Capítulo 4

Un día después, Stephenson Deacon y la Dirección de Asuntos Públicos decidieron que el momento para la primera sesión informativa con la prensa estaba ya maduro. El subinspector Hillier, que recibió la noticia de arriba, ordenó a Lynley que estuviera presente en el gran acontecimiento, acompañado de «nuestro nuevo sargento». Lynley deseaba estar allí tan poco como Nkata, pero sabía que lo acertado era aparentar al menos que colaboraba. Él y el sargento bajaron por las escaleras para llegar puntuales a la rueda de prensa. Se encontraron a Hillier en el pasillo.

– ¿Listos? -les preguntó el subinspector mientras se detenía para examinar su impresionante pelo gris en el cristal de un tablón de anuncios. A diferencia de los otros dos hombres, parecía contento de estar allí y daba la impresión de contener las ganas de frotarse las manos previendo la confrontación que se acercaba. Sin duda, esperaba que la reunión funcionara como la máquina bien engrasada que había diseñado que fuera.

No esperó respuesta a su pregunta, sino que entró en la sala y ellos lo siguieron.

Habían colocado a los periodistas de prensa, radio y televisión en las filas de asientos que se extendían delante de la tarima. Las cámaras de televisión iban a grabar desde el fondo. Aquello mostraría más tarde al público, a través de las noticias de la noche, que la Met estaba esforzándose al máximo por mantener a la ciudadanía al corriente, al haber proporcionado a sus canales informativos humanos un espacio en apariencia abierto y cordial.

Stephenson Deacon, el jefe del departamento de prensa, había elegido realizar él las observaciones introductorias en la primera reunión informativa. Su aparición no sólo indicaba la importancia de lo que iba a anunciarse, sino también informaba a la gente de lo mucho que la policía se tomaba en serio aquel asunto. Sólo la presencia del jefe de la DAP supondría una declaración más imponente.

Los periódicos, por supuesto, enseguida se lanzaron a escribir el hallazgo de un cuerpo encima de una tumba en Saint George's Gardens, como cualquier persona mínimamente inteligente de New Scotland Yard imaginaba. La reticencia de la policía en la escena del crimen, la llegada de un agente de New Scotland Yard mucho antes de que se levantara el cadáver, el tiempo transcurrido entre el descubrimiento del cuerpo y aquella rueda de prensa… Todo eso había avivado el apetito de los periodistas y anticipaba que estaba por llegar una historia mucho más importante.

Cuando Deacon le cedió la palabra, Hillier se aprovechó de todo eso. Comenzó por el motivo principal de la rueda de prensa, que, según declaró, era «que nuestros jóvenes sean conscientes de los peligros a los que se enfrentan en las calles». Prosiguió esbozando el crimen que investigaban y, justo cuando cualquier persona se habría preguntado con toda la lógica del mundo por qué se celebraba aquella reunión para informar de un asesinato que ya había encabezado los telediarios y las portadas de los periódicos, dijo:

– En esta coyuntura, estamos buscando testigos para lo que parece ser una serie de crímenes potencialmente relacionados contra chicos jóvenes.

En menos de cinco segundos la palabra «serie» condujo ineludiblemente a «en serie», momento en el que los reporteros cayeron en la trampa como moscas acudiendo a la miel. Sus preguntas salieron disparadas como flechas.

Lynley vio la satisfacción en las facciones de Hillier mientras los periodistas hacían el tipo de preguntas que él y el departamento de prensa esperaban, y dejaban aparcados los temas que él y dicho departamento deseaban evitar. Hillier levantó la mano con una expresión que comunicaba tanto comprensión como tolerancia hacia su frenesí. Luego pasó a relatar con exactitud lo que había planeado decir, indiferente a sus preguntas.

En cada caso, explicó, las brigadas de homicidios pertenecientes a los lugares donde se habían hallado los cuerpos investigaron los crímenes en un principio. Sin duda, sus colegas periodistas responsables de recabar la información en cada una de las comisarías implicadas estarían encantados de pasarles las notas que ellos mismos habían tomado sobre los asesinatos. Así todo el mundo se ahorraría un tiempo valioso. Por su parte, la Met iba a seguir adelante con una investigación minuciosa del último asesinato, relacionándolo con los demás si existía algún indicio claro de que los crímenes estaban conectados. Mientras tanto, la preocupación más inmediata de la Met, como ya había mencionado, era la seguridad de los jóvenes que poblaban las calles, y era crucial que el mensaje les llegara de inmediato: al parecer, los adolescentes eran el objetivo de uno o más asesinos. Tenían que ser conscientes de ello y tomar las precauciones adecuadas cuando salieran de casa.

Hillier presentó entonces a los «dos detectives al mando» de la investigación. El comisario en funciones Thomas Lynley la dirigiría y coordinaría las investigaciones anteriores realizadas por las comisarías locales, dijo. Lo ayudaría el sargento Winston Nkata. No se mencionó ni al detective John Stewart ni a nadie más.

