Capítulo 9

Nkata logró marcharse de Victoria Street sin tropezarse con Hillier. Tenía un mensaje en el móvil de la secretaria del subinspector en el que le informaba «del deseo de sir David de consultarle algo antes de la siguiente reunión informativa con la prensa», pero decidió no hacerle caso. Hillier quería «consultarle algo» tanto como estar expuesto al virus del ébola, y eso era un hecho, algo que Nkata había leído entre líneas en la primera reunión que tuvo con el hombre. Estaba harto de ser el negro que Hillier utilizaba para igualar las oportunidades de las minorías en la Met de cara a la galería. Sabía que si seguía haciendo el juego a la propaganda, acabaría despreciando profundamente su profesión, a sus colegas y a sí mismo, y eso no era justo para nadie. Así que se escapó de New Scotland Yard justo después de que acabara la reunión en el centro de coordinación. Utilizó como excusa el aceite de ámbar gris.

Cruzó el río hacia Gabriel's Wharf, una cara plaza de asfalto a orillas del río que estaba a medio camino de dos de los puentes que se extendían sobre el Támesis: el de Waterloo y el de Blackfairs. Era una especie de lugar de verano, completamente abierto. A pesar de que las luces alegres colgaban entrecruzándose sobre el muelle (y estaban encendidas pese a que aún era de día) en invierno se veía poco movimiento en el embarcadero. No había nadie en la tienda que alquilaba bicicletas y patines en línea, y aunque algún curioso paseaba por las pequeñas galerías destartaladas que delimitaban el muelle, los otros negocios estaban prácticamente desiertos. Eran restaurantes y puestos de comida, que en verano pasarían apuros para satisfacer la demanda de crepés, pizzas, sándwiches, patatas asadas y helados y que, ahora, no llamaban la atención de casi nadie.

Nkata encontró La Luna de Cristal entre dos puestos de comida para llevar: crepés a la izquierda y sándwiches a la derecha. Estaba en el sector oriental del muelle, donde tiendas que parecían chabolas y galerías se adosaban a las viviendas. En los pisos superiores de los mismos habían pintado hacía años las ventanas creando una ilusión óptica que le daba a cada una un estilo tan distinto a la anterior que la impresión general era la de cruzar a pie Europa a toda velocidad. Las ventanas del Londres georgiano daban paso al París rococó, que, a su vez, se fundían en la Venecia del dux. Era totalmente extravagante y, por lo tanto, armonizaba con el propio muelle.

La Luna de Cristal mantenía la atmósfera fantasiosa, invitándole a uno a entrar por una cortina de cuentas con el dibujo de lo que parecía una galaxia dominada por una luna verde. Nkata la atravesó y abrió la puerta que estaba detrás esperando que lo saludara una aspirante a hippy que se hacía llamar Afrodita, pero que en realidad era Kylie de Essex. Pero se encontró con una abuela sentada en un taburete alto junto a la caja registradora. Llevaba un conjunto de suéter y chaqueta de punto rosa pálido y un collar púrpura y hojeaba una revista de moda. A su lado, una varilla de incienso encendida llenaba el aire de olor a jazmín.

Nkata la saludó con la cabeza, pero no se acercó a ella de inmediato, sino que examinó los artículos en venta. Como era de esperar, los cristales abundaban: colgando de cuerdas, decorando pequeñas pantallas de lámparas, insertadas en candeleros, sueltos en cestos pequeños. Pero lo mismo pasaba con el incienso, las cartas del tarot, los atrapasueños, los aceites aromáticos, las flautas, las flautas dulces y, por algún motivo no aparente de inmediato, los palillos chinos decorados. Se acercó a los aceites.

Un hombre negro en una tienda. Una mujer blanca sola. Enn otra época, Nkata quizá la habría tranquilizado presentándose y mostrándole la placa. Hoy, sin embargo, con lo de Hillier y todo lo que éste representaba en su mente, no estaba de humor para tranquilizar a ningún blanco, fuera una señora mayor o no.

Curioseó un poco más. Anís: bencedrina, camomila, almendra. Cogió un frasco, leyó la etiqueta y vio la gran cantidad de usos que tenía. Lo dejó y cogió otro. A su espalda, las páginas de la revista seguían pasando sin alteración de ritmo. Por fin, después de moverse en el taburete, la propietaria de la tienda habló.

