Aunque Robbie Kilfoyle, con su gorra de Eurodisney, no lo hubiera mencionado, Barbara Havers se habría dado cuenta de que pasaba algo entre Griffin Strong y Ulrike unos quince segundos después de verlos juntos. No podía decir si se trataba de un mero caso de amor angustiado, de un flirteo en la cafetería o de la práctica del Kama Sutra bajo las estrellas. Tampoco podía distinguir si se trataba de una calle de sentido único, en la que Ulrike conducía un coche que no iba a ningún lugar. Pero sólo algún tipo de vida alienígena sordomuda podría haber negado que había algo entre ellos; algún tipo de carga eléctrica que, por norma general, se traducía en cuerpos desnudos e intercambios de gemidos y fluidos corporales, aunque podía tratarse de cualquier cosa entre un apretón de manos y el acto primario.
Fue la directora de Coloso en persona quien llevó a Griffin Strong al encuentro de Barbara. Al presentarlos, el modo en que dijo su nombre -por no hablar de cómo lo miraba, con una expresión no muy distinta de la que Barbara notaba que se le quedaba a ella ante un pastel de queso decorado con fruta- desvelaba con luces de neón cualquier secreto que ella o los dos estuvieran supuestamente ocultando. Y quedaba claro que tenía que haber un secreto. No era sólo que Robbie Kilfoyle hubiera empleado la palabra esposa en relación con Strong, sino que éste llevaba una alianza del tamaño de un neumático de camión. Lo que, de por sí, no era mala idea, pensó Barbara. Strong era el tipo más guapo que había visto andando tranquilamente por las calles de Londres. No había duda de que le hacía falta algo para ahuyentar las manadas de féminas, a las que probablemente la mandíbula les colgaba hasta el pecho cuando pasaba por su lado. Más que parecer una estrella de Hollywood, parecía un dios.
Como Barbara también pudo observar, parecía incómodo. No sabía si eso contaba a su favor o lo señalaba para una investigación posterior.
– Ulrike me ha contado lo de Kimmo Thorne y Sean Lavery -dijo-. Quizá ya lo sepa: los dos eran míos. Sean estuvo en orientación conmigo unos diez meses, y Kimmo lo estaba ahora. Informé de inmediato a Ulrike cuando él, Kimmo, no apareció. Evidentemente, no sabía que Sean no se había presentado, puesto que ya no estaba en mi grupo.
Barbara asintió. «Muy servicial», pensó. Y ese dato sobre Sean era un detalle interesante.
Le preguntó si podían hablar en algún otro sitio. Que Ulrike Ellis estuviera pendiente de lo que decían no era precisamente lo que más le convenía. Strong le dijo que compartía despacho con otros dos orientadores. Hoy habían salido con sus chicos, así que si lo acompañaba podrían tener un poco de intimidad. No disponía de mucho tiempo porque tenía que llevar a unos chicos de excursión al río. Lanzó una mirada a Ulrike e hizo una señal a Barbara para que le siguiera.
Barbara intentó interpretar esa mirada y la sonrisa nerviosa con la que le temblaron los labios a Ulrike al captar la mirada de él. «Tú y yo, nena. Es nuestro secreto, cariño. Después hablamos. Quiero desnudarte. Rescátame dentro de cinco minutos, por favor.» Las posibilidades parecían infinitas.
– Llámeme Griff -dijo.
Barbara siguió a Griffin Strong a un despacho que se encontraba enfrente de la recepción. Lo habían decorado según el mismo principio que el de Ulrike: muchas cosas para poco espacio. Estantes, archivadores, una mesa compartida. De las paredes colgaban pósteres, cuyo objetivo era influir positivamente en los chicos: jugadores de fútbol con peinados extravagantes que fingían leer a Charles Dickens y cantantes de pop haciendo treinta segundos de servicios públicos en cocinas comunitarias. A su lado había pósteres de Coloso. En ellos aparecía el emblema ya conocido, ese gigante que se dejaba utilizar por los más pequeños y menos afortunados.
Strong se dirigió a uno de los archivadores y buscó en un cajón repleto hasta sacar dos expedientes. Tras consultarlos, le contó que Kimmo Thorne había llegado a Coloso a través de Menores, por tener debilidad por vender mercancía robada. A Sean lo habían mandado los servicios sociales, por algo relacionado con la apropiación de una bicicleta de montaña.
Otra vez demostrando ser servicial. Strong guardó las carpetas y volvió a la mesa, se sentó y se frotó la frente. -Parece cansado -observó Barbara.
– Tengo un bebé que tiene cólicos -dijo-, y una esposa que tiene depresión posparto. Voy tirando, pero justito.
Eso explicaba, al menos en parte, lo que estuviera pasando entre Ulrike y él, pensó Barbara. Se trataba de un caso de pobre marido incomprendido y desatendido que tenía un lo que sea extramarital.
– Una mala época -dijo ella, mostrándose comprensiva. Él le dedicó una sonrisa deslumbrante, como era de prever, de dientes perfectos y blancos.
– Merece la pena. Saldré adelante.
