Capítulo 15

Con su mente, puso un cuerpo delante de él: tumbado en el suelo, crucificado por las ataduras y la tabla. Era un cuerpo silencioso, pero no exánime, y que, cuando recobraba la conciencia, sabía que estaba ante un poder del que no había esperanzas de huir. Así que el miedo disminuía disfrazado de ira y, al ver ese miedo, el corazón de Fu crecía. La sangre congestionaba sus músculos, y se sentía superior. Era la clase de éxtasis que sólo proporcionaba ser un dios.

Después de haber vivido eso, quería repetir. Una vez que había experimentado la sensación de quién era él en realidad, y tras desprenderse de la crisálida de quien sólo aparentaba ser, no podía olvidarlo: era para siempre.

Después de que muriera el primer chico, había intentado aferrarse a la sensación el mayor tiempo posible. Se quedaba a oscuras una y otra vez y revivía todos los momentos que lo habían llevado de la selección al juicio, y de ahí a la admisión, y luego al castigo y, por último, a la liberación. Pero aun así, el mero júbilo de la experiencia se había desvanecido, como pasa con todo. Para recuperarlo, sólo podía realizar otra selección, actuar de nuevo.

Se dijo a sí mismo que él no era como los otros que le habían precedido: cerdos como Brady Sutcliffe y West. Ellos buscaban emociones baratas, eran asesinos de sangre fría que atacaban a los vulnerables sólo para mantenerse a flote. Gritaron su insignificancia al mundo a través de actos que no se olvidarían nunca. Pero para Fu las cosas eran distintas. Para él no eran chicos inocentes jugando, prostitutas elegidas al azar por las calles, mujeres autoestopistas que tomaban una decisión mortal al subirse a un coche con un hombre y su esposa…

En estos asesinos, la posesión, el terror y el sacrificio lo eran todo; pero Fu iba por un camino distinto, y por eso su estado actual era más difícil de sobrellevar. Si estuviera dispuesto a unirse a los cerdos, sabía que descansaría más tranquilo: sólo tendría que dar una batida por las calles y, en unas horas, alcanzaría otra vez el éxtasis. Como ése no era él, Fu buscó la oscuridad para encontrar consuelo.

Pero una vez allí, percibió la intrusión. Cogió aire y lo retuvo. Todos sus sentidos estaban alerta. Escuchó; pensó que era imposible. Pero su cuerpo no lo engañaba.

Disipó la penumbra. Buscó las pruebas. La luz era tenue como él la prefería, pero suficiente para mostrarle que no había señales obvias de intrusión en su casa. Sin embargo, lo sabía. Había aprendido a confiar en las terminaciones nerviosas de la nuca, y éstas le murmuraban que tuviera cuidado.

Junto a la silla, en el suelo, había un libro. Una revista con la portada arrugada. Un fajo de periódicos entrecruzados uno encima del otro. Palabras. Palabras. Palabras sobre palabras. Todas cotorreaban, todas acusaban. Un gusano, coreaban. Aquí, aquí.

Fu reparó en el relicario. Eso era lo que quería. Ya que, sólo a través del relicario, el gusano podría hablar otra vez. Y lo que diría…

«No me digas que no has comprado salsa agridulce, estúpida. ¿En qué más tienes que pensar todo el día? Cariño, por favor. El niño… ¿Acaso intentas decirme…? Mueve el culo hasta la tienda y compra la salsa. Y deja al niño. He dicho que lo dejes. ¿Te funcionan mal los oídos además del cerebro? Cariño…»

Como si el tono y las palabras pudieran influir en el caminar ligero y el miedo, ambas cosas regresarían si perdía el relicario o su contenido.

Sin embargo, vio que el relicario estaba donde lo había dejado, en su escondite, que no lo era en absoluto. Y, cuando levantó la tapa con cuidado, vio que el contenido parecía estar como siempre. Incluso el contenido dentro del contenido, que había enterrado, conservado y guardado con cuidado, estaba como lo había dejado. O eso parecía.

Se dirigió a la pila de periódicos entrecruzados. Los miró desde arriba, pero sólo le dijeron lo que podía ver: un hombre con atuendo africano. Un titular declaraba «La agonía de un padre de acogida», y el artículo que acompañaba el titular explicaba el resto: después de las muertes por todo Londres, al fin, habían caído en la cuenta de que se trataba de un asesino en serie.

Fu sintió que se relajaba. Notó las manos calientes, y las náuseas comenzaron a alejarse mientras pasaba las páginas del fajo de tabloides. «Quizá baste», pensó.

Se sentó. Se acercó toda la pila, como Papá Noel abrazando a un niño. «Qué raro es que sólo con el último chico, Sean, que ha mentido, negado y acusado y perdido todo derecho a redimirse y liberarse por rehusar tercamente a reconocer su culpa, la policía se haya dado cuenta de que se enfrenta a algo mayor y más importante de lo que están acostumbrados», pensó. Les había estado dando pistas desde el principio, pero se habían negado a ver. Ahora, sin embargo, lo sabían. No su propósito, claro, sino que él era una fuerza de la justicia única y singular. Siempre iba un paso por delante de aquellos que lo buscaban. Supremo y supremo.

Cogió el ejemplar más reciente del Evening Standard y lo apartó. Repasó el fajo hasta que encontró el Mirror, que ofrecía una foto del túnel en el que había dejado el último cuerpo. Cogió la fotografía de la escena y bajó la mirada para abarcar las otras fotos de la página: policías, porque ¿quién podrían ser si no? Y aparecía el nombre de uno de ellos, así que ahora sabía quién quería frustrar sus planes, quién dirigía a todos los demás infructuosamente para apartarlo del rumbo que seguía. Lynley, comisario, sería fácil recordar el nombre.

