Capítulo 34

Nkata llegó a la comisaría de policía de Lower Clapton Road en tiempo récord. Vio que no estaba demasiado lejos de Hackney Marsh, en una zona de la ciudad que no había visto nunca. La comisaría, que ocupaba un viejo edificio Victoriano de ladrillo rojo, parecía un sitio del que en cualquier momento podría salir Bobby Peel, y a esta hora tan temprana aún estaba iluminado como si fuera noche cerrada, con las luces exteriores coartando a aspirantes a terroristas desconocidos en el siglo XIX.

Le había despertado el móvil. Barb Havers estaba al otro lado.

– Es Kilfoyle, Winnie -le dijo lacónicamente-. Tenemos a ese hijo de puta. En Lower Clapton Road, si quieres participar. ¿Quieres?

– ¿Qué? -dijo Winston-. Creía que ibas a decirle al comis…

– Kilfoyle estaba allí. Lo ha secuestrado en el aparcamiento. Lo he seguido y… Maldita sea, le he destrozado el Bentley Win, pero era la única forma de…

– ¿Me estás diciendo que has visto que secuestraban al jefe y no has llamado para pedir ayuda? Joder, Barb…

– No he podido.

– Pero…

– Winnie. Cierra el pico. Si quieres participar, vente ya. Está en una celda mientras esperan a que llegue John Stewart, pero nos dejarán hablar con él antes si el abogado de oficio llega primero. ¿Quieres participar?

– Voy para allá.

Con las prisas por salir, hizo ruido y su madre se despertó. Salió corriendo de su habitación con una aguja de gancho en alto -sabe Dios qué pensaba hacer con ella- y, cuando lo vio, exigió saber qué hacía ahí fuera a las 4:32 de la madrugada.

– ¿Ahora llegas? -le había gritado.

– Ahora salgo -había contestado él.

– ¿Sin desayunar? Siéntate y espera a que te fría algo como es debido.

– No puedo, mamá. Estamos cerrando un caso, y quiero estar presente. Si tardo mucho, los jefazos no me dejarán participar.

Así que cogió el abrigo, le dio un beso en la mejilla y se marchó. Atravesó veloz el pasillo, bajó las escaleras corriendo y se dirigió a toda prisa al coche. Tenía una idea general de dónde estaba la comisaría. Lower Clapton Road quedaba justo al norte de Hackney.

Entró apresuradamente en la recepción, donde dio su nombre y mostró su identificación. El agente de guardia que había en la recepción llamó a alguien y, en menos de dos minutos, Barb Havers salió a buscarlo.

Le puso al día rápidamente: lo que había visto en el aparcamiento del hospital de Saint Thomas, la mala suerte cuando el Mini se había averiado, cómo se había apropiado del Bentley de Lynley, la pista de hielo del valle del Lea, el plan precipitado, cómo había empotrado el Bentley en la furgoneta y había encontrado a Lynley y a Ulrike Ellis dentro, el breve enfrentamiento con el asesino.

– No ha pensado en la sartén -concluyó Barbara-. Podría haberle dado seis veces más, pero el comisario me ha gritado que ya lo había golpeado suficiente.

– ¿Dónde está?

– ¿El jefe? En Urgencias. Es a donde hemos ido todos cuando el 112 nos ha mandado a éstos. -Señaló a su alrededor para indicar a los colegas de la comisaría de Lower Clapton Road-. Kilfoyle le ha dado tantas descargas con la pistola eléctrica que quieren tenerlo un tiempo en observación. Lo mismo con Ulrike.

– ¿Y Kilfoyle?

– El hijo de puta tiene la cabeza dura como una piedra, Winnie. No le he roto nada, es una pena. Seguramente tendrá una conmoción o una contusión, lo que sea; pero sus cuerdas vocales funcionan bien, así que para nosotros está perfecto. Ah, y también le he enchufado la pistola eléctrica. -Sonrió-. No he podido resistirme.

– Brutalidad policial.

