Capítulo 12

Cuando la detective Barbara Havers entró en el aparcamiento subterráneo de New Scotland Yard a la mañana siguiente, ya iba por el cuarto cigarrillo, sin contar el que había apurado mientras iba de la cama a la ducha. Llevaba fumando sin parar desde que había salido de casa, y el siempre exasperante trayecto desde el norte de Londres sólo había conseguido crisparle aún más los nervios y ponerla de mal humor.

Estaba acostumbrada a las riñas. Había tenido encontronazos con todas las personas con las que había trabajado e incluso había llegado a disparar a un superior, en la riña verdaderamente gorda que le había costado el rango y casi el trabajo. Pero nada de lo que había pasado antes en su irregular carrera, por no mencionar en su vida, la había afectado tanto como una conversación de cinco minutos que había mantenido con su vecino.

No fue su intención enfrentarse a Taymullah Azhar. Su objetivo era hacerle una simple invitación a su hija. Una investigación minuciosa -bueno, lo que para ella significaba una investigación minuciosa, que era comprar el What's On como un turista que venía a ver a la reina- le había informado de que un lugar llamado Museo Jeffrye ofrecía retratos de la historia social a través de maquetas de salones típicos de cada siglo. ¿No sería genial que Hadiyyah acompañara a Barbara al museo para cultivar su pequeña mente ávida de conocimiento con otro tipo de consideraciones que los piercings que llevaban en el ombligo actualmente las cantantes pop? Sería una excursión del norte al este de Londres. En resumen, sería tremendamente educativo. ¿Cómo podía Azhar, un sofisticado educador, oponerse a eso?

Pues resultó que con bastante facilidad. Cuando Barbara llamó a la casa al dirigirse al coche, le abrió la puerta y la escuchó educadamente como era su costumbre, con el aroma de un desayuno equilibrado y nutritivo flotando en el aire detrás de él como una acusación contra el ritual matutino de Barbara a base de Pop Tart y cigarrillos.

– Una especie de revés doble, podría llamarse -dijo Barbara para acabar la invitación, y justo cuando lo decía se preguntó de dónde diablos había salido eso del «revés doble»-. El museo se encuentra en una serie de antiguas casas de beneficencia, así que también se puede admirar la arquitectura histórica y social. El tipo de cosas que los niños ven al pasar sin saber qué están viendo, ya me entiendes. El caso es que pensé que podría ser… – ¿Qué?, se preguntó. ¿Una buena idea? ¿Una oportunidad para Hadiyyah? ¿Una forma de escapar a más castigos?

Era esto último, por supuesto. Barbara había pasado demasiadas veces por delante de la solemne carita castigada en la ventana. Ya era suficiente, joder, pensó. Azhar ya había dicho lo que quería decir. No tenía que seguir mortificando a la pobre niña con ello.

– Eres muy amable, Barbara -le dijo Azhar con su seria cortesía habitual-. Sin embargo, en la circunstancia en la que Hadiyyah y yo nos encontramos…

La niña apareció entonces detrás de él, al oír, al parecer, sus voces

– ¡Barbara! ¡Hola! -gritó, y sacó la cabeza por detrás del cuerpo delgado de su padre-. Papá, ¿puede entrar Barbara? Estamos desayunando, Barbara. Papá ha hecho tostadas y huevos revueltos. Es lo que estoy comiendo. Con sirope. El come yogur. -Arrugó la nariz, pero no porque su padre hubiera elegido desayunar eso, evidentemente, porque su siguiente frase fue-: Barbara, ¿ya has fumado? Papá, ¿no puede entrar Barbara?

– No puedo, amiguita -se apresuró a decir Barbara para que Azhar no tuviera que invitarla a pasar si quizá no quería-. Me voy a trabajar. Hay que mantener segura la ciudad para las mujeres, los niños y los animalitos peludos. Ya sabes cómo es esto.

Hadiyyah saltó de un pie a otro.

– Saqué buena nota en el examen de matemáticas -le confesó-. Papá me dijo que estaba orgulloso cuando lo vio.

Barbara miró a Azhar. Su rostro oscuro estaba sombrío.

– El colegio es muy importante -le dijo a su hija aunque mirando a Barbara mientras hablaba-. Hadiyyah, sigue desayunando, por favor.

– Pero ¿no puede Barbara…?

– Hadiyyah. -La voz era cortante-. ¿Qué acabo de decirte? ¿Y no te ha dicho Barbara que tiene que irse a trabajar? ¿Escuchas a los demás o simplemente deseas algo y haces oídos sordos a todo aquello que impida que tu deseo se cumpla?

Aquello parecía un poco cruel, incluso para los principios de Azhar. El rostro de Hadiyyah, radiante de felicidad, cambió al instante. Abrió mucho los ojos, pero no de sorpresa. Barbara vio que lo hacía para contener las lágrimas. Se retiró tragando saliva y se marchó a toda prisa hacia la cocina.