Me apuesto lo que quieras, pensó Barbara. Le preguntó por Kimmo Thorne. ¿Qué sabía él del tiempo que pasó en Coloso? ¿Con qué gente se relacionaba? Sus amigos, mentores, conocidos y demás. Dado que lo había tenido en el curso de orientación (lo que le dio a entender que era la relación más profunda que tendrían los chicos en Coloso), seguramente sabría más sobre él que cualquier otra persona.
Un buen chaval, le dijo Strong. Cierto que se había buscado problemas, pero no tenía madera de delincuente. Lo hacía, simplemente, como medio para conseguir un objetivo, nunca porque sí, y tampoco como una forma de rebeldía social inconsciente. Y, de todos modos, había renunciado a ese modo de vida… Bueno, al menos eso parecía hasta el momento. Todavía era demasiado pronto para saber qué dirección acabaría tomando Kimmo, era lo normal durante las primeras semanas que los chicos estaban en Coloso.
– ¿Qué clase de chico era? -le preguntó Barbara a continuación.
De los que cae bien. Era agradable y afable. Era, precisamente, un chico que tenía muchas posibilidades de hacer algo con su vida. Tenía un potencial y un talento considerables. Era una verdadera pena que algún cabrón le hubiera señalado con el dedo.
Barbara tomó nota de toda esa información, aunque ya lo supiera casi todo, y a pesar de saber que todo aquello estaba preparado de algún modo. Eso le dio la oportunidad de apartar la vista del hombre que le estaba facilitando esos datos. Analizó su voz aprovechando que no la distraía su aspecto propio de la revista GQ. Parecía sincero. Muy comunicativo y todo eso. Pero nada de lo que le estaba contando indicaba que conocía a Kimmo mejor que cualquier otra persona, y resultaba ilógico. Se suponía que él tenía que conocerlo bien o que, al menos, empezaba a conocerlo bien. Y, aun así, no daba ningún indicio de ello, y no le quedó más remedio que preguntarse el motivo.
– ¿Tenía algún amigo especial aquí? -le preguntó.
– ¿Cómo? -le dijo, y añadió-: ¿De verdad cree que le puede haber matado alguien de Coloso?
– Es una posibilidad -contestó Barbara.
– Ulrike le podrá contar que se investiga a fondo a todos los candidatos antes de que empiecen a trabajar aquí. Resulta impensable que un asesino en serie…
– ¿Así que ha tenido una charla con Ulrike antes de vernos? -Barbara levantó la mirada de sus notas. Parecía un ciervo acorralado.
– Claro que me dijo que estaba aquí, cuando me contó lo de Kimmo y Sean. Pero me dijo que también estaba investigando otras muertes, con lo cual es imposible que tengan nada que ver con Coloso y, de todos modos, no se puede descartar que Sean simplemente haya desaparecido durante un día.
– Es cierto -dijo Barbara-. ¿Algún amigo especial?
– ¿Mío?
– Estábamos hablando de Kimmo.
– De Kimmo. Claro. Le caía bien a todo el mundo. Aunque, teniendo en cuenta cómo vestía y qué tipo de sentimientos despierta en la mayoría de chavales adolescentes la sexualidad, se podría pensar lo contrario.
– ¿Y cómo es eso, entonces?
– Pero no parecía que nadie rehuyera a Kimmo. El no lo permitía. Y, en cuanto a amistades especiales, tengo que decirle que no había nadie que lo prefiriera a él, ni nadie a quien él prefiriera por encima de los demás. De todos modos, eso no tiene que suceder en la fase de orientación. Se supone que los chicos tienen que relacionarse como grupo.
– ¿Y qué hay de Sean? -le preguntó ella. – ¿Qué hay de Sean? – ¿Algún amigo? Strong dudó.
– Para él fue más duro que para Kimmo, o al menos lo recuerdo así -dijo pensativamente-. No se sentía vinculado al grupo con el que hizo la orientación. Pero, en general, parecía más distante. Era introvertido. Tenía otras cosas en la cabeza.
– ¿Por ejemplo?
– Ni idea, sólo sé que estaba enfadado y que no intentaba ocultarlo.
– ¿Por qué?
– Supongo que por estar aquí. Por mi experiencia, la mayoría de chavales que nos mandan los de servicios sociales están enfadados. En general, se desmoronan en algún momento durante la semana de orientación, pero con Sean no fue así. ¿Cuánto tiempo hacía que Griffin Strong era orientador en Coloso?, preguntó Barbara.
A diferencia de Kilfoyle y de Greenham, que habían tenido que pararse a pensar cuánto tiempo hacía que colaboraban con la organización, Griff contestó de inmediato:
– Catorce meses.
– ¿Y antes de eso? -le preguntó Barbara. -Era asistente social. Empecé a estudiar medicina y pensaba ser patólogo, hasta que me di cuenta de que no soportaba ver un cuerpo muerto. Y entonces me pasé a la psicología. Y la sociología. Saqué matrícula de honor en ambas.