Fu cerró los ojos y evocó la imagen de sí mismo y de ese tal Lynley enfrentándose. Pero no se enfrentaba a él solo, sino que la imagen mostraba un momento de redención en el que el detective observaba, incapaz de hacer nada para detener el ciclo de castigo y salvación mientras se desarrollaba ante sus ojos. Eso sí sería impresionante, pensó Fu. Sería una declaración que nadie, ni Brady ni Sutcliffe, ni West, había sido capaz de hacer nunca.

Fu asimiló el placer que le proporcionó aquel pensamiento, con la esperanza de que le acercara a la sensación embriagadora, lo que él llamaba la plenitud, de los momentos finales del acto de la redención. Quería hincharse de éxito, quería tener el conocimiento de ser pleno, quería, quería, quería sentir la explosión emocional y sensual que se producía con el impacto del deseo y del triunfo… Por favor.

Pero no pasó nada.

Abrió los ojos, todos sus nervios estaban despiertos. El gusano había estado profanando el lugar, y, por eso, no podía recuperar ninguno de los momentos en los que se había sentido más vivo.

No podía permitirse la desesperación que acechaba, así que la transformó en ira, y dirigió la ira al gusano. «Sal de aquí, mamón, sal. No te acerques.»

Pero aún sentía un hormigueo en los nervios, que le contaban un cuento que revelaba que así nunca encontraría la paz. La paz sólo podía alcanzarse con el acto que llevaba a otra alma a su redención. Haría lo que necesitaba hacer.

La lluvia cayó durante los siguientes cinco días, una copiosa lluvia invernal de esas que, por lo general, hace que pierdas la esperanza de volver a ver el sol. La sexta mañana, lo peor de la tormenta había pasado, pero, a medida que avanzaba el día, el cielo cubierto presagiaba la llegada de otra más.

Lynley no fue directamente a Scotland Yard como habría hecho normalmente, sino que condujo en la dirección contraria, abriéndose paso hacia la A4, para salir de Londres. Helen le había sugerido que realizara aquel viaje. Lo miró por encima del vaso de zumo de naranja del desayuno.

– Tommy, ¿has pensando en ir a Osterley? Creo que lo necesitas -le dijo.

– ¿Tan evidente se está volviendo mi desconfianza en mí mismo?

– Yo no lo llamaría desconfianza. Y creo que eres demasiado duro contigo mismo si lo llamas así, por cierto.

– ¿Cómo lo llamarías pues?

Helen se quedó pensando, con la cabeza ladeada mientras lo observaba. Aún no se había vestido, ni se había molestado en peinarse, y Lynley vio que le gustaba con el pelo alborotado. «Parece una esposa», pensó, aunque antes se cortaría la lengua que decírselo.

– Lo llamaría una arruga en la superficie de tu tranquilidad, por cortesía de los tabloides y del subinspector de policía. David Hillier quiere que fracases, Tommy. Ya deberías saberlo. Ruge para que obtengas resultados, pero eres la última persona del mundo que desea que los consiga.

Lynley sabía que tenía razón.

– Lo que hace que me pregunte por qué me ha colocado ahí.

– ¿De comisario en funciones o al frente de la investigación?

– Las dos cosas.

– Todo tiene que ver con Malcolm Webberly, por supuesto. El propio Hillier te dijo que sabe lo que Malcolm habría querido que hiciera, así que lo está haciendo. Es su… su homenaje a él, a falta de una palabra mejor. Es su forma de contribuir a asegurar que Malcolm se recupere. Pero su voluntad, la de Hillier, me refiero, se interpone en su intención de ayudar a Malcolm. Así que, mientras tengas el cargo de comisario en funciones y la misión de dirigir la investigación, Hillier también te deseará lo peor en ambos terrenos.

Lynley pensó en aquello. Tenía sentido, pero así era Helen. Si uno rascaba en la superficie de su indiferencia habitual, era una persona sensata e intuitiva hasta la médula.

– No tenía ni idea de que te hubieras convertido en una experta del psicoanálisis instantáneo -le dijo.

– Oh. -Le saludó con la taza de té-. Me viene todo de ver los programas de testimonios, cielo.

– ¿De verdad? Nunca habría pensado que eras una telespectadora encubierta de programas de testimonios.

– Me halagas. Me estoy aficionando a los americanos. Ya sabes: alguien se sienta en un sofá, abre su corazón al presentador y a quinientos millones de telespectadores, tras lo cual, le dan consejos y lo mandan a enfrentarse a sus demonios. Hay confesión, catarsis, resolución y renacimiento, todo en un bonito paquete de cincuenta minutos. Me encanta cómo resuelven los problemas de la vida en la televisión americana, Tommy. Así es como hacen la mayoría de las cosas los americanos, ¿no? Ese enfoque a lo pistolero: desenfundar, disparar y fuera dificultad, supuestamente.

– No me estarás recomendando que mate a Hillier, ¿verdad?

– Sólo como último recurso. Mientras tanto, sugiero que vayas a Osterley.

Así que siguió su sugerencia. Era una hora infame para ir de visita a una clínica de reposo, pero creyó que su placa de policía le bastaría para poder entrar.

Así fue. La mayoría de los pacientes aún estaban desayunando, pero la cama de Malcomí Webberly estaba vacía. Sin embargo, un camillero muy amable lo condujo a la sala de fisioterapia. Allí, Lynley encontró al comisario Webberly entre las dos barras paralelas esforzándose por caminar.

Lynley lo observó desde la puerta. Era un milagro que el comisario estuviera vivo. Había sobrevivido a una lista larguísima de lesiones, todas causadas por un conductor que lo atropello y se dio a la fuga. Tuvieron que extirparle el bazo y un buen trozo del hígado; se había fracturado el cráneo y le deshicieron un coágulo en el cerebro; había estado seis semanas en coma inducido, se rompió la cadera, un brazo y cinco costillas y sufrió un infarto mientras se recuperaba de todo lo demás. Era un verdadero guerrero en la batalla por recobrar las fuerzas. También era el único hombre de New Scotland Yard con quien Lynley sentía que podía ser sincero.