Azhar y Barbara se quedaron mirándose a los ojos. El parecía un testigo desinteresado de un accidente de tráfico; ella notó la señal de aviso de la ira que se filtraba en su estómago. En ese momento tendría que haber dicho: «Vale. Bien. Eso es todo, entonces. Tal vez nos veamos luego. Gracias», y haberse puesto en marcha, porque sabía que estaba adentrándose en terreno peligroso y metiéndose donde no la llamaban. Pero sostuvo la mirada a su vecino y se permitió sentir el ardor que le subía del estómago al pecho, donde formó un nudo que le quemaba. Cuando lo notó allí, Barbara habló.

– Te has pasado, ¿no te parece? Es sólo una cría. ¿Cuándo piensas darle un respiro?

– Hadiyyah sabe lo que tiene que hacer -contestó Azhar-. También sabe cuáles son las consecuencias cuando hace lo que le parece sin respetar las normas.

– De acuerdo. Muy bien. Entendido. Me lo grabaré a fuego. Me lo tatuaré en la frente. Lo que quieras. Pero ¿no crees que el castigo debería adecuarse al crimen? Y ya que estamos, ¿cómo la humillas de esa forma delante de mí?

– No la he…

– Sí -dijo Barbara entre dientes-. No has visto su cara. Y deja que te diga algo más porque me da la gana, ¿vale? La vida ya es bastante difícil, sobre todo para las niñas pequeñas. Lo último que necesitan es que sus padres se la compliquen más.

– Tiene que…

– ¿Quieres bajarle los humos? ¿Quieres meterla en cintura? ¿Quieres que sepa que no es la número uno en la vida de nadie y que nunca lo será? Pues deja que salga a la calle, Azhar, y captará el mensaje. No necesita oírlo de su padre, joder.

Barbara vio que había ido demasiado lejos. El rostro de Azhar -siempre sereno- se había cerrado por completo.

– Tú no tienes hijos -le contestó-. Si algún día tienes la suerte de ser madre, Barbara, pensarás lo contrario sobre cómo y cuándo debes castigar a tu hijo.

Fue la palabra «suerte» y todo lo que implicaba lo que permitió a Barbara ver a su vecino con otros ojos. Qué sucio, pensó. Pero ella también podía jugar a eso.

– No me extraña que se fuera, Azhar. ¿Cuánto tiempo tardó en ver cómo eras en realidad? Demasiado, supongo. Pero no sorprende mucho, ¿verdad? Después de todo, era inglesa y nosotras las inglesas jugamos con menos cartas de lo normal, ¿no?

Dicho esto, se dio la vuelta y lo dejó ahí, y se marchó disfrutando del breve triunfo que siente el cobarde al decir la última palabra. Pero era el simple hecho de haber oído aquella palabra lo que hacía que Barbara siguiera furiosa y mantuviera una conversación interna con un Azhar que no estaba presente, durante todo el tiempo que tardó en llegar hasta el centro de Londres. Así que después de dejar el coche en el aparcamiento subterráneo de New Scotland Yard, seguía histérica y no se encontraba precisamente en el estado de ánimo adecuado para un día de trabajo productivo. También se sentía mareada por la nicotina y oía dentro de la cabeza un zumbido nítido que le aporreaba los glóbulos oculares.

Se detuvo en el baño de mujeres para echarse agua en la cara. Se miró al espejo y se odió a sí misma por rebajarse a examinar su imagen en búsqueda de las pruebas que Taymullah Azhar había visto durante todos aquellos meses que habían sido vecinos: una homo sapiens sin suerte, un ejemplar perfecto de las cosas que salen mal. Cero posibilidades de tener una vida normal, Barbara. Fuera lo que fuese eso.

– Que le den -susurró. ¿Quién era él, de todas formas? ¿Quién coño se creía que era?

Se pasó los dedos por el pelo corto, se enderezó el cuello de la camisa y se dio cuenta de que debería haberlo planchado… si tuviera plancha. Iba hecha casi un adefesio, pero era algo inevitable y no importaba. Tenía cosas que hacer.

En el centro de coordinación, descubrió que la reunión informativa de la mañana ya había comenzado. El comisario Lynley miró en su dirección mientras escuchaba algo que decía Winston Nkata, y no pareció muy contento mientras su mirada viajaba por detrás de ella hacia el reloj de la pared.

– … ceremonias de ira o venganza -estaba diciendo Winston-, según lo que me contó la señora de La Luna de Cristal. Lo buscó en un libro. Me dio un registro de visitantes de la tienda que querían recibir su boletín y también tiene recibos de tarjetas de crédito y códigos postales de los clientes.

– Comparemos los códigos postales con los lugares donde se hallaron los cuerpos -le dijo Lynley-. Haz lo mismo con el registro y los recibos. Quizá tengamos suerte. ¿Qué hay del mercado de Camden Lock? -Lynley miró a Barbara-. ¿Qué tienes sobre ese tienda, detective? ¿Has pasado esta mañana? -Que era su forma de decir: «Confío en que ése sea el motivo de que hayas llegado tarde».

Dios santo, pensó Barbara. El roce con Azhar había borrado de su mente cualquier otro tema. Buscó en su cabeza una excusa, pero la acción de la sabiduría la hizo recapacitar en el último momento. Optó por decir la verdad.

– He metido la pata -admitió-. Lo siento, señor. Cuando acabé en Coloso ayer, yo… No importa. Me pondré a ello enseguida.