Eso resultaba tan impresionante como fácil de comprobar. – ¿Dónde ha trabajado? -le preguntó Barbara. Al ver que no respondía, Barbara levantó la cabeza de su libreta. Se lo encontró mirándola fijamente, y supo que su intención había sido que lo hiciera, y que le gustaba la sensación de haberlo logrado. Se limitó a repetir la pregunta.
– En Stockwell, durante un tiempo -contestó al fin. – ¿Y antes de eso?
– En Lewisham. ¿Acaso importa?
– Ahora mismo todo importa.
Barbara se tomó su tiempo para escribir «Stockwell» y «Lewisham» en su libreta.
– ¿De qué tipo, por cierto? -preguntó cuando terminó de añadir una fioritura a la última letra.
– ¿Qué tipo de qué?
– De asistente social. ¿Niños que están en acogida? ¿Ex presidiarios? ¿Madres solteras? ¿Qué?
De nuevo tardó en responder. Barbara pensó que quizá estaba volviendo a jugar con su poder, pero aun así levantó la cabeza. Aunque esa vez no la estaba mirando a ella, sino al jugador de fútbol del póster, visiblemente absorto en su ejemplar con tapas de cuero de Casa desolada. Barbara ya estaba a punto de repetir la pregunta, cuando Griff pareció haber tomado una decisión sobre algún tema.
– Quizá ya lo sepa. De todos modos lo descubrirá. Me despidieron en ambos sitios.
– ¿Por qué?
– No siempre me llevo bien con los supervisores, sobre todo cuando son mujeres. A veces… -Volvió a concentrar toda su atención en Barbara con sus ojos oscuros y profundos que no dejaban que ella apartara la mirada-. En los trabajos de este tipo siempre surgen discrepancias. Es normal que las haya. Tratamos con vidas humanas, y cada una es distinta a las demás, ¿no es así?
– Y que lo diga -observó Barbara, que sentía curiosidad por saber adonde quería ir a parar con lo que le estaba contando. Se lo reveló enseguida.
– Sí, bueno. Tiendo a decir las cosas claras, y las mujeres no se lo suelen tomar bien. Al final siempre acabo siendo un incomprendido, por decirlo de alguna forma.
Ahí estaba, pensó Barbara, el tema del incomprendido. Aunque no lo sacaba a colación donde ella había pensado que lo haría.
– Pero ¿Ulrike no tiene ese problema con usted?
– De momento, no. Pero es que a Ulrike le gusta hablar de las cosas. No le asusta que se produzcan discusiones sanas entre los miembros del equipo.
Ni tampoco que haya algo más entre ellos, pensó Barbara. Sobre todo, eso.
– Entonces ¿tiene una relación estrecha con Ulrike? -preguntó.
Griff no iba a morder el anzuelo.
– Es la directora de la organización.
– ¿Y cuando no está en Coloso?
– ¿Qué me está preguntando?
– Si se está tirando a su jefa. Supongo que me estoy preguntando cómo se lo tomarían los demás orientadores, si resulta que Ulrike y usted están haciendo la bestia de dos espaldas después del trabajo. O, de hecho, qué opinaría cualquier otra persona. ¿Por eso le echaron de los otros dos trabajos?
– Usted no es muy simpática, ¿verdad? -contestó él sin alterarse.
– No cuando investigo cinco muertes.
– ¿Cinco? No habrá pensado que… me han dicho… Ulrike me ha dicho que había venido por…
– Por Kimmo, sí. Pero sólo es uno de los dos cuerpos con nombre -dijo Barbara.
– Pero usted ha dicho que Sean… que Sean sólo está desaparecido, ¿no es así? No está muerto… Usted no sabe…
– Esta mañana hemos encontrado un cuerpo que podría ser el de Sean, y estoy segura de que Ulrike ya le ha puesto al corriente. Hemos identificado a un chico que se llamaba Jared Salvatore, y tenemos tres muertos más esperando a que alguien los reclame. En total, cinco.
No dijo nada, pero pareció que, por algún motivo, se le cortaba la respiración, y Barbara se preguntó qué podía significar eso.
– Dios mío -murmuró al fin.
– ¿Qué les pasó al resto de los chicos de su curso de orientación, señor Strong? -preguntó Barbara.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Qué tipo de seguimiento les hace cuando han terminado las dos primeras semanas en este lugar?
– No lo hago. No lo he hecho. Es decir, después pasan a sus instructores. En caso de que quieran seguir, claro. Los instructores hacen un seguimiento de su evolución e informan a Ulrike.
El equipo al completo se reúne cada dos semanas para hablar, y es la propia Ulrike la que da orientación a los chicos que tienen problemas. -Frunció el cejo y golpeó la mesa con los nudillos-. Si estos otros chicos resultan ser nuestros… Hay alguien que intenta desacreditar a Coloso -le dijo-. O a uno de nosotros. Alguien está intentado meterse con uno de nosotros.
– ¿Cree que ese podría ser el caso? -le preguntó Barbara.
– ¿Qué otra cosa se puede pensar, aunque sólo uno de los cadáveres sea de aquí?
– Que los chicos corren peligro en todo Londres -dijo Barbara-, pero que cuando llegan aquí se enfrentan de verdad a él.