Siguieron más preguntas, sobre la composición, tamaño y fuerza de la brigada, a las cuales respondió Lynley. Después, Hillier retomó el control con destreza.

– Siguiendo con el tema de la configuración de la brigada… -dijo como si acabara de pasársele por la mente, y continuó contándoles a los periodistas que él personalmente había incorporado al equipo al especialista forense Simón Allcourt-St. James y, para potenciar su trabajo y el trabajo de los agentes de la Met, un psicólogo forense (más conocido por elaborar perfiles psicológicos de asesinos) también contribuiría con sus servicios. Por motivos profesionales, el psicólogo prefería permanecer en el anonimato, pero bastaba con decir que se había formado en Estados Unidos, en Quantico, Virginia, sede de la unidad de perfiles psicológicos del FBI.

Luego Hillier cerró la reunión con un final ensayado, diciéndoles a los periodistas que el departamento de prensa les ofrecería reuniones informativas todos los días. Apagó el micrófono, se llevó de la sala a Lynley y Nkata y dejó a los periodistas con Deacon, quien hizo una señal a un subalterno para que repartiera los fajos de información adicional que previamente se había estimado adecuada para el consumo mediático.

En el pasillo, Hillier sonrió satisfecho.

– Acabamos de comprar tiempo -dijo-. Procurad utilizarlo bien.

Luego su atención se centró en un hombre que esperaba por allí cerca en compañía de la secretaria de Hillier, con un pase de visitante colgando de la chaqueta de punto verde y ancha que llevaba.

– Ah, excelente. Ya has llegado -le dijo Hillier, e hizo las presentaciones. Era Hamish Robson, les comunicó a Lyney y Nkata, el psicólogo clínico y forense del que acababa de hablar con los periodistas. También trabajaba en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario Fischer en Dagenham. El doctor Robson había accedido amablemente a ayudarles al unirse a la brigada de homicidios de Lynley.

Lynley notó que se le tensaba la columna. Se dio cuenta de que Hillier le tenía reservada otra sorpresa, al haber dado por sentado erróneamente durante la rueda de prensa que Hillier mentía descaradamente al hablar de un psicólogo forense sin nombre. Sin embargo, cumplió con la formalidad de estrechar la mano al doctor Robson, mientras le decía a Hillier en un tono tan agradable como pudo:

– ¿Podemos hablar un momento, señor?

Hillier miró su reloj ostensiblemente. Aún más ostensiblemente le dijo a Lynley que el subdirector esperaba un informe sobre la reunión que acababa de concluir.

– Serán menos de cinco minutos y lo considero esencial -dijo Lynley, añadiendo la palabra «señor» en el último momento a propósito en un tono y con un significado que Hillier comprendió.

– De acuerdo -dijo Hillier-. Hamish, si nos disculpas… el sargento Nkata te enseñará dónde está el centro de coordinación.

– Necesitaré a Winston un momento-dijo Lynley, no porque fuera estrictamente verdad, sino porque en algún momento tendría que hacerle entender a Hillier que no era el subinspector de la policía quien dirigía la investigación.

Hubo un silencio tenso durante el cual Hillier pareció evaluar a Lynley por su nivel de insubordinación.

– Hamish, si puedes esperar un momento -dijo al fin, y condujo a Lynley y Nkata no a un despacho, ni a las escaleras, ni al ascensor para subir a su despacho, sino al servicio de caballeros, donde le dijo a un policía uniformado que se encontraba vaciando la vejiga que abandonara el lugar y se quedara junto a la puerta para no dejar entrar a nadie.

– No vuelvas a hacerlo, por favor -dijo Hillier en tono agradable antes de que Lynley pudiera hablar-. Si vuelves a hacerlo, te verás vestido de uniforme tan deprisa que te preguntarás quién te ha abrochado los pantalones.

Al ver que lo más probable era que la temperatura de la conversación subiera a pesar del tono momentáneamente afable de Hillier, Lynley le dijo a Nkata:

– Winston, ¿nos dejas solos, por favor? Sir David y yo tenemos que decirnos unas palabras que preferiría que no escucharas. Vuelve al centro de coordinación y mira a ver cómo va Havers con el listado de desaparecidos, sobre todo con ese que parecía una posible identificación positiva.

Nkata asintió. No preguntó si tenía que llevarse con él a Hamish Robson como le había mandado anteriormente Hillier. Parecía contento con aquella orden que le daba la oportunidad de demostrar a quién debía lealtad.

Cuando Nkata se marchó, fue Hillier quien habló.

– Tu actitud es improcedente.

– Con el debido respeto -le contestó Lynley, aunque no sintiera demasiado-, creo que es usted quien tiene una actitud improcedente.

– ¿Cómo te atreves a…?