Vio el intercambio de miradas a su alrededor y que los labios de Lynley se tensaban durante un instante, así que prosiguió a toda prisa en un intento de suavizar la situación.

– De todos modos, señor, creo que debemos avanzar en la dirección de Coloso.

– Eso crees. -La voz de Lynley era imperturbable, demasiado, pero decidió no hacer caso.

– Sí -contestó-. Tenemos posibles sospechosos y habrá más por investigar. Aparte de Jack Veness, que parece saber algo sobre todo el mundo, hay un tipo llamado Neil Greenham, que estuvo más servicial de lo que se podría esperar. Tenía un Evening Standard que me enseñó muy contento, por cierto. Y ese tal Robbie Kilfoyle, ¿el que estaba jugando a las cartas con el chico?, hace de voluntario en el cuarto de material. Reparte almuerzos como segundo trabajo…

– ¿En una furgoneta? -preguntó Lynley.

– En bicicleta. Lo siento -dijo Barbara con pesar-. Pero reconoció que su objetivo es conseguir un trabajo de verdad en Coloso si abren otro centro al otro lado del río. O sea que tiene un motivo para hacer que otra persona parezca…

– Ir matando a los usuarios no parece que vaya a proporcionárselo, ¿verdad, Havers? -la interrumpió John Stewart mordazmente.

Barbara no hizo caso a la indirecta,

– Su competencia podría ser un tipo llamado Griff Strong -prosiguió-, quien ha perdido sus dos últimos trabajos en Stockwell y Lewisham porque, según él, no se llevaba bien con las mujeres que trabajaban con él. Son cuatro posibles sospechosos y todos están en la franja de edad del perfil, señor.

– Los investigaremos -asintió Lynley. Y justo cuando Barbara creía que se había redimido, Lynley le pidió a John Stewart que asignara esa tarea a alguien y le dijo a Nkata que indagara en los antecedentes del reverendo Savidge y que, mientras tanto, se ocupara de los entresijos del gimnasio Square Sour en Swiss Cottage y de un taller de reparación de coches en North Kensington. Luego asignó más tareas relacionadas con el taxista que había llamado al 112 para informar del cuerpo del túnel de Shand Street y el coche abandonado donde habían dejado el cadáver. Recogió un informe sobre escuelas de cocina de Londres (no tenían inscrito a ningún Jared Salvatore antes de volverse hacia Barbara y decir-: Te veo en mi despacho, detective. -Se marchó del centro de coordinación con un «A trabajar, pues» para el resto del equipo, dejando a Barbara que lo siguiera. Advirtió que nadie la miraba mientras desfilaba detrás de Lynley.

Se descubrió acelerando el paso para seguirle el ritmo y no le gustó la sensación perro-amo que le evocó aquello. Sabía que la había fastidiado al olvidarse de comprobar el tenderete del mercado de Camden Lock y supuso que merecía un rapapolvo por ello, pero, por otro lado, les había dado una nueva dirección en el caso con Strong, Greenham, Veness y Kilfoyle, ¿verdad?, así que eso tenía que contar para algo.

Una vez en el despacho del comisario, sin embargo, pareció que Lynley no veía las cosas de ese modo.

– Cierra la puerta, Havers -le dijo, y cuando Barbara lo hubo hecho, se dirigió a su mesa. En lugar de sentarse, sin embargo, simplemente apoyó la cadera en ella y la miró. Lynley le indicó que ocupara una silla y quedó más alto que ella.

Barbara no soportó cómo la hizo sentir aquello, pero estaba decidida a no dejarse llevar por ese sentimiento.

– Su foto salió en la portada del Standard, señor. Ayer por la tarde. La mía también. Y la de Hamish Robson. Estábamos por fuera del túnel de Shand Street. Salía su nombre. No es bueno.

– Son cosas que pasan. -Pero con un asesino en serie…

Lynley la interrumpió.

– Detective, dime una cosa, ¿intentas pegarte un tiro en el pie a propósito o todo forma parte de tu subconsciente?

– ¿Todo esto…? ¿El qué?

– Te asigné una tarea. El mercado de Camden Lock. De camino a casa, por el amor de Dios. O de camino aquí, si quieres. ¿Te das cuenta de cómo quedas delante de los demás cuando metes la pata, como has dicho? ¿Cómo esperas recuperar tu rango, que supongo que es lo que quieres y que también supongo que sabes que depende de que seas capaz de trabajar en equipo, si tomas tus propias decisiones sobre qué es importante en esta investigación y qué no lo es?

– Señor, eso no es justo -protestó Barbara. -Y no es la primera vez que actúas por tu cuenta -dijo Lynley como si Barbara no hubiera dicho nada-. Si alguna vez un agente de policía ha deseado el suicidio profesional… ¿En qué demonios estabas pensando? ¿No ves que no puedo seguir intercediendo por ti? Justo cuando comienzo a pensar que has aprendido la lección, empiezas de nuevo.

– ¿Con el qué?

– Con tu maldito empecinamiento. Coges las riendas en lugar de ponerte el bocado. Tu insubordinación constante. Tu nula disposición incluso a fingir que formas parte de un equipo mayor. Ya hemos pasado por esto. Una y otra vez. Hago lo que puedo para protegerte pero te juro que si esto no acaba… -Levantó las manos-. Vete al mercado de Camden Lock, Havers. Al Arco Iris de Wendy o cómo coño se llame la tienda esa.