– Y estaré orgullosa de que lo escriban en mi lápida. Hemos llegado. -Abrió la puerta de una sala de interrogatorios empujándola con el hombro. Dentro, Robbie Kilfoyle estaba sentado con un abogado de oficio que le hablaba con urgencia.

Lo primero en lo que pensó Nkata fue que, en realidad, Kilfoyle no se parecía demasiado a ninguno de los retratos robot que habían encargado en el transcurso de la investigación. Tan sólo guardaba cierto parecido con el hombre que habían visto merodeando por el gimnasio Square Four, donde hacía ejercicio Sean Lavery y no se parecía en absoluto al hombre que había comprado la furgoneta a Muwaffaq Masoud a finales del verano anterior, si es que había sido él en cualquier caso. «Viva la memoria de la gente», pensó Nkata.

Por otro lado, y como expiación a los pecados de Robson, el perfil del asesino que había realizado el psicólogo era bastante exacto, y los pocos hechos que pudieron obtener de Kilfoyle -cuando el abogado de oficio no le decía que tuviera cuidado con lo que decía o que cerrara el pico directamente- lo confirmaron. Los veintisiete años de Kilfoyle entraban en la franja de edad, y sus circunstancias tampoco se alejaban. Al morir su madre, había vivido con su padre hasta que el anciano falleció en verano. Nkata imaginó que ése había sido el detonante, porque el primer asesinato se produjo poco tiempo después. Ya sabían que su pasado encajaba en el perfil, dados sus problemas de ausentismo escolar, denuncias por voyerismo y las ausencias sin permiso que figuraban en su historial militar. Pero durante el tiempo limitado que pasaron con él antes de que llegara el detective John Stewart, vio que el resto de los detalles iban a aportarlos las pruebas que recabarían en su casa, en los alrededores del aparcamiento de la pista de hielo y en la furgoneta.

La furgoneta esperaba la llegada del SOCO. Los alrededores del aparcamiento de la pista de hielo esperaban la luz del día. Eso dejaba la casa en Granville Square. Nkata sugirió que lucran a inspeccionarla. Barb no quería «dejar al cabronazo», pero accedió. Al salir, se encontraron con el detective Stewart en el pasillo. Ya llevaba consigo su carpeta, y seguramente se había hecho la raya en el pelo con una regla: aún se veían las marcas del peine.

Los saludó con la cabeza. Dirigió sus comentarios a Barb.

– Bien hecho, Havers. Seguro que ahora te restituyen en el cargo. Por si sirve de algo, lo apruebo. ¿Cómo está?

Nkata sabía que el detective no se refería a Kilfoyle. Barb respondió a la pregunta:

– Está en Urgencias, por ahora. Supongo que le dejarán marchar dentro de unas horas. He llamado a su madre. Irá a recogerlo ella, o su hermana. Las dos están en Londres.

– ¿Y por lo demás?

Barbara negó con la cabeza.

– No habla mucho.

Stewart asintió y miró sombríamente a un tablón de anuncios. El rostro de Barbara se alteró, y Nkata vio que pensaba que, durante aquel instante en el que el hombre había mostrado un atisbo de compasión, casi le había caído bien.

– Pobre hombre -murmuró Stewart. Y luego les dijo en su tono habitual-: Vamos. Comed algo. Os veo luego.

No les interesaba comer, así que se dirigieron a Granville Square. Cuando llegaron, la casa había cobrado vida. Una furgoneta del equipo de investigación de la escena del crimen que estaba aparcada enfrente advertía de la presencia del SOCO, y los vecinos curiosos se congregaban en la acera. Nkata enseñó su identificación al agente de la puerta, le explicó por qué Barb no tenía la suya y los dos entraron.