Sólo que resultó que no era la propietaria, algo que le reveló a Nkata con una risita nerviosa mientras le ofrecía su ayuda.

– No sé si podré ayudarlo mucho -le dijo-, pero estoy dispuesta a intentarlo. Sólo vengo una tarde a la semana, ¿sabe?, mientras Gigi, que es mi nieta, está en clase de canto. Esta tiendecita es suya, y a esto se dedica hasta que dé el salto a la fama… ¿No es así como lo llaman? ¿Puedo ayudarle en algo, por cierto? ¿Busca algo especial?

– ¿Para qué es todo esto? -Nkata señaló el expositor de frasquitos que contenían los aceites.

– Oh, para muchas cosas, querido -dijo la anciana. Se bajó con cuidado del taburete y se acercó al expositor para ponerse a su lado. Nkata era mucho más alto que ella, pero no pareció que darse cuenta de ello la desconcertara. Cruzó los brazos por debajo de los pechos y dijo-: Dios santo, ha tomado vitaminas, ¿verdad? -y prosiguió amigablemente-: Algunos tienen usos medicinales, querido. Otros son para hacer magia. Otros, para la alquimia. Eso según Gigi, por supuesto. La verdad es que yo no sé si sirven para algo. ¿Por qué lo pregunta? ¿Necesita algo en especial?

Nkata cogió el frasco de aceite de ámbar gris.

– ¿Y éste?

La mujer se lo cogió de la mano.

– Ámbar gris… -dijo-. Veamos, ¿le parece? Se llevó el frasco al mostrador y de debajo sacó un tomo.

Si la anciana no era lo que Nkata esperaba encontrar en una tienda llamada La Luna de Cristal, el enorme libro que dejó en el mostrador, sí. Parecía algo sacado del atrezzo de los estudios Elstree: grande, con encuadernación de cuero, las páginas sobadas y las esquinas dobladas. Nkata imaginó que saldrían polillas cuando lo abriera.

Pareció leerle el pensamiento porque se rió avergonzada y dijo:

– Sí. Un poco estúpido, lo sé. Pero la gente espera este tipo de cosas, ¿verdad?

Pasó las páginas y comenzó a leer. Nkata se acercó al mostrador. Ella chasqueó la lengua con desaprobación mientras negaba con la cabeza y toqueteaba el collar.

– ¿Qué? -preguntó Nkata.

– Es un poco desagradable, en realidad. Las asociaciones, quiero decir. -Señalando la página, siguió contándole que no sólo tenía que morir una pobre ballenita para que la gente tuviera el aceite, sino que la propia sustancia se utilizaba para realizar ceremonias de ira o venganza. Frunció el ceño y lo miró con seriedad-. Debo preguntárselo. Perdone, por favor. Gigi se quedaría horrorizada, pero hay cosas que… ¿Por qué quiere ámbar gris? Un hombre tan encantador como usted. ¿Tiene algo que ver con la cicatriz, querido? Es una pena que la tenga, pero si me permite decirlo… Bueno, le da cierta distinción a su cara. Así que si puedo orientarle en otra dirección…

Le dijo que un hombre como él debería pensar en el aceite de calaminta, que ahuyenta a las mujeres, porque seguro que lo acosaban a diario. Por otro lado, la nueza podía utilizarse para pociones de amor si había una mujer especial ahí fuera de la que estuviera prendado. O agrimonia, que repele la negatividad. O el eucalipto, para la curación. O salvia, para la inmortalidad. Había un montón de posibilidades y usos muchísimo más positivos que el ámbar gris, querido, y si ella podía hacer algo para orientarle en una dirección que le ayudara a obtener un resultado que tuviera repercusiones positivas en su vida…

Nkata se dio cuenta de que era el momento. Sacó la placa. Le dijo que el aceite de ámbar gris había sido asociado con un asesinato.

– ¿Un asesinato? -La mujer abrió mucho los ojos, de un azul descolorido por la edad, mientras se llevaba una mano al pecho-. Querido mío, no creerá… ¿Han envenenado a alguien? Porque no creo que… No es posible que… El frasco llevaría algún tipo de advertencia… Lo sé… Tendría que estar…

Nkata se apresuró a tranquilizarla. No habían envenenado a nadie, y aunque así fuera, la tienda sólo sería responsable si hubiera administrado la sustancia. No era el caso, ¿verdad?