Webberly avanzaba lentamente por las barras, animado por la terapeuta, que insistía en llamarlo cielo a pesar de los gruñidos que Webberly mandaba en su dirección. Era del tamaño de un canario aproximadamente, y Lynley se preguntó cómo sostendría al corpulento comisario en caso de que perdiera el equilibrio. Pero parecía que Webberly no tenía ninguna intención de hacer otra cosa que no fuera llegar al final del aparato. Cuando lo logró, dijo sin mirar en dirección a Lynley:

– Creerás que me dejan fumarme un puto puro de vez en cuando, ¿verdad, Tommy? La idea que tienen aquí de celebrar algo es administrarte un enema mientras escuchas a Mozart.

– ¿Cómo está, señor? -le preguntó Lynley mientras entraba en la sala-. ¿Ha perdido unos kilitos?

– ¿Me estás diciendo que me hacía falta? -Webberly lo miró con astucia. Estaba pálido e iba sin afeitar y se lo veía bastante inseguro con su nueva cadera de titanio. Llevaba un chándal en lugar de la ropa del hospital. Las palabras Súper Poli decoraban la chaqueta.

– Sólo era una observación sin importancia -dijo Lynley-. Para mí usted nunca ha necesitado retoques.

– Qué chorrada. -Webberly gruñó al llegar al final de las barras e hizo el giro necesario para descender hasta la silla de ruedas que le trajo la terapeuta-. No me fío un pelo de ti.

– ¿Una taza de té, cielo? -le preguntó la terapeuta a Webberly cuando estuvo sentado en la silla-. ¿Una rica galleta de jengibre? Lo ha hecho muy bien.

– Cree que soy un perro amaestrado -le informó Webberly a Lynley, y le dijo a la mujer-: Traiga toda la puta lata de galletas, gracias.

Ella sonrió con serenidad y le dio una palmadita en el hombro.

– Una taza de té y galletas, pues. ¿Y usted? -Esta última pregunta iba dirigida a Lynley, quien le dijo que no quería nada. La mujer desapareció en un cuarto contiguo.

Webberly movió la silla hasta una ventana, donde levantó las persianas y miró fuera.

– Tiempo de mierda -gruñó-. Estoy dispuesto a irme a España, Tommy. Sólo pensarlo… Es lo que me hace seguir adelante.

– Entonces, ¿se prejubilará? -Lynley intentó formular la pregunta con suavidad, sin reflejar lo que sentía al pensar en el hecho de que el comisario abandonara el cuerpo de forma permanente.

Sin embargo, no engañó a Webberly. El comisario volvió la cabeza y detuvo su examen del día.

– David se está portando mal, ¿verdad? Tienes que idear una estrategia para hacerle frente. Es lo único que puedo decirte.

Lynley se acercó a él. Los dos se quedaron mirando con aire taciturno el día gris y lo que la ventana ofrecía del mismo, que era una vista lejana de ramas desnudas, los brazos invernales suplicantes de los árboles de Osterley Park. Más cerca, estaba el aparcamiento.

– Sé que puedo hacerlo -dijo Lynley.

– Es lo único que te piden.

– Son los demás los que me preocupan. Sobre todo Barbara y Winston. No les he hecho ningún favor a ninguno al aceptar su puesto. Fue una locura pensar que podía hacerlo.

Webberly se quedó en silencio. Lynley sabía que el comisario entendería qué quería decir. Sin duda, el barco de los sueños de Havers en Scotland Yard seguiría hundiéndose mientras mantuviera su asociación con él. En cuanto a Nkata… Lynley sabía que a cualquier otro policía ascendido a la categoría de comisario en funciones se le habría dado mejor mantener a Winston fuera del alcance de las garras de Hillier. Pero en cambio, parecía que Havers estaba cada día más condenada profesionalmente, mientras que Nkata sabía que tenía un papel simbólico y era probable que acabara cargando con un resentimiento que podría echar a perder su carrera durante años. Daba igual cómo enfocara el tema, Lynley sentía que él era el responsable de que Nkata y Havers se encontraran en esas situaciones en aquel momento.

– Tommy -le dijo Webberly como si Lynley hubiera dicho en voz alta todo aquello-, no tienes ese poder.

– ¿No? Usted sí, usted lo tiene. Yo debería ser capaz de…

– Para. No hablo del poder de hacer de parachoques entre David y sus objetivos. Me refiero al poder de cambiarle, de hacer que no sea David. Que es lo que te gustaría hacer, si quisieras reconocerlo. Pero él tiene sus propios demonios, como tú. Y no hay nada en el mundo que puedas hacer para eliminárselos.

– Entonces, ¿usted cómo le hace frente?

Webberly apoyó los brazos en la repisa de la ventana. Lynley vio que ahora parecía mucho mayor. Su pelo había encanecido, y tenía bolsas debajo de los ojos y papada. Al ver aquello, Lynley pensó en las cavilaciones de Ulises al tomar conciencia de su mortalidad: «La vejez tiene su honor y sus esfuerzos». Quiso recitarle el verso a Webberly. «Cualquier cosa para posponer lo inevitable», pensó.

– Es por el título de sir, me parece -dijo Webberly-. Crees que David lo lleva cómodamente. Yo creo que lo lleva como una armadura, y su propósito, como sabemos los dos, no es precisamente la comodidad. Lo quería y no lo quería. Intrigó para tenerlo y ahora tiene que vivir con ello.

– ¿Con las intrigas? Pero si eso es lo que mejor se le da.

– Exacto. Así que imagínate qué es llevar ese peso sobre los hombros. Tommy, ya lo sabes. Y, si logras que ese conocimiento se imponga a ese mal genio que tienes, serás capaz de tratar con él.

