A pesar de lo temprano que se despertó la mañana siguiente, Lynley vio que su mujer ya estaba levantada. La encontró en el lugar que iba a ser el cuarto de su hijo, donde el amarillo, el blanco y el verde eran los colores elegidos, una cuna y un cambiador constituían los muebles que les habían entregado por el momento, y fotografías recortadas de revistas y catálogos indicaban dónde iría colocado todo lo demás: un armario para guardar los juguetes aquí, una mecedora allí y una cómoda que todos los días movían del punto A al punto B. En su cuarto mes de embarazo, Helen no dejaba de cambiar de opinión sobre el cuarto de su hijo.
Estaba delante del cambiador, masajeándose la parte baja de la espalda. Lynley se acercó a ella y le apartó el pelo de la nuca para dejar un sitio desnudo para su beso. Ella se recostó en él.
– ¿Sabes, Tommy? Nunca imaginé que la paternidad inminente fuera un suceso tan político.
– ¿Eso crees? ¿Por qué?
Señaló la superficie del cambiador. Lynley vio que encima estaban los restos del envoltorio de un paquete. Era obvio que había llegado por correo el día anterior y Helen lo había abierto y había extendido el contenido sobre el cambiador. Consistía en prendas blancas para el bautizo de un bebé: faldón, chaquetita y gorrito. Lynley cogió el envoltorio postal de la caja. Vio el nombre y la dirección del remitente. Daphne Amalfini, leyó. Vivía en Italia: una de las cuatro hermanas de Helen.
– ¿Qué pasa? -dijo.
– Se están trazando las líneas de batalla. Detesto decírtelo, pero me temo que tendremos que posicionarnos pronto.
– Ah. Vale. ¿Supongo que esto…? -Lynley señaló la ropita recientemente desempaquetada.
– Sí. Lo manda Daphne. Con una nota bastante tierna, por cierto, pero está claro el mensaje que nos está enviando. Sabe que tu hermana debe de habernos enviado el traje de bautizo ancestral de la familia Lynley, al ser por ahora el único Lynley que va a reproducirse en la presente generación. Pero parece que Daphne piensa que cinco hermanas Clyde procreando como conejos es razón suficiente para que la ropa de la familia Clyde sea apropiada para el bautizo. No, no es eso. No es que sea apropiada para el bautizo. Más bien será el traje obligatorio para el bautizo. Todo esto es ridículo, lo sé, créeme, pero es de esos rollos familiares que acaba saliéndose de madre si no se sabe manejar correctamente. -Lo miró y le ofreció una sonrisa extravagante-. Es totalmente estúpido, ¿verdad? No puede compararse con lo que te enfrentas tú. ¿A qué hora llegaste anoche a casa? ¿Viste que te dejé la cena en la nevera?
– He pensado comérmela para desayunar, en realidad.
– ¿Pollo al ajillo para llevar?
– Bueno, quizá no.
– Entonces, ¿te gustaría aportar alguna sugerencia respecto a la ropa del bautizo? Y no sugieras que no bauticemos al niño, porque no quiero ser responsable de que a mi padre le dé un ataque.
Lynley pensó en la situación. Por un lado, la ropa de bautizo de su familia había guiado a la cristiandad a cinco generaciones de bebés Lynley, si no a seis, así que era una tradición usarlas.
Por otro lado, a decir verdad, empezaba a notarse que cinco o seis generaciones de bebés Lynley habían llevado esa ropa. Y aún por otro lado -imaginando que esta cuestión pudiera tener tres lados-, todos los niños de las cinco hermanas Clyde habían llevado la ropa más reciente de la familia Clyde y, por lo tanto, se estaba iniciando una tradición que sería bonito mantener. Así que… ¿Qué debían hacer?
Helen tenía razón. Era justo la clase de situación idiota que sacaba de quicio a todo el mundo. Hacía falta encontrar una solución diplomática.
– Podemos decir que Correos perdió los dos paquetes -propuso Lynley.