– Señor, le informaré de todo a diario -dijo Lynley pacientemente-. Me pondré frente a las cámaras si quiere y me sentaré a su lado y obligaré al sargento Nkata a hacer lo mismo. Pero no voy a cederle el mando de la investigación. Tiene que quedarse al margen. Es el único modo de que esto salga bien.

– ¿Quieres que te abra un expediente? Créeme, puedo ordenarlo.

– Si tiene que hacerlo, hágalo -contestó Lynley-. Pero, señor, tiene que comprender sea como sea que sólo uno de nosotros puede dirigir la investigación. Si quiere hacerlo usted, hágalo y deje de fingir que soy yo quien está al mando. Pero si quiere que yo dirija la investigación, tendrá que retirarse. Ya me ha dado dos sorpresas, no quiero ninguna más.

A Hillier se le encendió el rostro, pero no dijo nada. Era obvio que se daba cuenta de que Lynley hacía un esfuerzo por mantener la calma mientras al mismo tiempo evaluaba las ramificaciones de las palabras de su subordinado.

– Quiero informes diarios -dijo al fin.

– Se los hemos dado. Seguiremos haciéndolo.

– Y el psicólogo se queda.

– Señor, no necesitamos paparruchadas psicológicas en este punto.

– ¡Necesitamos toda la ayuda posible! -La voz de Hillier subió de volumen-. Dentro de veinticuatro horas los periódicos empezarán a montar revuelo. Lo sabes muy bien, maldita sea.

– Sí. Pero los dos sabemos también que al final eso pasará, ahora que se ha mencionado los otros asesinatos.

– ¿Me estás acusando de…?

– No. No. Ha dicho lo que había que decir ahí dentro. Pero en cuanto ahonden en el caso, se nos echarán encima y hay mucha verdad en lo que van a alegar sobre la Met.

– ¿A quién debes tú lealtad? -Le exigió saber Hillier-. Esos cabrones van a revisar los otros asesinatos y luego nos dirán que la culpa de que ni un solo periódico sacara el tema en portada es nuestra y no suya. Y entonces ondearán la bandera del racismo, y cuando lo hagan, la gente va a estallar. Te guste o no, tenemos que ir un paso por delante de ellos. El psicólogo es un modo de conseguirlo. Y punto, como se dice.

Lynley pensó en aquello. No soportaba la idea de tener a un psicólogo en el equipo, pero tenía que admitir que su presencia sí servía para fortalecer la investigación a los ojos de los periodistas que la cubrían. Y si bien, por lo general, despreciaba los periódicos y la televisión (puesto que veía que año a año recababan y difundían información de un mundo más ignominioso), entendía que era necesario que mantuvieran su atención en cómo avanzaba la investigación actual. Si empezaban a despotricar de la Met por haber sido incapaz de relacionar los tres asesinatos anteriores, la policía se vería obligada a perder el tiempo intentando disculpar el error. Y eso sólo beneficiaba a las arcas de los periódicos, que podrían aumentar sus ventas atizando las llamas de una indignación pública que siempre yacía como una bestia dormida.

– Muy bien -dijo Lynley-. El psicólogo se queda. Pero yo determinaré qué ve y qué no ve.

– De acuerdo -dijo Hillier.

Volvieron al pasillo, donde Hamish Robson los esperaba solo. El psicólogo había ido hasta un tablón de anuncios que estaba un poco alejado de los servicios. Lynley tuvo que admirarlo por aquello.

– ¿Doctor Robson? -le dijo.

– Hamish, por favor -respondió Robson.

– A partir de ahora el comisario te apretará las clavijas, Hamish. Buena suerte -le dijo Hillier-. Confiamos en ti.

Robson miró a Hillier y luego a Lynley. Detrás de las gafas doradas, había cautela en sus ojos. El resto de su expresión quedaba silenciada por la perilla canosa, y al asentir con la cabeza, un mechón de pelo ralo le cayó sobre la frente. Se lo apartó. Una alianza de oro brilló bajo la luz.

– Estaré encantado de contribuir en lo que pueda -dijo-. Necesitaré los informes de la policía, las fotos de las escenas del crimen…

– El comisario te dará lo que necesites -dijo Hillier. Y a Lynley-: Mantenme al tanto.

Se despidió de Robson con la cabeza y se fue a grandes zancadas hacia los ascensores.

Mientras Robson observaba marcharse a Hillier, Lynley se quedó mirando a Robson y decidió que parecía inofensivo. En realidad, había algo vagamente reconfortante en su chaqueta de punto verde oscuro y su camisa amarillo pálido. Llevaba una corbata conservadora de un marrón sólido, del mismo color que los pantalones, gastados y deteriorados. Era rechoncho y parecía el tío favorito de todo el mundo.

– Trabaja con delincuentes psicóticos -le dijo Lynley, mientras conducía al hombre hacia las escaleras.

– Trabajo con mentes que sólo encuentran una válvula de escape a su tormento cometiendo un crimen.

