que entró sin llamar.
– Ulrike, ¿has oído lo de Dennis Butcher? -le dijo.
Ulrike frunció el ceño. ¿Era posible que estuviera contento?
– Neil acaba de decírmelo.
– ¿Ah, sí? -Griff se sentó en la única silla del despacho aparte de la suya. Llevaba ese jersey de pescador color marfil que le resaltaba el pelo negro y los vaqueros que enfatizaban la forma clásica de sus muslos. Qué típico-. Me alegra que lo sepas -añadió-. Entonces no puede ser lo que pensábamos nosotros, ¿verdad?
Se sorprendió ante estas palabras.
– ¿Sobre qué? -dijo.
– ¿Qué?
– ¿Qué pensábamos? ¿Sobre qué?
– Que tenía que ver conmigo, que parecía que alguien quisiera tenderme una trampa asesinando a estos chicos. Dennis Butcher no hizo la orientación conmigo, Ulrike. Estaba con otro orientador. -Griff esbozó una sonrisa-. Es un alivio. Con la poli pisándome los talones… Bueno, yo no quería eso e imagino que tú tampoco.
– ¿Por qué?
– Por qué, ¿qué?
– ¿La policía? ¿Por qué debería pisarle los talones a alguien? ¿Insinúas que estoy implicada en las muertes de estos chicos? ¿O que la policía creerá que estoy implicada?
– Dios santo, no. Sólo quería decir… Tú y yo… -Hizo ese gesto suyo de pasarse la mano por el pelo que pretendía ser juvenil. Le quedaba bien despeinado. Sin duda, por eso llevaba ese corte-. Imagino que no querrás que se corra el rumor de que tú y yo… Hay cosas que es mejor mantener en privado. Así que… -Le ofreció esa sonrisa otra vez. Miró la mesa, las fechas y el calendario-. ¿Qué estás haciendo? ¿Cómo ha ido la reunión con el consejo, por cierto?
– Será mejor que te vayas -le dijo. Parecía confuso.
– ¿Porqué?
– Porque tengo trabajo. Puede que tú ya hayas acabado por hoy, pero yo no.
– ¿Qué pasa?
La mano por el pelo otra vez, en su día le pareció encantador. En su día, lo vio como una invitación a tocarle el pelo. Había alargado la mano para hacerlo y, de hecho, se había excitado al notar el contacto: los dedos humildes de ella, los gloriosos mechones de él, preludio al beso y al contacto ansioso del cuerpo de él contra el de ella.
– Han muerto cinco de nuestros chicos, Griff -dijo Ulrike-. Seguramente seis, porque han encontrado a otro esta mañana. Eso es lo que pasa.
– Pero no existe ninguna relación.
– ¿Cómo puedes decir eso? Cinco chicos muertos y lo que tienen todos en común, además de problemas con la ley, es que venían aquí.
– Sí, sí -dijo él-, ya lo sé. Me refería a esto de Dennis Butcher. No existe ninguna relación. No era de los míos. Ni siquiera lo conocía. Así que tú y yo… Bueno, no hace falta que nadie lo sepa.
Ella se quedó mirándolo. Se preguntó cómo no había visto… ¿Qué tenía la belleza física?, se preguntó. ¿Volvía estúpido al que la poseía, aparte de ciego y sordo?
– Sí. Bien -dijo Ulrike, y añadió-: Buenas noches. -Y cogió el bolígrafo e inclinó la cabeza hacia el trabajo.
Griff pronunció su nombre una vez más, pero ella no respondió. Y no alzó la mirada cuando salió de su despacho.
Pero el mensaje de Griff permaneció con ella después de que se marchara. Estos asesinatos no tenían nada que ver con él. Pensó en ello. ¿No podía ser también que no tuvieran nada que ver con Coloso? Y, si ése era el caso, ¿no era cierto que, al intentar destapar a un asesino en la organización, Ulrike estaba centrando la atención de la policía en todos ellos, animándola a indagar más en el pasado y en los movimientos de todo el mundo? Y, si hacía eso, ¿no estaba pidiendo a la policía que desoyera todo aquello que podía señalar al verdadero asesino, que seguiría matando a su antojo?
