Capítulo 16

Helen bajó al coche con ellos. Retuvo a Lynley.

– Tommy, cariño, escúchame, por favor -le dijo antes de que se subiera. Miró hacia Havers, que ya estaba abrochándose el cinturón del asiento del pasajero y luego le dijo en voz baja a Lynley-: Lo resolverás, Tommy. Por favor, no seas tan duro contigo mismo.

El soltó un suspiro. Qué bien lo conocía.

– ¿Cómo podría no serlo? Otro, Helen -le contestó también en voz baja.

– Debes recordarlo. Eres un solo hombre.

– No lo soy. Tengo a mi cargo a más de treinta hombres y mujeres, y no hemos hecho una mierda para detenerle. El sí que es un solo hombre.

– No es cierto.

– ¿Qué parte?

– Ya sabes qué parte. Estás haciendo esto del único modo posible.

– Mientras, chicos, chicos jóvenes, Helen, niños que apenas son adolescentes, están muriendo en la calle. Da igual lo que hayan hecho, da igual cuáles sean sus delitos, si es que han cometido alguno, no se lo merecen. Siento que hemos perdido el tiempo.

– Lo sé -dijo ella.

Lynley veía el amor y la preocupación en el rostro de su mujer.

Por un momento, aquello lo reconfortó. Aun así, mientras se subía al coche, dijo con amargura:

– Dios santo, no pienses tan bien de mí, Helen, por favor.

– No puedo pensar otra cosa. Ve con cuidado, por favor.

– Y luego le dijo a Havers-: Barbara, ¿te encargarás de que coma en algún momento? Ya lo conoces. No comerá.

Havers asintió.

– Ya le encontraré alguna fritanga decente en algún sitio, con mucha grasa. Así se repondrá como Dios manda.

Helen sonrió. Acarició la mejilla de Lynley y luego se alejó del coche. Lynley la vio por el retrovisor; no se movió mientras se alejaban.

Llegaron bastante rápido cogiendo Park Lane y Edgware Road, en dirección noroeste al principio. Bordearon Regent's Park por la parte norte, a toda velocidad rumbo a Kentish Town. Estaban acercándose a Queen's Wood desde la estación de Highgate cuando la lluvia que el día había prometido al fin empezó a caer. Lynley juró. Lluvia y la escena de un crimen: la pesadilla de los forenses.

Queen's Wood era una anomalía en Londres: un bosque de verdad que, en su día, había sido un parque como cualquier otro, pero que se había dejado que creciera, floreciera o muriera a su aire desde hacía tiempo. El resultado eran hectáreas de naturaleza descontrolada en medio del crecimiento caótico de la ciudad.

A su alrededor había casas y, de vez en cuando, un bloque de pisos, pero, a tres metros de las vallas y muros de sus jardines traseros, el bosque salía de la tierra en una explosión de hayas, helechos, arbustos y malas hierbas, que luchaban entre sí para sobrevivir como lo harían en el campo.

No había césped, ni bancos, ni estanques con patos. No había cisnes flotando serenamente en un lago o un río. En su lugar, había senderos mal señalados, cubos de basura llenos hasta arriba de todo tipo de desechos, desde envases de comida para llevar hasta pañales, algún que otro poste que indicaba vagamente el camino a la estación de Highgate y una colina donde el bosque descendía hacia un terraplén de huertos al oeste.

El acceso más fácil a Queen's Wood estaba pasado Muswell Hill Road. Allí, Wood Lane giraba hacia el noreste y dividía la parte sur del parque. La policía local contaba con una importante presencia en la escena: habían bloqueado el final de la calle con caballetes, donde cuatro agentes de policía equipados con ropa de lluvia contenían a los curiosos que merodeaban por la zona con sus paraguas como una colección de setas móviles.

Lynley enseñó su placa a uno de los agentes, quien indicó a los otros que retiraran el control lo suficiente como para que pudiera pasar el Bentley.

– No dejes pasar a nadie que no sea del SOCO. A nadie -le había dicho antes Lynley al hombre-. No me importa quién sea o lo que le digan. No pasa nadie, a excepción que sea policía y te muestre la placa.

El agente asintió. Los flashes de las cámaras le mostraron a Lynley que la prensa ya estaba al corriente de lo sucedido.

El primer tramo de Wood Lane era de viviendas: una amalgama de edificios del XIX y del XX que consistían en casas restauradas, apartamentos y viviendas unifamiliares. Sin embargo, después de unos doscientos metros, los edificios desaparecían de repente y a cada lado de la calle, sin ningún tipo de cercado y totalmente accesible, se extendía el bosque que con este tiempo parecía inquietante y peligroso.

– Buena elección -dijo Havers entre dientes mientras ella y Lynley se bajaban del coche-. Es hábil, ¿verdad? Tenemos que reconocérselo. -Se subió el cuello del chaquetón para protegerse de la lluvia-. Esto parece el plato de una película de suspense.

Lynley no se lo discutió. En verano, la zona seguramente sería un paraíso, un oasis natural que ofrecía una evasión de la cárcel de cemento, piedra, ladrillo y asfalto que desde hacía tiempo envolvía el resto del entorno autóctono; pero, en invierno, era un lugar melancólico en el que reinaba la decadencia. Capas de hojas en descomposición cubrían el suelo y el lugar olía a turba. Las hayas que las tormentas habían volcado a lo largo de los años atravesaban distintas etapas de putrefacción justo allí donde habían caído, mientras que las ramas de los árboles que el viento había roto estaban esparcidas por la cuesta, donde crecían el musgo y los líquenes.

La actividad se centraba en el extremo sur de Wood Lane, donde el parque descendía hacia los huertos y luego volvía a subir hacia Priory Gardens, que era la calle que quedaba detrás. [In gran cuadrado de plástico traslúcido suspendido de unos postes creaba un refugio tosco para un área de quizá cincuenta metros al oeste de los huertos. Allí, un haya enorme había sido arrancada del suelo hacía menos tiempo que las demás, puesto que allí donde habían estado las raíces aún quedaba un agujero que el tiempo, la tierra, el viento, los bichos, los helechos y las malas hierbas aún no habían rellenado.