– No tenía ni idea de que fueras un cobarde moral. Tu hermana ya sabe que el suyo ha llegado y, de todos modos, yo miento fatal.
– Pues te dejo que idees una solución salomónica.
– Sería una buena posibilidad, ya que lo mencionas -observó Helen-. Cogemos las tijeras y cortamos con cuidado cada traje por la mitad. Luego aguja e hilo, y todo el mundo contento.
– E inauguramos otra tradición por si fuera poco.
Contemplaron los dos trajes de bautizo y luego se miraron. Helen tenía una mirada maliciosa. Lynley se rió.
– No nos atreveremos -dijo-. Encontrarás una solución, como sólo tú puedes hacerlo.
– ¿Dos bautizos, entonces?
– Vas por buen camino.
– ¿Y tú adonde vas? Te has levantado temprano. Nuestro Jasper Félix me ha despertado con sus ejercicios gimnásticos ahí dentro. ¿Tú qué excusa tienes?
– Me gustaría frenar a Hillier si puedo. El departamento de prensa va a convocar una reunión con los medios de comunicación, y Hillier quiere que Winston esté presente, justo a su lado. No podré convencerle de que no lo haga, pero al menos espero conseguir que sea discreto.
Mantuvo esa esperanza durante todo el trayecto hasta New Scotland Yard. Sin embargo, una vez allí, pronto vio que fuerzas superiores incluso al subinspector Hillier habían entrado en juego; Stephenson Deacon, jefe del departamento de prensa y hombre decidido a justificar su trabajo actual y posiblemente toda su carrera, había hecho grandes planes. Y lo hacía orquestando la primera reunión del subinspector con la prensa, que al parecer no sólo contaba con la presencia de Winston Nkata al lado de Hillier, sino también con una tarima delante de una lona con la bandera del Reino Unido cerca, drapeada ingeniosamente, así como informes detallados para la prensa con una cantidad mareante de desinformación. Al fondo de la sala de conferencias, alguien también había dispuesto una mesa que tenía toda la pinta de estar destinada a un refrigerio.
Lynley examinó todo esto con tristeza. Cualquier esperanza que albergara de convencer a Hillier para que enfocara el caso de un modo más sutil se había perdido del todo. Ahora, la Dirección de Asuntos Públicos estaba metida, y esa división de la policía metropolitana informaba no al subinspector Hillier sino a su superior, el ayudante del inspector jefe. Los subordinados -Lynley entre ellos- pasaban a ser una pieza más del vasto engranaje de las relaciones públicas. Lynley se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer era proteger tanto como pudiera a Nkata de la atención de los medios.
El nuevo sargento ya estaba allí. Le habían dicho dónde sentarse cuando la rueda de prensa comenzara y qué decir si le hacían alguna pregunta. Lynley lo encontró echando humo en el pasillo. El acento caribeño, herencia de su madre antillana, siempre aparecía en momentos de estrés. La c se convertía en una s. «Socio» -pronunciado sosio- era la interjección elegida.
– No me metí en esto para ser un monito de feria -dijo Nkata-. Mi trabajo no consiste en que mi madre encienda la tele y vea mi careto en la pantalla. Ese cree que soy tonto, eso es lo que cree. Estoy aquí para decirle que no lo soy.
– Esto no lo decide Hillier -dijo Lynley, saludando con la cabeza a uno de los técnicos de sonido que entraba en la sala de conferencias-. Mantén la calma y aguántalo por el momento, Winnie. Será ventajoso para ti a largo plazo, dependiendo de lo que quieras hacer con tu carrera.
– Pero ya sabe por qué estoy aquí. Ya lo sabe, maldita sea.
– Atribúyeselo a Deacon -dijo Lynley-. El departamento de prensa es lo bastante cínico como para pensar que la gente llegará al instante a una conclusión predeterminada cuando te vea en la tarima codo con codo con un subinspector de la Met. En estos momentos, Deacon es lo bastante arrogante como para pensar que tu aparición acallará las especulaciones de la prensa. Pero nada de esto es un reflejo de ti, ni personal ni profesionalmente. Debes recordarlo para superar esto.