«Ahí está», pensó Lynley. La verdad que dominaba su vida.

Podía oír a su padre comentándolo, aunque el hombre llevaba casi veinte años muerto: «Control, Tommy. Estás permitiendo que la pasión no sólo te ciegue sino que te controle, hijo».

¿Qué había sido en aquel momento? Un partido de fútbol y un desacuerdo absurdo con un arbitro? ¿Una decisión en rugby que no le había gustado? ¿Una pelea con su hermana por un juego de mesa? ¿Qué? ¿Y qué importaba ahora?

Pero a eso se refería su padre. La pasión ciega del momento no servía para nada una vez pasado el momento. Y él no lograba verlo, nunca, nunca, lo que provocaba que los demás tuvieran que pagar su error fatal. Era Ótelo sin la excusa de Yago; era Hamlet sin fantasma. Helen tenía razón. Hillier tendía trampas, y él caía en todas.

Lo único que podía hacer era no quejarse en voz alta. Webberly lo miró.

– Este trabajo conlleva un aprendizaje -dijo el comisario amablemente-. ¿Por qué no te permites llevarlo a cabo?

– Del dicho al hecho hay un buen trecho cuando, al otro lado de ese aprendizaje, hay alguien esperando con un hacha de guerra.

Webberly se encogió de hombros.

– No puedes evitar que David use sus armas. Tienes que convertirte en esa persona capaz de esquivar los golpes.

La terapeuta menuda regresó a la sala, un té en una mano y una servilleta de papel en la otra. Sobre ésta, descansaba una solitaria galleta de jengibre, la recompensa del comisario por haber superado las barras paralelas.

– Aquí tiene, cielito -le dijo a Webberly-. Un té calentito con leche y azúcar… Se lo he preparado como le gusta.

– Aborrezco el té -le informó Webberly, mientras cogía la taza y la galleta.

– Vamos, no diga bobadas -le contestó ella-. Qué mal se está portando esta mañana. ¿Es por la visita? -Le dio una palmadita en el hombro-. Bueno, da gusto verle más animado. Pero deje de tomarme el pelo, cielo, o le daré una reprimenda.

– Usted es la razón por la que intento largarme de aquí, mujer -le dijo Webberly.

– Ése es mi objetivo -dijo ella apaciblemente. Le hizo un gesto admonitorio con el dedo y se marchó de la sala, recogiendo un gráfico médico al salir.

– Tú tienes a Hillier, yo la tengo a ella -se quejó Webberly mientras mordía la galleta.

– Pero al menos ella te ofrece un refrigerio -dijo Lynley.

Su visita a Osterley no resolvió nada, pero la receta de rielen sí funcionó como ella había pensado. Cuando Lynley dejó al comisario otra vez en su habitación, se sentía listo para otro asalto a su vida profesional.

Lo que le trajo este asalto fue información de varias fuentes. Se reunió con el equipo en el centro de coordinación, donde los teléfonos sonaban y los agentes introducían la información en los ordenadores. Stewart estaba recopilando informes de actuación de uno de sus equipos, y en su ausencia, Barbara Havers, al parecer, había logrado acatar las órdenes del detective sin rechistar. Cuando Lynley llamó al grupo, lo primero de lo que se enteró fue que, siguiendo órdenes de Stewart, Havers había ido al otro lado del río para tener otra bronca con Ulrike Ellis en Coloso.

– Es asombroso lo rápido que ha localizado la información sobre Jared Salvatore en cuanto ha caído en la cuenta de que teníamos el libro de la recepción con su nombre por todas partes -le informó Havers- y ha conseguido desenterrar todo tipo de detalles útiles sobre Antón Reid. Ahora está de nuestro lado, señor, es la colaboración personificada. Nos ha proporcionado el nombre de todos los chicos que han dejado de ir por Coloso en los últimos doce meses, y he estado comprobando si alguno se corresponde con el resto de los cuerpos que tenemos.

– ¿Qué hay de las conexiones personales de los otros dos chicos con los trabajadores de Coloso?

– ¿Jared y Antón? Griffin Strong era su orientador, sorpresa, sorpresa. Antón Reid también estuvo un tiempo en el curso de informática de Greenham.

– ¿Qué hay de Kilfoyle y Veness? ¿Alguna relación entre los chicos y ellos?

Havers consultó su informe, quien, quizá para demostrar su intención dudosa de ser una policía modelo de ahora en adelante, estaba ante el ordenador por una vez.

– Los dos conocían a Jared Salvatore. Al parecer, era un os creando recetas. No sabía leer, así que no podía seguir los libros de cocina, pero improvisaba un plato sin instrucciones y lo servía al personal de Coloso, que hacía de conejillo de Indias. Resulta que todo el mundo lo conocía. Cometí un error… -Lanzó una mirada a la sala como si previera que alguien iba a reaccionar a su confesión- al preguntarles sólo a Ulrike Ellis y a Griff Strong por Jared. Cuando dijeron que no era uno de los suyos, les creí porque reconocieron enseguida que Kimmo Thorne sí lo era. Lo siento.

– Y Kilfoyle y Veness, ¿qué dicen sobre Antón Reid?

– Kilfoyle dice que no recuerda a Antón. Veness ha sido poco explícito. Cree que es probable, dice. Neil Greenham le recuerda bien.

– En cuanto a Greenham, Tommy -intervino John Stewart-, tiene un carácter de mucho cuidado, según el jefe de estudios del centro de Kilburn donde daba clase. Perdió los nervios con los chicos en alguna ocasión y empujó a uno contra la pizarra una vez. Tuvo noticias de los padres al instante y se disculpó, pero eso no significa que la disculpa fuera auténtica.

– Y después habla de sus teorías sobre la disciplina -observó Havers.