El asesino había colocado el cuerpo en ese agujero. En aquel preciso momento, un patólogo forense estaba examinándolo mientras un equipo del SOCO trabajaba con eficacia silenciosa en las inmediaciones. Debajo de una haya alta situada a unos treinta metros de distancia, un adolescente observaba toda aquella actividad, un pie apoyado en el tronco que tenía detrás y una mochila en el suelo. Un hombre pelirrojo que llevaba una gabardina estaba con él y les hizo un gesto a Lynley y a Havers con la cabeza para que se acercaran a él.

El pelirrojo dijo que era el detective Widdison de la comisaría de policía de Archway. Presentó a su compañero, un tal Ruff.

– ¿Ruff? -Lynley miró al chico, que lo miró frunciendo el ceño desde debajo de la capucha de su sudadera que estaba cubierta por un anorak gigantesco.

– No hay apellido por el momento. -Widdison se separó cinco pasos del chico y se llevó con él a Lynley y Havers-. Ha encontrado el cuerpo -dijo-. Es un crío fuerte, pero está afectado. Ha vomitado cuando iba a buscar ayuda. – ¿Adonde fue a buscarla? -preguntó Lynley. Widdison lanzó una pelota inexistente en dirección a Wood Lane.

– A Walden Lodge. Ahí dentro hay uno ocho o diez apartamentos. Ha llamado a los timbres hasta que alguien le ha abierto para dejarle llamar por teléfono.

– ¿Y qué hacía él aquí? -preguntó Havers. -Pintadas -le respondió Widdison-. No quiere que lo sepamos, claro, pero estaba afectado y nos ha dado su apodo por error, y por eso ahora no quiere decirnos su verdadero nombre. Llevamos intentando pillarle unos ocho meses. Ha puesto Ruff en todas las superficies libres de por aquí: señales, cubos de basura, árboles. Plata. – ¿Plata? -Es el color que utiliza para hacer las pintadas, color plata.

Lleva los botes de pintura en esa mochila de allí. No ha tenido el aplomo de esconderlos antes de llamarnos.

– ¿Qué les ha dicho? -preguntó Lynley.

– Nada. Pueden hablar con él si quieren, pero no creo que viera nada. No creo que hubiera nada que ver. -Ladeó la cabeza en dirección al intenso círculo de trabajo que rodeaba el cuerpo-. Estaré ahí cuando acaben. -Se marchó.

Lynley y Havers regresaron junto al chico. Havers se puso a hurgar en su bolso.

– Supongo que tiene razón, Barbara -dijo Lynley-. Imagino que tomar notas no…

– No busco la libreta -contestó ella, y le ofreció al chico su paquete arrugado de Players cuando se reunieron con él.

Ruff miró los cigarrillos, luego a ella, y otra vez los cigarrillos.

– Gracias -farfulló al fin, y cogió uno, que Barbara le encendió con un mechero de plástico.

– ¿Había alguien por aquí cuando encontraste el cuerpo? -le preguntó Lynley al chico después de que le diera, ansioso, una calada al cigarrillo. Tenía los dedos sucios, con mugre incrustada debajo de las uñas y las cutículas, y la cara llena de granos pero pálida.

Ruff negó con la cabeza.

– Había alguien en los huertos, es todo -dijo-. Un viejo que removía la tierra con una pala como si buscara algo. Le he visto al bajar por Priory Gardens, en el sendero. Ya está.

– ¿Estabas tú solo haciendo las pintadas? -le preguntó Lynley.

Al chico le brillaron los ojos.

– Eh, yo no he dicho…

– Lo siento. ¿Has venido solo al parque?

– Sí.

– ¿Has visto algo fuera de lo normal? ¿Un coche o una furgoneta que te llamaran la atención, arriba en Wood Lane? ¿Quizá cuando has ido a telefonear para pedir ayuda?

– No he visto una mierda -dijo Ruff-. De todos modos, de día siempre hay un montón de coches aparcados allí. Porque la gente de fuera viene a la ciudad y hace el resto del viaje en metro, ¿no? El metro queda ahí mismo, la estación de Highgate.

– Mire, ya le he contado todo esto al poli. Es como si yo hubiera hecho algo; y no dejan que me vaya.

– Puede que sea porque no quieres decirles cómo te llamas -le dijo Havers al chico-. Si quieren volver a hablar contigo, no sabrán dónde localizarte.

Ruff la miró con recelo, intentaba descubrir la trampa que se escondía en sus palabras.

– Nosotros somos de Scotland Yard -le dijo Barbara para tranquilizarlo-. No vamos a meterte en la trena por pintar tu nombre por todas partes. Tenemos peces más gordos que pescar.

El chico se sorbió la nariz, se la limpió con el dorso de la mano y cedió. Se llamaba Elliott Augustus Greenberry, los miraba con dureza como si esperara que una expresión incrédula asomara a su rostro.

– Dos eles, dos tes, dos es, dos erres. Y no me digan que es un nombre estúpido porque ya lo sé. Oiga, ¿me puedo ir ya?

– Dentro de un momento -dijo Lynley-. ¿Has reconocido al chico?

Ruff se apartó un mechón grasiento de la cara y lo metió debajo de la capucha de la sudadera.

– ¿Qué chico quiere decir? El…, ¿ése?

– El chico muerto, sí -dijo Lynley-. ¿Lo conoces?

– No -contestó Ruff-. No lo había visto nunca. Podría ser de por aquí, de allá arriba, la calle de detrás de los huertos, pero no lo conozco. Ya les he dicho que no sé una mierda. ¿Puedo irme?

– En cuanto nos des tu dirección -dijo Havers.

– ¿Por qué?

– Porque más adelante querremos que firmes una declaración y necesitamos saber dónde podemos encontrarte.