– ¿Sí? Pues no me lo creo, socio. Y si hay especulaciones en la calle, será por algo. ¿Cuántos muertos más harán falta? Que un negro mate a otro negro sigue siendo eso: delincuencia. Casi nadie quiere investigarlo. Y si al final resulta que es un blanco que mata a negros y no se le ha prestado la atención debida, ponerme a mí de mano derecha de Hillier cuando nosotros dos sabemos que no me habría ascendido si las circunstancias fueran distintas… -Nkata hizo una pausa para tomar aire mientras parecía buscar el discurso preciso para expresar sus observaciones.
– El asesinato como política -dijo Lynley-. Sí. Así es. ¿Es repugnante? Sin duda. ¿Es cínico? Sí. ¿Desagradable? Sí. ¿Maquiavélico? Sí. Pero al fin y al cabo, no quiere decir que tú no tengas que ser, o seas, un buen policía.
Entonces, Hillier salió de la sala. Parecía satisfecho con lo que fuera que Stephenson Deacon había preparado para la reunión informativa con la prensa.
– Compraremos como mínimo cuarenta y ocho horas en cuanto nos hayamos reunido con ellos -le dijo a Lynley y a Nkata-. Winston, recuerda tu parte.
Lynley esperó a ver cómo reaccionaba Winston. Dicho sea en su honor, sólo asintió con la cabeza de modo neutral. Pero cuando Hillier se marchó en dirección a los ascensores, le dijo a Lynley:
– Estamos hablando de críos. Críos muertos, socio. -Winston -dijo Lynley-, ya lo sé.
– ¿Qué está haciendo Hillier, entonces?
– Creo que está posicionando a los periódicos para que se den un batacazo.
Nkata miró hacia la dirección que había tomado Hillier.
– ¿Cómo va a conseguirlo?
– Esperando el tiempo suficiente a que expongan su parcialidad antes de hablar con ellos. Sabe que los periódicos se enterarán de que las víctimas anteriores eran negras y mestizas y que, cuando lo hagan, comenzarán a pedir nuestras cabezas. ¿Qué hacíamos? ¿Nos echamos a la bartola? Etcétera, etcétera. En ese punto, contraatacará preguntándose hipócritamente por qué ellos han tardado tanto en publicar lo que la poli sabía, y contó a la prensa desde el principio. Esta última muerte es portada de todos los periódicos. Es casi la primera noticia del telediario de la noche. Pero ¿y las demás?, preguntará. ¿Por qué no se las consideró historias de primera plana?
– Entonces, Hillier va a tomar la ofensiva -dijo Nkata.
– Por eso es bueno en lo suyo, la mayoría de las veces.
Nkata parecía indignado.
– Si los cuatro chicos asesinados en distintas zonas de la ciudad hubieran sido blancos, la colaboración entre las comisarías habría sido estrechísima desde el primer momento, joder.
– Seguramente.
– Entonces…
– No podemos corregir sus errores, Winston. Podemos despreciarlos e intentar cambiarlos para el futuro. Pero no podemos volver atrás y hacer que las cosas sean distintas.
– Podemos evitar que corran un tupido velo sobre el asunto.
– Podríamos defender esa causa. Sí. Estoy de acuerdo. -Y cuando Nkata comenzó a decir más, Lynley siguió hablando-: Pero mientras lo hacemos, un asesino seguirá matando. Así que, ¿qué ganamos? ¿Hemos resucitado a los muertos? ¿Llevado a alguien ante la justicia? Créeme, Winston, los periodistas se recuperarán pronto de las acusaciones de Hillier sobre que ellos han hecho peor las cosas y cuando eso pase, se le echarán encima como fieras. Mientras tanto, tenemos que ocuparnos como es debido de cuatro asesinatos y no seremos capaces de hacerlo si no contamos con la colaboración de esas mismas brigadas policiales a las que quieres acusar públicamente de racistas y corruptos. ¿Tiene sentido para ti?