– ¿Como si nuestra intención fuera matarlos, quiere decir? -preguntó Strong ultrajado.
Barbara sonrió y cerró su libreta de un golpe.
– Lo ha dicho usted, no yo -le contestó.
El reverendo Bram Savidge y su esposa vivían en un barrio de West Hampstead que creía que el comportamiento del líder de la iglesia era del tipo «somos de la gente». Era una casa pequeña, cierto. Pero era mucho más de lo que se podría permitir nadie a quien Lynley hubiera visto repartir comida o ingerirla en Sintoniza con el Señor. Y Savidge iba y venía de su casa en un Saab último modelo. A la detective Havers le hubiera encantado comentar que a alguien no le faltaba pasta.
Savidge esperó a Lynley, mientras éste buscaba un sitio para aparcar su Bentley en la calle arbolada. Estaba de pie en el portal de su casa, con un aspecto un tanto bíblico, ataviado con un caftán agitado por la brisa invernal y sin abrigo alguno, a pesar del severo frío invernal. Cuando Lynley lo alcanzó, abrió tres cerraduras de la puerta de entrada antes de empujarla.
– ¿Oni? Tenemos visita, cariño -gritó.
Lynley observó que no comentaba nada de Sean. No preguntó «¿Ha llamado el chico?», ni «¿Hay noticias de Sean?», sino tan sólo «Tenemos visita, cariño», con indecisión. Pareció una especie de advertencia y sonó completamente inapropiado en el hombre con quien Lynley había estado hablando hasta ese momento.
No se escuchó ninguna respuesta a la llamada de Savidge.
– Espere aquí -le dijo, y le indicó el camino al salón. El se dirigió a las escaleras y subió rápidamente al primer piso. Lynley oyó que avanzaba por un pasillo.
Se tomó un momento para echar un vistazo al salón, que estaba equipado de forma simple con muebles bien hechos y una alfombra con un estampado llamativo. En las paredes colgaban documentos antiguos, enmarcados y montados y, puesto que en el piso de arriba escuchaba un constante abrir y cerrar de puertas, los examinó de cerca. Uno era una antigua carta de embarque, al parecer de un barco llamado Valiant Sheba, cuya carga consistía en veinte hombres, treinta y dos mujeres -dieciocho de las cuales habían sido registradas como «en reproducción»- y trece niños. Otro era una misiva escrita con letra inglesa en papel de carta, en cuyo membrete decía «Ash Grove, cerca de Kingston». Debido al paso del tiempo, los caracteres estaban borrosos y costaba leerlos, pero Lynley pudo discernir «gran potencial como semental» y «si puede controlar al salvaje».
– Mi tatarabuelo, comisario. Nunca se adaptó a la esclavitud.
Lynley se dio la vuelta. Savidge estaba en el recibidor con una chica.
– Oni, mi esposa -dijo-. Me ha pedido que la presentara.
A Lynley le costaba creer que estuviera viendo a la esposa de Savidge, puesto que Oni no parecía tener más de dieciséis años, si llegaba. Era delgada, tenía el cuello largo y era africana hasta la médula. Al igual que su marido, vestía de modo étnico y sujetaba un instrumento poco común, con un cuerpo parecido al de un banjo, pero con un puente largo con más de doce cuerdas.
A Lynley le bastó una mirada para comprender muchas cosas. Oni era exquisita: como una medianoche inmaculada, cuya sangre había permanecido durante siglos inmune al mestizaje. Era lo que Savidge no podría llegar a ser nunca por culpa del Valiant Sheba. También era lo último que un hombre sensato querría dejar a solas con un grupo de chicos adolescentes.
– Señora Savidge -dijo Lynley.
La chica sonrió y asintió. Miró a su marido como buscando orientación.
– ¿Le gustaría, querría? -dijo.
Y se detuvo, como si buscara en un catálogo de palabras que conocía y de gramática cuyas reglas apenas entendía.
– Viene por lo de Sean, querida -dijo Savidge-. No queremos interrumpir tus prácticas con la kora. ¿Por qué no sigues tocando aquí abajo mientras acompaño al policía a la habitación de Sean?
– Sí -asintió-, entonces estaré tocando. -Se sentó en el sofá y apoyó con cuidado la kora en el suelo. Cuando se disponían a dejarla sola, dijo-: Hoy no hay sol, ¿verdad? Pasa otro mes. Bram, descubro… No, no es descubrir, esta mañana aprender que…
Savidge vaciló. Lynley observó un cambio en él, como si soltara la tensión.
– Ya hablaremos después, Oni -dijo.
– Sí, ¿y lo otro también? ¿Otra vez? -dijo ella.
– Puede. Lo otro.
Acompañó a Lynley apresuradamente hasta las escaleras. Le precedió hasta una habitación que se encontraba al fondo de la casa. Una vez dentro, pareció sentir la necesidad de darle una explicación. Cerró la puerta tras de sí.
– Estamos intentando tener un hijo -dijo-. Hasta el momento, no ha habido suerte. A eso se refería.
– No debe de resultar fácil -dijo Lynley.