– ¿Y no es lo mismo? -preguntó Lynley.

Robson sonrió con tristeza.

– Si siempre fuera así…

Lynley presentó sucintamente a Robson al equipo antes de llevarle del centro de coordinación a su despacho. Allí, le entregó al psicólogo las copias psicológicas de las fotografías de las escenas del crimen, de los informes policiales y la información preliminar post mórtem de los patólogos forenses que habían examinado los cuerpos en la escena de cada crimen. No le dio los informes de las autopsias. Robson echó una ojeada al material y luego explicó que tardaría al menos veinticuatro horas en evaluarlo.

Lynley le dijo que ningún problema. El equipo tenía muchísimo que hacer mientras esperaban su… Lynley quería decir interpretación, como si el hombre fuera un médium que hubiera venido a doblar cucharas ante ellos. Pero se decidió por «información». «Informe» le daba a Robson demasiada legitimidad.

– Los investigadores parecen… -Robson pareció buscar la palabra adecuada-. Bastante recelosos de tenerme entre ellos.

– Están acostumbrados a hacer las cosas a la antigua -le dijo Lynley.

– Creo que lo que tengo que decir les parecerá útil, comisario.

– Me alegra oírlo -dijo Lynley, y llamó a Dee Harriman para que acompañara al doctor Robson a la salida.

Cuando el psicólogo se marchó, Lynley regresó al centro de coordinación y al trabajo que tenían entre manos. Quiso saber qué tenían.

El detective Stewart estaba listo, como siempre, para dar su informe y se levantó a presentarlo como un escolar que espera que el maestro le dé una nota alta. Anunció que había subdividido a sus hombres en equipos, para utilizarlos mejor en distintas áreas. Al oír aquello, unos cuantos policías alzaron la mirada al techo del centro de coordinación. Stewart lo hacía casi todo como un Wellington frustrado.

Avanzaban muy lentamente, realizando las tareas tediosas de una investigación complicada. Stewart tenía dos agentes del Equipo Uno cubriendo los hospitales mentales y las cárceles. «Se encargan de recabar datos», informó. Estaban siguiendo una serie de pistas potenciales que habían descubierto: pedófilos que habían terminado de cumplir condena en régimen abierto durante los últimos seis meses, asesinos de adolescentes en libertad condicional, pandilleros en libertad bajo fianza a la espera del juicio…

– ¿Y de centros de menores? -preguntó Lynley Stewart negó con la cabeza. Por ese lado no parecía que hubiera nada útil. Tenían localizados a todos los menores puestos en libertad recientemente.

– ¿Qué tenemos de los puerta a puerta en las inmediaciones de las escenas del crimen? -preguntó Lynley.

Muy poco. Stewart tenía agentes interrogando por segunda vez a todo el que vivía en esas zonas, en busca de testigos que hubieran visto algo, lo que fuera. Sabían qué hacer: no buscaban tanto algo insólito como algo normal y corriente que, tras meditarlo bien, hacía que uno se parara a pensar. Puesto que los asesinos en serie por naturaleza se confundían con el entorno, había que realizar la tediosa tarea de examinar ese entorno centímetro a centímetro.

También había ordenado que se interrogara a empresas de transporte, explicó Stewart, y ya había encontrado cincuenta y siete camioneros que habían pasado por Gunnersbury Road la noche que se habían desecho de la primera víctima en Gunnersbury Park. Una agente estaba hablando con ellos, para ver si podía hacerles recordar cualquier tipo de vehículo aparcado junto al muro de ladrillo del parque, en la carretera que llevaba a Londres. Mientras tanto, otro agente estaba llamando a todos los servicios de taxi, con el mismo objetivo. En cuanto al puerta a puerta, había una hilera de casas que quedaba justo enfrente de la carretera del parque, aunque la separaban de ella cuatro carriles de tráfico y una mediana. Cabía la esperanza de sacar algo de alguna de ellas. Nunca se sabía quién pudo tener insomnio la noche en cuestión y estar mirando por la ventana. Lo mismo servía para Quaker Street, por cierto, donde enfrente del almacén abandonado en que se había hallado el tercer cuerpo había un bloque de pisos.

Por otro lado, con el aparcamiento de varias plantas (el lugar donde apareció el segundo) iban a tenerlo más difícil. La única persona que pudo ver algo dentro era el encargado del turno de noche, pero juraba no haber visto nada entre la una de la madrugada y las seis y veinte, cuando una enfermera del primer turno del Hospital de Chelsea y Westminster descubrió el cuerpo. Aquello no significaba, por supuesto, que no hubiera estado durmiendo durante todo el suceso. El aparcamiento en cuestión no tenía una cabina central en la que el encargado se sentara día y noche, sino un despacho situado muy al fondo del interior de la estructura, amueblado con un sillón reclinable y un televisor para que las largas y tediosas horas del turno de noche lo parecieran un poco menos.