Nkata pensó en ello.
– Quiero tener un papel de verdad en este caso -dijo al fin-. No pienso ser el chico de Hillier para las ruedas de prensa, socio.
– Lo entiendo y estoy de acuerdo -dijo Lynley-. Ahora eres sargento. Nadie va a olvidarlo. Pongámonos a trabajar.
A poca distancia del despacho de Lynley se había instalado el centro de coordinación, donde agentes de policía de uniforme estaban ya sentados a los ordenadores, registrando la información que entraba a petición de Lynley procedente de las jurisdicciones policiales donde se habían hallado los primeros cuerpos. Había tableros con fotografías de las escenas de los crímenes junto a un gran esquema con los nombres de los miembros del equipo y los números de identificación de las tareas que tenían asignadas. Los técnicos habían instalado tres vídeos para que alguien pudiera visionar todas las cintas relevantes de las cámaras de circuito cerrado -donde las hubiera y si las había- de todas las zonas donde aparecieron los cuerpos, por lo que el suelo estaba lleno de cables. Los teléfonos ya sonaban. Al mando, en aquel momento, estaba el antiguo compañero de Lynley, el detective John Stewart, y dos agentes. Aquél ya estaba sentado a una mesa organizando todo compulsivamente.
Cuando Lynley y Nkata entraron, Barbara Havers subrayaba hojas de datos con un rotulador amarillo. Junto al codo tenía un paquete abierto de pastelitos de mermelada de fresa Mr. Kipling y una taza de café, que se acabó con una mueca y las palabras «Mierda, está frío», tras lo cual miró con ansia un paquete de Players medio enterrado debajo de un fajo de listados.
– Ni se te ocurra -le dijo Lynley-. ¿Qué tienes de la Unidad de Protección Infantil?
Barbara dejó el rotulador y ejercitó los músculos de los hombros.
– No querrá que la prensa tenga acceso a este dato.
– Buen comienzo -comentó Lynley-. A por él, entonces.
– Repasando los últimos tres meses, el índice juvenil y Desaparecidos juntos registraron mil quinientos setenta y cuatro nombres.
– Mierda.
Lynley cogió las hojas de datos y las fue pasando con impaciencia. Al otro lado de la sala, el detective Stewart colgó el teléfono y acabó de tomar nota.
– Si quiere saber mi opinión -dijo Havers-, parece que las cosas no han cambiado mucho desde la última vez que la Unidad de Protección Infantil se enfrentó a la prensa por no tener actualizados sus sistemas. Cabría pensar que no querrían volver a quedar en ridículo.
– Pues sí -asintió Lynley.
Por norma, los nombres de los niños cuya desaparición se denunciaba se introducían en el sistema de inmediato. Pero, a menudo, cuando se encontraba al niño, su nombre no se borraba del sistema. Ni tampoco era eliminado necesariamente cuando el niño, que en un principio se creía desaparecido, acababa en un centro de menores o al cuidado de los servicios sociales. Era un caso de falta de coordinación, y ese tipo de ineficacia por parte de Desaparecidos había provocado que se atascara más de una investigación.
– Sé lo que significa esa cara -le dijo Havers a Lynley, pero es imposible que pueda hacerlo sola. ¿Más de mil quinientos nombres? Cuando los haya revisado todos, este tipo ya… -Señaló con la cabeza las fotografías colgadas en el tablero-. Ya se habrá cargado a otros siete.
– Tendrás ayuda -dijo Lynley-. ¿John? Que más agentes se pongan con esto -le dijo a Stewart-. Asigna la mitad de los teléfonos a comprobar si estos chicos han aparecido desde que desaparecieron, y que la otra mitad de los agentes mire si alguno de los cadáveres se corresponde con las descripciones del papeleo, cualquier dato remotamente posible que pueda permitirnos relacionar un nombre con un cuerpo. ¿Qué dice Antivicio del cadáver más reciente? ¿Ha dicho algo la comisaría de Theobald's Road sobre el chico de Saint George's Gardens? ¿Y la de King's Cross? ¿Y la de Tolpuddle Street?