– Está preocupada. Le preocupa que yo pueda… no sé, deshacerme de ella o algo así. Pero su salud es perfecta. No tiene ninguna malformación. Ella… -Savidge se detuvo, como si se hubiera percatado de lo cerca que estaba de valorar el potencial reproductivo de una persona.
Decidió cambiar de tema.
– Volvamos a lo que íbamos -dijo-. Ésta es la habitación de Sean.
– ¿Le ha preguntado a su esposa si ha aparecido? ¿Si ha llamado por teléfono?
– No contesta al teléfono -respondió Savidge-. No habla muy bien. Se siente insegura.
– ¿Algo más?
– ¿A qué se refiere?
– Quiero decir que si le ha preguntado por Sean.
– No ha hecho falta. Me lo habría dicho. Sabe que estoy preocupado.
– ¿Qué tipo de relación tiene ella con el chico?
– ¿Qué tendrá eso que ver con…?
– Señor Savidge, tengo que preguntárselo -dijo Lynley con la mirada fija en él-. Es evidente que es mucho más joven que usted.
– Tiene diecinueve años.
– Su edad se acerca más a la de los chicos que ha acogido que a la suya, ¿no es verdad?
– El asunto no es mi matrimonio, mi esposa o mi situación, comisario.
«Sí, sí que lo es», pensó Lynley.
– ¿Cuántos años mayor que ella es? -dijo- ¿Veinte? ¿Veinticinco? ¿Y qué edad tenían los chicos?
Savidge pareció crecerse, su respuesta estaba teñida de indignación.
– El tema es la desaparición de un chico, un chico que ha desaparecido en las mismas circunstancias que otros chicos de su misma edad, si hay que creer en lo que dicen los periódicos. Así que si cree que voy a permitir que hagan que me preocupe por otras cosas porque han jodido la investigación, ya pueden ir cambiando de idea. -No esperó a obtener respuesta, sino que se acercó a una estantería que contenía un reproductor de CD pequeño y una serie de libros de bolsillo que parecían estar intactos. Del estante superior, cogió una fotografía en un sencillo marco de madera. Se la dio a Lynley.
Se veía al propio Savidge con su atuendo africano rodeando con el brazo a un chico de aspecto solemne que llevaba puesto un traje que le quedaba grande. De la cabeza del chico sobresalía una masa espesa de rastas y su expresión era de desconfianza, como un perro al que han devuelto demasiadas veces a su jaula de la perrera de Battersea tras sacarlo a pasear. Tenía la piel muy oscura, sólo un poco más clara que la esposa de Savidge. También era, sin temor a equivocarse, el chico cuyo cuerpo habían encontrado por la mañana.
Lynley levantó la vista. Por encima del hombro de Savidge, vio que de las paredes de la habitación colgaban pósters: Louis Farrakhan en una exhortación apasionada, Elijah Mohammed rodeado de pulcros y dulces miembros de la Nación. Un joven Muhammad Ali, probablemente el más famoso de los conversos.
– Señor Savidge… -dijo.
Y entonces, durante un instante, no supo muy bien cómo continuar. Un cadáver en un túnel resulta demasiado humano en cuanto lo sitúas en un hogar. En ese momento deja de ser un cuerpo para convertirse en una persona cuya muerte no puede dejar de suscitar el deseo de vengarse, la necesidad de hacer justicia, o la obligación de expresar la forma más simple de pesar.
– Lo siento -dijo-. Tenemos un cadáver que tendrá que venir a identificar. Lo encontraron esta mañana al sur del río.
– ¡Dios mío! -Savidge exclamó-. Es…
– Espero que no lo sea -dijo Lynley, a pesar de saber que sí lo era. Cogió al otro hombre del brazo para mostrarle su apoyo. Tendría que acabar preguntándole algunas cosas, pero, por ahora, no había más que decir.
Ulrike logró esperar con impaciencia en el despacho hasta que Jack Veness desconectó los teléfonos y ordenó la recepción para el día siguiente. Tras desearle buenas noches y escuchar que la puerta se cerraba, salió a buscar a Griff.
Pero a quien se encontró fue a Robbie Kilfoyle. Estaba en el pasillo de entrada, vaciando dos bolsas de basura de camisetas y sudaderas de Coloso y guardándolas en el armario de debajo de la vitrina. Al menos, por lo que vio, Griff no le había mentido en eso. Era cierto que hoy había pasado varias horas en el negocio de estampación.
Lo había puesto en entredicho. Cuando se habían encontrado en el Charlie Chaplin, lo primero que le dijo fue:
– ¿Dónde te has metido todo el día, Griff? -Y su propio tono de voz la hizo estremecer, porque sabía qué impresión había dado, y él sabía que ella lo sabía, y por ese motivo él había dicho que no, antes de contárselo.
Había que arreglar una pieza en el taller de estampación y había tenido que ocuparse.
– Ya te dije que hoy pasaría por el taller. Querías que trajera más camisetas, ¿recuerdas?
Era una respuesta típica de Griffin. «Estaba haciendo lo que tú me pediste», decía.
– ¿Has visto a Griff? Tengo que hablar con él -preguntó Ulrike a Robbie Kilfoyle.