Dentro, se revelaron más aspectos de la personalidad del asesino. En el sótano, un fajo ordenado de periódicos y tabloides exhibía las historias que describían las proezas de Kilfoyle, y un callejero sobre una mesa cercana marcaba los lugares que había elegido cuidadosamente para dejar los cuerpos. Arriba, en la cocina, había una gran variedad de cuchillos -el SOCO los había etiquetado y metido en bolsas-; mientras que sobre las sillas del salón descansaba el mismo tipo de tapetes con bordes de encaje que había usado para crear el taparrabos fino y respetuoso de Kimmo Thorne. El orden reinaba en todas partes. De hecho, el lugar era un testimonio del orden. Sólo en una habitación había indicios -aparte del sótano con los periódicos y el callejero- de que se hallaban frente a una mente extremadamente inestable. En un dormitorio, una fotografía de boda estaba pintarrajeada; el novio de pelo greñudo aparecía destripado con un bolígrafo y tinta, y tenía en la frente la misma marca con la que Kilfoyle había firmado la carta que había mandado a New Scotland Yard. En el armario, una mano enferma también había cortado por la mitad todas las prendas de ropa masculina.

– Parece que no quería mucho a su padre, ¿no? -observó Barb.

Una voz habló desde la puerta.

– He pensado que querrían ver esto antes de que nos lo lleváramos. -Uno de los miembros del equipo forense, con su traje blanco, sostenía una urna. Por aspecto y tamaño, era una urna funeraria, indicada para guardar cenizas humanas.

– ¿Qué tienes? -preguntó Nkata.

– Sus recuerdos, diría yo. -Llevó la urna a la cómoda en la que estaba la fotografía de la boda. Abrió la tapa y miraron dentro.

La mayoría del contenido estaba formado por polvo humano y varios bultos cubiertos por la ceniza. Barb se dio cuenta de lo que eran.

– Los ombligos -dijo-. ¿De quién crees que son las cenizas? ¿Del padre?

– Por mí como si son de la Reina Madre -observó Nkata-. Tenemos a ese cabrón.

Ya podían dar la noticia a las familias. Para ellas, no habría una justicia satisfactoria; nunca la había. Pero sí habría un final.

Nkata llevó a Barbara al Saint Thomas para que pudiera llamar a alguien que remolcara su coche y lo reparara. Se separaron allí; al hacerlo, ninguno de los dos miró al hospital.

Nkata se dirigió a New Scotland Yard. Eran ya las nueve de la mañana, y el tráfico avanzaba con lentitud. Intentaba cruzar Parliament Square cuando le sonó el móvil. Imaginó que sería Barb, que intentaba sobrellevar la avería de su coche. Pero miró el número y vio que no era ningún conocido, por lo que sólo dijo:

– Nkata.

– Así que lo habéis detenido. Lo han dicho en las noticias esta mañana. En Radio Uno. -Era una voz de mujer; le resultaba familiar, pero no la había oído nunca por teléfono.

– ¿Quién es?

– Me alegro de que se haya terminado. Y sé que tus intenciones con él, con nosotros, eran buenas. Lo sé, Winston.

Winston.

– ¿Yas? -dijo.

– Ya lo sabía, pero no quería contemplar lo que eso significaba, ¿lo entiendes? No quiero contemplarlo, quiero decir.

Nkata pensó en aquello, pensó en el hecho de que Yas le hubiera llamado en primer lugar.

– ¿Crees que podrías echarle un vistazo?

Se quedó callada.

– Un vistazo no es mucho. Sólo un movimiento de los ojos. En realidad, no estás contemplando nada, Yas. Sólo se te van los ojos. Eso es. Eso es todo.

– No lo sé -dijo al fin. Lo cual suponía una mejora respecto a la situación anterior.

– Pues cuando lo sepas, llámame -le dijo-. No me importa esperar.