– ¿Hemos puesto a estos tipos bajo vigilancia? -preguntó Lynley.

– Andamos escasos de personal, Tommy. Hillier no autorizará a más hombres hasta que obtengamos algún resultado.

– Maldita sea…

– Pero hemos fisgoneado un poco, así que nos hemos hecho una idea de sus actividades nocturnas.

– ¿Que son?

Stewart dio luz verde a sus agentes del Equipo Tres. Hasta el momento, casi nada parecía sospechoso. Después de trabajar en Coloso, Jack Veness iba a menudo al Miller and Grindstone, su bar de Bermondsey, donde también trabajaba de camarero los fines de semana. Bebía, fumaba y, de vez en cuando, llamaba desde la cabina de teléfonos que había fuera.

– Eso suena prometedor -apuntó alguien.

Pero no lo era. Luego, se iba a casa o a un local de curry para llevar cerca de Bermondsey Square. Griffin Strong, por otro lado, parecía alternar entre su negocio de estampación en Quaker Street y su casa. Sin embargo, también parecía gustarle un restaurante bengalí de Brick Lane, al que iba a cenar solo de vez en cuando.

En cuanto a Kilfoyle y Greenham, la información que estaba recabando el Equipo Tres les decía que Kilfoyle pasaba muchas de sus noches en el bar Othello del hotel London Ryan, que se encontraba al pie de las escaleras de Gwynne Place. Arriba se encontraba Granville Square. Si no, se quedaba en su casa en la plaza.

– ¿Con quién vive? -preguntó Lynley-. ¿Lo sabemos? -La escritura dice que la propiedad pertenece a Víctor Kilfoyle. Su padre, creo.

– ¿Qué hay de Greenham?

– Lo único que ha hecho de interés es llevar a su madre a la Royal Opera House. Y al parecer tiene una amiguita secreta. Sabemos que han ido a comer a un chino barato de Lisie Street y a la inauguración de una galería en Upper Brook Street. Aparte de eso, se queda en casa con su madre. -Stewart sonrió-. En Gunnersbury, por cierto.

– ¿A alguien le sorprende eso? -comentó Lynley. Miró a Havers. Vio que hacía todo lo posible por no alardear de tener razón, y tenía que felicitarla por ello. Había establecido la conexión entre los trabajadores de Coloso y los lugares donde habían aparecido los cuerpos desde el principio.

En ese momento, Nkata se sumó al grupo, recién salido de una reunión con Hillier. Iban a salir en Alerta criminal, según les informó; no podía evitar fruncir el ceño ante las bromas amistosas de sus compañeros sobre que había nacido una estrella. Les dijo que utilizarían el retrato robot del intruso visto en el gimnasio Square Four, creado conjuntamente con el culturista que había visto a su posible sospechoso. A esto, añadirían las fotografías de todas las víctimas identificadas, así como una reconstrucción dramatizada de cómo suponían que Kimmo Thorne se había encontrado con su asesino: una Ford Transit roja habría parado a un ciclista con mercancía robada en su poder, y el conductor de la furgoneta debía de haberle ayudado a subir la bicicleta y la mercancía al vehículo.

– También tenemos que añadir algo más -añadió Stewart cuando Nkata acabó. Parecía satisfecho-: las grabaciones de las cámaras de circuito cerrado. No diré que hemos dado con una mina de oro, pero hemos tenido un poco de suerte, al menos, con una cámara colocada en uno de los edificios cercanos a Saint George's Gardens: tenemos la imagen de una furgoneta bajando por la calle.

– ¿Hora y fecha?

– Coinciden con la muerte de Kimmo Thorne.

– Santo cielo, John, ¿por qué hemos tardado tanto tiempo?

– La teníamos antes -dijo Stewart-, pero no estaba claro. Había que ampliar la imagen y eso tarda; pero la espera ha merecido la pena. Será mejor que le eches un vistazo y nos digas cómo quieres que se utilice. Alerta criminal quizá le saque partido.

– Ahora la veré -le dijo Lynley-. ¿Y sobre la vigilancia en los lugares donde aparecieron los cuerpos? ¿Hay algo?

Resultó que no había nada. Si su asesino tenía pensado hacer una visita nocturna al santuario de sus crímenes, tal y como argüía Hamish Robson en sus observaciones sobre él, aún no lo había hecho. Esto condujo al tema del perfil. Barbara Havers dijo que le había echado otro vistazo y quería señalar parte de la descripción de Robson; en concreto, el párrafo que decía que, seguramente, el asesino vivía con un progenitor dominante. Hasta el momento, tenían dos sospechosos con padres en casa: Kilfoyle y Greenham. Uno vivía con el padre, el otro, con la madre. ¿Y no era raro que Greenham llevara a su madre a la Royal Opera House, y, mientras tanto, que, a su amiguita, la invitara a un chino barato y a la inauguración gratuita de una galería? ¿Qué significaba esa diferencia?

Merecía la pena investigarla, le dijo Lynley.

– ¿Quién tiene la información sobre con quién vive Veness? -añadió el comisario.

John Stewart respondió:

– Hay una casera, Mary Alice Atkins-Ward, una pariente lejana.

– Entonces, ¿controlamos más de cerca a Kilfoyle y a Greenham? -preguntó un detective, lápiz en mano.

– Dejad que primero mire la grabación de la cámara de circuito cerrado. -Lynley les dijo que retomaran las tareas que tenían asignadas. f:\ siguió a John Stewart hasta un vídeo. Hizo una señal a Nkata para que los acompañara. Vio que Havers lo fulminaba con la mirada, pero decidió no hacerle caso.