– ¿Y Saint George's Gardens? -preguntó Lynley.

Ahí eran un poco más optimistas, informó Stewart. Según el agente de la comisaría de Theobald's Road que había sondeado los alrededores, una mujer que vivía en el tercer piso del edificio del cruce de Henrietta Mews con Handel Street creyó oír el ruido de la puerta del parque abriéndose alrededor de las tres de la madrugada. Al principio pensó que era el vigilante, pero, tras pensarlo bien, se dio cuenta de que era demasiado temprano para que abriera las puertas. Cuando salió de la cama, se envolvió en la bata y se plantó delante de la ventana teniendo el tiempo justo de ver una furgoneta marchándose. Pasó por debajo de una farola mientras miraba. Era «grandecita», tal como la describió. Creía que era de color rojo.

– Con eso hemos reducido el número de furgonetas en toda la ciudad a unas cien mil -añadió Stewart con pesar. Tras completar su informe, cerró la libreta.

– De todos modos, alguien tendrá que ir a Tráfico a comprobar los registros de vehículos -le dijo Barbara Havers a Lynley.

– Esa tarea es imposible, detective, y debería saberlo -le informó Stewart.

Havers se enfureció y comenzó a responder. Lynley la cortó.

– John. -Pronunció el nombre del detective en un tono amenazador. Stewart se calmó, pero no le gustó que Havers (una agente de rango inferior a él) aportara su opinión.

– Bien -dijo Stewart-. Me ocuparé de ello. También mandaré a alguien a ver a la vieja de Handel Street. Quizá podamos refrescarle la memoria sobre lo que vio desde la ventana.

– ¿Qué hay del trozo de encaje del cuerpo número cuatro? -preguntó Lynley.

Quien respondió fue Nkata. -Parece frivolité, en mi opinión.

– ¿El qué?

– Frivolité. Se llama así. Mi madre lo hace. Se hacen nudos en los bordes de un tapete. Para poner encima de muebles antiguos o debajo de una pieza de porcelana o algo así.

– ¿Te refieres a un antimacasar? -preguntó John Stewart. – ¿Un anti qué? -preguntó uno de los detectives.

– Es un encaje antiguo -explicó Lynley-. Eso que las mujeres hacían para el ajuar.

– Santo dios -dijo Barbara Havers-. ¿Nuestro asesino es un fanático del Mis labores?

La observación fue recibida con carcajadas.

– ¿Qué hay de la bicicleta abandonada en Saint George's Gardens?

– Las huellas pertenecen al chico. Hemos encontrado un tipo de residuo en los pedales y en el cambio de marchas, pero el S07 aún no sabe qué es.

– ¿Y la plata de la escena?

Aparte de que la plata eran sólo dos marcos de fotos, nadie sabía nada sobre ellos. Alguien volvió a mencionar el Mis labores, pero el comentario resultó menos gracioso la segunda vez. Lynley les dijo a todos que continuaran trabajando en las tareas asignadas. Ordenó a Nkata que siguiera intentando contactar con la familia del chico desaparecido cuya descripción parecía corresponderse con una de las víctimas, le dijo a Havers que continuara con los informes de desaparecidos (una orden que no acogió con alegría, a juzgar por la cara que puso) y él volvió a su despacho y se sentó a leer las autopsias. Se puso las gafas y repasó los informes con ojos que intentó que estuvieran frescos. También redactó un resumen para él en el que escribió:


Forma de la muerte: estrangulación con cuerda en los cuatro casos; falta la cuerda.

Tortura anterior a la muerte: las palmas de ambas manos quemadas en tres de los cuatro casos.

Marcas de ligaduras: en los antebrazos y en los tobillos en los cuatro casos, lo que sugiere que la víctima estuvo atada en algún tipo de sillón o posiblemente en decúbito supino e inmovilizada de otro modo.

El análisis de tejido confirma lo siguiente: los mismos tejidos en los brazos y los tobillos en los cuatro casos.

Contenido del estómago: una pequeña cantidad de comida ingerida como máximo una hora antes de la muerte en los cuatro casos.

Mordaza: restos de cinta aislante en la boca en los cuatro casos.

Análisis de sangre: nada extraño.

Mutilación post mórtem: incisión abdominal y extracción del ombligo en la víctima número cuatro.

Marcas: frente marcada con sangre en la víctima número cuatro.

Residuos en los cuerpos: sustancia negra (analizándose), cabellos, un aceite (analizándose) en los cuatro casos.

Pruebas de ADN: nada.


Lynley lo leyó todo una vez, luego otra. Descolgó el teléfono y llamó al S07, el laboratorio forense situado en el margen sur del Támesis. Habían pasado siglos desde el primer asesinato. Seguro que ya tenían el análisis tanto del aceite como del residuo que habían encontrado en el primer cadáver, por muy agobiados de trabajo que estuvieran.