– La Nube de Wendy -dijo Barbara como atontada-. Pero puede que no esté abierto porque…

– ¡Pues localizas a la propietaria! Y hasta que lo hagas, no quiero verte, oírte o saber nada de ti. ¿Está claro?

Barbara lo miró fijamente. Su mirada se convirtió en una observación. Llevaba suficiente tiempo trabajando con Lynley como para saber hasta qué punto aquel arrebato no era nada típico de él, por mucho que ella se mereciera la reprimenda. Repasó mentalmente las razones por las que Lynley podía estar tan tenso: otro asesinato, una pelea con Helen, un encontronazo con Hillier, problemas con su hermano menor, un pinchazo de camino al trabajo, demasiada cafeína, falta de sueño… Pero luego lo entendió, con la misma facilidad con la que conocía a Lynley.

– Se ha puesto en contacto con usted, ¿verdad? -le dijo-. Vio su nombre en el periódico y se ha puesto en contacto con usted, joder.

Lynley se quedó observándola un momento antes de tomar una decisión. Rodeó la mesa y sacó un papel de una carpeta de papel manila. Se lo entregó y Barbara vio que era una copia de un original que, imaginó, estaría ya de camino al laboratorio forense.

NO EXISTE LA NEGACIÓN, SÓLO LA SALVACIÓN estaba impreso pulcramente en la página, en mayúsculas en una sola línea. Debajo, no había firma, sino más bien una mancha que no era muy distinta a dos secciones cuadradas, pero independientes de un laberinto.

– ¿Cómo ha llegado aquí? -preguntó Barbara, devolviéndosela a Lynley.

– Por correo -dijo Lynley-. En un sobre sin identificación externa y con la misma letra de imprenta.

– ¿Qué opina de la mancha? ¿Una firma?

– Si se puede llamar así.

– Podría ser un cabrón con ganas de jugar, ¿no? Porque, a ver, la verdad es que no nos dice nada que demuestre que sabe algo que sólo sabría el asesino.

– Excepto eso de la salvación -dijo Lynley-. Sugiere que sabe que los chicos, como mínimo los que hemos identificado, han tenido problemas con la justicia en un sentido u otro. Eso sólo lo sabe el asesino.

– Además de la gente de Coloso -señaló Barbara-. Señor, ese tipo, Neil Greenham, tenía un Evening Standard.

– Neil Greenham y el resto de Londres.

– Pero su nombre apareció en el Standard, y ésa es la edición que me enseñó. Deje que investigue…

– Barbara. -La voz de Lynley era paciente.

– ¿Qué?

– Vuelves a hacerlo.

– ¿Hacerlo?

– Ocúpate del mercado de Camden Lock. Yo me encargaré del resto.

Iba a protestar -a la mierda lo que le aconsejaba su juicio- cuando sonó el teléfono y Lynley descolgó.

– Dime, Dee -dijo a la secretaria del departamento. Escuchó un momento-: Que suba, por favor -dijo antes de colgar.

– ¿Robson? -preguntó Barbara.

– Simón St. James -contestó Lynley-. Tiene algo para nosotros.

Reconocía que su mujer, en ese momento, era su ancla de salvación. Su mujer y la otra realidad que representaba. Para él, era un verdadero milagro poder irse a casa y, durante las pocas horas que estaba allí, no olvidarse, pero sí al menos distraerse con algo tan ridículo como el drama de intentar poner paz entre sus familias por la estúpida cuestión de la ropa del bautizo.

– Tommy -le había dicho Helen desde la cama mientras miraba cómo se vestía para irse a trabajar, la taza del té de la mañana en equilibrio sobre su barriga cada vez mayor-, ¿te he dicho que tu madre llamó ayer? Quería informarnos de que por fin había encontrado los patucos del traje del bautizo después de pasarse días revolviendo por los altillos infestados, al parecer, de arañas y serpientes venenosas de Cornualles. Va a enviárnoslos, los patucos, no las arañas y las serpientes, así que prepárate para encontrártelos en el buzón, dijo. Me temo que están un poco amarillentos por el paso del tiempo, dijo. Pero, sin duda, nada que no pudiera arreglar una buena lavandería. Por supuesto, no supe qué decirle. Porque, a ver, si no usamos la ropa de bautizo de tu familia, ¿podrá llegar Jasper Félix a ser un Lynley como Dios manda? -Helen bostezó-. Por Dios, esa corbata no, cariño. ¿Cuántos años tiene ya? Pareces un estudiante de Eton que se escapa para irse de juerga. Su primer fin de semana libre al otro lado del puente de Windsor y ya intenta parecer uno de los chicos. ¿De dónde la has sacado?

Lynley se la quitó y la volvió a guardar en el armario.

– Lo asombroso -dijo- es que los hombres solteros se pasan años vistiéndose sin saber que sin una mujer al lado son unos inútiles. -Sacó dos corbatas y se las mostró para que les diera su aprobación.

– La verde -dijo-. Ya sabes que me encanta la verde para ir a trabajar. Te da un aspecto tan Sherlock…

– La verde me la puse ayer, Helen.