Estaba muy esperanzado con las imágenes de la cámara de circuito cerrado. El retrato robot le había inspirado poco. Le pareció que podía ser cualquiera y nadie en particular. El sospechoso llevaba una gorra, y, si bien, a primera vista, Barbara Havers había señalado con regocijo que Robbie Kilfoyle llevaba una gorra de EuroDisney, aquello no era precisamente una prueba condenatoria. Para Lynley, el valor del retrato robot era escaso y le parecía que Alerta criminal demostraría que tenía razón al respecto.

Stewart cogió el mando del vídeo y encendió el televisor. En una esquina de la pantalla, aparecieron la hora y la fecha y una parte de la calle de casas bajas tras las cuales se veía la curva del muro de Saint George's Gardens. Mientras miraban, la parte delantera de una furgoneta apareció en la imagen al final de la calle, que parecía estar a unos treinta metros de la cámara de circuito cerrado que la vigilaba. El vehículo se detuvo, las luces se apagaron y una figura salió. Llevaba una herramienta y desapareció tras la curva del muro, supuestamente para aplicar el instrumento en algo que quedaba fuera del alcance de la cámara; «probablemente, en el candado de la cadena que cerraba la verja por la noche», pensó Lynley.

Mientras miraban, la figura volvió a aparecer, demasiado lejana e, incluso en la ampliación, demasiado granulada como para poder distinguirla. Subió a la furgoneta, y ésta avanzó sin problemas. Antes de desaparecer tras el muro, Stewart detuvo la cinta.

– Echa un vistazo a esta bonita imagen, Tommy. -Parecía satisfecho.

Bien podía estarlo, pensó Lynley, puesto que la imagen había logrado captar las letras del lateral de la furgoneta. El milagro habría sido tener una identificación completa, que era más de lo que tenían; pero medio milagro serviría.

Eran visibles tres líneas parciales de letras despintadas: «ciña», «vil», y «waf».

Debajo, figuraba un número: 87361.

– Esto último parece parte de un número de teléfono -dijo Nkata.

– Yo digo que el resto es el nombre de un negocio -añadió Stewart-. La pregunta es: ¿lo sacamos en Alerta criminal?.

– ¿A quiénes tienes trabajando ahora en la furgoneta? -preguntó Lynley-. ¿Qué están haciendo?

– Intentan que la British Telecom les dé algo sobre ese número incompleto de teléfono, comprueban licencias de negocios para ver si podemos encontrar una coincidencia para las letras que vemos en el nombre, verifican otra vez los datos con Tráfico.

– Tardarán siglos -señaló Nkata-. Pero ¿cuántos millones de personas verán esto si lo sacamos en la tele?

Lynley pensó en las consecuencias de pasar el vídeo en Alerta criminal. Millones de personas veían el programa y había servido en muchas ocasiones para acelerar una investigación. Pero emitir la grabación a escala nacional conllevaba riesgos, el más grave de los cuales era que revelarían sus intenciones al asesino; porque existía la posibilidad real de que su asesino estuviera viendo la tele y limpiara la furgoneta tan a fondo que todas las pruebas de que cualquiera de los chicos muertos hubiera estado en ella desaparecerían para siempre. Y existía la posibilidad adicional de que su hombre se deshiciera de la furgoneta inmediatamente, llevándola a uno de los cientos de lugares de fuera de Londres donde tardarían años en encontrarla; o podía encerrarla en algún sitio con el mismo resultado.

La decisión era de Lynley. Decidió aplazarla.

– Quiero pensármelo -dijo, y, dirigiéndose a Winston-: Diles a los de Alerta criminal que podríamos tener algo para su programa, pero que estamos trabajando en ello.

Nkata parecía inquieto, pero se dirigió al teléfono. Al regresar a su mesa, Stewart parecía satisfecho.

Lynley hizo una seña a Havers con la cabeza y le lanzó una mirada que decía «te veo ahora». Ella cogió lo que parecía una libreta prístina y lo siguió fuera del centro de coordinación.

– Buen trabajo -le dijo. Observó que ese día iba vestida de un modo más adecuado, con un traje de chaqueta de tweed y zapatos bajos de cuero. El traje tenía una mancha en la falda y no había sacado brillo a los zapatos, pero, por lo demás, era un camino significativo en una mujer que normalmente era partidaria de los pantalones de chándal y las camisetas con juegos de palabras que siempre despertaban algún gruñido.

Barbara se encogió de hombros.

– Soy capaz de captar las indirectas cuando me dan con ellas en la cara, señor.

– Me alegra oírlo. Coge tus cosas y ven conmigo.

Le cambió la cara. La alegría esperanzada traicionó a Barbara tanto como emocionó a Lynley, que quiso decirle que no se colgara su corazón profesional en la solapa, pero se frenó. Havers era quien era.

No le preguntó adonde iban hasta que estaban en el Bentley dirección a Vauxall Bridge Road.

– ¿Estamos huyendo, señor? -dijo luego.

– Créeme -le dijo-, no sería la primera vez que lo pienso; pero Webberly dice que hay una forma de lidiar con Hillier. Sólo que aún no la he descubierto.

– Debe de ser como buscar el Santo Grial. -Se miró los zapatos y pareció ver lo desgastados que estaban. Se humedeció los dedos con la lengua y frotó un arañazo en vano-. ¿Y cómo está?

– ¿Webberly? Evoluciona lentamente, pero evoluciona.

– Bueno, eso está bien, ¿verdad?

– Lo único malo es que sea una evolución tan lenta. Necesitamos que vuelva antes de que Hillier se autodestruya y nos arrastre a todos con él.

– ¿Cree que llegará a tanto?

– A veces, no sé qué creer -contestó.

Al llegar a su destino, aparcar fue la pesadilla de siempre. Metió el Bentley delante de la entrada del bar Kings Head and Eight Bells, justo debajo de una señal de NO BLOQUEAR LA ENTRADA, a la que habían añadido O TE MATO. Havers levantó una ceja.

– ¿Qué es la vida sin riesgos? -preguntó Lynley. Por si acaso, colocó un distintivo policial en el salpicadero de manera que se viera bien.

