Prólogo

A Kimmo Thorne, la Dietrich era la que más le gustaba: el pelo, las piernas, la boquilla, el sombrero de copa y el frac. Era lo que él llamaba «La más grande» y, en su opinión, era insuperable. Sí, podía ser la Garland si insistían. La Minnelli era fácil y, sin duda, estaba mejorando con la Streisand. Pero si le daban a elegir -y por lo general así era, ¿verdad?-, imitaba a la Dietrich. La sensual Marlene. Su chica número uno. Podía resucitar a los muertos cuando cantaba, ¿verdad, Marlene?, que a nadie le cupiera la menor duda.

Así que mantuvo la pose al final de la canción no porque el número lo requiriera, sino porque le encantaba cómo quedaba. La apoteosis de Falling in Love Again terminó y él permaneció inmóvil como una estatua de Marlene, con un pie en la silla, con su zapato de tacón, y la boquilla entre los dedos. La última nota se perdió en el silencio y contó hasta cinco -exultante con Marlene y consigo mismo porque ella era buena y él era bueno, era muy muy bueno en realidad- antes de moverse. Entonces, apagó el karaoke. Se quitó el sombrero y meneó el frac. Hizo una gran reverencia a su público de dos personas. Y la tía Sal y la abuela, siempre tan fieles ellas, reaccionaron apropiadamente, como sabía que harían.

– ¡Bravo! ¡Bravo, muchacho! -gritó la tía Sally.

– Ese es nuestro chico -dijo la abuela-. Talento puro, nuestro Kimmo. Espera a que mande las fotos a tu madre y a tu padre.

Eso sí que los haría venir corriendo, sin duda, pensó Kimmo con sarcasmo. Pero puso el pie sobre la silla una vez más, sabiendo que la abuela lo decía con buena intención, aunque tuviera los plomos un poco fundidos respecto a lo que creía sobre sus padres.

– Muévete hacia la derecha. Sácale el perfil bueno -le indicó la abuela a la tía Sally.

Y unos minutos después las fotografías estaban tomadas y el espectáculo había acabado.

– ¿Adonde vas esta noche? -Le preguntó la tía Sally a Kimmo mientras éste iba hacia su habitación-. ¿Estás saliendo con alguien especial, Kim?

No, pero no tenía por qué saberlo.

– Con Blinker -le dijo alegremente.

– Bueno, pues no os metáis en líos.

Kimmo le guiñó un ojo y entró en el cuarto.

– Nunca, nunca, tía -mintió. Cerró la puerta con cuidado y echó el pestillo.

Lo primero era ocuparse de la ropa de Marlene. Kimmo se desvistió y la colgó antes de sentarse al tocador. Ahí se miró detenidamente la cara y, por un momento, se planteó quitarse un poco de maquillaje. Pero al final desechó la idea encogiéndose de hombros y buscó en el armario ropa adecuada. Escogió una sudadera con capucha, las mallas que le gustaban y las botas planas de media caña de terciopelo. Le divertía la ambigüedad del conjunto. ¿Chico o chica?, se preguntaría quien lo observara. Pero sólo se sabría si hablaba. Porque su voz había cambiado al fin, y cuando abría la boca, salía la vibración grave.

Se puso la capucha de la sudadera y bajó las escaleras con aire despreocupado.

– Me voy -gritó a su abuela y a su tía mientras cogía la chaqueta que estaba colgada junto a la puerta.

– Adiós, tesoro -contestó la abuela.

– Ve con cuidado, tesoro -añadió la tía Sally.

Les lanzó un beso y ellas se lo devolvieron.

– Te queremos -dijeron ellas.

– Os quiero -dijo Kimmo a la vez.

Fuera, se abrochó la cremallera de la chaqueta y desató la bicicleta de la barandilla. La llevó hasta el ascensor, pulsó el botón y, mientras esperaba, comprobó las alforjas para asegurarse de que tenía todo lo que necesitaba. Había hecho una lista mental de la que iba tachando las herramientas: martillo de emergencia, guantes, destornillador, palanqueta, linterna de bolsillo, funda de almohada, una rosa roja. Le gustaba dejar esto último como tarjeta de visita. No se debería coger nada sin dejar algo a cambio.