– Bah -dijo-. Nadie se fijará. Créeme. Nadie se fija nunca en las corbatas de los hombres.

No le hizo ver a Helen que se estaba contradiciendo. Simplemente sonrió. Fue hacia la cama y se sentó.

– ¿Qué vas a hacer hoy? -le preguntó.

– Le he prometido a Simón que trabajaría unas horas. Ha vuelto a comprometerse con demasiadas cosas.

– ¿Y cuándo no lo hace?

– Bueno, me ha suplicado que lo ayudara a preparar un artículo sobre no sé qué sustancia química aplicada a no sé qué para producir yo qué sé qué. No lo entiendo. Yo sólo voy a donde me indica e intento estar atractiva. Aunque pronto va a ser imposible -dijo, mirándose la barriga con cariño.

Lynley le dio un beso en la frente y luego en la boca.

– Para mí siempre serás atractiva -le dijo-. Incluso cuando rengas ochenta y cinco años y se te hayan caído todos los dientes.

– Tengo pensado conservar los dientes hasta que me muera -le informó-. Estarán perfectamente blancos, totalmente rectos y mis encías no habrán retrocedido ni un milímetro.

– Estoy impresionado -le dijo.

– Una mujer debería de tener siempre alguna «ambición» en la vida -contestó ella.

Lynley se rió. Ella siempre le hacía reír. Por eso era una necesidad para él. De hecho, le hacía mucha falta aquella mañana, para dejar de pensar en Barbara Havers y su indudable deseo de suicidarse.

Si Helen era un milagro para él, Barbara era un enigma. Cada vez que creía que por fin la había puesto en el camino de la redención profesional, hacía algo para sacarle de su error. No trabajaba en equipo. Si le asignaba una tarea como a cualquier otro miembro de una investigación, era probable que optara por uno de estos dos caminos: adornar la tarea hasta que quedaba irreconocible o ir a lo suyo y pasar olímpicamente. Pero ahora mismo, con cinco asesinatos que exigían una actuación antes de que se convirtieran en seis, había demasiado en riesgo como para que Barbara no hiciera exclusivamente lo que se le pedía.

Aun así, a pesar de sus costumbres exasperantes, Lynley había tenido la sabiduría de aprender a valorar la opinión de Barbara. Francamente, no tenía un pelo de tonta. Así que permitió que se quedara en su despacho mientras Dee Harriman iba a buscar a St. James al vestíbulo.

Cuando los tres estuvieron juntos y St. James rechazó el café que le ofrecía Dee, con lo que la secretaria regresó a su mesa, Lynley señaló la mesa de reuniones y se sentaron como habían hecho tan a menudo en el pasado y en tantos otros lugares. Las primeras palabras de Lynley también fueron las mismas.

– ¿Qué tenemos?

St. James cogió un fajo de papeles del sobre de papel manila que llevaba con él e hizo dos pilas. En una estaban los informes de las autopsias. La otra consistía en una ampliación de la mancha realizada con sangre en la frente de Kimmo Thorne, una fotocopia de un símbolo similar y un informe cuidadosamente mecanografiado aunque breve.

– Ha llevado su tiempo -dijo St. James-. Hay una cantidad exorbitante de símbolos ahí fuera. Desde señales de tráfico universales a jeroglíficos. Pero, en general, diría que es un tema bastante sencillo.

Le entregó a Lynley la fotocopia y la ampliación de la marca que le habían hecho a Kimmo Thorne. Lynley las puso una al lado de la otra mientras buscaba en su chaqueta las gafas de lectura. Todos los elementos del símbolo estaban presentes en ambos documentos: el círculo, las dos líneas entrecruzándose dentro y luego, extendiéndose más allá del círculo, las puntas en forma de cruz al final de las dos líneas.

– Lo mismo -dijo Barbara Havers, estirando el cuello para ver los dos documentos-. ¿Qué es, Simón?

– Un símbolo alquímico -dijo St. James.

– ¿Qué significa? -preguntó Lynley.

– Purificación -contestó-. En concreto, un proceso de purificación que se logra eliminando las impurezas con fuego. Diría que por eso les quema las manos.

Barbara soltó un silbido.

– No existe la negación, sólo la salvación -murmuró. Y dirigiéndose a Lynley-: Eliminar las impurezas con fuego. Cree que está salvando sus almas, señor.

– ¿De qué habla? -dijo St. James, y miró a Lynley, quien le dio la copia de la nota que había recibido. St. James la leyó, frunció el ceño y miró pensativo hacia las ventanas-. Este hecho podría explicar por qué no hay un componente sexual en los crímenes, ¿no os parece?

– El símbolo que ha utilizado en la nota, ¿te resulta familiar? -le preguntó Lynley a su amigo.

St. James volvió a examinarlo.

– Cabría pensar que sí, después de todos los iconos que he mirado. ¿Puedo llevármela?

– Adelante -dijo Lynley-. Tenemos otras copias.

St. James guardó la hoja en su sobre de papel manila.

– Hay algo más, Tommy -dijo.

– ¿El qué?

