Capítulo 6

Pasaron cinco días más. Hubo lo que hay en todas las investigaciones por homicidio, elevado al cubo por el hecho de que se enfrentaban a asesinatos múltiples. Así que las horas, que se acumulaban a más horas, que se convertían en días largos, noches más largas y comidas ingeridas deprisa y corriendo, acabaron dedicadas en un ochenta por ciento a tareas muy pesadas. Esto significaba llamadas telefónicas interminables, comprobar historiales, recopilar datos, tomar declaraciones y redactar informes. Otro quince por ciento se destinaba a fusionar todos los datos e intentar encontrarles algún sentido. El tres por ciento consistía en revisar toda la información una docena de veces para asegurarse de que no se había malinterpretado, traspapelado o pasado nada por alto, y el dos por ciento restante se dedicaba a tener la sensación esporádica de que realmente estaban avanzando. Tener aguante era necesario para el primer ochenta por ciento. La cafeína funcionaba para el resto.

Durante ese tiempo, el departamento de prensa cumplió su promesa de mantener informados a los medios; en esas ocasiones, el subinspector Hillier siguió requiriendo al sargento Winston Nkata -y con frecuencia también a Lynley- como imagen de la campaña de la Met «Sus impuestos están trabajando».

A pesar de la naturaleza exasperante de las ruedas de prensa, Lynley tenía que admitir que, hasta el momento, las actuaciones de Hillier ante los periodistas parecían dar resultado, puesto que la prensa aún no había empezado a pedir la cabeza de nadie. Pero eso no hacía que el tiempo que pasaban con ellos fuera menos pesado.

– Emplearía mejor mis esfuerzos en otras tareas, señor -le informó a Hillier tan diplomáticamente como pudo después de su tercera aparición en la tarima.

– Es parte del trabajo -respondió Hillier-. Saber llevarlo.

No había mucho de lo que informar a los periodistas. Los equipos en que el detective John Stewart dividió a los agentes que tenía asignados trabajaban con una precisión militar que satisfacía enormemente al hombre. El Equipo Uno había acabado de estudiar las coartadas dadas por posibles sospechosos a los que habían interrogado después de investigar las salidas de los hospitales mentales y las cárceles. Habían hecho lo mismo con los delincuentes sexuales puestos en libertad durante los últimos seis meses.

Habían documentado quién trabajaba en régimen abierto antes de ser excarcelado y habían añadido a su lista los centros de acogida para personas sin hogar, para ver si alguien con un comportamiento sospechoso había rondado por allí las noches de los asesinatos. Por el momento, no habían descubierto nada.

Mientras, el Equipo Dos había asumido la tarea de rastrearlo todo intentando encontrar testigos de…, de nada. Gunnersbury Park seguía pareciendo el mejor lugar para lograrlo, y el detective Stewart estaba, textualmente, decidido a encontrar algo en esa dirección, joder. No cabía la menor duda de que había sermoneado al equipo, alguien tenía que haber visto un vehículo aparcado en Gunnersbury Road a primera hora de la mañana cuando el asesino había dejado dentro del parque a la víctima número uno, porque las dos únicas vías de acceso fuera del horario de apertura seguían siendo saltar el muro (lo cual, al medir dos metros y medio, parecía una elección improbable para alguien que llevara un cadáver a cuestas) o a través de una de las dos secciones del muro cerradas con tablas que daban a Gunnersbury Road. Pero, por el momento, los sondeos en las casas del otro lado de la calle no habían aportado nada al Equipo Dos, y los interrogatorios con casi todos los camioneros que habrían cubierto esa ruta tampoco habían dado fruto. Igual que las conversaciones (aún en marcha) con las empresas de taxis y de alquiler de coches.

Sólo tenían la furgoneta roja vista en la zona de Saint George's Gardens. Pero cuando Tráfico envió una lista de los vehículos como ése registrados a propietarios del Gran Londres, el total ascendía a la imposible cifra de setenta y nueve mil trescientos ochenta y siete. Ni siquiera con el perfil del asesino realizado por Hamish Robson -que sugería que centraran su interés en aquellos propietarios de vehículos que fueran hombres solteros de entre veinticinco y treinta y cinco años- la cifra era remotamente manejable.

Aquella situación hacía que Lynley añorara la versión cinematográfica de la vida de un detective de policía: un breve periodo de trabajo pesado, un periodo un poco más largo de reflexión y, luego, grandes escenas de acción en las que el héroe persigue al villano por tierra, mar y aire, por callejones y por debajo de las vías de un tren elevado, para someterlo al final con una paliza y sacarle una confesión exhausta. Pero la cosa no iba así.

Sin embargo, después de otra aparición más ante la prensa se produjeron en poco tiempo tres avances esperanzadores.