Lynley imaginó que uno de los motivos por los que le obligaban a quedarse en Urgencias era que les preocupaba que pudiera hacerle algo a Kilfoyle si le dejaban marchar. Y la verdad era que habría hecho algo, aunque no lo que creían que haría, evidentemente. Sólo le habría hecho una pregunta: ¿por qué? Y quizás esa pregunta habría llevado a otras: ¿Por qué Helen, y no yo? ¿Y por qué lo había hecho de esa manera, acompañado de un chico? ¿Qué quería expresar con ello? ¿Poder? ¿Indiferencia? ¿Sadismo? ¿Placer? ¿La destrucción, del mayor número de formas posible, del mayor número de vidas posible, con un golpe veloz porque sabía que se acercaba el final? ¿Era por eso? Por fin se haría famoso, célebre, con toda la parafernalia que eso implicaba. Estaría en lo más alto, con los mejores de los mejores, junto a nombres que, como Hindley, brillarían eternamente en el firmamento de la iniquidad. Los seguidores fervientes del crimen asistirían en tropel a su juicio, y los escritores lo citarían en sus libros y, por lo tanto, no desaparecería nunca de la memoria colectiva como un hombre normal y corriente o, en realidad, como una mujer inocente y su hijo nonato, ambos muertos y, pronto, una noticia olvidada más.

Obviamente, aquellos que tenían el poder creían que Lynley se abalanzaría sobre el monstruo si estaba cara a cara con él otra vez. Pero abalanzarse sobre alguien sugería una fuerza viva dentro de él, que lo impulsara hacia delante. Y eso era algo de lo que carecía en esos momentos.

Dijeron que le dejarían marchar con un pariente y, como habían guardado su ropa en algún lugar, se vio obligado a esperar a que llegara un miembro de su familia. No cabía duda de que habían sugerido en su llamada a Eaton Terrace que esa persona tardara el mayor tiempo posible en realizar el viaje al hospital, así que era media mañana cuando su madre fue a recogerlo. Peter la acompañaba. Un taxi los esperaba fuera, dijo ella.

– ¿Qué ha pasado? -Le pareció mayor que los días anteriores. Aquello le hizo comprender que la experiencia de vivir en el caos, algo que estaban sufriendo todos, también estaba pasándole factura a su madre. No había pensado en ello antes. Se preguntó qué significaba que lo hubiera pensado justo entonces.

Detrás de ella, estaba su hermano, larguirucho e incómodo como siempre. En su día habían estado muy unidos, pero de eso hacía ya muchos años; la cocaína, el alcohol y el abandono fraternal los miraban de reojo como espectros que ocuparan el espacio que había entre ellos. Lynley pensó en las muchas enfermedades que atacaban a su familia; unas lo hacían físicamente; el resto, mentalmente.

– ¿Estás bien, Tommy? -dijo Peter, y Lynley vio que su hermano levantaba la mano y luego la dejaba caer en vano-. No han querido contárnoslo por teléfono… Sólo han dicho que viniéramos a buscarte… Han dicho que venías de cerca del río. Pero aquí arriba… ¿Qué río hay? ¿Qué hacías…?

Su hermano tenía miedo, pensó Lynley. Otra posible pérdida en su vida, y Peter no sabría cómo superarlo sin una muleta en la que apoyarse: por la nariz, en una vena, de una botella, lo que fuera. Peter no quería eso, pero siempre estaba ahí fuera, llamándole.

– Estoy bien, Peter. No he intentado nada. No intentaré nada -dijo Lynley, aunque sabía que ninguna de las dos declaraciones era una promesa ni tampoco una mentira.

Peter se mordió la parte interior del labio, una costumbre de la infancia. Asintió nerviosamente.

Lynley les contó lo que había pasado con dos frases simples: había tenido un encuentro con el asesino. Barbara Havers había resuelto el tema.

– Una mujer excepcional -dijo lady Asherton.

– Sí -contestó Lynley.

Descubrió que habían dejado marchar a Ulrike Ellis unas horas para que prestara declaración ante la policía. Estaba afectada, pero ilesa. Kilfoyle no le había hecho nada salvo aturdirla con la pistola eléctrica, amordazarla y atarla. Ya era mucho, pero para lo que podría haber pasado, era absurdo pensar que no iba a recuperarse.

En el taxi, se hundió en un rincón; su madre se sentó a su lado, y su hermano se sentó encorvado en el asiento plegable de enfrente.