La verdad era que tenía que haber algo más que relacionara a los chicos, y tenía que ser una conexión que fuera más allá de Coloso. Por el momento, la policía había sido incapaz de verlo, pero lo verían, sin duda. Siempre que los mantuviera a raya e impidiera que metieran las narices por Elephant and Castle.
Cuando Lynley entró en Lady Margaret Road, en Kentish Town, en la calle no había ni un alma. Aparcó en el primer sitio libre que encontró, delante de una iglesia católica romana que había en la esquina, y subió a pie por la calle en busca de Havers. La encontró fumando delante de la casa de Barry Minshall.
– Ha llamado a un abogado de oficio en cuanto le he llevado a comisaría -dijo Barbara y le dio una fotografía metida dentro de una bolsa de plástico.
Lynley la miró. Era tal y como Havers se la había descrito por teléfono: sodomía y felación. El niño parecía tener unos diez años.
Lynley se sintió mal. El niño podía ser cualquiera, estar en cualquier lado, en cualquier momento, y era totalmente imposible identificar a los hombres que obtenían placer de él. Pero de eso se trataba, ¿no? Satisfacer la urgencia era lo que hacían los monstruos. Para ellos, era un simple caso de cazador y presa. Le devolvió la foto a Havers y esperó a que su estómago se recuperara antes de mirar la casa.
El número 16 de Lady Margaret Road era un sitio triste, un edificio de ladrillo y mampostería de tres pisos y un sótano que necesitaba una mano de pintura en cada centímetro de su mampostería y madera. La casa no tenía clavado el número formalmente en la puerta ni en las columnas cuadradas que definían el porche de la entrada, sino que el 16 estaba garabateado con rotulador en uno de estos pilares, junto con las letras A, B, C y D, y las flechas apropiadas que señalaban arriba y abajo para indicar dónde podían encontrarse los respectivos pisos: en el sótano o en la propia casa. Uno de los grandes plátanos de Londres se levantaba en la acera, y llenaba el pequeño jardín delantero con una alfombra gruesa como un colchón de hojas muertas y en descomposición. Las hojas lo oscurecían todo: desde el muro bajo de ladrillo de la entrada, al caminito estrecho que llevaba a los escalones, e incluso estos últimos: cinco que subían hasta la puerta azul. Dos cristaleras traslúcidas recorrían verticalmente el centro de ésta; una de ellas estaba resquebrajada y pedía a gritos que lo rompieran definitivamente. No había pomo, sólo un cerrojo de seguridad rodeado por la madera gastada por miles de manos que habían empujado la puerta para entrar.
Minshall vivía en el piso A, que estaba en el sótano. Se accedía a él bajando por unas escaleras, que estaban en un lateral de la casa, y atravesando un pasillo estrecho donde se acumulaba el agua de la lluvia, y el moho crecía en la base del edificio. Justo por fuera de la puerta había una jaula con pájaros. Emitieron arrullos suaves al advertir la presencia humana.
Lynley tenía las órdenes de registro; Havers, las llaves. Se las dio y le dejó hacer los honores. Entraron en una oscuridad total. Para encontrar una luz, tenían que atravesar a tientas lo que parecía una sala de estar que un ladrón hubiera puesto patas arriba. Pero cuando Havers dijo: «He encontrado una luz, señor», y encendió una bombilla tenue que había encima de una mesa, Lynley vio que aquel lugar estaba así por la dejadez del inquilino.
– ¿A qué cree que se debe ese olor? -preguntó Havers.
– A hombre sucio, tuberías chungas, semen y mala ventilación. -Lynley se puso unos guantes de látex; ella hizo lo mismo-. Ese chico estuvo aquí. Lo noto.
– ¿El de la foto?
– Davey Benton. ¿Qué declara Minshall?