Lynley regresó a su despacho a tiempo para responder al teléfono y recibir una llamada del S07. El análisis del residuo negro, presente en los cuatro cuerpos y en la bicicleta, había generado una información valiosa. La furgoneta que buscaban probablemente era una Ford Transit.

El residuo provenía de la desintegración de un tipo de forro de goma opcional que se ofreció para el suelo de ese vehículo hacía de diez a quince años. El detalle de la Ford Transit iba a reducir bastante la lista que habían recibido de Tráfico, aunque no sabrían cuánto hasta que introdujeran los datos en el ordenador.

Cuando Lynley volvió al centro de coordinación con aquella noticia, se enteró del segundo avance. Tenían una identificación positiva para el cadáver hallado en el aparcamiento de Bayswater. Winston Nkata había hecho una excursión hasta la cárcel de Pentonville para mostrar unas fotografías de la tercera víctima a Felipe Salvatore, quien cumplía condena por atraco a mano armada y agresión.

Salvatore había sollozado como un niño de cinco años al declarar que el chico muerto era su hermano pequeño Jared, cuya desaparición había denunciado la primera vez que se había saltado su visita habitual al trullo. En cuanto a los otros miembros de la familia de Jared… Estaba resultando más difícil localizarles, un hecho que al parecer tenía que ver con la adicción a la cocaína y la naturaleza nómada de la madre del joven muerto.

El último avance también correspondía a Winston Nkata, quien se pasó dos mañanas en Kipling Estate, intentando encontrar a alguien a quien sólo conocían por el nombre de Blinker. Al fin su perseverancia -por no mencionar sus buenas maneras- se había visto recompensada: habían localizado a un tal Charlie Burov, alias Blinker, y estaba dispuesto a hablar con alguien sobre su relación con Kimmo Thorne, la víctima de Saint George's Gardens. Pero no quería que el encuentro fuera en la urbanización de viviendas subvencionadas donde dormía en casa de su hermana, sino que vería a alguien -que no fuera de uniforme, había remarcado al parecer- dentro de la catedral de Southwark, en el quinto banco de la izquierda empezando por atrás, a las tres y veinte de la tarde en punto.

Lynley cazó al vuelo la oportunidad de salir del edificio durante unas horas. Llamó al subinspector para contarle las novedades que servirían de forraje para la siguiente rueda de prensa y se escapó hacia la catedral de Southwark. Le dio un golpecito a la detective Havers para que le acompañara. Le dijo a Nkata que verificara el nombre de Jared Salvatore con la brigada de antivicio del último distrito en el que había vivido y que después averiguara donde residía actualmente la familia del chico. Luego se marchó con Havers en dirección al puente de Westminster.

Llegar a la catedral de Southwark fue sencillo una vez superada la confusión general alrededor de Tenison Way. Quince minutos después de salir de Victoria Street, Lynley y la detective estaban en la nave de la iglesia.

Llegaban voces del presbiterio, donde un grupo de estudiantes al parecer rodeaba a alguien que señalaba los detalles del baldaquín que cubría el pulpito. Tres turistas de temporada baja miraban postales en un puesto de libros justo enfrente de la entrada, pero no parecía que nadie esperara para encontrarse con alguien. La situación se veía agravada por el hecho de que, como la mayoría de catedrales medievales, la de Southwark no tenía bancos normales, por lo que no había una quinta fila a la izquierda empezando por atrás donde Charlie Burov, alias Blinker, se sentara cómodamente a esperar su llegada.

– Eso habla de lo mucho que va a la iglesia -murmuró Lynley. Mientras Havers miraba a su alrededor, suspiraba y maldecía entre dientes, añadió-: Esa boca, detective. Nunca es agradable que te alcance el rayo del Señor.

– Al menos podría haber echado un vistazo a la iglesia primero -gruñó Havers.

– En el mejor de los mundos. -Al final Lynley descubrió una figura alta y delgada vestida de negro cerca de la pila bautismal, que lanzaba miradas en su dirección-. Ah, allí, Havers. Podría ser nuestro hombre.

No salió corriendo cuando se acercaron a él, aunque echó una mirada nerviosa al grupo del pulpito y luego otra a la gente de la tienda de libros. Cuando Lynley le preguntó educadamente si era el señor Burov, el chico masculló como si fuera un personaje de una mala película de cine negro:

– Es Blinker. ¿Sois de la pasma, entonces?

Lynley los presentó a él y a Havers mientras se formaba un juicio rápido del chico. Blinker debía de tener unos veinte años y una cara que no tendría nada especial si no estuviera de moda llevar la cabeza rapada y el cuerpo lleno de piercings. En realidad, le salían pinchos de plata de la cara como un brote de viruela y cuando hablaba, lo cual hacía con cierta dificultad, se le veían en la lengua media docena más de pinchos alineados alrededor de la lengua. Lynley no quiso ni imaginar el trabajo que le costaría al chico comer. Oír lo mucho que le costaba hablar ya era suficiente.