Fuera, en la calle, la noche era fría y a Kimmo no le apetecía el paseo. Odiaba tener que ir en bicicleta y aún lo odiaba más cuando la temperatura rozaba los cero grados. Pero como ni la abuela ni la tía Sally tenían coche y como tampoco tenía carné de conducir que enseñarle a la poli con su sonrisa más encantadora si lo paraban, no le quedaba más remedio que pedalear. Ir en autobús era más o menos imposible.

La ruta lo llevó por Southwark Street hasta el tráfico denso de Blackfriars Road hasta que, serpenteando, llegó a los alrededores de Kennington Park. De ahí, con o sin tráfico, estaba a tiro de piedra de Clapham Common y su destino final: una vivienda de tres pisos de ladrillo rojo no adosada, lo cual era perfecto, que había observado detenidamente durante el último mes.

A estas alturas, conocía tan a fondo las idas y venidas de la familia que la habitaba que bien podría haber vivido allí él mismo. Sabía que tenían dos hijos. Mamá cubría su cupo de ejercicio yendo en bicicleta al trabajo, mientras que papá cogía el tren en Clapham Station. Tenían una au pair que se tomaba regularmente dos noches libres a la semana, y una de esas noches -siempre la misma- mamá, papá y los niños se marchaban juntos como una familia a… Kimmo no lo sabía. Suponía que iban a cenar a casa de la abuela, pero también podía ser perfectamente que asistieran a un servicio religioso largo, a una sesión con el terapeuta o a clases de yoga. La cuestión era que salían por la noche, hasta tarde, y que cuando volvían a casa, tenían que arrastrar indefectiblemente a los pequeños adentro porque se habían quedado dormidos en el coche. En cuanto a la au pair, las noches libres salía con otras dos chicas que trabajaban de lo mismo. Se alejaban juntas charlando en búlgaro o lo que fuera que hablaran, y en caso de regresar antes de que amaneciera, siempre era muy pasada la medianoche.

Las señales indicaban que esta casa en particular era propicia. Conducían el mayor Range Rover del mercado. Tenían un jardinero una vez a la semana. También tenían contratado un servicio de limpieza, y sus sábanas y fundas de almohada las lavaban, planchaba y devolvía un profesional. Esta casa en particular, había llegado a la conclusión Kimmo, estaba a punto y a la espera.

Lo que hacía que fuera todo tan bonito era la casa de al lado con su cartel de SE ALQUILA colgando alicaído de un poste situado junto a la calle. Lo que también hacía que fuera todo tan perfecto era el acceso fácil desde la parte trasera: un muro de ladrillo a lo largo de un erial.

Kimmo pedaleó hasta ese punto después de deslizarse por delante de la casa para asegurarse de que la familia se mantenía fiel a su estricto programa. Cruzó el erial dando botes y apoyó la bicicleta en el muro. Con la funda de almohada en la que llevaba las herramientas y la rosa, se subió de un salto al sillín de la bicicleta y, sin dificultad alguna, pasó al otro lado del muro.

El jardín trasero estaba más oscuro que boca de lobo, pero Kimmo había mirado antes por encima del muro y sabía lo que tenía delante. Justo debajo había un montoncito de abono y, más allá, un pequeño huerto de árboles frutales plantados en zigzag decoraba un césped muy bien cortado. A cada lado de éste, anchos parterres hacían de arriates. Uno rodeaba un cenador. El otro decoraba los alrededores de un cobertizo. Por último, en la distancia, justo delante de la casa había un patio de ladrillos irregulares donde el agua de la lluvia se acumulaba tras una tormenta y un alero del que colgaban luces de seguridad.