– Eso sí que es vivir peligrosamente -observó Havers.

Subieron los pocos metros de Cheyne Row hasta la casa de la esquina con Lordship Place, donde encontraron a St. James agasajado por Deborah y Helen, que estaban hojeando revistas mientras charlaban. Todos se encontraban en el laboratorio.

– Lógica -contestó Deborah-, sólo es eso. -Alzó la vista y vio a Lynley y a Havers en la puerta. Justo a tiempo -dijo-, mirad quién ha llegado. No tendrás ni que ir a casa para convencerle, Helen.

– ¿Convencerme de qué? -Lynley se acercó a su esposa y le echó la barbilla hacia arriba para estudiar su rostro-. Pareces cansada.

– No seas tan protector -le reprendió ella-. Te están saliendo arrugas en la frente de tanto preocuparte.

– Todo depende de Hillier -dijo Havers-. Dentro de un mes, pareceremos todos diez años más viejos.

– ¿No tiene que jubilarse ya? -preguntó Deborah.

– Los subinspectores no se jubilan, mi amor -le dijo St. James a su esposa-. No hasta que pierden toda esperanza de que los nombren inspectores. -Miró a Lynley-. Por lo que veo, no es probable que pase pronto, ¿no?

– Ves bien. ¿Tienes algo para nosotros, Simón?

– Espero que quieras decir información y no whisky -dijo St. James. Añadió-: Fu.

– ¿Fu? -inquirió Havers-. Como… ¿qué? ¿Fumanchú? ¿Corfú?

– Como las letras F y U. -En una pizarra, St. James había estado trabajando en un diagrama con manchas de sangre falsa, pero lo dejó y se dirigió a su mesa. Del cajón de arriba, sacó un papel en el que estaba dibujado el mismo símbolo que figuraba al pie de la nota que habían recibido en Scotland Yard, afirmando que era del asesino en serie-. Es un símbolo chino -les explicó St. James-. Significa autoridad, poder divino y capacidad de juzgar. De hecho, representa la justicia, y se pronuncia Fu.

– ¿Os sirve, Tommy? -dijo Helen.

– Encaja con el mensaje de la nota que envió. Y, hasta cierto punto, también con la marca de la frente de Kimmo Thorne.

– ¿Porque sí que es una marca? -preguntó Havers.

– Supongo que eso diría el doctor Robson.

– ¿Aunque la otra marca sea un símbolo alquímico?

Deborah hizo la última pregunta a su marido.

– Es el hecho de marcar en sí mismo, diría yo -contestó St. James-. Dos símbolos bien diferenciados con interpretaciones que se pueden conseguir fácilmente. ¿Te refieres a eso, Tommy?

– Hum, sí. -Lynley examinó el trozo de papel en el que habían reproducido la marca y figuraba una explicación de la misma-. Simón, ¿de dónde has sacado la información?

– De Internet -dijo-. No ha sido difícil.

– Así que nuestro chico también tiene acceso a un ordenador -observó Havers.

– Eso reduce la lista a la mitad de la población de Londres -dijo Lynley con gravedad.

– Creo que puedo eliminar al menos a una parte de ese grupo. Hay algo más. -St. James había ido a una mesa de trabajo, donde extendió una hilera de fotografías. Lynley y Havers se reunieron con él mientras Deborah y Helen se quedaban en la otra mesa de trabajo, con un surtido de revistas abiertas entre ellas.

– He conseguido esto del S07 -dijo St. James, refiriéndose a las fotos, que, como Lynley pudo ver, eran de cada uno de los chicos muertos, junto con las ampliaciones correspondientes de una pequeña parte del torso de cada chico-. ¿Recuerdas los informes de las autopsias, Tommy? ¿Recuerdas que todos mencionaban una contusión específica que describían como un moratón con aspecto de herida en cada uno de los cuerpos? Bueno, mira esto. Deborah me hizo las ampliaciones anoche. -Cogió una de las fotos mayores.

Lynley la estudió y Havers miró por encima de su hombro. En la foto, vio el moratón del que hablaba St. James. Pudo distinguir que, en realidad, era más un dibujo que un hematoma, y vio que era más visible en el cuerpo de Kimmo Thorne al tratarse del único adolescente blanco. En Kimmo, había una zona central pálida rodeada de piel oscura con aspecto de moratón. En el centro de la zona pálida, había dos pequeñas marcas que parecían quemaduras. Con variaciones que se debían a la pigmentación propia de cada chico, esa marca distintiva era la misma en todas las fotografías que St. James fue entregándoles sucesivamente. Lynley alzó la mirada en cuanto las hubo visto todas.

– ¿Al S07 se le ha pasado esto por alto? -preguntó. Aunque lo que pensó era que habían metido la pata.

– Lo mencionan en las autopsias. El problema fue el término que utilizaron para referirse a ello. Lo llaman moratón.

– ¿Tú qué crees que es? Parece algo entre un moratón y una quemadura.

– Se me ocurrió una buena idea, pero no estaba del todo seguro al principio. Así que escaneé las fotos y se las mandé a un compañero de Estados Unidos para que me diera una segunda opinión.

– ¿Por qué a Estados Unidos? -Havers había cogido una de las fotografías y la miraba con el ceño fruncido, pero, en ese momento, alzó la vista con curiosidad.

– Porque, como casi todas las otras cosas que podrían considerarse armas, en Estados Unidos son legales.

– ¿El qué?

– Las pistolas eléctricas. Creo que es así como está paralizando a los chicos, antes de hacer el resto. -St. James prosiguió explicándoles las características de las heridas, y las comparó punto por punto con el tipo de moratón que aparecía como resultado de recibir una descarga de entre 50.000 y 200.000 voltios con un arma como ésa-. Agredió a los chicos en el mismo lugar del cuerpo, en la parte izquierda del torso. Eso nos indica que el asesino está utilizando el arma del mismo modo cada vez.