– Quizá éste no sea el mejor lugar para charlar -observó Lynley-. ¿Hay algún lugar por aquí cerca…?

Blinker accedió a tomar un café. Lograron encontrar una cafetería cercana a Saint Mary Overy Dock, y Blinker ocupó una silla en una de las mesas de fórmica mugrientas, donde examinó la carta.

– ¿Puedo comerme unos espaguetis a la boloñesa? -preguntó.

Lynley le acercó a Havers un cenicero maloliente.

– Pide lo que quieras -le dijo al chico, aunque se estremeció al pensar en ingerir él cualquier tipo de plato, y menos aún pasta, en un lugar donde los zapatos se te quedaban pegados al linóleo y las cartas del menú parecían necesitar desinfectante.

Al parecer Blinker se tomó la respuesta de Lynley al pie de la letra, porque cuando la camarera se acercó a tomar nota, pidió también bacón, dos huevos, patatas fritas y champiñones, y un sandwich de atún y maíz para acompañar los espaguetis. Havers pidió un zumo de naranja y Lynley, un café. Blinker cogió el salero de plástico y lo hizo rodar entre las palmas de las manos.

No quería hablar hasta que se zampara algo, les dijo. Así que esperaron en silencio a que llegara el primero de los platos, mientras Havers aprovechaba para fumarse otro cigarrillo y Lynley saboreaba el café y se armaba de valor para presenciar el espectáculo de ver al chico saboreando la comida.

Resultó que tenía mucha práctica. Cuando colocaron el primer plato delante de él, Blinker atacó deprisa el bacón y la guarnición, sin miramientos y -por suerte- aún más discreción. Después de rebañar la yema del huevo y la grasa del bacón con una tostada en forma de triángulo, dijo:

– Mucho mejor. -Y pareció listo para entregarse a la conversación y a un cigarrillo, que le gorroneó a Havers, mientras esperaba a que llegara la pasta.

Estaba afectado por lo de Kimmo, les dijo. Pero había advertido a su colega -le había advertido un millón de veces- sobre que lo encularan tipos que no conocía. Pero Kimmo siempre argumentaba que el riesgo merecía la pena. Y siempre los obligaba a ponerse una goma… aunque había que reconocer que no siempre se daba la vuelta en el momento decisivo para comprobar que lo llevaban puesto.

– Le dije que no era por si algún tipo lo infectaba, por Dios -dijo Blinker-. Era precisamente por lo que ha acabado pasándole. Yo no quería que estuviera solo en la calle. Nunca. Cuando Kimmo estaba en la calle, yo estaba en la calle con él. Se suponía que tenía que ser así.

– Vaya -dijo Lynley-. Ya lo capto. Eras el chulo de Kimmo Thorne, ¿no?

– Eh. No era eso. -Blinker pareció ofendido.

– ¿No eras su chulo? -intervino Barbara Havers-. ¿Y qué es cuando es blanco y va en botella?

– Yo era su colega -dijo Blinker-. Vigilaba por si pasaba algo desagradable, como que un tipo tuviera pensado algo más que pasar un rato divertido con Kimmo. Trabajábamos juntos, como un equipo. No era culpa mía que fuera Kimmo quien les molara, ¿no?

Lynley quiso decir que el aspecto de Blinker quizá tenía algo que ver en quién molaba más a los clientes, pero no sacó el tema.

– La noche que desapareció Kimmo, ¿no quedó contigo, entonces?

– Ni siquiera sabía que iba a salir. Habíamos estado en Leicester Square la noche anterior, ¿saben?, y en Hollen Street había una fiesta y querían un poco de diversión. Así que hicimos negocios con ellos. Sacamos suficiente guita como para no salir otra vez, y Kimmo me dijo que, de todos modos, su abuela quería que pasara la noche en casa.

– ¿Y eso era normal? -preguntó Lynley.

– Qué va. Así que debí imaginar que algo pasaba cuando lo dijo, pero no lo hice porque a mí ya me iba bien no salir. Estaba la tele… y tenía otras cosas que hacer.

– ¿Como cuáles? -preguntó Havers. Cuando Blinker no respondió, sino que simplemente miró en dirección a la cocina para ver si aparecían sus espaguetis a la boloñesa, la detective dijo-: ¿A qué más os dedicabais aparte de a la prostitución, Charlie?