El detective Stewart cogió una libreta.
– Según Antivicio, la descripción no coincide con ningún chico que se haya dedicado a la prostitución últimamente. Entre los habituales, no ha desaparecido nadie. De momento.
– Consulta también con las brigadas de antivicio de las comisarías donde se hallaron los otros cuerpos -le dijo Lynley a Havers-. A ver si encuentras una correspondencia con alguien cuya desaparición se denunciara allí. -Fue hacia el tablero, donde miró las fotos de la víctima más reciente. John Stewart se unió a él. Como siempre, el detective era una combinación de energía nerviosa y obsesión por los detalles. La libreta que llevaba estaba abierta por un esquema que había hecho utilizando varios colores cuyo significado sólo conocía él.
– ¿Qué nos han dicho los del otro lado del río? -le preguntó Lynley.
– Aún nada -dijo Stewart-. He consultado con Dee Harriman no hará ni diez minutos.
– Tienen que analizarnos el maquillaje que llevaba el chico, John. A ver si podemos averiguar el fabricante. Podría ser que nuestra víctima no se maquillara él mismo. Si así fuera y si el maquillaje no es de los que puede comprarse en todos los Boots de la ciudad, el punto de venta podría llevarnos en la dirección correcta. Mientras tanto, comprueba las salidas recientes de la cárcel y de los hospitales mentales. También de todos los centros de menores que haya en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Ten presente que esto funciona en las dos direcciones.
– ¿En las dos direcciones? -Stewart levantó la vista de su escritura frenética.
– Nuestro asesino podría haber salido de uno. Pero también nuestras víctimas. Y hasta que tengamos identificados a los cuatro chicos, no sabremos exactamente a qué nos enfrentamos, excepto lo que ya es obvio.
– A un cabrón enfermo.
– Hay suficientes pruebas en el último cuerpo como para dar fe de ello -asintió Lynley. Su mirada se posó sobre esas pruebas justo al pronunciar aquellas palabras, como si se hubiera sentido atraído hacia ellas sin quererlo: la larga incisión post mórtem en el torso, el símbolo dibujado con sangre en la frente, el ombligo arrancado y lo que no vieron ni fotografiaron hasta que movieron el cuerpo por primera vez: las palmas de las manos quemadas tan a conciencia que la carne estaba negra.
Desvió la mirada hacia la lista de tareas que ya había asignado la larga noche anterior al crear el equipo: había hombres y mujeres llamando a las puertas de las inmediaciones de los lugares donde se habían hallado cada uno de los tres primeros cuerpos; también había agentes estudiando detenciones previas para ver si se había registrado algún delito menor que llevara el sello de una conducta agresiva que pudiera desembocar en asesinatos como los que ahora tenían entre manos. Todo eso estaba bien, pero también había que investigar el taparrabos que vestía el último cuerpo, ocuparse de la bicicleta y las piezas de plata que se habían dejado en la escena, triangular y analizar todas las escenas de los crímenes, comprobar a todos los delincuentes sexuales y sus coartadas y examinar el resto del país para ver si había asesinatos similares sin resolver. Sabían que ellos tenían cuatro, pero existía la posibilidad de que tuvieran catorce. O cuarenta.
En aquellos momentos, había dieciocho detectives y seis agentes trabajando en el caso, pero Lynley sabía sin género de dudas que iban a necesitar más. Sólo había un modo de conseguirlos.
A sir David Hillier, pensó Lynley con sarcasmo, la idea iba a encantarle y molestarle por igual. Estaría contentísimo de poder anunciar a la prensa que treinta agentes más trabajaban en el caso. Pero le fastidiaría muchísimo tener que autorizar las horas extras para todos ellos.
Sin embargo, aquélla era la suerte de Hillier en la vida. Así eran las desventajas de la «ambicicletaón».
La tarde siguiente, Lynley ya había recibido del S07 las autopsias completas de las tres primeras víctimas y la información preliminar post mórtem del asesinato más reciente. Sumó los datos a un grupo más de fotografías de las cuatro escenas del crimen.