– Por supuesto que no. Por supuesto que no -dijo-. Pero, querido mío, cuando Gigi se entere, se quedará destrozada. Estar relacionada aunque sea remotamente con un asesinato… Es una joven tan pacífica. De verdad. Si la viera aquí con sus clientes. Si oyera la música que toca. Tengo los CD aquí mismo, puede echarles un vistazo, si quiere. ¿Lo ve? El Dios interior, Viajes espirituales. Y tiene más. Todos sobre meditación y cosas así.

Al oír que mencionaba la palabra «clientes», Nkata hizo que volviera al tema. Le preguntó si la tienda había vendido algún frasco de ámbar gris últimamente. Le contestó que no lo sabía muy bien. Seguramente sí. El negocio de Gigi iba bien, incluso en esa época del año. Pero no mantenían un registro de las compras individuales. Estaban los recibos de la tarjeta de crédito, claro, así que la policía podía investigar por ahí. Por lo demás, sólo estaba la libreta que los clientes firmaban si querían recibir un ejemplar del boletín de La Luna de Cristal. ¿Le serviría de algo?

Nkata lo dudaba, pero aceptó el ofrecimiento y la cogió. Le dio su tarjeta y le dijo que si recordaba algo… O si Gigi podía aportar algo a lo que sabía su abuela…

Sí, sí. Claro. Cualquier cosa.

Y, de hecho…

– Sabe Dios de qué podría servirle, querido, pero Gigi tiene una lista -dijo su abuela-. Sólo son códigos postales. Está muy interesada en abrir otra Luna de Cristal Dos al otro lado del río, ¿en Notting Hill…?, y anota los códigos postales de sus clientes para tener argumentos más poderosos cuando quiera pedir un préstamo al banco. ¿Le serviría de algo?

Nkata no vio de qué, pero cogió la lista de todos modos. Le dio las gracias a la abuela de Gigi y fue a marcharse, pero volvió a detenerse, a su pesar, delante del expositor de aceites.

– ¿Hay algo más? -le preguntó la abuela de Gigi.

Tuvo que reconocer que sí.

– ¿Cuál ha dicho que repelía la negatividad? -dijo.

– El de agrimonia, querido.

Cogió un frasco y lo llevó al mostrador. -Pues éste servirá -dijo.

Elephant and Castle era un lugar que al parecer existía ajeno a los otros Londres que, a lo largo de los años, se habían desarrollado y extinguido a su alrededor. El Londres acelerado de las minifaldas, las botas de vinilo, de King's Road y Carnaby Street había pasado de largo por aquí hacía décadas. Las pasarelas de la Semana de la Moda de Londres nunca se habían celebrado en sus alrededores. Y mientras el London Eye, el puente del Milenio y la Tate Modern eran ejemplos del despertar de un nuevo siglo para la ciudad, Elephant and Castle seguía anclado en el pasado. La zona luchaba por reurbanizarse, cierto, como tantos otros lugares al sur del río. Pero era una lucha inútil, debido a los drogadictos y camellos que trapicheaban en sus calles, la pobreza, la ignorancia y la desesperación. Era en ese entorno donde sus fundadores habían creado Coloso. Se habían instalado en una estructura abandonada y en ruinas diseñada para la fabricación de colchones y habían restaurado modestamente el lugar para servir a la comunidad de un modo del todo distinto.

Barbara Havers guió a Lynley hasta New Kent Road, donde un pequeño aparcamiento detrás de la estructura de ladrillo amarillento ofrecía a los usuarios de Coloso un lugar para fumar. Un grupo de ellos estaba por ahí haciendo eso precisamente cuando Lynley condujo el coche hasta una plaza de aparcamiento. Mientras ponía el freno de mano y apagaba el motor, Havers señaló que quizá un Bentley no era la mejor opción de transporte para ir a ese barrio.