– Eh. Ya he dicho que nosotros nunca…

– Basta ya de juegos -le interrumpió Havers-. Disfrázalo como quieras, pero la verdad es que, si te pagan, Charlie, no es amor verdadero. Y a vosotros os pagaban, ¿verdad? ¿No es eso lo que has dicho? ¿Y no fue por eso por lo que no os hizo falta salir otra noche? ¿Porque Kimmo había ganado dinero suficiente para una semana seguramente, ofreciendo «diversión» en Hollen Street? Me pregunto qué hiciste con la pasta. ¿Fumártela, chutártela, esnifártela? ¿Qué?

– ¿Sabéis? No tengo por qué hablar mucho con vosotros -dijo Blinker acaloradamente-. Podría levantarme ahora mismo y salir por esa puerta más deprisa que…

– ¿Y quedarte sin espaguetis a la boloñesa? -Preguntó Havers-. Dios santo, eso no.

– Havers -dijo Lynley en el tono que usaba generalmente, con poco éxito, para contenerla. Y a Blinker-: ¿Era normal que Kimmo saliera solo? ¿A pesar de lo que teníais acordado?

– A veces salía solo, sí. Ya os lo he dicho. Yo le decía que no lo hiciera, pero lo hacía de todos modos. Le dije que no era seguro. No era un tipo grande, ¿verdad?, y si juzgaba mal quién se lo montaba… -Blinker apagó el cigarrillo y apartó la mirada. Se le humedecieron los ojos-. Estúpido cabrón -murmuró.

Aparecieron los espaguetis a la boloñesa, junto a un cuenco de queso rallado que parecía serrín bajo en hierro. Blinker lo espolvoreó delicadamente sobre la pasta y atacó, su emoción apagada por el apetito. La puerta de la cafetería se abrió y entraron dos obreros, los vaqueros emblanquecidos por polvo de yeso y los zapatos de suela gruesa llenos de cemento. Saludaron con familiaridad al cocinero, al que podían ver gracias a una ventanilla de servir, y escogieron una mesa en un rincón donde pidieron varios platos no muy distintos a los que había elegido Blinker.

– Le dije que pasaría esto si iba solo -dijo Blinker cuando acabó de engullir la pasta y mientras esperaba a que llegara el sandwich de atún y maíz-. Se lo repetí mil veces, pero no me escuchó, no. Decía que sabía calar a esos tipos, eso decía. A los malos. Decía que desprendían una especie de olor. Como si al pensar tanto en lo que querían hacerle se les pusiera la piel toda grasienta y calenturienta. Le dije que eso era una chorrada y que tenía que llevarme con él, pasara lo que pasase, pero no me hizo caso, ¿no? Y mirad qué ha pasado.

– Así que crees que esto es obra de un cliente -dijo Lynley-. Que Kimmo juzgó mal a alguien cuando estaba solo.

– ¿Qué si no podría ser?

– La abuela de Kimmo dice que se metió en líos por tu culpa -dijo Havers-. Dice que vendía mercancía robada que tú le entregabas. ¿Qué sabes de eso?

Blinker se levantó de la silla como si le hubieran herido de muerte.

– ¡No! -dijo-. Es una puta mentirosa. Vieja de mierda. No le gusté desde el principio y ahora la tía intenta echarme la culpa. Bueno, no sé en qué andaba metido Kimmo, pero no tenía nada que ver conmigo. Vayan por Bermondsey y miren quién conoce a Blinker y quién conoce a Kimmo. Vayan, venga.

– ¿A Bermondsey? -preguntó Lynley.

Pero Blinker no dijo nada más. Estaba que echaba chispas porque alguien le hubiera acusado de ladrón en lugar de lo que era en realidad, un chulo callejero, que ofrecía los servicios de un chico de quince años.

– ¿Kimmo y tú erais amantes, por cierto? -preguntó Lynley.

Blinker se encogió de hombros, como si la pregunta no tuviera importancia. Miró a su alrededor para ver si llegaba el sandwich de atún, vio que esperaba en el alféizar de la ventanilla de la cocina y fue a buscárselo él mismo.

– Espera, amigo. Ahora te lo traigo -le dijo la camarera.

Blinker no le hizo caso y llevó el sandwich a la mesa, pero no volvió a sentarse. Tampoco comió, sino que envolvió el sandwich en la servilleta usada y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta de cuero gastada.

Lynley lo miró y vio que el joven no estaba resentido por la última pregunta, sino apenado, de un modo que sin duda no esperaba. La respuesta se encontraba en un músculo tembloroso en la mandíbula. El y el chico muerto habían sido amantes, en efecto, si no recientemente, al menos al principio y probablemente antes de que pusieran en marcha el negocio de ganar dinero con el cuerpo de Kimmo.

Blinker los miró mientras se subía la cremallera de la chaqueta.