– Pero ya he dicho que yo no…

– Es rutina, Elliott -dijo Lynley.

El chico frunció el ceño, pero colaboró y lo dejaron marchar. Bajó por la cuesta, hacia el oeste en dirección al sendero que lo llevaría de vuelta a Priory Gardens.

– ¿Le han sacado algo? -les preguntó el detective Widdison cuando Lynley y Havers se reunieron con él.

– Nada -dijo Lynley, y le dio el anorak, que Widdison pasó a un agente empapado, que se lo puso agradecido-. Un hombre que cavaba en los huertos.

– Es lo mismo que me ha dicho a mí -dijo Widdison-. Hemos iniciado un interrogatorio puerta por puerta allí arriba.

– ¿Y en Wood Lane?

– También. Me parece que lo mejor será ir a Walden Lodge. -Una vez más, Widdison señaló un bloque de pisos moderno y de aspecto sólido que se alzaba justo donde acababa el bosque. Era el último edificio de Wood Lane antes del parque y tenía balcones en todos los lados. La mayoría estaban vacíos, pero en alguno había una barbacoa y muebles de jardín tapados para el invierno, y, en cuatro, había personas mirando. Una sostenía unos prismáticos-. No creo que el asesino haya traído el cuerpo hasta aquí abajo sin una linterna -opinó Widdison-. Puede que alguien de allá arriba lo haya visto.

– A no ser que lo trajera justo después de que amaneciera -señaló Havers.

– Demasiado arriesgado -dijo Widdison-. Los trabajadores que vienen de fuera de Londres aparcan en la calle y cogen el metro para ir a la ciudad. El asesino debía de saberlo y obraría en consecuencia. Pero aun así correría el riesgo de que lo viera alguien que decidiera desplazarse más temprano de lo normal.

– Pero hace los deberes -señaló Havers-. Lo sabemos por los lugares en los que ha dejado el resto de cuerpos.

Widdison no parecía convencido. Los llevó debajo del refugio para enseñarles el cuerpo. Estaba de costado, pero, por lo demás, lo habían dejado cuidadosamente en el agujero dejado por las raíces desenterradas del haya caída. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, y los brazos extendidos como alguien que se hubiera quedado congelado haciendo una señal.

Lynley vio que aquel chico parecía más joven que el resto, aunque no mucho más. También era blanco: rubio y de piel extremadamente clara, pequeño y poco desarrollado. A primera vista, Lynley concluyó aliviado que no se trataba de uno de los suyos, que no había hecho falta que él y Havers cruzaran todo Londres porque se le hubiera antojado a alguien. Sin embargo, cuando se agachó para inspeccionar mejor el cadáver, vio la incisión post mórtem que recorría el pecho del chico y desaparecía en el pliegue de la cintura, mientras que en la frente tenía dibujado con sangre un símbolo rudimentario, del mismo tipo que el símbolo encontrado en el cuerpo de Kimmo Thorne.

Lynley miró al patólogo forense, que estaba hablando al micrófono de una grabadora de mano.

– Me gustaría ver las manos -dijo.

El hombre asintió.

– Yo ya estoy. Estamos listos para meterlo en la bolsa. -Y uno de los miembros del equipo se acercó para proceder. Empezarían poniéndole bolsas de papel en las manos, para proteger cualquier rastro del asesino que pudiera quedar debajo de las uñas del chico. Después harían el resto y, cuando movieran el cuerpo, Lynley pensó que podría examinarlo mejor.

Así lo hizo. El rigor ya estaba presente, pero, al sacar el cuerpo del agujero, quedaba visible suficiente superficie de las manos como para que Lynley pudiera ver que las palmas estaban oscurecidas por quemaduras. También faltaba el ombligo, que habían cortado rudamente del cuerpo.

– La Z del Zorro -farfulló Havers.

Tenía razón. Eran, en efecto, las firmas de su asesino, a pesar de las diferencias que Lynley veía en el cuerpo: no había marcas de ataduras en las muñecas y en los tobillos y, en esta ocasión, el estrangulamiento había sido con las manos, lo que había dejado moratones oscuros alrededor del cuello del chico. También había otros moratones, en la parte alta de los brazos que bajaban hasta los codos, y a lo largo de la médula, los muslos y la cintura. El mayor moratón coloreaba la piel que iba de la sien hasta la barbilla.

Lynley se dio cuenta de que, a diferencia del resto, este chico no le había puesto las cosas fáciles, lo que demostraba que el asesino había cometido su primer error al elegir a la víctima. Lynley sólo podía esperar que el error de cálculo dejara tras él un montón de pruebas.

– Se resistió -murmuró Lynley.

– ¿No hay pistola eléctrica esta vez? -preguntó Havers.

Examinaron el cuerpo en busca de la marca dejada por el arma.

– Parece que no -dijo Lynley.

– ¿Qué crees que significa? ¿Se le gastaría la batería? Esas cosas se agotarán, ¿no?

– Quizá -dijo-. O quizá no tuvo oportunidad de usarla. Parece que las cosas no han salido según el plan. -Lynley se levantó, hizo una señal con la cabeza a los que esperaban meter el cuerpo en la bolsa y regresó con Widdison-. ¿Algo por la zona? -le preguntó.

– Dos pisadas debajo de la cabeza del chico -dijo-. Están protegidas de la lluvia. Podría ser que ya estuvieran antes, pero, de todos modos, estamos sacando moldes. Asimismo, estamos haciendo un reconocimiento del terreno, pero me parece que las pruebas relevantes las obtendremos del cuerpo.

Lynley dejó al detective con la orden de que le mandase lo antes posible a New Scotland Yard las declaraciones que tomaran en todas las casas de Wood Lane.

– Sobre todo las de bloque de pisos -dijo-. Estoy de acuerdo con usted. Alguien tiene que haber visto u oído algo. Y coloque a agentes el resto del día en ambos extremos de la calle para interrogar a los trabajadores que salgan de la estación del metro para recoger el coche.