Guardó el material en el maletín, se dirigió al coche y se marchó de Victoria Station envuelto en una neblina poco densa que venía del Támesis. El tráfico se detenía y avanzaba, pero cuando por fin llegó a Millbank, contempló el río… o lo que podía ver de él, que prácticamente sólo era el muro construido a lo largo de la acera y las viejas farolas de hierro que iluminaban la penumbra.
Giró a la derecha cuando llegó a Cheyne Walk, donde encontró un sitio para aparcar que dejó libre alguien que se iba del King's Head and Eight Bells al final de Cheyne Row. De ahí a la casa que había en la esquina de esa calle con Lordship Place había poco. Al cabo de cinco minutos tocaba el timbre.
Esperó el ladrido de un teckel de pelo largo muy protector, pero no lo oyó. Le abrió la puerta una mujer alta y pelirroja con unas tijeras en una mano y un ovillo de cinta amarilla en la otra. Se le iluminó el rostro cuando lo vio.
– ¡Tommy! -dijo Deborah St. James-. Llegas en el momento perfecto. Necesitaba ayuda y aquí estás.
Lynley entró en la casa, se quitó el abrigo y dejó el maletín junto al paragüero.
– ¿Qué clase de ayuda? ¿Dónde está Simón?
– Ya me está haciendo otra cosa. Y a los maridos no se les puede pedir mucha ayuda si no quieres que se larguen con la fulana de turno del pub.
Lynley sonrió.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Acompáñame.
Lo llevó al comedor, donde estaba encendida una vieja araña de bronce que colgaba sobre una mesa llena de materiales para envolver regalos.
Una gran caja estaba ya alegremente empaquetada, y parecía que Lynley había sorprendido a Deborah diseñando un complicado lazo para rematarla.
– Esto no es mi fuerte -dijo Lynley.
– Tranquilo, ya está todo planeado -le informó Deborah-. Sólo tendrás que pasarme el celo y presionar donde te indique. No puedes hacerlo mal. He empezado con el amarillo, pero quiero añadir verde y blanco.
– Son los colores que Helen ha escogido… -Lynley se detuvo-. ¿Es para ella? ¿Para nosotros, por casualidad?
– Qué vulgar eres, Tommy -dijo Deborah-. No pensaba que fueras de los que intentan sonsacar información sobre un regalo. Toma, coge el lazo. Voy a necesitar tres tiras de un metro cada una. ¿Qué tal el trabajo, por cierto? ¿Por eso has venido? Imagino que querías ver a Simón.
– Con Peach me bastará. ¿Dónde está?
– Paseando -dijo Deborah-. No le apetecía por el tiempo. La ha sacado papá, pero imagino que estarán peleando por ver quién pasea a quién. ¿No los has visto?
– Ni rastro.
– Entonces, será que Peach ha ganado. Imagino que estarán en el pub.
Lynley miró cómo Deborah enrollaba las tiras de cinta las unas con las otras. Estaba concentrada en su diseño, lo que le dio la oportunidad de concentrarse en ella, su ex amante, la mujer que debía haber sido su esposa. Se había encontrado cara a cara con un asesino hacía poco y aún no tenía curados del todo los puntos que le cosían la cara. Una cicatriz le recorría la mandíbula y, típico de Deborah (que siempre había sido una mujer carente de vanidad), no hacía nada por ocultarla.
Deborah levantó la cabeza y lo pilló observándola.
– ¿Qué? -dijo.
– Te quiero -le dijo Lynley con franqueza-. No igual que antes. Pero ahí está.
Sus rasgos se suavizaron.
– Yo también te quiero, Tommy. Hemos pasado a otro nivel, ¿verdad? Estamos en un territorio nuevo, pero aun así nos resulta familiar.
– Exactamente.
Entonces oyeron unos pasos en el pasillo, y su naturaleza irregular identificó al marido de Deborah, que apareció en la puerta del comedor con un fajo de grandes fotografías en las manos.