Lynley no pudo discutírselo. No lo había pensado bien cuando, en el aparcamiento subterráneo de Victoria Street, Havers le había dicho: «¿Por qué no cogemos mi coche, señor?». En aquel momento, sólo quería imponer cierto control sobre la situación, y un modo de obtener ese control era poner distancia entre él y cualquier edificio en el que se encontrara el subinspector de policía. Otro modo había sido tomar la decisión de cómo iba a hacerlo. Pero ahora veía que Havers tenía razón. No tanto porque se pusieran en peligro llevando un coche elegante a un lugar así, sino porque expresaban algo sobre sí mismos que no hacía falta expresar.

Por otro lado, se dijo, al menos no estaban anunciando a los cuatros vientos que eran polis. Pero salió de su engaño en cuanto se bajó del Bentley y lo cerró.

– La pasma -dijo alguien entre dientes, y esa advertencia se extendió deprisa entre los fumadores hasta que se apagaron todas las conversaciones. «Y después hablan de lo importantes que son los coches de incógnito», pensó Lynley.

Como si hubiera dicho algo, Havers contestó:

– Soy yo, señor, no usted -contestó Havers en voz baja, como si Lynley hubiera dicho algo-. Estos crios tienen un radar para los polis. Me calaron en cuanto me vieron. -Lo miró-. Pero puede ser mi chofer si quiere. Quizá aún podamos darles gato por liebre. Comencemos con un pitillo. Puede encendérmelo. -Lynley le lanzó una mirada. Havers sonrió-. Era una idea.

Pasaron por entre el grupo silencioso hasta unas escaleras de hierro que subían por la parte trasera del edificio. En el primer piso, una puerta verde y ancha tenía la palabra COLOSO escrita en una pequeña placa de latón pulido. Encima, una ventana mostraba una hilera de luces a lo largo de un pasillo. Lynley y Havers entraron y se encontraron en un lugar que era una combinación de galería y tienda de regalos modesta.

La galería consistía en una historia pictórica de la organización: la fundación, la reforma del lugar que la albergaba y el impacto que había tenido en los habitantes de la zona. La tienda de regalos -que fundamentalmente era una sola vitrina de artículos con un precio razonable- ofrecía camisetas, sudaderas, gorras, tazas, vasos de chupito y artículos de papelería, todos con logos idénticos: el tocayo mitológico de la organización coronado por docenas de figuras minúsculas que utilizaban sus brazos y hombros enormes para ascender de la miseria al éxito. Debajo del gigante estaba la palabra «juntos», formando un semicírculo completado por Coloso, que dibujaba la otra mitad encima del personaje. Dentro de la vitrina también había una fotografía firmada del duque y la duquesa de Kent apadrinando con su presencia real algún acto relacionado con Coloso. Al parecer, no estaba a la venta.

En el otro extremo de la vitrina, había una puerta que se abría a la recepción. Allí, Lynley y Havers se encontraron con las miradas directas de tres personas que callaron en cuanto se acercaron. Dos de ellas, un joven delgaducho que llevaba una gorra de Eurodisney y un chico mestizo de unos catorce años quizá, jugaban a las cartas en una mesa baja situada entre dos sofás. La tercera, un joven corpulento de pelo rojizo y arreglado y barba escasa, bien recortada pero que apenas le cubría las mejillas picadas por la viruela, estaba sentado tras el mostrador de la recepción, una cruz turquesa le colgaba de una oreja. Llevaba una de las sudaderas de Coloso y, al parecer, tomaba notas con un lápiz azul en un calendario que había sobre el mostrador impoluto mientras una suave melodía de jazz salía de los altavoces colocados encima de él. Cuando su mirada se fijó en Havers, no pareció simpático. A su lado, Lynley oyó el suspiro de la detective.

– Necesito maquillaje, joder -dijo entre dientes.

– Quizá quieras deshacerte de las zapatillas -le sugirió él.

– ¿Necesitan ayuda? -preguntó el joven. De debajo del mostrador sacó una bolsa amarilla brillante que llevaba impresas las letras MR. SANDWICH. De dentro sacó un rollito de salchicha y unas patatas fritas y se puso a comer sin más. La poli, les transmitían sus acciones, no iba a interrumpir su rutina diaria.