Se encendieron automáticamente cuando Kimmo se acercó. Les dio las gracias inclinando la cabeza. Las luces de seguridad, había decidido hacía mucho tiempo, tenían que ser la inspiración irónica de un ladrón puesto que, cuando se encendían, todo el mundo parecía suponer que sólo era un gato que había cruzado el jardín. Aún no había oído nunca que un vecino llamara a la poli porque había visto que se encendían unas luces. Por otro lado, había oído contar miles de historias a otros colegas ladrones sobre lo mucho que estas luces les habían facilitado el acceso a la parte trasera de una propiedad.

En este caso, las luces no significaban nada. Las ventanas oscuras y sin cortinas, junto con el cartel de SE ALQUILA, le decían que nadie habitaba la casa de la derecha, mientras que la de la izquierda no tenía ventanas en ese lado y tampoco un perro que llenara con sus ladridos el frío de la noche. Estaba fuera de peligro, que él supiera.

Una cristalera se abría al patio y Kimmo se dirigió hacia ella. Allí, un golpecito seco con el martillo de emergencia -adecuado para romper la ventanilla de un coche en un momento crítico- fue suficiente para darle acceso al pomo de la puerta. La abrió y entró. La alarma antirrobo se disparó como una sirena antiaérea.

El sonido era ensordecedor, pero Kimmo no hizo caso. Tenía cinco minutos -quizá más- hasta que sonara el teléfono y llamara la empresa de seguridad, con la esperanza de descubrir que la alarma se había disparado por error. Al no quedar satisfechos, recurrirían a los números de contacto que les habían dado. Cuando eso no bastara para poner fin al incesante chillido de la sirena, quizá llamaran a la policía que, a su vez, quizá aparecería para comprobar qué sucedía o no. Pero, en cualquier caso, para esa eventualidad faltaban aún veinte minutos, que eran diez minutos más de los que Kimmo necesitaba para conseguir lo que buscaba en aquella casa.

Era un especialista en aquel campo. Que los otros se quedaran con los portátiles, los reproductores de CD y DVD, los televisores, las joyas, las cámaras digitales, los PDA y los vídeos. El sólo buscaba una cosa en concreto en las casas que visitaba, y la ventaja que tenía esa cosa era que siempre estaba a plena vista y, por lo general, en las habitaciones comunes de una casa.

Kimmo iluminó el lugar con su linterna de bolsillo. Estaba en un comedor y allí no había nada que pudiera llevarse. Pero en el salón, enseguida vio cuatro premios brillando sobre un piano. Los cogió: marcos de plata que despojó de sus fotografías -había que ser considerado con ciertas cosas- antes de guardarlos con cuidado en la funda de almohada. Encontró otro en una de las mesas auxiliares y también se lo agenció antes de pasar a la parte delantera de la casa donde, cerca de la puerta, una mesa semicircular con un espejo encima exhibía dos marcos más junto a una cajita de porcelana y un jarrón con flores, que dejó donde estaban.

La experiencia le decía que había muchas probabilidades de encontrar el resto de lo que quería en el dormitorio principal, así que subió a toda prisa las escaleras mientras la alarma antirrobo seguía ululando. La habitación que buscaba estaba en la parte trasera del piso alto y daba al jardín y, justo después de encender la linterna para comprobar el contenido, el chillido de la alarma cesó de repente y el teléfono empezó a sonar.

Kimmo se detuvo en seco, con una mano en la linterna y la otra a medio camino de un marco en el que una pareja vestida de novios se besaba debajo de una rama de flores. Al cabo de un momento, el teléfono dejó de sonar tan repentinamente como la alarma y en el piso de abajo se encendió una luz y alguien dijo:

– ¿Hola? -Y luego-: No. Acabamos de entrar… Sí. Sí. Se ha disparado, pero no he podido… ¡Santo cielo! Gail, apártate del cristal.

Aquello bastó para que Kimmo supiera que la situación había dado un giro inesperado. No se quedó pensando en qué demonios hacía la familia en casa cuando se suponía que aún tenía que estar en casa de la abuela, en misa, en yoga, en terapia o donde diablos iban cuando se marchaban. Se lanzó hacia la ventana de la izquierda de la cama mientras, abajo, una mujer gritaba:

– ¡Ronald, hay alguien en casa!