– No dice ni pío. Yo pensaba que saldría en las cámaras de circuito cerrado del mercado, pero los polis de Holmes Street me han dicho que sólo están ahí para impresionar. No tienen cinta. Pero hay un tipo, se llama John Miller, que seguramente podría identificar una foto de Davey, si es que quiere hablar.
– ¿Por qué no querría?
– Creo que también es un pervertido, y que le van los menores. Me dio la impresión de que, si delataba a Minshall, Minshall lo delataría a él. Hoy por ti, mañana por mí.
– Genial -murmuró Lynley con gravedad. Se abrió paso por la sala y encontró otra luz junto al sofá hundido. La encendió y se volvió para mirar lo que tenían.
– Esto es un filón -dijo Havers.
Lynley no podía discutírselo: un ordenador que sin duda tendría conexión a Internet; un vídeo con estantes llenos de cintas; revistas con fotografías sexuales, otras con fotos sadomasoquistas; platos sucios; la parafernalia de la magia. Hurgaron por entre todo aquello en distintas zonas de la sala.
– Señor -dijo Havers-, ¿opina lo mismo que yo sobre esto? Estaban en el suelo debajo de la mesa.
Sostenía lo que parecían ser varios paños de cocina. En algunos puntos, estaban acartonados, como si los hubiera usado sentado al ordenador para algo que no tenía nada que ver con secar platos y vasos.
– Qué asco de tío, ¿no? -Lynley entró en un dormitorio, donde había una cama con sábanas que tenían el mismo aspecto y estado que los paños de cocina. Aquel lugar era un tesoro de pruebas de ADN. Si Minshall había retozado con alguien aparte de con el ordenador y la palma de la mano, allí habría los indicios suficientes como para encerrarlo durante décadas, si ese alguien en cuestión era un menor.
En el suelo, junto a la cama, había otra revista, mustia tras la continua inspección de alguien. Lynley la cogió y la hojeó deprisa. Fotografías toscas de mujeres desnudas y con las piernas abiertas; miradas que decían «ven aquí», labios humedecidos, dedos que estimulaban, entraban, acariciaban: era sexo reducido n los instintos básicos y nada más. Lynley se deprimió profundamente.
– Señor, tengo algo.
Lynley regresó al salón, donde Havers había estado examinando la mesa. Había encontrado un fajo de polaroids. Se las entregó.
No eran pornográficas, sino que, en cada una, aparecía un chico distinto vestido de mago: capa, sombrero de copa, pantalones y camisa negros. De vez en cuando, una varita debajo del brazo para impresionar. Todos participaban en lo que parecía el mismo truco: algo con pañuelos y una paloma. En total, había trece: chicos blancos, chicos negros y chicos mestizos. Davey Benton no estaba. En cuanto a los demás, los padres y parientes de los chicos muertos tendrían que mirarlas.
– ¿Qué ha dicho de la foto de la furgoneta? -preguntó Lynley después de mirar las polaroids por segunda vez.
– Que no sabe cómo ha llegado allí -dijo Havers-; que no fue él quien la puso allí; que es totalmente inocente; que se trata de un error. Bla, bla, bla y más bla. -Quizá dice la verdad. -Lo dirá de broma. Lynley miró el piso.
– Por ahora, aquí no hay pornografía infantil. -Por ahora -dijo Havers. Señaló el vídeo y las cintas que lo acompañaban-. No creerá que esas cintas son de Disney, señor.
– Lo reconozco. Pero dime algo: ¿por qué tendría una foto en la furgoneta y ninguna donde es infinitamente más seguro para él, aquí, en su piso? ¿Y por qué todos los indicios de sus preferencias sexuales hacen referencia a mujeres?
– Porque con eso no lo mandamos a la cárcel. Y es lo bastante listo como para saberlo -contestó ella-. En cuanto al resto, necesito diez minutos para encontrarlo en ese ordenador, como mucho.
Lynley le dijo que se pusiera a ello. Él atravesó un pasillo que había después del salón y encontró un baño mugriento y, después, una cocina. Más de lo mismo en ambos lugares. Un equipo del SOCO tendría que examinarlos. Iba a haber huellas a patadas, además de otras pruebas depositadas por cualquier persona que hubiera estado allí.