Aunque parecía totalmente innecesario, Lynley sacó su identificación para mostrársela al joven pelirrojo, sin prestar atención por el momento a los otros dos. Una placa de plástico en el borde del mostrador indicaba que él y Havers estaban presentándose a un tal Jack Veness, quien pareció no estar en absoluto impresionado porque los dos polis que tenía delante representaran a New Scotland Yard.

Tras echar una mirada a los jugadores de cartas como si buscara su aprobación, Veness simplemente esperó a que dijeran algo. Mordió el rollito de salchicha, cogió unas patatas y miró el reloj de pared que había encima de la puerta. O quizá miro a la propia puerta, pensó Lynley, por la cual el señor Veness quizá esperaba que alguien entrara a rescatarlo. A primera vista estaba bien, pero había cierta intranquilidad en él.

Habían ido a hablar con el director de Coloso, le dijo Lynley a Jack Veness, o, en realidad, con cualquiera que pudiera hablarles de uno de sus usuarios…, si el término era adecuado, añadió: Kimmo Thorne.

El nombre tuvo casi el mismo efecto que cuando un forastero entraba en un bar en un western americano antiguo. En otras circunstancias, a Lynley le habría hecho gracia: los dos jugadores de cartas interrumpieron la partida, dejaron las cartas sobre la mesa y no hicieron ningún esfuerzo por ocultar que intentaban escuchar todo lo que se decía a partir de aquel momento, mientras que Jack Veness dejó de comer el rollito de salchicha. Lo guardó en la bolsa de Mr. Sándwich y desplazó la silla del mostrador. Lynley creyó que iría a buscar a alguien para que hablara con ellos, pero se dirigió a un dispensador de agua. Abrió el grifo del agua caliente y llenó una taza de Coloso, tras lo cual cogió una bolsita de té y la remojó un par de veces.

Al lado de Lynley, Havers puso los ojos en blanco.

– Perdona, amigo. ¿Se te ha escacharrado el audífono o qué?

Veness regresó y dejó la taza sobre la mesa.

– Los oigo perfectamente. Sólo estoy intentando decidir si merece la pena darles una respuesta.

Al otro lado de la sala, Eurodisney soltó un silbido. Su compañero bajó la cabeza. Veness pareció satisfecho de obtener su aprobación. Lynley decidió que ya había suficiente.

– Puede tomar la decisión en una sala de interrogatorios, si quiere -le dijo a Veness.

A lo que Havers añadió:

– Estamos dispuestos a darle ese gusto. Estamos aquí para servirles y todo eso, ya sabes.

Veness se sentó y se metió un trozo de rollito de salchicha en la boca.

– En Coloso todo el mundo conoce a todo el mundo -dijo mientras masticaba-. A Thorne también. Así funciona. Por eso funciona.

– También sirve para usted, entiendo -dijo Lynley-. Hablando de Kimmo Thorne.

– Entiende bien -asintió Veness.

– ¿Y ustedes dos? -preguntó Havers a los jugadores de cartas-. ¿También conocían a Kimmo Thorne? -Sacó su libreta mientras formulaba las preguntas-. ¿Cómo se llaman, por cierto?

Eurodisney pareció sorprendido de que le preguntaran, pero colaboró y dijo que se llamaba Robbie Kilfoyle. Añadió que en realidad no trabajaba en Coloso como Jack, sino que sólo iba de voluntario algunos días a la semana, y que hoy era uno de esos días. Por su parte, el chico se identificó como Mark Connor. Dijo que era su cuarto día de orientación.

– Así que es nuevo por aquí -les explicó Veness.

– Por lo tanto, no conoce a Kimmo -añadió Kilfoyle.

– Pero ¿usted lo conocía? -le preguntó Havers a Kilfoyle-. ¿Aunque no trabaje aquí?

– Eh, no ha dicho eso, ¿sabes? -dijo Veness.

– ¿Es usted su abogado? -replicó Havers-. ¿No? Entonces imagino que podrá hablar por sí mismo. -Y de nuevo a Kilfoyle-: ¿Conocía a Kimmo Thorne? ¿Dónde trabaja?

Incomprensiblemente, Veness insistió.

– Déjelo. Trae los putos sándwiches, ¿vale?

Kilfoyle frunció el ceño, quizá ofendido por el tono displicente.