– Lo dicho. Kimmo no habría tenido ningún problema si se hubiera quedado conmigo. Pero no lo hizo, ¿no? Salió solo cuando le dije que no lo hiciera. Pensaba que conocía el mundo. Y mirad cómo ha acabado. -Dicho eso, se marchó. Se dirigió a la puerta y dejó a Lynley y Havers examinando los restos de los espaguetis a la boloñesa como sumos sacerdotes en busca de augurios.

– Ni siquiera nos ha dado las gracias por la comida -dijo Havers. Cogió el tenedor y enroscó dos espaguetis. Los levantó hasta tenerlos a la altura de los ojos-. Pero el cuerpo de Kimmo… Ninguno de los informes dice que mantuviera relaciones sexuales antes de morir, ¿verdad?

– Ninguno -admitió Lynley.

– ¿Lo que podría significar…?

– Que esta muerte no tiene nada que ver con hacer la calle. A menos, por supuesto, que lo que pasó aquella noche pasara antes de que llegaran al sexo.

Lynley apartó su taza de café, que apenas había probado, hacia el centro de la mesa.

– Pero ¿si tenemos que eliminar el sexo como parte de…? -preguntó Havers.

– Entonces la pregunta es: ¿cómo se te da levantarte antes de que amanezca?

Havers lo miró.

– ¿Bermondsey?

– Diría que es nuestro siguiente destino. -Lynley se quedó mirándola mientras Barbara pensaba, con el tenedor aún oscilando entre sus dedos.

Al final asintió con la cabeza, pero no parecía contenta.

– Espero que pienses formar parte de ese equipo.

– No voy a dejar que una dama ronde sola por el sur de Londres de noche -contestó Lynley.

– Buenas noticias, entonces.

– Me alegro de que te quedes más tranquila. Havers, ¿qué pretendes hacer con esos espaguetis?

Ella lo miró y luego volvió a mirar de nuevo el tenedor que aún oscilaba en el aire.

– ¿Esto? -dijo. Se metió los espaguetis en la boca y los masticó pensativamente-. Está claro que tienen que perfeccionar su al dente -le dijo.


Jared Salvatore, la segunda víctima de su asesino -al que habían empezado a referirse como Furgoneta Roja a falta de otro sobrenombre- vivía en Peckham, a unos trece kilómetros en línea recta de Bayswater, donde había aparecido su cuerpo. Puesto que desde la cárcel de Pentonville, Felipe Salvatore no había podido proporcionarles una dirección reciente para su familia, Nkata fue primero al último domicilio conocido, que era un piso en el laberíntico North Peckham Estate. Era un lugar donde nadie iba desarmado de noche, donde los polis no eran bienvenidos y el territorio estaba marcado. Ofrecía lo peor de la vida comunitaria: deprimentes tendederos para la ropa colgando de los balcones y de los bajantes, bicicletas rotas y sin ruedas, carritos de la compra oxidados y todos los tipos de basura imaginable. La zona del norte de Peckham hacía que la urbanización de viviendas subvencionadas de Nkata pareciera Utopía el día de su inauguración.

En la casa que se correspondía con la dirección que le habían dado de la familia Salvatore, Nkata no encontró a nadie. Llamó a la puerta de los vecinos, quienes tampoco sabían nada o no quisieron decirle nada, hasta que encontró a una que le informó de que «la zorra drogata y sus mocosos al fin habían sido desahuciados después de una batalla monumental con Navina Cryer y su banda, los cuales eran todos de Clifton Estate». Esa era toda la información que había disponible sobre la familia. Pero como le habían dado un nombre nuevo -el de Navina Cryer-, Nkata se dirigió a Clifton Estate a buscar a la mujer y cualquier dato que pudiera proporcionarle sobre los Salvatore.

Navina resultó ser una chica de dieciséis años en avanzado estado de gestación. Vivía con su madre y sus dos hermanas menores, además de con dos bebés en pañales que, durante el rato que duró la conversación con la chica, Nkata no llegó a saber de quién eran. A diferencia de los habitantes de North Peckham Estate, Navina estuvo la mar de contenta de hablar con la policía. Echó una larga mirada a la placa de Nkata, otra aún más larga al propio Nkata y le condujo al interior del piso. Su madre estaba trabajando, le informó, y el resto de la «peña» -palabra con la que imaginó que se refería a los otros niños- podían cuidarse ellos solitos. Lo hizo pasar a la cocina. En una mesa había varias pilas de ropa sucia, y el aire apestaba a pañales desechables que había que bajar a la basura urgentemente.

Navina encendió un cigarrillo en uno de los quemadores de gas de la cocina mugrienta y se apoyó en ella en lugar de tomar asiento a la mesa. Le sobresalía tanto el estómago que resultaba difícil entender cómo podía mantenerse derecha, y debajo del tejido tirante de las mallas, las venas salían como gusanos después de una tormenta.