– No espere grandes resultados -le advirtió Widdison.

– Cualquier cosa será bienvenida en estos momentos -le dijo Lynley. Le dio la información de la furgoneta que estaban buscando-. Puede que alguien la haya visto -dijo.

Luego él y Havers se marcharon colina arriba.

De nuevo en Wood Lane, vieron que la estrategia del ir puerta por puerta estaba en marcha: policías de uniforme llamaban a las casas y otros estaban bajo el refugio de los porches hablando con los inquilinos. Por lo demás, no había nadie en la acera o en los jardines. La lluvia continua mantenía a todo el mundo dentro.

Sin embargo, no pasaba lo mismo en la barricada, donde se habían congregado más curiosos. Lynley esperó a que retiraran el caballete una vez más y estaba pensando en lo que habían visto en Queen's Wood cuando Barbara dijo entre dientes:

– Maldita sea, señor. Lo ha hecho otra vez. -Y le sacó de sus pensamientos.

Enseguida vio de qué hablaba. Justo al otro lado de la barricada, Hamish Robson les hacía señas. «Al menos-pensó Lynley con gravedad-, habían podido frustrar los planes del subinspector Hillier.» El agente que hacía guardia había seguido las órdenes de Lynley al pie de la letra. Robson no tenía ningún tipo de identificación policial; no le permitirían pasar la barrera por mucho que sir David Hillier le hubiera dicho que lo hiciera.

Lynley bajó la ventanilla y Robson se abrió paso hasta el coche.

– El agente ese no me…

– Obedece órdenes mías. No puede pasar a ver esta escena del crimen, doctor Robson. Ya no debieron dejarle pasar en la última.

– Pero el subinspector…

– No tengo la menor duda de que le ha llamado, pero no lo consentiré. Sé que sus intenciones son buenas. También sé que se ve atrapado en el medio: uno de nosotros es una roca, y el otro, un hueso duro de roer. Le pido disculpas por eso y por la molestia de venir hasta aquí. Pero la verdad…

– Comisario. -Robson puso la mano sobre el borde de la puerta. Era obvio que había venido a toda prisa y sin paraguas, aunque sí llevaba un impermeable y guantes. Pese a eso, grandes manchas de humedad se extendían sobre sus hombros, llevaba las gafas salpicadas de lluvia y el poco pelo que tenía le caía mojado alrededor de la cara y sobre la frente-. Déjeme que les ayude -dijo con urgencia-. No tiene ningún sentido mandarme de vuelta a Dagenham cuando ya estoy aquí, a su disposición.

– Eso tendrá que plantearle el sinsentido de todo esto al subinspector Hillier -dijo Lynley.

– No tiene por qué ser así. -Robson miró a su alrededor y señaló con la cabeza unos metros más abajo en la carretera-. ¿Puede parar ahí un momento para que podamos hablarlo?

– No tengo nada más que añadir.

– Entendido. Pero yo sí, ¿sabe?, y me gustaría mucho que me escuchara. -Soltó la puerta del coche en lo que pareció un gesto de buena voluntad, un gesto que dejaba la decisión en manos de Lynley: arrancar y marcharse o colaborar-. Unas palabras, eso es todo -dijo Robson y esbozó una sonrisa irónica-. No me importaría dejar de mojarme. Si me deja subir al coche, prometo irme en cuanto haya dicho lo que tengo que decir y haya oído su respuesta.

– ¿Y si no tengo respuesta?

– Usted no es de ésos. Así que ¿puedo…?

Lynley se quedó pensativo y luego asintió una sola vez con la cabeza.

– Señor -dijo Havers en ese tono suplicante tan raro en ella que utilizaba cuando desaprobaba una decisión de Lynley.

– ¿Por qué no, Barbara? -dijo el comisario-. Está aquí, quizá tenga algo que podamos utilizar.

– ¡Vaya! ¿Está usted…? -Calló cuando se abrió la puerta de atrás y Hamish Robson se montó en el coche.

Lynley recorrió una pequeña distancia para alejarse de la multitud. Se detuvo junto al bordillo, con el motor todavía en marcha y los limpiaparabrisas moviéndose rítmicamente sobre el cristal.

Robson se dio cuenta de todo.

– Iré rápido -dijo mientras sacaba un pañuelo de un bolsillo interior y se secaba la cara-. Supongo que esta escena del crimen es distinta del resto. No en todo, pero sí en parte. ¿Tengo razón?

– ¿Por qué? -preguntó Lynley-. ¿Tanto había previsto?

– ¿Es distinta? -insistió Robson-. Porque, verá, con los perfiles a menudo vemos que…

– Con todos mis respetos, doctor Robson, su perfil psicológico no nos ha aportado nada hasta el momento, al menos, nada importante, y no nos ha acercado al asesino.

– ¿Está seguro? -Antes de que Lynley pudiera responder, Robson se inclinó hacia delante en el asiento. Prosiguió, con voz amable-: No puedo imaginar cómo es tener su trabajo. Debe de ser más agotador de lo que nadie pueda pensar. Pero no debe culparse por esta muerte, comisario. Está haciendo todo lo posible. Nadie puede pedirle más, no debe exigirse más de lo que puede hacer. Ese camino lo llevará a la locura.

– ¿Es su opinión profesional? -preguntó Lynley sarcástico.

Robson se tomó la pregunta de forma literal y no hizo caso del tono de Lynley.

– Completamente -dijo-. Así que deje que amplíe esa opinión. Déjeme ver la escena del crimen. Déjeme orientarle con algo que pueda utilizar. Comisario, en un psicópata, el impulso de matar sólo crece y crece. Con cada crimen, se intensifica; no disminuye. Y cada vez el asesino necesita más estímulos para realizar el crimen, para obtener placer, para sentirse realizado. Así que, entiéndame, el peligro es terrible para hombres jóvenes, chicos, niños pequeños, para… No lo sabemos seguro, así que, por el amor de Dios, déjeme ayudarle.