– Ya se lo he dicho, soy voluntario -dijo-. Cojo el teléfono. Ayudo en la cocina. Ayudo en el cuarto del material cuando hay mucho trabajo. Así que veía a Kimmo por aquí. Lo conocía.

– Como todo el mundo -dijo Veness-. Hablando de lo cual… Esta tarde hay un grupo que va de excursión al río. ¿Puedes ocuparte tú, Rob? -Lanzó una larga mirada a Kilfoyle, como si estuviera mandándole una especie de doble mensaje.

– Yo puedo ayudarte, Rob -se ofreció Mark Connor.

– Claro -dijo Kilfoyle, y a Jack Veness-: ¿quieres que lo organice ahora o qué?

– Ahora sería genial.

– Muy bien. -Kilfoyle recogió las cartas y, acompañado de Mark, se dirigió a una puerta interior. A diferencia de los demás, vestía una cazadora más que una sudadera y, en lugar de llevar escrito Coloso, llevaba un logo de un bocadillo con brazos y piernas y arriba las palabras MR. SANDWICH.

Por algún motivo, la marcha de esos dos produjo un cambio en Jack Veness. Como si de repente se hubiera apagado (o encendido) en él un interruptor invisible, el joven cambió de actitud súbitamente.

– Bien, pues. Lo siento -les dijo a Lynley y a Havers-. Puedo ser un auténtico cabronazo cuando quiero. Saben, quería ser poli, pero no lo conseguí. Es más fácil echarles la culpa a ustedes que mirarme a mí mismo y entender por qué no pasé las pruebas. -Chasqueó los dedos y ofreció una sonrisa-. ¿Qué les parece el psicoanálisis inmediato? Cinco años de terapia y el hombre está curado.

El cambio de Veness era desconcertante, como descubrir dos personalidades en un mismo cuerpo. Era imposible no preguntarse si la presencia de Kilfoyle y Connor había tenido algo que ver en cómo se había comportado antes. Pero Lynley aceptó el cambio en el hombre y volvió a sacar el tema de Kimmo Thorne. A su lado, Havers abrió la libreta. El nuevo Jack Veness no pestañeó.

Les dijo con toda sinceridad que conocía a Kimmo y que lo conocía desde la época en que había estado en Coloso. Después de todo, él era el recepcionista de la organización. Conocía deprisa a todo aquel que venía, iba y se quedaba. Su trabajo era conocer, subrayó. Saber formaba parte de su trabajo, les dijo. – ¿Por qué era así? -preguntó Lynley. -Porque, nunca se sabe, ¿no? -dijo Veness – ¿Saber qué, exactamente? -le interrumpió Havers. «A lo que te enfrentabas.»

– A esa peña. -Al decir esto, Veness señaló a los jóvenes que fumaban fuera en el aparcamiento-. Vienen de todas partes, ¿sabe? De la calle, de centros de acogida, de Menores, de centros de rehabilitación, de pandillas, hacen la calle, llevan armas, venden drogas. No tiene sentido confiar en ellos hasta que me dan una razón para que confíe en ellos. Así que tengo los ojos bien abiertos.

– ¿Eso también era aplicable a Kimmo? -preguntó Lynley. -Es aplicable a todo el mundo -dijo Veness-. A ganadores y a perdedores por igual.

Havers intervino al oír esa observación. – ¿En qué sentido era aplicable a Kimmo? ¿Te hizo alguna jugada alguna vez?

– A mí no -dijo.

– ¿A otra persona?

Veness tocó el rollito pensativamente.

– Si hay algo que debiéramos saber… -empezó a decir Lynley.

– Era un gilipollas -dijo Veness-. Un perdedor. Miren, a veces pasa. Aquí, esos crios tienen algo. Lo único que necesitan es aprovechar la oportunidad. Pero a veces dejan de venir, incluso Kimmo, que se suponía que tenía que venir porque si no lo mandarían de vuelta a Menores en un abrir y cerrar de ojos, y no puedo entenderlo, ¿saben? Cabría pensar que uno se aferraría a lo que fuera para salir de ahí. Pero no fue así, ¿no? Dejó de venir.

– ¿Cuándo?