– Ya era hora, ¿no? ¿Qué os ha hecho mover el culo? Molaría saberlo, para hacerlo bien la próxima vez.

Nkata repasó aquellas observaciones. Concluyó que la chica esperaba la visita de la policía. Teniendo en cuenta la información que había deducido de la vecina de North Peckham Estate con la que había hablado, supuso que se refería a las consecuencias -fuera las que fuesen- de su altercado con la señora Salvatore.

– Una mujer de North Peckham… me dijo que quizá conocerías el paradero de la madre de Jared Salvatore. ¿Es así? Navina entrecerró los ojos. Dio una gran calada al cigarrillo -lo suficiente como para que Nkata se estremeciera al pensar en el nonato- y, mientras expulsaba el humo, lo examinó, luego se miró las uñas. Las llevaba pintadas de fucsia a juego con las de los pies.

– ¿Qué pasa con Jared? -dijo despacio-. ¿Sabes algo de él?

– Busco a su madre, ¿puedes decirme dónde está? -contestó Nkata.

– Como si a ella fuera a importarle -dijo Navina con desdén, le pareció a Nkata-. Como si significara más para ella que la coca. Esa zorra ni siquiera sabía que había desaparecido hasta que yo se lo dije, colega, y si la encuentra debajo del puente en el que debe de dormir desde que la echaron de North Peckham, puede decirle que he dicho que ojalá se muera y que escupiré encantada sobre su tumba. -Dio otra calada al cigarrillo. Nkata vio que le temblaban los dedos.

– Navina, ¿podemos retroceder un poco? No te sigo.

– ¿Cómo? ¿Qué más quieres que te cuente, tío? Desapareció y no era normal en él, no he dejado de repetirlo. Pero nadie me escucha y estoy dispuesta a…

– Espera -dijo Nkata-. ¿Puedes venir a sentarte? Intento enterarme, pero vas demasiado rápido. -Retiró una silla de la mesa y le indicó que se sentara. Uno de los bebés entró en la cocina en aquel instante, con el pañal casi por las rodillas, y Navina dedicó un momento a cambiarle, lo que consistió en arrancarle el pañal, tirarlo al cubo de la basura -con la carga, gracias a Dios, intacta- y ponerle otro sin más ceremonia y con los restos de caca aún pegados a la piel. Después, sacó un zumo para el niño, se lo dio y dejó que encontrara por sí mismo un modo de quitar la pajita y meterla en el pequeño envase. Luego se acomodó en la silla. Había sujetado todo el rato el cigarrillo entre los labios, pero ahora lo apagó en un cenicero que sacó de debajo de una pila de ropa sucia.

– ¿Denunciaste la desaparición de Jared? ¿Es eso lo que me estás diciendo? -le dijo Nkata.

– Le dije a la policía que no fue a la ecografía. Supe enseguida que algo iba mal porque siempre iba, siempre, a preocuparse por su bebé.

– Entonces, ¿él es el padre? ¿Jared Salvatore es el padre de tu hijo?

– Y orgulloso de serlo desde el principio. Trece años, no hay muchos tíos que sean padres tan pronto, y le gustó. Estaba exultante el día que se lo dije.

Nkata hubiera querido saber qué hacía ella con un chico que tendría que estar en el colegio labrándose un futuro y no por ahí haciendo bebés, pero no preguntó. La propia Navina tendría que estar en el colegio, en realidad, o al menos haciendo algo más útil que ofrecerse a un adolescente cachondo tres años menor que ella. Seguro que se tiraba a Jared desde que el chico tenía doce años. A Nkata le dio vueltas la cabeza sólo de pensarlo. Y saber que con doce años y una fémina dispuesta, él también podría haber tirado por la borda su vida, ardiendo en deseos por ese momento de contacto con la carne y sin pensar en nada más.

– Tenemos el informe de su hermano Felipe, que está en la cárcel de Pentonville -le dijo a Navina-. Jared no fue a visitarle cuando debía y Felipe denunció su desaparición. De eso hará cinco o seis semanas.

– ¡Fui a ver a esos patanes dos días después! -Gritó Navina-. Dos días después de que no apareciera a la ecografía. Se lo dije a los polis y no me escucharon. No me hicieron ni puto caso.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace más de un mes -contestó-. Fui a la comisaría y le dije al tipo de la recepción que quería denunciar una desaparición. Me preguntó de quién y yo le dije que de Jared. Le dije que no había ido a la ecografía y que no me había llamado ni nada y que no era normal en él. Imaginaron que se había largado por lo del bebé, ya sabes. Me dijeron que esperara uno o dos días más y, cuando volví, me dijeron que esperara otro más. Y seguí yendo y seguí diciéndoles lo mismo y apuntaron mi nombre y el de Jared y nadie hizo nada. -Se echó a llorar.