Robbie, que estaba agachado en el suelo, se apoyó sobre los talones y se echó la gorra hacia atrás.
– Ha ido a ayudar a llevar al nuevo grupo de orientación al río -dijo-. Se fueron en furgoneta… hará unas dos horas. La expresión de Robbie le estaba diciendo que, en su opinión, ella, como directora que era, tendría que estar al corriente de esa información.
– Ha dejado esto aquí -dijo, señalando con la cabeza las bolsas de basura-, en el cuarto del material. Supuse que sería mejor que lo guardara todo aquí. ¿Puedo ayudarte en algo?
– ¿Ayudarme?
– Bueno, si necesitas a Griff y no está aquí, quizá yo pueda… -dijo, encogiéndose de hombros.
– He dicho que quería hablar con él, Robbie. -Ulrike se dio cuenta de repente de lo cortante que había sido-. Lo siento -dijo-. He sido un poco brusca. Estoy hecha polvo. La policía, primero Kimmo y ahora…
– Sean -dijo Robbie-. Sí, lo sé. Pero no está muerto, ¿verdad? ¿Sean Lavery? Ulrike le miró con dureza.
– Yo no he dicho el nombre, ¿cómo sabes lo de Sean? Robbie parecía desconcertado.
– Esa policía me preguntó si lo conocía, Ulrike. Esa mujer policía. Entró en el cuarto del material. Dijo que Sean estaba en uno de los cursos de informática, de modo que en cuanto tuve la oportunidad, le pregunté a Neil qué pasaba. Me dijo que hoy Sean Lavery no se había presentado. Eso es todo. ¿Estás bien, Ulrike? -añadió en el último momento, pero no lo dijo con deferencia.
No lo podía culpar.
– Mira, no quería ser tan…, no sé, tan desconfiada -dijo-. Estoy al límite. Primero Kimmo y ahora Sean. Y la policía. ¿Sabes a qué hora volverán Griff y los chicos?
Robbie no contestó enseguida, parecía estar valorando la disculpa que le había dado ella antes de contestar. Ella pensó que exageraba un poco. Después de todo, no era más que un voluntario.
– No sé, seguramente se pararán a tomar un café antes de volver -dijo él-. ¿Quizá a las seis y media? ¿A las ocho? Él tiene copia de las llaves, ¿verdad?
Es verdad, pensó ella. Podía ir y venir cuando le apeteciera, les había venido muy bien en el pasado cuando querían tener reuniones políticas. Planeaban estrategias antes de las reuniones con el personal y después de la jornada laboral. Aquí está mi problema, Griffin. ¿Qué hay de ti?
– Supongo que tienes razón -dijo ella-. Podrían tardar horas en volver.
– Aunque no pueden llegar muy tarde. Si oscurece y eso. Y en el río debe de hacer un frío de mil demonios. Que quede entre nosotros, no entiendo por qué los orientadores decidieron que esta vez la actividad en grupo fuera ir en kayak. Creo que habría sido mejor una caminata. Hacer senderismo en los Cotswolds o algo así. Caminar de un pueblo a otro. Podrían haber parado para cenar al final.
Y se dispuso a volver a guardar las camisetas y las sudaderas en el armario.
– ¿Es eso lo que tú habrías hecho? -le preguntó ella-. ¿Llevarlos de paseo? ¿A algún sitio seguro?
Él volvió la cabeza y la miró.
– Lo más seguro es que no tenga ninguna importancia, ya sabes.
– ¿Qué?
– Lo de Sean Lavery. A veces estos chicos se escapan.
A Ulrike le hubiera gustado preguntarle qué le hacía pensar que conocía mejor que ella a los chicos de Coloso. Pero la verdad era que seguramente él los conocía mejor, porque en los últimos meses ella había estado distraída. Los chicos habían venido y se habían ido de Coloso, pero ella tenía la cabeza en otro lugar.
Le costaría el puesto si llegaba a oídos del consejo de administración, que andaba buscando a quién culpar por lo que estaba sucediendo…, si estaba sucediendo algo. Todas esas horas, días, semanas, meses y años que había dedicado a la organización tirados a la basura de un solo golpe. Encontraría trabajo en otro sitio, pero no sería como Coloso, con todo el potencial que tenía este centro para hacer lo que ella creía fervientemente que había que hacer en Inglaterra: empezar el cambio por la base, que era el nivel en el que estaba la psique individual de los niños.
¿Qué había sido de todo eso? Había asumido su trabajo en Coloso creyendo que podría cambiar las cosas, y lo había hecho, hasta el preciso momento en que Griffin Charles Strong había plantado el curriculum en su mesa y sus hechiceros ojos negros en su rostro. Incluso entonces había conseguido mantener una apariencia de distante profesionalidad durante meses, consciente del riesgo que suponía tener una relación con alguien del trabajo.