A Kimmo no le hizo falta oír a Ronald subiendo a toda prisa las escaleras o a Gail gritando «¡No! ¡Detente!» para comprender que tenía que salir de allí volando. Intentó torpemente abrir la cerradura de la ventana de guillotina, la subió y salió con la funda de almohada justo cuando Ronald entraba como un bólido en la habitación armado con lo que parecía un tenedor para dar la vuelta a la carne en una barbacoa.

Kimmo saltó unos dos metros y medio y cayó estrepitosamente en el alero con un jadeo, maldiciendo que no hubiera una enredadera por la que pudiera escapar a lo Tarzán hacia la libertad. Oyó que Gail gritaba: «¡Está aquí! ¡Está aquí!», y que Ronald maldecía desde la ventana de arriba. Justo antes de que saliera pitando hacia el muro trasero de la propiedad, se volvió hacia la casa y ofreció una sonrisa y un saludo insolente a la mujer que estaba de pie en el comedor con un niño soñoliento y atemorizado en brazos y otro agarrado a sus pantalones.

Entonces se fue, con la funda de almohada rebotando en su espalda y una carcajada burbujeando en su interior, sólo lamentaba no haber podido dejar la rosa. Al llegar al muro, oyó que Ronald salía rugiendo del comedor, pero cuando el pobre hombre alcanzó el primer árbol, Kimmo ya había saltado el muro y se dirigía hacia el erial. En el momento en que llegara la policía -lo que podía pasar entre la hora siguiente y el mediodía de mañana-, estaría ya muy lejos y sería un recuerdo vago en la mente de la mujer: un rostro pintado debajo de la capucha de una sudadera.

Dios santo, ¡esto sí era vida! ¡Era lo mejor! Si el material del botín resultaba ser valioso, el viernes por la mañana sería unos cientos de libras más rico. ¿Podía ser mejor? ¿Sí? Kimmo no lo creía. Qué más daba que hubiera dicho que se reformaría durante un tiempo. No iba a tirar a la basura el tiempo que había dedicado a preparar aquel trabajo. Sería estúpido hacerlo, y si algo no era Kimmo Thorne, era estúpido.

Iba pedaleando quizá a kilómetro y medio de la casa en la que había entrado a robar cuando se dio cuenta de que alguien lo seguía. Había más tráfico en las calles – ¿cuándo no lo había en Londres?- y varios coches le habían pitado al adelantarle. Primero creyó que le pitaban como hacen los vehículos cuando quieren que los ciclistas se aparten, pero pronto vio que pitaban a un coche que avanzaba despacio justo detrás de él, un coche que se negaba a adelantarle.

Se puso un poco nervioso, y se preguntó si Ronald habría logrado de algún modo recomponerse y encontrarlo. Dobló por una calle secundaria para asegurarse de que no estaba equivocado en su creencia de que lo seguían, y vio claramente que los faros que tenía justo detrás también giraban. Estaba a punto de ponerse a pedalear con furia cuando oyó a su lado el ronroneo de un motor y que alguien pronunciaba su nombre con voz cordial.

– ¿Kimmo? ¿Eres tú? ¿Qué haces en esta parte de la ciudad?

Kimmo dejó de pedalear, aminoró y se volvió para ver quién le hablaba. Sonrió cuando se dio cuenta de quién era el conductor.

– Eso da igual -dijo-. ¿Qué haces tú aquí?

La otra persona le devolvió la sonrisa.

– Parece que te buscaba. ¿Quieres que te lleve a algún sitio?

Sería oportuno, si Ronald lo había visto marcharse en la bicicleta y si la policía respondía más deprisa de lo normal, pensó Kimmo. La verdad es que no quería estar por la calle. Aún le quedaban unos tres kilómetros, y hacía un frío glacial.

– Pero llevo la bicicleta -dijo.

La otra persona se río.

– Bueno, no hay problema si tú no quieres que lo haya.


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