Nkata se levantó de la silla, se acercó a ella y le puso la mano en la nuca. Notó el cuello delgado en sus dedos y la piel caliente contra la suya, y de ello dedujo qué físico tenía la chica antes de que el bebé de un niño de trece años la hubiera hinchado y vuelto torpe.

– Lo siento -le dijo-. Debieron escucharte, la policía local. Yo no soy de ahí.

Navina levantó la cara húmeda.

– Pero me has dicho que eras poli… ¿De dónde?

Se lo dijo. Luego, con todo el cuidado que pudo, le contó el resto: que al padre de su hijo lo había matado un asesino en serie, que seguramente ya estaba muerto el día de la cita para la ecografía que se había perdido, que era una de las cuatro víctimas, que como él eran adolescentes cuyos cuerpos habían encontrado tan lejos de sus casas que nadie de los alrededores sabía quiénes eran.

Navina escuchó, su piel oscura brillaba debajo de las lágrimas que seguían resbalando por sus mejillas. Nkata se debatía entre la necesidad de consolarla y el deseo de sermonearla para que entrara en razón. ¿Qué creía en realidad?, se preguntaba y quería decir, ¿que un chico de trece años estaría con ella para siempre? No tanto porque hubiera muerto, aunque Dios sabía que muchos jóvenes no llegaban nunca a cumplir los treinta, sino porque al final se habría dado cuenta de que la vida era algo más que criar hijos y habría querido ese algo más.

La necesidad de consolarla ganó. Nkata cogió un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y se lo puso en las manos.

– Debieron escucharte y no lo hicieron, Navina. No sé explicarte por qué. Lo siento muchísimo.

– ¿No sabes explicármelo? -le preguntó con amargura-. ¿Lo que soy yo para ellos? La puta preñada del chico al que pillaron con un par de tarjetas de crédito robadas, y eso es lo que recuerdan de él, ¿verdad? Dio un par de tirones de bolso. Una noche intentó mangar un Mercedes con otros chicos. Es un gamberro, así que no pensamos buscarlo por ningún lado, así que lárgate de aquí, niña, y deja de contaminarnos el aire, gracias. Yo lo quería, sí, e íbamos a tener un hijo juntos e iba a tener esa vida. Estaba aprendiendo a cocinar e iba a ser un chef de verdad. Pregunta por ahí y verás lo que te dicen.

Cocinar. Chef. Nkata sacó el fino diario de cuero que utilizaba como libreta y garabateó las palabras a lápiz. No tuvo valor para insistirle a Navina y sacarle más información. Por lo que ya le había dicho, imaginaba que iba a encontrar datos muy valiosos sobre Jared Salvatore en la comisaría de policía de Peckham.

– ¿Estarás bien, Navina? -le dijo-. ¿Quieres que llame a alguien?

– A mi madre -dijo, y por primera vez pareció tener dieciséis años y también sentir lo que probablemente sentía en el fondo. Miedo, como tantas otras chicas que crecían en un ambiente donde nadie estaba a salvo y todo el mundo era sospechoso.

Su madre trabajaba en la cocina del hospital Saint Giles y, cuando Nkata habló con ella por teléfono, dijo que iría a casa de inmediato.

– No está de parto, ¿verdad? -Preguntó la mujer con preocupación-. Gracias a Dios, al menos por eso -dijo cuando Nkata le contó que se trataba de algo completamente distinto, pero que su presencia supondría un gran consuelo para la niña.

Dejó a Navina esperando la llegada de su madre y de Clifton Estate se fue a la comisaría de policía de Peckham, que quedaba en la calle principal, a tiro de piedra de allí. En la recepción, un agente especial blanco trabajaba tras el mostrador y dedicó a sus tareas un poco más de tiempo del necesario antes de saludar a Nkata.

– ¿Qué desea? -dijo entonces con un semblante que logró que fuera totalmente inexpresivo.

– Sargento Nkata. De la Met -contestó Nkata con cierta satisfacción mientras mostraba su placa al hombre. Contó por qué estaba allí. En cuanto mencionó el nombre de la familia Salvatore, pareció no necesitar dar más explicaciones. Encontrar a alguien en la comisaría que no conociera a los Salvatore habría sido más difícil que encontrar a alguien que se hubiera relacionado con ellos en algún momento u otro. Aparte de Felipe que cumplía sentencia en Pentonville, había otro hermano que estaba en prisión preventiva por agresión. La madre tenía un historial que se remontaba a la adolescencia y, al parecer, los otros chicos de la familia hacían lo que podían por mejorarlo antes de cumplir los veinte. Así que la verdadera pregunta era con quién quería hablar el sargento Nkata, porque cualquiera en aquella comisaría podía soltarle el rollo.