Su determinación se había ido debilitando con el tiempo. Quizá bastaría sólo con tocarlo, había pensado. Ese pelo maravilloso, ondulado y espeso. O sus hombros anchos de remero bajo el jersey grueso de lana que, al parecer, era su favorito. O ese antebrazo con una trenza de piel en la muñeca. Tocarlo se había convertido hasta tal punto en una obsesión, que le pareció que el único modo posible de dejar de imaginar su mano acercándose a cualquier parte del cuerpo de Griff era, sencillamente, hacerlo. Era tan simple como, con el brazo sobre la mesa de reuniones, agarrarle la muñeca para demostrar que estaba de acuerdo con alguna apreciación que él había hecho durante la reunión de personal, y sintió que la embargaba la sorpresa cuando él cerró durante un instante su mano sobre la de ella y le dio un apretón. Se dijo a sí misma que no era más que un signo de que él apreciaba que le mostrara su apoyo. Pero hubo más signos.
– Cuando hayas terminado, asegúrate de que las puertas estén cerradas, ¿te acordarás? -le dijo a Robbie Kilfoyle.
– Lo haré -dijo él, y Ulrike sintió que su mirada se clavaba en ella.
En su despacho, abrió el archivador. Se arrodilló frente al cajón inferior, que había abierto antes en presencia de los detectives. Buscó con los dedos entre las carpetas de papel manila, sacó la que necesitaba y la guardó en la bolsa de lona para libros que utilizaba como portafolios. Hecho esto, cogió su ropa de ciclista y fue a vestirse para el largo camino de vuelta a casa.
Se cambió en el baño de señoras, tomándose su tiempo, y siempre atenta por si escuchaba la tan esperada vuelta de Griff Strong con los chicos del curso de orientación. Pero lo único que oyó fue que Robbie Kilfoyle se marchaba, y después se quedó sola en Coloso.
Esta vez no podía arriesgarse a llamar al móvil de Griff, puesto que sabía que estaba con un grupo. No le quedaba otra opción que escribirle una nota. Aunque sería mejor no dejarla en su mesa, ya que podría utilizar la excusa de que no la había visto, de modo que se la llevó al aparcamiento y la fijó al limpiaparabrisas de su coche, en el lado del conductor. Hasta la pegó con cinta adhesiva para asegurarse de que no se la llevaba el viento. Después, fue a recoger su bicicleta, la desató, y se marchó hacia Saint George's Road, en la primera parte del tortuoso recorrido que la llevaría desde Elephant and Castle hasta Paddington.
Pedaleó casi una hora entera bajo un frío glacial. La mascarilla que llevaba filtraba los gases del tráfico más nocivos, pero no tenía nada para protegerse del ruido constante. Llegó a Gloucester Terrace más cansada de lo habitual, pero al menos estaba contenta porque el trayecto en sí -junto con la necesidad de estar alerta con el tráfico- le había mantenido la mente ocupada.
Encadenó la bicicleta a la verja enfrente del número 258, abrió la puerta principal y notó como siempre el olor a comida que subía de la planta baja: comino, aceite de sésamo, pescado, coles de Bruselas recocidas, cebollas podridas. Contuvo la respiración y empezó a subir la escalera. Cuando estaba en el quinto escalón, escuchó tras de sí que el timbre de la puerta sonaba con brusquedad. En la parte superior de la puerta había una ventanilla de cristal a través de la cual vio la sombra de su cabeza. Bajó deprisa a abrirlo.
– Te he llamado al móvil -dijo Griff con irritación-. ¿Por qué no me has contestado? Joder, Ulrike. No me puedes dejar una nota así y luego…
– Iba en bicicleta -le dijo-, me es difícil contestar al teléfono cuando vengo hacia aquí. Lo apago. Ya lo sabes.
Dejó la puerta abierta y se dio la vuelta. A él no le quedaría más remedio que seguirla hasta arriba.
En el primer piso, le dio al interruptor de la luz automática y abrió la puerta de su piso. Ya dentro, tiró su bolso de lona encima del sofá lleno de bultos y encendió una sola lámpara.
– Espera aquí -le dijo.
Y se fue a la habitación, donde se quitó la ropa de ciclista, se olisqueó bajo los brazos y no se quedó satisfecha. Solucionó el problema con una toallita húmeda y se miró al espejo para constatar con satisfacción que pedalear por Londres había dado color a sus mejillas. Se puso una bata y se ató el cinturón. Volvió al salón.
Griff había encendido las luces de techo más intensas. Decidió hacer caso omiso. Se fue a la cocina, donde guardaba la botella de Borgoña blanco en la nevera. Cogió dos copas y el sacacorchos.
– Ulrike, acabo de llegar del río -dijo Griff al ver esto-. Estoy muerto y de ningún modo…
Ella se dio la vuelta.
– Eso no habría sido ningún impedimento hace un mes. En cualquier momento, en cualquier lugar. El hombre torpedo y a la mierda las consecuencias. Es imposible que lo hayas olvidado.
– Y no lo he olvidado.
– Muy bien.
Sirvió el vino y le dio una copa.
– Me gusta pensar que estás eternamente a punto.