Jack Veness se quedó pensando un momento. Cogió una libreta de espiral del cajón del medio de su mesa y examinó las firmas garabateadas que ocupaban una docena de páginas o más. Era un registro de entradas, vio Lynley, y cuando Veness contestó su pregunta, la fecha que le dio de la última vez que Kimmo había aparecido por Coloso coincidía con su asesinato, con una diferencia de cuarenta y ocho horas.

– Estúpido -dijo Veness, apartando a un lado la libreta de entradas-. No sabía cuándo había dejado de venir. El problema es que los crios se mueren por salir de aquí, ¿no? Algunos, perdonen, no todos. Quieren el resultado, pero no el proceso que lleva al resultado. Imagino que lo habrá dejado. Como ya he dicho, eso pasa.

– En realidad, lo han asesinado -dijo Lynley-. Por eso no ha vuelto a venir.

– Pero eso ya lo sabía, ¿verdad? -añadió Havers-. Si no, ¿por qué has hablado de él en pasado desde el principio? ¿Y por qué si no pasaría por aquí la poli? Y dos veces el mismo día porque uno de ésos… -como había hecho el propio Veness, señaló al grupo que se congregaba fuera- ha debido de decirle a alguien que me he pasado antes, antes de que abrieran.

Veness negó con la cabeza con vehemencia.

– No lo sabía… No. No. No lo sabía. -Lanzó una mirada hacia la puerta y el pasillo en el que se abrían salas muy iluminadas. Pareció pensar en algo un momento antes de decir-: ¿El chico de Saint Paneras? ¿Del parque?

– Bingo -dijo Havers-. No es tan bobo cuando se esfuerza, Jack.

– Era Kimmo Thorne -añadió Lynley-. Es una de las cinco muertes que estamos investigando.

– ¿Cinco? Un momento. Esperen. No pensarán que Coloso…

– No hemos sacado ninguna conclusión -dijo Lynley.

– Dios mío. Vaya, lo siento. Lo que he dicho. Lo de que era un gilipollas y un perdedor. Dios santo. -Veness cogió el rollito de salchicha, luego lo dejó otra vez. Lo envolvió y lo metió en la bolsa-. Algunos chicos lo dejan, ya saben. Tienen una oportunidad, pero aun así se van. Eligen lo que parece el camino fácil. Es de lo más frustrante. -Soltó un suspiro-. Pero, joder, lo siento. ¿Salió en el periódico? No leo mucho la…

– El nombre no, al principio -dijo Lynley-. Sólo que se había encontrado un cuerpo en Saint George's Gardens. -No añadió que las probabilidades de que los periódicos fueran cargados de artículos sobre los asesinatos en serie habían pasado de buenas a excelentes: nombres, lugares y también fechas. Una víctima joven y blanca había despertado el interés de los tabloides; la joven víctima negra de esa mañana les daba la oportunidad que necesitaban para cubrirse las espaldas. Chico mestizo igual a noticia de poco interés, habían decidido sobre los asesinatos anteriores. Todo eso había cambiado con Kimmo Thorne. Y ahora con el chico negro… Los tabloides iban a aprovechar la oportunidad de recuperar el tiempo perdido y disculpar su responsabilidad-. La muerte de un chico relacionado con Coloso saca a colación muchas preguntas -le señaló Lynley a Jack Veness-, como sin duda imaginará. Y hemos identificado a otro chico que también podría estar relacionado con Coloso. Jared Salvatore. ¿Le suena?

– Salvatore. Salvatore. -Veness farfulló el nombre-. No. Creo que no. Me acordaría.

– Entonces, tendremos que hablar con el director…

– Sí, sí, sí. -Veness se puso en pie-. Tienen que hablar con Ulrike. Ella dirige el centro. Esperen. Veré… -Dicho esto, salió disparado por la puerta que llevaba al interior del edificio. Dobló una esquina y desapareció deprisa.

Lynley miró a Havers.

– Muy interesante.

Ella estuvo de acuerdo.

– No tenemos ni que preguntarnos si es trigo limpio.

– Yo también tengo esa impresión.

– Así que supongo que la pregunta es: ¿estará muy sucio? -preguntó Havers.

Lynley alargó la mano hacia el mostrador y cogió la libreta de entradas que utilizaba Jack. Se la pasó a Havers.

– ¿Salvatore? -dijo.

– Es una idea -contestó.

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