Nkata dijo que le serviría quien hubiera atendido la denuncia de Navina Cryer sobre la desaparición de Jared Salvatore. Aquello, por supuesto, sacó la delicada cuestión de por qué nadie se había molestado en redactar ese informe, pero no quería entrar en eso. Seguro que alguien habría escuchado a la chica, aunque no hubiera registrado formalmente lo que había dicho. Ésa era la persona con la que quería hablar.

Resultó que ese hombre era el agente Joshua Silver. Fue a buscar a Nkata a la recepción y lo condujo a un despacho que compartía con siete policías más y donde el espacio era mínimo y el ruido, máximo. Tenía un cubículo entre una hilera de teléfonos que sonaban permanentemente y unos archivadores prehistóricos puestos en fila, y allí fue donde le llevó. Sí, reconoció, él era la persona con la que había hablado Navina Cryer. No la primera vez que fue a la comisaría, cuando al parecer no había pasado de la recepción, sino la segunda y la tercera. Sí, anotó la información que le había dado, pero a decir verdad, no se tomó en serio a la chica. El gamberro de Salvatore tenía trece años. Silver supuso que el chico se había largado, como la chica estaba a punto de parir y eso… No había nada en su pasado que sugiriera que sería capaz de quedarse esperando a que ocurrieran cosas buenas.

– El chico lleva metiéndose en líos desde los ocho años -dijo el agente-. Tuvo su primer juicio por faltas cuando tenía nueve años, por robarle el bolso a una anciana de un tirón, y la última vez que su trasero cruzó esa puerta fue por atracar un Dixon's. Nuestro Jared pensaba vender la mercancía en un mercadillo.

– ¿Lo conocía personalmente?

– Como cualquiera de los agentes de aquí, sí.

Nkata le enseñó una foto del cuerpo que Felipe Salvatore había identificado como el de su hermano. El agente Silver la examinó y asintió con la cabeza para confirmar la identificación de Felipe. Era Jared, sí. Los ojos almendrados, la nariz chata. Todos los niños Salvatore los tenían, un regalo de la mezcla de razas de sus padres.

– El padre es filipino y la madre, negra. Una drogata. -Silver alzó la mirada rápidamente al decir esto último, como si de repente se diera cuenta de que podría haberlo ofendido.

– Ya lo sabía. -Nkata volvió a coger la foto. Preguntó por los cursos de cocina que se suponía que tomaba Jared.

Silver no sabía nada y declaró que sería producto o bien de las ilusiones de Navina Cryer o de las mentiras descaradas de Jared Salvatore. Lo único que sabía era que Menores se había hecho cargo de él y que un trabajador social había intentado -y no conseguido, obviamente- que hiciera algo de provecho.

– ¿Y puede ser que Menores metiera al chico en algún curso de formación? -dijo-. ¿Consiguen trabajo a los chicos?

– Cuando las ranas críen pelo -dijo Silver-. ¿Nuestro Jared friendo pescado en el Little Chef del barrio? No sé si me habría comido un plato preparado por él aunque estuviera muriéndome de hambre. -Silver cogió el quitagrapas de la mesa y lo utilizó para sacarse la mugre que tenía debajo de la uña del pulgar mientras concluía-: La realidad de escoria como los Salvatore, sargento, es la siguiente: la mayoría acaban donde iban. No iba a ser distinto para Jared, y Navina Cryer no podía aceptarlo. Felipe ya está entre rejas; Matteo está en prisión preventiva. Jared era el tercero de los hermanos, así que iba a ser el siguiente en entrar en el trullo. Los buenos samaritanos de Menores podrían haber hecho todo lo posible para evitar que sucediera esto, pero lo tuvieron todo en contra desde el principio.

– ¿Y todo era? -preguntó Nkata.

Silver lo miró por encima del quitagrapas y tiró la mugre de debajo de la uña al suelo.

– No pretendo ofenderlo, pero usted es la excepción, amigo, no la norma. E imagino que ha tenido ventajas por el camino. Pero hay veces en que la gente no vale, y ése era el caso de Jared. Empiezas mal y acabas peor. Así son las cosas.

No si alguien se interesa por ti, fue lo que Nkata quiso responderle. Nada estaba escrito a fuego.

Pero no dijo nada. Tenía la información que había ido a buscar. No comprendía por qué la desaparición de Jared Salvatore había pasado desapercibida durante tanto tiempo a la policía, pero no necesitaba comprenderlo. Como había dicho el propio agente Silver, así eran las cosas.


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