Lynley había observado a Robson y Havers por el retrovisor, desde su asiento, donde se había girado para mirar al psicólogo mientras hablaba. El hombre parecía afectado por la pasión de sus palabras y sacó de nuevo el pañuelo para sonarse cuando al fin acabó de hablar.

– ¿Qué antecedentes tiene usted, doctor Robson? -dijo Lynley.

Robson miró a su izquierda, por la ventanilla con gotas de lluvia, en dirección a un tejo que formaba pequeños charcos de agua en la acera.

– Lo siento. No puedo soportar lo que se hace a los niños en nombre del amor, del juego, de la disciplina, o de lo que sea. -Luego, se quedó callado. Sólo el zumbido suave de los limpiaparabrisas al rozar el cristal y el ronroneo del motor del Bentley rompían el silencio. Por fin, dijo-: En mi caso, fue mi tío materno. Lucha, lo llamaba él, pero no lo era. Ese tipo de cosas raramente se dan entre un adulto y un chico cuando son idea del adulto. Pero el niño, por supuesto, nunca lo entiende.

– Lo siento -dijo Lynley. Entonces, él también se giró en su asiento y miró al psicólogo a los ojos-. Pero quizá, por eso, sea usted menos objetivo que…

– No, créame, por eso sé exactamente qué buscar -dijo Robson-. Así que déjeme ver la escena del crimen. Le diré lo que pienso y lo que sé. La decisión de actuar dependerá de usted.

– Me temo que no será posible.

– Maldita sea…

– Ya han movido el cuerpo, doctor Robson -le interrumpió Lynley-. La única escena del crimen que podría ver es un haya caída y el agujero que hay debajo.

Robson se dejó caer hacia atrás. Miró la calle, donde una ambulancia había subido por Wood Lane hacia la barrera levantada por la policía. Las luces no giraban y la sirena no ululaba. Uno de los agentes salió a la calle y detuvo el tráfico, que la curiosidad ya había ralentizado de todos modos, el tiempo suficiente para que la ambulancia pasara. Lo hizo sin prisas; no urgía llevar a nadie al hospital. Aquello dio tiempo a los fotoperiodistas para inmortalizar el momento para los periódicos. Quizá verlos provocó la siguiente pregunta de Robson:

– ¿Me dejará ver las fotografías entonces?

Lynley se lo pensó. El fotógrafo de la policía había completado su trabajo cuando él y Havers llegaron a la escena; el cámara había grabado el cuerpo, el lugar y la actividad posterior que se había originado alrededor del cadáver y de la zona cuando descendían por la cuesta. La caravana de investigaciones no estaba lejos de donde se encontraban en aquel momento. Sin duda, en aquella caravana ya habría un registro visual de la escena del crimen apropiado para que Robson lo viera.

Ahora no sería perjudicial permitir al psicólogo ver lo que tenían: las imágenes de vídeo, las fotografías digitales o cualquier otro material que la brigada de homicidios hubiera generado hasta el momento. También funcionaría como solución intermedia entre lo que quería Hillier y lo que Lynley estaba decidido a no darle.

Por otro lado, el psicólogo no era bienvenido. Nadie de la escena lo había requerido; el único motivo por el que Robson estaba allí era la intromisión de Hillier y su deseo de dar algo a la prensa. Si Lynley cedía ante Hillier ahora, seguramente, lo próximo que haría el subinspector sería llamar a un parapsicólogo. Y, después de eso, ¿qué? ¿Alguien que leyera las hojas del té? ¿O las entrañas de un cordero? Aquello no podía consentirse. Alguien tenía que hacerse con el control del tren desbocado en que se había convertido esa situación, y aquél era el momento de hacerlo.

– Lo siento, doctor Robson -dijo Lynley.

Robson se quedó abatido.

– ¿Es su última palabra? -dijo.

– Sí.

– ¿Está seguro de que es lo más inteligente?

– No estoy seguro de nada.

– Eso es lo peor de todo, ¿verdad?

Entonces, Robson se bajó del coche. Regresó hacia la barricada. Se cruzó con el detective Widdison, pero no hizo ningún intento por hablar con él. Por su parte, Widdison vio el coche de Lynley y levantó la mano como para evitar que se marchara de la escena. Lynley bajó la ventanilla mientras el detective se acercaba corriendo.

– Hemos recibido una llamada de la comisaría de Hornsey Road -dijo Widdison cuando llegó al coche-. Ha desaparecido un chico, sus padres lo denunciaron anoche. La descripción general encaja con nuestra víctima.

– Nos encargamos -dijo Lynley mientras Havers vaciaba su bolso en el suelo para encontrar la libreta y anotar la dirección.

Estaba en Upper Holloway, en una pequeña urbanización de viviendas subvencionadas que daba a Junction Road. Allí, a la vuelta de la esquina de la funeraria William Becket y el supermercado Yildiz, encontraron un camino de asfalto lleno de curvas, y con el espléndido nombre de Bovingdon Cióse. Era una zona peatonal, así que dejaron el Bentley en Hargrave Road, donde un vagabundo con barba, una guitarra en una mano y que arrastraba un saco de dormir mojado por la acera se ofreció a echarle un ojo al coche por el precio de una pinta, o una botella de vino, si así lo deseaban; le aseguró que hacía un buen trabajo impidiendo que la chusma del barrio se acercara. Utilizaba una gran bolsa de basura verde de impermeable para la lluvia y hablaba como un personaje de un drama de época, alguien que había pasado demasiado tiempo de su juventud viendo la BBC1.

– Por aquí hay mucho extranjero -les informó-; no se puede dejar nada por aquí porque a todo le echan el guante, señor. -Pareció que buscaba vagamente en su cabeza algo con lo que ofrecer una reverencia respetuosa mientras concluía. Cuando habló, el aire se cargó de hedor a podrido que emanaba de su aliento.