– Llámalo curiosidad profesional. Las autopsias hacen referencia a una herida que presentan todos los cuerpos y que concordaría con un moratón en el costado izquierdo, entre tinco y quince centímetros por debajo de la axila. Excepto en uno de los cadáveres donde la herida también presentaba dos pequeñas quemaduras en el centro, la descripción es la misma en todos los casos: pálida en el medio, más oscura en los bordes, casi roja en el caso del cuerpo hallado en Saint George's Gardens…

– Kimmo Thorne -dijo Havers.

– Sí. Más oscura en los bordes. Me gustaría echar un vistazo a esa herida. Con una fotografía podría ser suficiente, pero prefiero ver uno de los cuerpos. ¿Sería posible? ¿Quizá el de Kimmo Thorne? ¿Ya se ha entregado el cuerpo a la familia?

– Puedo arreglarlo. Pero ¿adonde quieres llegar con esto?

– No estoy del todo seguro -admitió St. James-; pero quizá tenga alguna relación con la forma de someter a los chicos. En las pruebas toxicológicas, no aparecen restos de ninguna droga, así que no los sedó. No hay señales de lucha antes de que los atara por las muñecas y los tobillos, así que no hubo una agresión inicial. Si suponemos que no se trata de una especie de ritual sadomasoquista, de un joven tentado a realizar algún tipo de práctica sexual pervertida a instancias de un hombre mayor que lo mata antes de llevarla a cabo…

– Y no podemos descartarlo -observó Lynley.

– Exacto, no podemos; pero, si suponemos que este caso no tiene un componente sexual manifiesto, vuestro asesino tendrá un modo de lograr atarlos antes de torturarlos y matarlos.

– Estos chicos son espabilados -observó Havers-. No es probable que colaboraran con un tipo que quisiera atarlos porque sí.

– Sí, no es probable -asintió St. James-. Y la presencia de esta herida en los cuerpos sugiere que el asesino sabía desde el principio que ése sería el caso. Así que no sólo hay una conexión entre todas las víctimas…

– Que ya hemos encontrado -le interrumpió Havers. Comenzaba a sonar emocionada, lo que, como sabía Lynley, no era nunca una buena señal cuando se trataba de que no se descarriara-. Simón, existe un grupo de ayuda a la comunidad llamado Coloso. Samaritanos que trabajan con jóvenes de zonas urbanas deprimidas, chicos en situación de riesgo, delincuentes juveniles. Está cerca de Elephant and Castle, y dos de los chicos muertos participaban en su programa.

– Dos de los cuerpos identificados -la corrigió Lynley-. El otro que hemos identificado no está relacionado con Coloso. Y aún nos quedan otros por identificar, Barbara.

– Sí, pero yo digo una cosa -expuso Havers-. Que si investigamos los registros y encontramos qué chicos dejaron de ir a Coloso por las fechas en las que se produjeron estas otras muertes, podremos identificar los otros cuerpos. Este caso tiene que ver con Coloso, señor. Uno de esos tipos tiene que ser nuestro hombre.

– La teoría de que conocían a su asesino es sólida -dijo St. James, como si estuviera de acuerdo con Havers-. También es muy posible que confiaran en él.

– Y ése es otro punto clave en el funcionamiento de Coloso -añadió Havers-. La confianza, y aprender a confiar. Señor, Griff Strong me contó que la confianza incluso forma parte de su curso de orientación. Y precisamente él dirige los juegos de confianza que algunos de los chicos hacen juntos. Dios santo, tendríamos que ir allí con un equipo y acribillarlo a preguntas, y a esos otros tres tipos también, Veness, Kilfoyle y Greenham: todos tienen relación con al menos una de las víctimas; uno de ellos no es trigo limpio, se lo aseguro.

– Podría ser el caso, y agradezco tu entusiasmo por esta tarea -dijo Lynley secamente-; pero ya tienes un trabajo asignado, el mercado de Camden Lock, creo.

Havers tuvo la cortesía de poner cara de haber aprendido la lección.

– Ah, vale -dijo.

– ¿Crees que es éste es un buen momento para hacerlo?

No parecía satisfecha, pero no discutió. Se puso en pie y se dirigió lenta y cansinamente hacia la puerta.

– Me alegro de verte, Simón -le dijo a St. James-. Adiós.

– Yo también -dijo St. James mientras Barbara los dejaba. Se volvió hacia Lynley-. ¿Problemas con Barbara?

– ¿Cuándo no los hay cuando se trata de Havers?

– Siempre he pensado que considerabas que merecía la pena.

– Y así es por lo general.

– ¿Está cerca de recuperar su rango?

– Yo se lo devolvería, a pesar de su empecinamiento; pero no soy yo quien toma la decisión. – ¿Hillier?

– Como siempre. -Lynley se recostó en la silla y se quitó las gafas-. Me ha acorralado esta mañana incluso antes de que entrara en el ascensor; está intentando dirigir la investigación a través de maquinaciones del departamento de prensa, pero los periodistas no se muestran tan dispuestos a colaborar como al principio, ya han dejado de dar las gracias por el café, los cruasanes y los cuatro datos que Hillier les está proporcionando. Parece que ya están atando cabos: tres chicos mestizos asesinados de un modo similar antes que Kimmo Thorne y, por ahora, nadie de la Met ha aparecido en Alerta criminal. Y quieren saber cómo es eso posible. ¿Qué mensaje manda eso a los ciudadanos sobre la importancia relativa de estas muertes respecto a otras en las que la víctima era blanca, rubia, de ojos azules y anglosajona ciento por ciento? Comienzan a formular las preguntas difíciles, y se arrepiente de no haber luchado por mantener al departamento de prensa más alejado de todo esto.