Era exasperante, pero aún no tenían nada sobre el residuo, y «ballena» fue la única respuesta que obtuvo cuando por fin localizó a la persona responsable en Lambeth Road. Se llamaba doctora Okerlund y al parecer le iban las respuestas concisas, salvo que se la presionara para conseguir más información.

– ¿Ballena? -Preguntó Lynley-. ¿Se refiere al pez?

– Por el amor de Dios, es un mamífero -le corrigió-. Esperma de ballena, para ser exactos. El nombre oficial, del aceite, no de la ballena, es ámbar gris.

– ¿Ámbar gris? ¿Para qué se utiliza?

– Perfumes. ¿Necesita algo más, comisario?

– ¿Perfumes?

– ¿Estamos jugando a las repeticiones? Es lo que le he dicho.

– ¿Algo más?

– ¿Qué más quiere que diga?

– El aceite, doctora Okerlund. ¿Para qué se utiliza además de para fabricar perfumes?

– No sabría decirle -dijo-. Ese trabajo le corresponde a usted.

Lynley le dio las gracias por recordárselo en un tono tan agradable como pudo. Luego colgó. Añadió las palabras «ámbar gris» en el apartado de residuos y volvió al centro de coordinación.

– ¿A alguien le suena el aceite de ámbar gris? -Gritó Lynley-. Lo han encontrado en los cuerpos. Se saca de las ballenas.

– ¿De las hienas? -preguntó un agente.

– Hienas no -dijo Lynley-. Ballenas. El océano. Moby Dick.

– ¿Moby qué?

– Por Dios, Phil -gritó alguien-. Intenta pasar de la página tres cuando leas un libro.

El comentario fue recibido con observaciones procaces. Lynley dejó que se alimentaran las unas a las otras. En su opinión, el trabajo al que se dedicaban era exigente, pesado y devastador, preocupaba mucho a los agentes y a menudo provocaba problemas en casa. Si necesitaban aliviar la tensión con humor, a él le parecía bien.

Sin embargo, lo que pasó luego fue más que bien recibido. Barbara Havers alzó la vista tras concluir una llamada.

– Tenemos una identificación positiva para la víctima de Saint George's Gardens -anunció-. Se llama Kimmo Thorne y vivía en Southwark.

Barbara Havers insistió en coger su coche y no el de Nkata. Vio el hecho de que Lynley le asignara la tarea de interrogar a los familiares de Kimmo Thorne como una oportunidad de celebrarlo con un cigarrillo y no quería contaminar el interior impoluto del Ford Escort de Winston con ceniza o humo. Encendió el pitillo en cuanto llegaron al aparcamiento subterráneo y le divirtió observar cómo su compañero doblaba su metro noventa y dos de estatura para entrar en el Mini. Refunfuñó al verse con las rodillas contra el pecho y la cabeza rozando el techo.

Una vez hubo puesto el coche en marcha, se dirigieron dando bandazos hacia Broadway. Allí, Parlament Square se abría al puente de Westminster, y cruzaron el río. Era más territorio de Winston que de Barbara, así que Nkata hizo de navegador en cuanto York Road apareció ante ellos a la izquierda. A partir de ese punto, Barbara serpenteó con rapidez por Southwark, donde la tía y la abuela de Kimmo vivían en uno de los muchos bloques de pisos modestos que se habían construido al sur del río después de la segunda guerra mundial. El edificio tenía el único honor de estar próximo al teatro Globe. Pero como le señaló Barbara irónicamente a Nkata mientras bajaban por la calle estrecha, ni que la gente que vivía en ese barrio pudiera pagarse una entrada.

Cuando se presentaron en el hogar de los Thorne, encontraron a la abuela y a la tía Sal sentadas muy tristes delante de tres marcos de fotos que habían colocado en una mesita de café frente al sofá. Habían identificado el cuerpo, explicó la tía Sal.

– No quería que mamá fuera, pero no me ha escuchado. La ha destrozado ver a nuestro Kimmo ahí tumbado. Era un buen chico. Espero que cuelguen al que le ha hecho esto.

La abuela no dijo nada. Parecía estar conmocionada. Tenía agarrado un pañuelo blanco bordado en las puntas con conejitos color lavanda. Miraba fijamente una de las fotografías de su nieto (en la que iba vestido de una forma muy curiosa, como si fuera a una fiesta de disfraces, llevaba una combinación extraña de pintalabios, la cabeza rapada a los lados con una cresta en medio, medias verdes y una túnica a lo Robin Hood con botas Doc Marten) y se llevaba el pañuelo a los ojos cada vez que se le llenaban de lágrimas a lo largo del interrogatorio.

Barbara les contó a la abuela y la tía de Kimmo Thorne que la policía hacía todo lo posible por encontrar al asesino del joven. Sería de gran ayuda que la señorita y la señora Thorne les dijeran todo lo que pudieran sobre el último día de vida de Kimmo.