Lynley le dijo al hombre que podía echarle un ojo al coche tranquilamente. El vagabundo se sentó en las escaleras más próximas de una de las casas adosadas y se puso a puntear las cuerdas que le quedaban a la guitarra. Agriamente, pasó revista a un grupo de niños negros con mochilas en la espalda que caminaban por la acera de enfrente.

Lynley y Havers dejaron al hombre con sus cosas y se dirigieron a Bovington Cióse. Entraron por una apertura con forma de túnel que había en los edificios de ladrillo de color canela que configuraban la propia urbanización. Buscaban el número 30 y lo encontraron a poca distancia de la única zona de recreo de la urbanización: un césped triangular con rosales aletargados que languidecían en cada una de las tres esquinas y un pequeño banco contra un lateral. Aparte de los cuatro árboles jóvenes que luchaban por vivir en el trozo de césped verde, en Bovingdon Cióse no había más vegetación, y las casas que no daban a la minúscula zona de recreo estaban una frente a la otra, separadas por una extensión de asfalto que no medía más de cinco metros. En verano, cuando las ventanas estaban abiertas, no cabía la menor duda de que todo el mundo metía las narices en la vida del resto de vecinos.

Cada una de las casas había recibido una parcela de tierra enana delante de sus puertas que los habitantes más optimistas trataban como si fuera un jardín. Delante del número 30, el terreno en cuestión era un triángulo desigual de césped moribundo donde la bicicleta de un niño descansaba de lado, junto a una silla de jardín de plástico verde. Cerca, había un volante de bádminton destrozado que, según parecía, un perro había estado mordiendo. Las raquetas que lo acompañaban estaban apoyadas en la pared de la puerta principal y tenían la mayoría de las cuerdas rotas.

Cuando Lynley llamó al timbre, un hombre en miniatura abrió la puerta. No llegaba ni siquiera a la altura de los ojos de Havers y tenía el físico corpulento de alguien que hace pesas para compensar su corta estatura. Tenía los ojos rojos e iba sin afeitar; desvió la mirada de ellos al asfalto de detrás como si esperara a alguien más.

– Polis -dijo en respuesta a una pregunta que nadie había formulado.

– Es lo que somos. -Lynley hizo las presentaciones de rigor, y esperó a que el hombre, del que sólo sabían que se apellidaba Benton, les pidiera que pasaran. Detrás de él, Lynley vio la puerta de un salón oscurecido y las sombras de gente sentada. La voz quejumbrosa de un niño preguntó por qué no podían descorrer las cortinas y por qué no podía jugar, y una mujer le hizo callar.

– Porque lo digo yo -dijo Benton con dureza girando la cabeza en esa dirección. Luego centró su atención de nuevo en Lynley-. ¿Por qué no llevan uniforme?

Lynley dijo que no formaban parte de la patrulla uniformada, sino que trabajaban en un departamento distinto y que eran de New Scotland Yard.

– ¿Podemos pasar? -preguntó-. ¿Es su hijo el que ha desaparecido?

– No volvió a casa anoche. -Benton tenía los labios secos y cortados. Se los humedecía con la lengua.

Se apartó de la puerta y los condujo al salón, que estaba al final de un pasillo de no más de cinco metros de longitud. Allí, en la penumbra, cinco personas estaban repartidas en sillas, un sofá, un taburete y el suelo. Se trataba de dos chicos jóvenes, dos chicas adolescentes y una mujer. Esta última les dijo que era Bev Benton; que el marido se llamaba Max, y que aquellos cuatro eran sus hijos. Su Davey era el que había desaparecido.

Todos ellos, según pudo observar Lynley, eran particularmente bajitos. De un modo u otro, todos se parecían al cuerpo de Queen's Wood.

– Los chicos tendrían que estar en el colegio; las chicas, trabajando en los puestos de comida del mercado de Camden Lock; y Max y Bev, atendiendo a los clientes de su furgoneta de pescado en Chapel Street. Pero nadie saldrá de esta casa hasta que sepan algo de Davey -les dijo Bev.

– Le ha pasado algo -les dijo Max Benton-. Si no, habrían mandado a policías normales. Ninguno de nosotros es tan estúpido como para no saber eso. ¿Qué ha pasado?

– Quizá sería mejor que habláramos sin que los niños estuvieran delante -dijo Lynley.

– Dios mío-susurró Bev Benton.

– De ningún modo -le gritó, y luego le dijo a Lynley-: Los niños se quedan. Si se trata de que aprendan la lección, quiero que la aprendan.

– Señor Benton…

– No me venga con señor Benton e infórmenos-dijo Benton.

Lynley no iba a enfocarlo así.

– ¿Tiene una fotografía de su hijo? -le dijo.

Bev Benton habló:

– Sherry, cielo, ve a por la foto del colegio de Davey que está en la nevera para que la vea el agente.

Una de las dos chicas, rubia como el cuerpo del bosque, y con la misma piel clara, rasgos delicados y huesos pequeños, los dejó deprisa y regresó con la misma celeridad. Le entregó la foto a Lynley con la mirada fija en los zapatos, y volvió al taburete, que compartía con su hermana. Lynley observó la foto. Un chico de aspecto pícaro le miraba sonriendo, el pelo claro se le había oscurecido por la gomina utilizada para ponérselo de punta. Tenía unas pecas en la nariz, y del cuello le colgaban unos auriculares que caían encima del jersey del uniforme del colegio.

– Se los puso en el último momento, sí -comentó Bev Benton, como para explicar lo de los auriculares, que no formarían parte de la indumentaria escolar reglamentaria-. A Davey le gusta la música, el rap, sobre todo esos negros de Estados Unidos que tienen nombres raros.

El chico de la foto se parecía al cuerpo que tenían, pero sólo la identificación de uno de los padres lo confirmaría. Aun así, por mucho que Max Benton quisiera que sus hijos aprendieran algún tipo de lección, Lynley no tenía ninguna intención de enseñársela.