– Orgullo desmesurado -observó St. James. -El orgullo desmesurado de alguien causa estragos -añadió Lynley-; y las cosas van a empeorar: el último chico asesinado, Sean Lavery, estaba en acogida; vivía en Swiss Cottage con un activista social que va a dar una rueda de prensa hoy hacia el mediodía, según me ha contado Hillier. Ya puedes imaginar lo que va a suponer eso para la sed de sangre colectiva de los medios.

– Trabajar con Hillier es el mismo placer de siempre, ¿no? -Amén. La presión está en todas partes. -Lynley miró la fotografía del símbolo alquímico, y se planteó las posibilidades que ofrecía de arrojar luz a la situación-. Voy a hacer una llamada -le dijo a St. James-. Me gustaría que te quedaras a escuchar si tienes tiempo.

Buscó el número de Hamish Robson y lo encontró en la cubierta del informe que el psicólogo de perfiles le había dado. Cuando tuvo a Robson al teléfono, conectó el altavoz y le presentó a St. James.

Le trasladó la información que St. James le había proporcionado y le reconoció sus dotes adivinatorias: le contó que el asesino se había puesto en contacto con él.

– ¿De verdad? -dijo Robson-. ¿Por teléfono? ¿Por carta?

Lynley le leyó la nota.

– Hemos llegado a la conclusión de que el símbolo de purificación en la frente y las manos quemadas están relacionados. Además, tenemos información sobre el aceite de ámbar gris que encontramos en los cuerpos. Al parecer, se utiliza para ceremonias de ira o venganza.

– Ira, venganza, pureza y salvación -dijo Robson-. Diría que está mandando un mensaje bastante claro, ¿no le parece?

– Nosotros pensamos que el origen de todo es un programa de ayuda a la comunidad al otro lado del río -dijo Lynley-. Se llama Coloso; trabajan con jóvenes difíciles. ¿Quiere añadir algo?

Se hizo el silencio durante un momento mientras Robson pensaba.

– Sabemos que su inteligencia está por encima de la media -dijo por fin-, pero está frustrado porque el mundo no ve su potencial. Si la investigación les está acercando a él, no va a dar un paso en falso para permitir que se acerquen más. Así que, si está eligiendo a los chicos a través de una fuente…

– Como Coloso -añadió Lynley.

– Sí. Si está eligiendo a chicos de Coloso, dudo mucho que siga haciéndolo cuando los vea por allí haciendo preguntas.

– ¿Está diciendo que acabarán los asesinatos?

– Puede, pero sólo por un tiempo. Matar le proporciona demasiada gratificación como para dejarlo completamente, comisario. La obligación de matar y el placer que le produce siempre superarán el temor a ser capturado, pero imagino que ahora tendrá mucho más cuidado. Puede que cambie de territorio, que se vaya más lejos.

– Si cree que la policía está cercándolo -dijo St. James-, ¿por qué se pone en contacto por carta?

– Bueno, eso forma parte de la sensación de ser invencible que tiene el psicópata, señor St. James -dijo Robson-. Es una prueba de lo que él considera su omnipotencia.

– ¿El tipo de cosa que conduce a su perdición? -preguntó St. James.

– El tipo de cosa que lo convence de que no puede cometer el error que lo condenará. Es como cuando Brady intentó que su cuñado se sumara a la diversión: cree que tiene una personalidad tan poderosa que nadie que lo conozca pensará en entregarlo, menos aún atreverse a hacerlo. Es el gran defecto que tiene la personalidad ya defectuosa de por sí del psicópata. En este caso, su asesino cree que es intocable por mucho que se acerquen a él. Les preguntará directamente qué pruebas tienen contra él si le interrogan y procurará no darles ninguna en lo sucesivo.

– Creemos que no hay un componente sexual en los crímenes -dijo Lynley-, lo que descarta anteriores delincuentes de la categoría A.

– En este caso lo más importante es el poder -asintió Robson-, pero lo mismo pasa con los crímenes sexuales. Así que puede ser perfectamente que más adelante encuentren algo sexual, una degradación sexual del cuerpo, por ejemplo, si el asesinato en sí mismo no le sigue proporcionando al asesino el nivel requerido de satisfacción y liberación.

– ¿Es lo que pasa normalmente -preguntó St. James- en asesinatos como éstos?

– Es una forma de adicción -dijo Robson-. Cada vez que satisface su fantasía de salvación mediante la tortura, necesita un poco más para obtener esa satisfacción. El cuerpo se hace más tolerante a la droga -sea ésta cual sea- y es necesario aumentar la dosis para alcanzar el nirvana.

– Así que está diciéndonos que esperemos más, y con posibles variaciones.

– Sí. Eso es exactamente lo que estoy diciendo.