– Si tienes algo que funciona, por qué jugártela -dijo Havers.

– Exacto -asintió St. James-. La descarga de la pistola eléctrica altera el sistema nervioso del cuerpo, y deja a la víctima literalmente paralizada, incapaz de moverse aunque quiera. Los músculos trabajan deprisa, pero sin eficacia. El azúcar de la sangre se convierte en ácido láctico, lo que le deja sin energía. Los impulsos neurológicos quedan interrumpidos. Está débil, confundido y desorientado.

– Mientras se encuentra en este estado, el asesino tiene tiempo de inmovilizarlo -añadió Lynley.

– ¿Y si comienza a volver en sí…? -dijo Havers.

– El asesino utiliza otra vez el arma. Cuando vuelve a estar normal, el asesino ya lo tiene amordazado y atado, y puede hacer lo que le plazca con él. -Lynley le devolvió las fotografías a St. James-. Sí, creo que eso es exactamente lo que está pasando. -Excepto que… -Havers le devolvió su foto a St. James aunque se dirigió a Lynley-. Estos chicos son espabilados. Cabe pensar que advertirían que alguien va a enchufarles un arma en las costillas, ¿no?

– En cuanto a eso, Barbara… -St. James sacó unas hojas de una bandeja que había encima del archivador. Le entregó a Lynley lo que al principio parecía un anuncio. Sin embargo, al examinarlo más detenidamente, Lynley vio que el documento estaba sacado de internet. En una página llamada PersonalSecurity.com, se vendían pistolas eléctricas. Pero eran totalmente distintas al arma con forma de pistola que uno asociaría con el nombre. En realidad, no parecían armas en absoluto, lo cual seguramente era la razón para tener una. Algunas estaban fabricadas para que parecieran teléfonos móviles, otras parecían linternas. Sin embargo, todas funcionaban de manera idéntica: quien las utilizaba tenía que establecer contacto físico con la víctima para que la descarga eléctrica pasara de la pistola al cuerpo de la víctima.

Havers soltó un silbido flojo.

– Estoy impresionada -dijo-, y me parece que podremos averiguar cómo entran estas cosas en el país.

– No será una gran proeza entrarlas clandestinamente en el Reino Unido -asintió St. James-. No es lo que parece.

– Y de ahí al mercado negro -dijo Lynley-. Bien hecho, Simón. Gracias. Avances. Me siento razonablemente animado. -Pero no podemos darle esto a Hillier -señaló Havers-. Lo sacará en Alerta criminal. O se lo entregará a la prensa antes de que puedas reaccionar. No se lo tome literalmente, señor -se apresuró a decir.

– Y ya me gustaría decírselo -dijo Lynley-; aunque normalmente prefiero algo un poco más sutil.

– Entonces, puede que nuestro plan tenga una pega. -Helen habló desde la mesa donde ella y Deborah estaban hojeando revistas. Levantó una y Lynley vio que mostraba ropa para bebés y niños pequeños-. Tengo que decir que no es nada sutil -dijo-. Deborah me ha sugerido una solución, Tommy, para el problema del bautizo.

– Ah. Eso.

– Sí. Ah, eso. ¿Te la contamos? ¿O espero a después? Podrías tomártelo como un descanso de las realidades desalentadoras del caso, si quieres.

– Y ¿cambiarlas por las realidades desalentadoras de nuestras familias? -preguntó Lynley-. Eso sí que es divertido.

– No te burles -dijo Helen-. Francamente, yo bautizaría a nuestro Jasper Félix vestido con un paño de cocina si de mí dependiera. Pero, como no es así, porque se me echarían encima doscientos cincuenta años de historia de los Lynley, he querido llegar a un arreglo que satisfará a todos.

– Lo cual es poco probable que suceda si tu hermana Iris alinea al resto de las chicas en su bando a favor de la historia familiar de los Clyde -dijo Lynley.

– Bueno, sí, por supuesto, Iris intimida bastante cuando se le mete algo entre ceja y ceja, ¿verdad? Precisamente de eso hablábamos Deborah y yo cuando me ha sugerido la cosa más obvia del mundo.

– ¿Puedo preguntar qué es? -Lynley miró a Deborah.

– Ropa nueva -dijo.

– Pero no sólo ropa nueva -añadió Helen-, y no el vestidito, la mantita, el chal, o lo que sea, típicos. Mi idea consiste en conseguir algo que anuncie que estamos instaurando una tradición nueva, tú y yo. Así que, naturalmente, eso va a suponer un esfuerzo un poco mayor. No cogeremos lo primero que veamos en Peter Jones y ya está.

– Vaya, lo pasarás fatal, cielo -dijo Lynley.

– Está siendo sarcástico -dijo Helen al resto, y luego, a Lynley-: Te das cuenta de que es la respuesta, ¿verdad? Algo nuevo, algo distinto, algo que podamos pasar a nuestros hijos, o, al menos, decir que vamos a pasarles, para que ellos también puedan usarlo. Y sabes que lo que estamos buscando está ahí lucra. Deborah se ha ofrecido a ayudarme a encontrarlo.

– Gracias -le dijo Lynley a Deborah.

– ¿Te gusta la idea? -le preguntó.

– Me gusta cualquier cosa que nos pueda llevar a la paz -contestó-, aunque tan sólo sea de forma momentánea. Ahora, si pudiéramos resolver…

Le sonó el móvil. Mientras metía la mano en el bolsillo superior del abrigo para cogerlo, el teléfono de Havers también sonó.

Los demás se quedaron mirándolos mientras, desde New Scotland Yard, Lynley y Havers recibían la información simultáneamente. No eran buenas noticias: en Queen's Word, en el norte de Londres, alguien había encontrado otro cuerpo.

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