– ¿Cuándo fue la última vez que vieron a Davey? -dijo.

– Ayer por la mañana -respondió Max-, se marchó al colegio como siempre.

– Pero no volvió a casa cuando debía -dijo Bev Benton-. Tenía que cuidar de Rory y Stevie.

– Fui a taekwondo para ver si estaba allí -añadió Max-. La última vez que no hizo algo que tenía que hacer, sostuvo que había estado allí.

– ¿Sostuvo? -preguntó Barbara Havers. Se había quedado en la puerta y tomaba notas en su nueva libreta de espiral.

– Un día tenía que ir al puesto de pescado que tenemos en

Chapel Street -explicó Bev-, a ayudar a su padre. Cuando no apareció, dijo que había ido a taekwondo y que se le había hecho tarde. Hay un chaval con el que ha tenido problemas…

– Andy Crickleworth -terció Max-. Un gamberrillo que intenta enfrentarse a Davey y convertirse en jefe de su grupito.

– No es una banda -añadió Bev a toda prisa-. Sólo son chicos. Hace años que son amigos.

– Pero este Crickleworth es nuevo. Cuando Davey dijo que quería ir a ver el taekwondo, pensé… -Max estaba de pie, pero, en ese momento, se fue al sofá y se sentó al lado de su esposa. Se dejó caer en él y se frotó la cara con las manos. Los niños más pequeños reaccionaron a esa muestra de angustia de su padre abrazándose a las rodillas de sus hermanas, que les colocaron las manos en los hombros como para consolarlos. Max se controló y dijo-: ¿La gente del taekwondo? Nunca han oído hablar de Davey. Nunca lo han visto. No le conocen. Así que he llamado al colegio para ver si estaba haciendo novillos y no nos lo habían dicho, ¿sabe? Hoy es el único día que ha faltado. En todo el trimestre.

– ¿Ha tenido alguna vez problemas con la policía? -preguntó Havers-. ¿Ha tenido que presentarse al juez en alguna ocasión? ¿Le han asignado alguna vez a un grupo de jóvenes para enderezarlo?

– Nuestro Davey no necesita que lo enderecen -dijo Bev Benton-. Ni siquiera falta nunca al colegio. Y es muy buen estudiante, sí.

– No le gusta que nadie lo sepa, mamá -farfulló Sherry, como si creyera que su madre hubiera traicionado la confianza del chico con aquella observación.

– Tenía que ser duro -añadió Max-. Los tipos duros pasan del colegio.

– Así que Davey hacía su papel -explicó Bev-. Pero él no era así.

– ¿Y nunca ha tenido problemas con la policía? ¿Nunca le han asignado un trabajador social?

– ¿Por qué pregunta eso todo el rato? Max… -Bev se volvió hacia su marido como si buscara que le diera una explicación.

– ¿Han llamado a sus amigos? -intervino Lynley-. ¿A los chicos que han mencionado?

– Nadie lo ha visto -contestó Bev.

– ¿Y este otro chico? ¿Ese tal Andy Crickleworth?

Nadie de la familia lo conocía. Nadie de la familia sabía siquiera dónde encontrarlo.

– ¿Hay alguna posibilidad de que Davey se lo hubiera inventado? -preguntó Havers, alzando la vista de la libreta-, tal vez para encubrir otra cosa que estuviera haciendo.

Estas palabras fueron acogidas con silencio. O nadie lo sabía, o nadie quería responder. Lynley esperó, sentía curiosidad, y vio que Bev Benton miraba a su marido. Parecía reacia a decir nada más. Lynley dejó que el silencio se prolongara hasta que Max Benton lo rompió.

– Los broncas no se metían nunca con él. Sabían que nuestro Davey les daría una buena si se peleaban con él. Era bajito y… -Benton pareció darse cuenta de que estaba hablando en pasado y se frenó, parecía afectado. Su hija Sherry proporcionó la conclusión de su pensamiento.

– Guapo -dijo-, nuestro Davey es guapísimo.

«Todos lo son -pensó Lynley-: guapos y bajitos, casi como muñecas.» Supuso que tendrían que hacer algo para compensarlo, sobre todo los chicos; defenderse con furia si alguien intentaba hacerles daño, por ejemplo, o acabar lleno de moratones y aporreado antes de que los estrangularan, los rajaran y los dejaran tirados en el bosque.

– ¿Podríamos ver el cuarto de su hijo, señor Benton? -preguntó Lynley.

– ¿Por qué?

– Puede que encontremos algún indicio de adonde ha ido -dijo Havers-. A veces, los crios no les cuentan todo a sus padres. Si tiene un amigo del que no saben nada…

Max miró a su esposa. Era la primera vez que no parecía el cabeza de familia. Bev asintió con la cabeza. Max les dijo a Lynley y Havers que lo acompañaran.

Los llevó al piso de arriba, donde había tres dormitorios que daban a un sencillo rellano cuadrado. En una de las habitaciones, había dos literas contra la pared, una frente a la otra con una cómoda en medio. Encima de una de las literas un estante alto, clavado en la pared, contenía una colección de discos compactos y una pila ordenada de pequeñas gorras de béisbol. Habían retirado la cama de abajo y, en su lugar, habían hecho una guarida privada. Una parte estaba ocupada por ropa: pantalones anchos, deportivas, jerséis y camisetas de los artistas de rap americanos que había mencionado Bev Benton. La otra parte contenía diversas baldas metálicas baratas en las que, tras examinarlas, vieron que había novelas fantásticas. En el extremo más alejado de la guarida, había una pequeña cómoda. Todo aquello, según les dijo Max Benton, era de Davey.

Mientras Lynley y Havers se metían debajo, cada uno ocupándose de una parte distinta de la guarida, Max dijo en un tono que ya no sonaba autoritario sino desesperado y que encerraba mucho miedo:

– Tienen que decírmelo -dijo-. No estarían aquí a menos que hubiera algo más, ¿verdad? Entiendo por qué no querían decirlo delante de mi mujer y los pequeños, por supuesto. Pero ahora… Habrían mandado a policías de uniforme, no a ustedes.