Quería sentirlo de nuevo: el subidón que venía de dentro. Quería la sensación de libertad que lo envolvía en el momento final. Quería oír cómo su alma gritaba «¡sí!», justo cuando el chillido apagado debajo de él luchaba por emitir su último y débil «¡no!». Lo necesitaba, más aún, lo merecía; pero, cuando el ansia despertaba en su interior como una presencia exigente, sabía que no podía precipitarse. Eso lo dejaba con la mezcla apremiante y burbujeante de necesidad y deber que sentía corriendo por sus venas. Era como un buceador que sube demasiado deprisa a la superficie. El anhelo se transformaba rápidamente en dolor.

Se tomó algo de tiempo para intentar aplacarlo. Condujo hacia el pantano, donde podría pasear por el camino de sirga a lo largo del río Lea. Pensó que allí trataría de encontrar alivio.

Siempre les entraba el pánico cuando recobraban la conciencia y se veían amarrados a la tabla, las manos y los pies atados y la boca tapada con cinta aislante. Mientras cruzaba la noche en la furgoneta, los oía revolverse en vano detrás de él; algunos, aterrorizados; otros, enfadados. Cuando llegaba al lugar señalado, sin embargo, todos habían superado su reacción preliminar e instintiva y llegado a la mesa de negociaciones. «Haré lo que quieras, pero no me mates.» Nunca lo decían directamente; pero estaba ahí, en sus ojos frenéticos: «Haré lo que sea, seré lo que sea, diré lo que sea, pensaré lo que sea; pero no me mates».

Siempre se detenía en el mismo lugar seguro, donde una curva pronunciada en el aparcamiento de la pista de hielo impedía que lo vieran desde la calle. Allí, había un lugar donde los arbustos crecían descontroladamente y la farola de seguridad de la zona hacía tiempo que se había fundido. Apagaba las luces, las de dentro y las de fuera, y subía a la parte trasera. Se ponía en cuclillas junto a la forma inmovilizada y esperaba hasta que los ojos se le acostumbraban a la oscuridad. Lo que decía entonces siempre era lo mismo, aunque en su voz había amabilidad y arrepentimiento. «Te has equivocado.» Y luego: «Te quitaré esto -decía con los dedos en la cinta aislante-, pero sólo el silencio te mantendrá a salvo y te garantizará la liberación. ¿Podrás permanecer en silencio?».

Asentían con la cabeza siempre, desesperados por hablar, por razonar, por admitir, y, a veces, por amenazar o por exigir; pero no importaba por dónde empezaran o qué sintieran, no les quedaba más remedio que suplicar.

Sentían su poder. Captaban su fuerte aroma en el aceite que utilizaba para ungir su cuerpo. Lo veían en el destello del cuchillo que sacaba. Lo sentían en el calor del hornillo. Lo oían en el crepitar de la sartén.

«No tengo por qué hacerte daño. Debemos hablar, y si nuestra charla va bien, esto puede acabar en tu libertad», les decía.

Sí que hablaban, de hecho, no callaban. Por lo general, la enumeración de sus crímenes no provocaba en ellos más que una aceptación inquieta. Solían decir: «Sí, lo hice. Sí, lo siento. Sí, juro que… lo que sea que quieras que jure, pero déjame marchar».

Pero mentalmente añadían más cosas y él podía leerles el pensamiento. «Cabrón asqueroso. Veré cómo acabas en el infierno por esto», solían acabar diciendo.

Así que, por supuesto, no podía liberarlos de ninguna de las maneras. Al menos, no de la forma en la que ellos confiaban ser liberados; pero él era un hombre de palabra.

Primero venían las quemaduras, sólo en las manos, para mostrarles tanto su ira como su misericordia. Sus declaraciones de culpa les abrían la puerta a la redención, pero tenían que sufrir para purificarse. Así que volvía a taparles la boca con cinta aislante y les sostenía las manos en el calor hasta que olía la carne abrasada. Arqueaban la espalda buscando una huida, y sus vejigas e intestinos cedían. Algunos se desmayaban y entonces no sentían cómo el garrote primero se deslizaba y luego les apretaba el cuello. Otros no se desmayaban, y era con éstos con los que Fu se sentía verdaderamente exultante mientras la vida abandonaba sus cuerpos y transportaba el suyo.

El siempre aspiraba a liberar sus almas, así que utilizaba el cuchillo sobre la carne vulgar, y los abría para su liberación final. Era lo que les había prometido al fin y al cabo. Ellos simplemente tenían que admitir su culpa y expresar un deseo verdadero de redención, aunque la mayoría sólo hacía lo primero; de hecho, la mayoría no comenzaba ni a entender lo segundo.

El último tampoco lo había hecho. Lo había negado todo hasta el final. «No hice nada, cabrón de mierda, no hice nada, ¿lo has entendido? Vete a la mierda, hijo puta, suéltame», había dicho.

La liberación era imposible para él. Libertad, redención, cualquier cosa que Fu le había ofrecido, el chico había escupido y blasfemado. Se marchó sin purificarse, con el alma presa, un fracaso de la Criatura Divina.

Pero el placer infinito del propio momento…, eso quedaba para Fu. Y eso mismo era lo que quería otra vez: el narcótico seductor del dominio absoluto.

Caminar por el río Lea no se lo proporcionó, ni tampoco el recuerdo; sólo una cosa podía hacerlo.

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