Le rodeó el cuello con el brazo y lo acercó hacia ella. Griff se resistió un momento, pero luego puso su boca sobre la de ella. Lenguas, más lenguas, una caricia prolongada, tras la cual su mano subió desde la cintura hasta el costado de su pecho. Dedos buscando su pezón. Exprimiéndolo. Arrancándole un gemido. Calor bajando hacia sus genitales. Sí, muy bien, Griff. Se soltó con brusquedad y se apartó.
Él tuvo la delicadeza de parecer nervioso. Se fue a una silla, no al sofá, y se sentó.
– Dijiste que era urgente. Una emergencia. Una citación de una página entera. Una crisis. El caos. Por eso he venido aquí. Que está exactamente en la dirección opuesta a mi casa lo que, por cierto, significa que sabe Dios a qué hora llegaré.
– Qué pena -dijo ella-, con el deber llamándote y todo eso. Y soy plenamente consciente de donde vives, Griffin. Como tú ya sabes.
– No quiero discutir. ¿Para eso me has hecho venir?
– ¿Qué te hace pensar eso? ¿Dónde has estado todo el día?
Griff miró hacia el techo, con uno de esos gestos de hombre martirizado que se pueden ver en los cuadros de santos cristianos antiguos.
– Ulrike, ya sabes cuál es mi situación -dijo-. Siempre lo has sabido. No puedes haberlo… ¿Qué querías que hiciera? ¿Ahora o después? ¿Dejar a Arabella cuando estaba embarazada de cinco meses? ¿Cuando estaba de parto? ¿Ahora que tiene una hija a la que cuidar? Nunca te he dado la más mínima esperanza…
– Tienes razón -respondió Ulrike con una sonrisa crispada. Sentía lo frágil que era, y se despreciaba a sí misma por reaccionar ante él. Lo saludó con la copa de vino en un simulacro de brindis.
– Nunca lo hiciste. Bravo por ti. Siempre has sido abierto y sincero. No le has puesto a nadie un pañuelo ante los ojos. Es un buen método para eludir las responsabilidades.
El dejó la copa de vino en la mesa, sin haberlo probado.
– De acuerdo, me rindo -dijo él-. Bandera blanca. Lo que tú quieras. ¿Para qué me has hecho venir?
– ¿Qué era lo que quería?
– Mira, hoy he llegado tarde porque fui al taller de estampación. Ya te lo he dicho. Y no es que sea asunto tuyo lo que Arabella y yo…
Ulrike río de un modo un tanto forzado. Una mala actriz en un escenario con demasiada luz.
– Ya me hago una idea aproximada de lo que quería Arabella y de lo que tú seguramente le has dado… los veinte centímetros enteros. Pero no me refiero a ti y a tu dulce esposa. Estoy hablando de la mujer policía. De la agente como se llame, la de los dientes partidos y el pelo desaliñado.
– ¿Intentas acorralarme?
– ¿De qué estás hablando?
– De tu modo de enfocar las cosas. Protesto, pido que dejes de comportarte así, digo basta, vete a la mierda, ya tienes lo que querías.
– Que es…
– Mi cabeza servida en una maldita bandeja, sin tener que pasar por la danza de los siete velos ni nada.
– ¿Es eso lo que crees? ¿Piensas de verdad que te he hecho venir por eso?
Se bebió la copa de vino y sintió sus efectos casi de inmediato.
– ¿Quieres decir que no me despedirás a la que tengas la menor oportunidad?
– Al instante -contestó ella-. Pero no es por eso que estamos hablando.
– ¿Y entonces?
– ¿De qué te ha hablado?
– Exactamente de lo mismo que tú pensabas que me hablaría.
– ¿Y?
– ¿Y tú que le has dicho?
– ¿Qué piensas que le he dicho? Kimmo era Kimmo. Sean era Sean. Uno era un travestido de espíritu libre con la personalidad de una reina del vodevil, un chico al que nadie que estuviera en su sano juicio querría hacer daño. El otro tenía pinta de querer desayunar clavos. Yo te avisé cuando Kimmo faltó un día al curso de orientación. Sean estaba fuera de mi órbita, haciendo otras cosas, así que yo no me habría enterado si hubiera dejado de venir.
– ¿Es todo lo que le has dicho? -Ulrike lo observó atentamente mientras se lo preguntaba, pensando qué grado de confianza podía existir entre dos personas que habían traicionado a otra.
Griff entrecerró los ojos.
– Teníamos un acuerdo -dijo sólo. Y mientras ella le sometía a un franco escrutinio, añadió-: ¿O es que no confías en mí?
Por supuesto que no. ¿Cómo quería que confiara en alguien que hacía de la traición su modo de vida? Pero había una forma de ponerlo a prueba, y no sólo eso, sino también de colocarlo en tal situación que tuviera que seguir fingiendo que colaboraba con ella, y eso sí era una ficción.
Cogió su bolsa de lona, sacó la carpeta que había cogido del despacho y se la entregó.
Observó cómo bajaba la mirada y sus ojos se fijaban en la etiqueta del borde. Cuando acabó de leerla, la miró.
– He hecho lo que me has pedido. ¿Qué se supone entonces que tengo que hacer con esto? -le preguntó Griff.
– Lo que debes hacer -dijo ella-. Creo que ya sabes a qué me refiero.