Mientras Max Benton hablaba, Lynley había metido las manos en los bolsillos de los primeros pantalones. Pero lo dejó y salió de la guarida mientras Havers seguía buscando.

– Tiene razón -dijo-. Tenemos un cuerpo, señor Benton. Lo han encontrado en Queen's Wood, cerca de la estación de Highgate.

Max Benton flaqueó un poco, pero apartó a Lynley cuando éste quiso cogerlo del brazo y llevarlo a la cama inferior de la otra litera del cuarto.

– ¿Es Davey? -preguntó.

– Tendremos que pedirle que vea el cuerpo. Es la única forma de estar absolutamente seguros. Lo siento muchísimo.

– ¿Es Davey? -preguntó otra vez.

– Señor Benton, puede que no sea Davey.

– Pero ustedes creen… Si no, ¿por qué se molestarían en venir hasta aquí para ver sus cosas?

– Señor… -Desde la guarida, Havers habló. Lynley se volvió y vio que tenía algo en la mano para que lo examinara. Eran unas esposas, pero no de las normales. No eran de metal, sino de plástico resistente y brillaban bajo la luz tenue del colchón de arriba-. ¿Podrían ser…? -dijo Havers, pero Max Benton la interrumpió severamente:

– Le dije que las devolviera. Me dijo que lo había hecho. Me lo juró porque no quería que yo lo llevara para asegurarme de que las había devuelto.

– ¿A quién? -preguntó Havers.

– Las cogió de un tenderete del mercado de Stables, en Camden Lock. Me dijo que eran un regalo del dependiente, pero qué dependiente regala cosas a los chicos que merodean por allí, digo yo. Así que creí que las había robado y le dije que las devolviera de inmediato. El muy granuja debió de esconderlas.

– ¿Qué puesto del mercado? ¿Se lo dijo? -preguntó Lynley.

– Uno de magia, no sé cómo se llama el tipo. No me lo dijo, y yo no pregunté. Sólo le ordené que devolviera las esposas y que no volviera a coger cosas que no fueran suyas.

– ¿Un puesto de magia? -preguntó Barbara-. ¿Está seguro, señor Benton?

– Es lo que me dijo.

Entonces, Barbara salió de la guarida.

– ¿Podemos hablar, señor? -le dijo a Lynley. No esperó a que le respondiera. Salió del dormitorio y fue al rellano.

– Maldita sea. Puede que me equivocara -le dijo lacónicamente y en voz baja-. Estrechez de miras, o como quiera llamarlo.

– Havers, no es momento de compartir tus revelaciones -dijo Lynley.

– Espere. He pensado desde el principio que se trataba de Coloso, pero nunca pensé en la magia. ¿A qué chico de quince años o menos no le gusta la magia? No, señor. Espere -dijo cuando Lynley iba a dejarla con su monólogo interior-. La Nube de Wendy está en el mercado de Camden Lock, justo al lado del Stables. Lo que pasa es que Wendy está colocada casi todo el tiempo y no sabe decir qué vende o cuándo lo vende. Pero ha tenido aceite de ámbar gris en el pasado, lo sabemos, y después de hablar con ella el otro día, volvía a mi coche y vi a un tipo en el Stables…

– ¿Qué tipo?

– Estaba descargando cajas. Las llevaba a un puesto de magia o algo parecido y era mago. Es lo que me dijo. No puede haber más de uno en el Stables, ¿verdad? Y escuche esto, señor: conducía una furgoneta.

– ¿Roja?

– Púrpura, pero a la luz de una farola a las tres de la mañana o cuando fuera… Estás junto a la ventana; ves algo fugazmente. Ni siquiera piensas en ello porque, después de todo, es una ciudad enorme y ¿por qué iba alguien a fijarse en una furgoneta que está en la calle a las tres de la madrugada?

– ¿Había letras en la furgoneta?

– Sí. Era un anuncio de un mago.

– No es lo que estamos buscando, Havers. No es lo que vimos en la grabación de la cámara de circuito cerrado de Saint George's Gardens.

– Pero no sabemos qué era esa furgoneta, la de Saint George's Gardens. Podía ser el vigilante que abría, o alguien que estaba reparando algo.

– ¿A las tres de la mañana? ¿Con una herramienta de aspecto sospechoso que podría haber partido perfectamente el candado de la verja? Havers…

– Espere, por favor. Por lo que sabemos, podría haber una explicación lógica que se aclarará en otro momento. Maldita sea, quizá el tipo tenía que realizar un trabajo legítimo en el parque y lo que usted creía que era una herramienta era algo que tenía que ver con ese trabajo. Podía estar haciendo cualquier cosa: reparando algo, meando, repartiendo temprano el periódico, probando un nuevo tipo de camioneta para el reparto de leche; cualquier cosa. Lo que digo es…

– Muy bien, sí, ya lo veo.

Barbara siguió hablando como si Lynley aún no estuviera convencido.

– Y yo hablé con el tipo. Con el mago. Lo vi. Así que si el cuerpo de Queen's Wood es el de Davey y si el tipo al que vi es a quien Davey le mangó las esposas… -Dejó que Lynley acabara el pensamiento.

Y así lo hizo, rápidamente.

– Será mejor que tenga coartada para anoche. Sí, muy bien, Barbara. Ya veo cómo lo relacionas todo.

– Y es él, señor. Es Davey. Lo sabe.

– ¿El cuerpo? Sí, creo que sí; pero no podemos saltarnos los trámites. Yo me ocuparé.

– ¿Y yo voy…?

– Ve al mercado de Stables. Establece la conexión entre Davey y el mago si puedes. En cuanto lo hagas, llévalo a Scotland Yard para interrogarlo.

– Creo que nuestra suerte acaba de cambiar, señor.

– Espero que tengas razón -contestó Lynley.

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