– Tommy, hola. No te he oído llegar -dijo.
– Peach no está -dijeron Deborah y Lynley a la vez y se echaron a reír afablemente.
– Sabía que ese perro servía para algo. -Simón St. James se acercó a la mesa y dejó las fotografías encima-. No ha sido una elección fácil -le dijo a su mujer
St. James se refería a las fotografías que, por lo que Lynley podía ver, tenían todas el mismo tema: un molino de viento en un paisaje formado por un campo, árboles y laderas al fondo y, en primer plano, una cabaña medio en ruinas.
– ¿Puedo…? -preguntó y, cuando Deborah asintió con la cabeza, miró las fotografías con más detenimiento. Vio que la exposición era un poco distinta en cada una, pero lo extraordinario era el modo en que el fotógrafo había logrado captar todas las variaciones de luces y sombras sin perder la definición de ningún tema.
– Me gusta esa en la que realzas la luz de la luna sobre las aspas del molino -le dijo St. James a su mujer.
– A mí también me parece la mejor. Gracias, cariño. Siempre eres mi mejor crítico. -Deborah acabó con el lazo y le pidió ayuda a Lynley con el celo. Cuando acabó, retrocedió unos pasos para admirar su trabajo, tras lo cual cogió un sobre sellado que estaba en un aparador y lo colocó en su sitio en el paquete. Se lo entregó a Lynley y le dijo-: Con todo nuestro cariño más sincero, Tommy.
Lynley sabía el camino que había recorrido Deborah para ser capaz de pronunciar esas palabras. Tener un hijo propio era algo que le había sido negado. No sería tarea fácil para ella celebrar la futura alegría de otra persona.
– Gracias. -Vio que la voz le salía más ronca de lo normal-. A los dos.
Hubo un momento de silencio entre ellos, que St. James rompió:
– Creo que esto merece una copa -dijo alegremente.
Deborah dijo que iría con ellos en cuanto hubiera arreglado el desorden del comedor. St. James condujo a Lynley a su estudio, que estaba al final del pasillo y daba a la calle. Lynley cogió el maletín de la entrada y en su lugar dejó el paquete envuelto. Cuando se reunió con su viejo amigo, St. James estaba en el mueble-bar que había debajo de la ventana, con una licorera en la mano.
– ¿Jerez? -le preguntó-. ¿O whisky?
– ¿Ya te has acabado el Lagavulin?
– Es demasiado difícil de conseguir. Me estoy controlando.
– Te echaré una mano.
St. James sirvió dos whiskys y añadió un jerez para Deborah, que dejó en el mueble-bar. Se acercó a Lynley, que estaba junto a la chimenea, y se acomodó en uno de los dos viejos sillones de piel que había a un lado del fuego, un movimiento difícil para él, debido al aparato ortopédico que llevaba hacía años en la pierna izquierda.
– He comprado el Evening Standard esta tarde. Parece un asunto desagradable, Tommy, si he leído bien entre líneas -le dijo.
– Así que sabes por qué he venido.
– ¿Quién trabaja contigo en el caso?
– Los sospechosos habituales. Ando tras una autorización para añadir gente al equipo. Hillier me la dará, a regañadientes, pero ¿qué otra opción le queda? Necesitaríamos cincuenta agentes, pero con suerte acabaremos teniendo treinta. ¿Nos ayudarás?
– ¿Esperas que Hillier autorice mi participación?
– Me da la sensación de que te recibirá con los brazos abiertos. Necesitamos tu pericia, Simón, y el departamento de prensa estará encantado con que Hillier anuncie a los medios la participación de un científico forense independiente. Simón Allcourt St. James, ex miembro de la policía metropolitana, ahora perito, profesor universitario, conferenciante, etcétera. Justo el tipo de cosa que sirve para recuperar la confianza de la gente. Pero no te sientas presionado.
– ¿Qué haría? Mis días de investigar escenas del crimen quedan lejos. Y Dios quiera que no tengáis más.