Después de decir todo aquello, Barbara se dio cuenta de que había asumido de manera automática el papel que antes era el suyo, el papel que ahora le tocaba representar a Nkata. Hizo una ligera mueca de desazón y miró a su compañero. Éste levantó la mano como diciendo «No pasa nada» con un gesto tan desconcertante como el que podría haber hecho Lynley en las mismas circunstancias. Barbara sacó la libreta.

La tía Sal se tomó muy en serio la petición. Comenzó por el momento en el que Kimmo se levantó por la mañana.

– Como siempre, se puso unas mallas, botas, un jersey gigantesco, esa bufanda de Brasil atada a la cintura…, la que su mamá y su papá le mandaron por Navidad, ¿te acuerdas, mamá? Luego se maquilló, desayunó cereales y té y se fue al colegio.

Barbara miró a Nkata. A juzgar por la descripción del chico y las fotografías que había sobre la mesita de café y lo cerca que estaban del teatro Globe, la siguiente pregunta surgió de modo natural. La formuló Nkata. ¿Estaba haciendo Kimmo algún curso en el teatro? ¿De interpretación o algo así?

Oh, su Kimmo había nacido para actuar, no les quepa la menor duda, contestó la tía Sal. Pero no, no estaba en ningún curso del teatro Globe ni de ningún otro sitio. En realidad, siempre se vestía así cuando salía del piso. O cuando se quedaba en él, la verdad.

– Entonces, ¿se maquillaba a menudo? -preguntó Barbara dejando de lado el tema de la ropa. Cuando las dos mujeres asintieron, Barbara descartó una de las teorías que barajaban: que el asesino pudiera haber comprado los cosméticos en algún sitio y le hubiera embadurnado la cara a su última víctima. Sin embargo, no era muy probable que Kimmo intentara ir al colegio de esa guisa. Sin duda su tía y su abuela habrían tenido noticias del director si así hubiera sido. Igualmente, Barbara les preguntó si Kimmo había regresado a casa después del colegio -o dondequiera que hubiera ido, añadió para sí- a la hora habitual el día de su muerte.

Contestaron que había vuelto a las seis como siempre y que cenaron juntos, también como siempre. La abuela hizo fritada, que a Kimmo no le gustaba demasiado porque estaba guardando la línea, y después la tía Sal fregó los platos mientras Kimmo secaba los cubiertos y la vajilla con el paño de cocina.

– Estaba como siempre -dijo la tía Sal-. Habló, contó historias, me hizo reír hasta que me dolió la barriga. Era muy hábil con las palabras. No había cosa en la vida que no pudiera convertir en un drama y representarlo. Y cantaba y bailaba… El chico las imitaba a las mil maravillas.

– ¿«Las imitaba»? -preguntó Nkata.

– A Judy Garland. Liza. Barbra. Dietrich. Incluso a Carol Channing cuando se ponía la peluca.

Últimamente había estado trabajando en Sarah Brightman, dijo la tía Sal, pero las notas altas se le resistían y las manos no estaban muy conseguidas. Pero lo habría hecho, lo habría hecho, Dios lo bendiga, sólo que ahora…

Al final, la tía Sal se derrumbó. Empezó a sollozar al intentar hablar, y Barbara miró en dirección a Nkata para ver si pensaba lo mismo que ella sobre aquella pequeña familia. A pesar de lo raro que parecía y pudo ser Kimmo Thorne, estaba claro que para su tía y su abuela lo era todo.

La abuela le cogió la mano a su hija y le dejó el pañuelo con conejitos. Retomó ella la historia.

Después de cenar, les imitó a Marlene Dietrich cantando Falling in Love Again. El frac, las medias de rejilla, los tacones, el sombrero, incluso el pelo rubio platino, con su onda característica: Kimmo lo hacía todo a la perfección. Y luego, después de la actuación, se marchó.

– ¿Qué hora era? -preguntó Barbara.

La abuela miró un reloj electrónico que había encima del televisor.

– ¿Las diez y media, Sally? -preguntó.

La tía Sal se secó los ojos.

– Sí, por ahí.

– ¿Adonde fue?

No lo sabían. Pero dijo que había quedado con Blinker.

– ¿Blinker? -dijeron Barbara y Nkata al unísono.

Blinker, sí. No sabían cómo se apellidaba el chico -al parecer Blinker pertenecía a la especie humana y era un chico-, pero lo que sí sabían seguro era que él era la causa de todos los líos en los que se metía su Kimmo.

La palabra «líos» sorprendió a Barbara, pero dejó que Nkata hiciera los honores.

– ¿Qué clase de líos?

Nada importante, les aseguró la tía Sal. Y nada que empezara él. Era sólo que ese maldito Blinker -«Perdona, mamá», dijo inmediatamente- le había pasado algo a su Kimmo, Kimmo lo había vendido en algún sitio y lo habían detenido por vender mercancía robada.