Dejó a Havers con el ordenador y salió afuera, siguiendo el caminito que había delante de la casa. Allí, subió los escalones del porche y llamó a cada uno de los timbres de los pisos. Sólo en uno le respondieron. El piso C del primer piso estaba ocupado, y la voz de una mujer india le dijo que subiera, y que estaría encantada de hablar con la policía siempre que tuviera una identificación que deslizara por debajo de la puerta cuando llegara.
Eso le bastó para acceder a un piso con vistas a la calle. Una mujer de mediana edad que vestía un sari le hizo pasar, y le devolvió la placa con una leve reverencia formal.
– Nunca se tiene demasiado cuidado, creo yo -le dijo la mujer-. Así es la vida. -Se presentó como la señora Singh. Era viuda, no tenía hijos, pasaba apuros económicos y tenía pocas posibilidades de volverse a casar-. Lástima, se me ha pasado la edad de procrear. Ahora ya sólo serviría para cuidar de los hijos de otros. ¿Le gustaría tomarse un té conmigo, señor?
Lynley lo rechazó. El invierno era largo, y la mujer se sentía sola y, en otras circunstancias, se hubiera quedado el tiempo suficiente como para obsequiarla con una media hora agradable. Pero la temperatura en el piso era tropical y, aunque no hubiera sido así, lo que necesitaba de ella era una conversación de pocos minutos, y no podía permitirse más que eso. Le dijo que estaba allí para preguntarle por el caballero del piso del sótano, de nombre Barry Minshall.
– ¿El hombre raro del gorro? Oh, sí -contestó la señora Singh-. ¿Lo han detenido?
Hizo la pregunta como si la expresión «al fin» quedara sobrentendida.
– ¿Por qué lo pregunta? -dijo Lynley.
– Por los chicos -contestó ella-, entraban y salían de ese sótano. Día y noche. Llamé a la policía tres veces. Les dije que debían investigar a ese hombre. Es evidente que algo pasa; pero me temo que pensaron que era una entrometida por meterme donde no me llamaban.
Lynley le enseñó la foto de Davey Benton que le había dado el padre del chico.
– ¿Era este chico uno de ellos?
La mujer la examinó. La llevó hasta la ventana que daba a la calle y mire') el terreno de abajo, como si tratara de ver a Davey Benton en su memoria entrando al jardín y bajando los peldaños del caminito que llevaba al piso del sótano.
– Sí, sí -dijo-. He visto a este chico. Un día ese hombre lo recibió en la calle. Lo vi. Llevaba una gorra, pero le vi la cara. Sí.
– ¿Está segura?
– Sí, sí. Estoy convencida. Es por los auriculares que lleva en la foto, sabe. También los llevaba, son de algún tipo de reproductor. Era bastante bajito y muy guapo, igual que el chico de la foto.
– ¿Él y Minshall entraron en el piso del sótano?
Le contó que bajaron las escaleras y fueron hacia la parte lateral de la casa. No los había visto entrar en el piso, pero podía darse por sentado. No tenía ni idea de cuánto tiempo habían estado dentro. «No me pasé todo el rato en la ventana», le dijo con una carcajada de disculpa.
Pero lo que le dijo bastaba, y Lynley le dio las gracias. Rechazó otro té y bajó por las escaleras exteriores hacia el piso del sótano una vez más. Se encontró con Havers en la puerta.
– Lo tenemos -dijo, y llevó a Lynley hasta el ordenador. En la pantalla, había una lista de las páginas web que Barry Minshall había visitado. No hacía falta ser licenciado en criptología para leer los títulos y saber de qué trataban.
– Que venga el SOCO -dijo Lynley.
– ¿Qué hacemos con Minshall?
– Que se pudra en comisaría hasta mañana. Quiero que nos imagine hurgando por su piso, descubriendo el rastro baboso de su existencia.