– Serías nuestro asesor. No voy a mentirte: afectará a todos tus otros trabajos. Pero intentaría consultarte lo mínimo.
– Déjame ver lo que tienes, entonces. ¿Has traído copias de todo?
Lynley abrió el maletín y le entregó lo que había conseguido antes de irse de Scotland Yard. St. James dejó los papeles a un lado y examinó las fotografías. Silbó silenciosamente:
– ¿No pensaron en un asesino en serie de inmediato? -le preguntó a Lynley cuando por fin levantó la cabeza.
– Veo que entiendes el problema.
– Pero todos tienen las marcas de un ritual. Sólo las manos quemadas…
– Sólo en las últimas tres víctimas.
– Aun así, con las similitudes que hay en la colocación de los cuerpos es como ir pregonando que se trata de asesinatos en serie.
– Respecto al último… – ¿el cuerpo de Saint George's Gardens?-, la jefa de la comisaría local lo catalogó de asesinato en serie al instante.
– ¿Y los demás?
– Cada cuerpo apareció en una jurisdicción distinta. En todos los casos, parece que la policía siguió los trámites de una investigación, pero también parece que no tuvieron ningún problema en calificarlas de muertes aisladas. Asesinatos relacionados con guerras entre bandas por la raza de las víctimas y por el estado de los cadáveres, marcados de algún modo con la firma de una banda, como advertencia para las otras.
– Eso son chorradas.
– No los excuso.
– Qué pesadilla para las relaciones públicas de la Met.
– Sí. ¿Nos ayudarás?
– ¿Puedes acercarme la lupa de la mesa? Está en el cajón de arriba.
Lynley lo hizo. Dentro de una bolsa de gamuza había una lupa, se la llevó a su amigo y lo observó mientras estudiaba las fotografías de los cadáveres con más detenimiento. Dedicó la mayor parte del tiempo al crimen más reciente y examinó largamente el rostro de la víctima antes de hablar. Incluso entonces, pareció que hablaba más consigo mismo que con Lynley.
– La incisión en el abdomen que presenta el último cuerpo es post mórtem, obviamente -dijo-. Pero ¿las quemaduras de las manos…?
– Se las hizo antes de que muriera -Lynley asintió.
– Es muy interesante, ¿verdad? -St. James alzó la vista un momento, pensativo, la mirada perdida en la ventana, antes de examinar la víctima número cuatro otra vez-. No es un experto manejando el cuchillo. No vaciló sobre dónde cortar, pero le sorprendió descubrir que no era fácil.
– Entonces no se trata de un estudiante de medicina ni de un médico.
– No lo creo.
– ¿Qué clase de instrumento usó?
– Le bastó con un cuchillo muy afilado. Un cuchillo de cocina, quizá. Eso y una fuerza considerable, dado todos los músculos abdominales afectados. Y crear esta abertura… No pudo ser fácil. Es bastante fuerte.
– Ha arrancado el ombligo, Simón. En el último cuerpo.
– Qué horror -admitió St. James-. Se diría que ha realizado la incisión sólo para obtener la sangre suficiente para hacerle la marca en la frente, pero arrancar el ombligo descarta esta teoría, ¿no crees? ¿Qué piensas de la marca de la frente, por cierto?
– Obviamente, es un símbolo.
– ¿La firma del asesino?
– Diría que sí, en parte. Pero es más que eso. Si todo el crimen forma parte de un ritual…
– Y es lo que parece, ¿verdad?
– Yo diría entonces que se trata de la parte final de la ceremonia. Un punto final antes de que muera la víctima.
– Entonces, está diciendo algo.
– Sin duda.
– Pero ¿a quién? ¿A la policía que no ha captado que un asesino en serie anda suelto? ¿A la víctima a la que acaba de someter a un juicio real a sangre y fuego? ¿A otra persona?
– Ésa es la cuestión, ¿no?
St. James asintió con la cabeza. Dejó las fotografías a un lado y cogió el whisky.
– Pues empezaré por ahí -dijo.