– Pero el responsable fue ese Blinker -dijo la tía Sal-. Nuestro Kimmo jamás se había metido en ningún lío.

Eso habría que comprobarlo, sin duda, pensó Barbara. Les preguntó si podían indicarles cómo contactar con Blinker.

No tenían su número de teléfono, pero sabían dónde vivía. Dijeron que no debería costarles mucho trabajo encontrarle cualquier mañana porque la única cosa que sabían de él era que se pasaba toda la noche rondando por Leicester Square y que no se levantaba hasta la una del mediodía. Dormía en el sofá de su hermana, y ésta vivía con su marido en Kipling Estate cerca de Bermondsey Square. La tía Sal no sabía cómo se llamaba la hermana, tampoco tenía ni idea del nombre de pila de Blinker, pero imaginaba que si la policía se pasaba por allí preguntando dónde podía estar un tipo llamado así, alguien lo sabría seguro. Blinker siempre se las arreglaba para que todo el mundo lo conociera. Barbara preguntó si podían echar un vistazo a las pertenencias de Kimmo. La tía Sal los llevó a su habitación. Había una cama, un tocador, un armario, una cómoda, un televisor y un equipo de música. Sobre el tocador había un kit de maquillaje que habría hecho que Boy George se sintiera orgulloso. Encima de la cómoda había cinco soportes para pelucas. Y de las paredes colgaban docenas de retratos profesionales de las que parecían ser las fuentes de inspiración de Kimmo: de Edith Piaf a Madonna. Los gustos del chico eran de lo más eclécticos.

– ¿De dónde sacaba la pasta para todo esto? -le preguntó Barbara a Nkata cuando la tía Sal les dejó para que examinaran los trastos del chico muerto-. No ha mencionado que trabajara, ¿verdad?

– Me pregunto qué le daba en realidad Blinker para vender -contestó Nkata.

– ¿Drogas?

Nkata movió la mano: quizá sí, quizá no.

– Mucho de algo -dijo.

– Tenemos que encontrar a ese tipo, Winnie.

– No debería ser difícil. En el barrio alguien lo conocerá, hay que preguntar. Siempre hay alguien que lo sabe.

Al final, sus pesquisas en la habitación de Kimmo no fueron muy fructíferas. Un pequeño fajo de tarjetas (de cumpleaños, de Navidad y alguna de Pascua), todas firmadas «Besitos, cielo, de mamá y papá», estaban escondidas en un cajón con una foto de una pareja bien bronceada de unos treinta y tantos años en un balcón soleado de un país extranjero. Un artículo de periódico amarillento sobre una modelo profesional transexual a quien los tabloides habían destapado hacía mucho tiempo asomaba por debajo de un puñado de joyas que había encima del tocador. Una revista de peluquería (al menos en otras circunstancias) quizá señalaba una futura profesión.

Por lo demás, la mayor parte de cosas se ajustaban a lo que uno espera encontrar en el cuarto de un chico de quince años. Zapatos malolientes, calzoncillos arrugados debajo de la cama, calcetines desparejados. Habría sido normal si no fuera por las singularidades que lo convertían en una curiosidad hermafrodita.

Cuando acabaron de verlo todo, Barbara se apartó y le preguntó a Nkata:

– Winnie, ¿en qué crees que andaba metido?

Nkata se unió a ella y también evaluó la habitación

– Tengo la sensación de que ese Blinker nos lo contará.

Los dos sabían que era inútil buscar a Blinker en aquel momento. Les iría mejor si lo intentaban por la mañana, justo hacia la hora en la que los trabajadores se marchaban de la urbanización donde vivía el chico. Regresaron con la tía Sal y la abuela, y Barbara preguntó por los padres de Kimmo. Era el pequeño y patético fajo de postales del cuarto del chico lo que instigó su pregunta, más que una necesidad de saberlo para la investigación. También era lo que decía ese fajo de postales sobre las prioridades que tenía la gente en la vida.

Oh, estaban en Sudamérica, dijo la abuela. Se habían ido antes de que Kimmo cumpliera ocho años. Su padre trabajaba en la industria hotelera, ¿saben?, y se habían marchado allí para dirigir un spa de lujo. Tenían intención de mandar a buscar a Kimmo cuando se hubieran instalado. Pero mamá quería aprender el idioma primero y le estaba costando más de lo que pensaba.

– ¿Les han comunicado la muerte de Kimmo? -preguntó Barbara-. Porque -la abuela y la tía Sal se miraron- sin duda querrán organizarlo todo para regresar a casa enseguida.

Lo dijo en parte porque quería que reconocieran lo que ella suponía: que los padres de Kimmo lo eran sólo gracias a un ovario, un espermatozoide y una concepción accidental. Tenían preocupaciones más importantes que lo que había resultado de aquel momento de frotamiento entre ellos.

Y aquello la hizo pensar en las otras víctimas. Y en qué podían tener en común.


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