– Dile que vamos a Scotland Yard -le dijo a Peter.

– Te vas directo a casa -protestó su madre.

Lynley dijo que no con la cabeza.

– Díselo -insistió, y señaló con la cabeza al taxista.

Peter se acercó a la abertura de la mampara que separaba al conductor de los pasajeros.

– Victoria Street, New Scotland Yard -dijo-. Y después seguiremos hasta Eaton Terrace.

El taxista viró bruscamente, se sumó al tráfico de la calle y se dirigió a Westminster.

– Tendríamos que habernos quedado contigo en el hospital -murmuró lady Asherton.

– No -dijo Lynley-. Hicisteis lo que os pedí. -Miró por la ventanilla-. Quiero enterrarlos en Howenstow. Creo que es lo que habría querido. Nunca lo hablamos. No hacía falta. Pero me gustaría…

Notó la mano de su madre en la suya.

– Por supuesto -dijo ella.

– Aún no sé cuándo. No pensé en preguntarles cuándo me entregarían el… su cuerpo. Hay muchos detalles…

– Nosotros nos ocuparemos de todo, Tommy -dijo su hermano-. Déjanos.

Lynley lo miró. Peter se inclinó hacia delante y se acercó a él como hacía años que no lo hacía. Lynley asintió despacio.

– De algunos, entonces -dijo-. Gracias.

Realizaron el resto del trayecto en silencio. Cuando el taxi giró de Victoria Street a Broadway, lady Asherton volvió a hablar.

– ¿Dejarás que uno de los dos entre contigo, Tommy? -le dijo.

– No hace falta -le dijo-. Estaré bien, mamá.

Esperó a que se alejaran para entrar. Luego se dirigió no al edificio Victoria, sino al edificio de oficinas, al despacho de Hillier.

Judi Macintosh levantó la vista de su trabajo. Como su madre, parecía tener la capacidad de leer sus intenciones, y parecía que lo que leyó era correcto, puesto que no estaba allí buscando un enfrentamiento.

– Comisario, yo… -le dijo-. Todos nosotros… No puedo imaginar lo que está pasando. -Se llevó las manos a la garganta, como implorándole que la eximiera de decir nada más.

– Gracias -dijo, y se preguntó cuántas veces más tendría que darle las gracias a la gente en los meses venideros. En realidad, se preguntó por qué les daba las gracias. Lo habían educado para pronunciar esa expresión de gratitud cuando lo que quería era levantar la cabeza y gritar en la noche eterna que se cernía sobre él. Detestaba la buena educación; pero aun detestándola, confió de nuevo en ella cuando dijo-: ¿Podrías decirle que estoy aquí? Me gustaría hablar con él. Será sólo un momento.

La mujer asintió. Sin embargo, en lugar de llamar al despacho de Hillier, cruzó la puerta. La cerró suavemente tras ella. Paso un minuto, y luego otro. Seguramente estaban llamando a alguien para que subiera: otra vez Nkata; quizá John Stewart; alguien capaz, de contenerlo; alguien que lo escoltara hasta el exiei 101 de las dependencias.

Judi Macintosh regresó.

– Pase, por favor -dijo.

Hillier no estaba en su lugar habitual, detrás de la mesa. No estaba de pie junto a una de las ventanas, sino que había cruzado la moqueta para ir a recibir a Lynley a medio camino.

– Thomas, debes ir a casa y descansar -le dijo con voz suave-. No puedes seguir…

– Ya lo sé. -Lynley no recordaba la última vez que había dormido. Llevaba tanto tiempo funcionando a base de ansiedad y adrenalina que ya no recordaba cómo era vivir de otro modo. Sacó su placa y todos los demás objetos de identificación policial que llevaba encima. Los ofreció al subinspector.

Hillier los miró, pero no los cogió.

– No lo aceptaré -dijo-. No has estado pensando con claridad. Ahora no estás pensando con claridad. No puedo permitir que tomes una decisión como ésta…

– Créame, señor -le interrumpió Lynley-. He tomado decisiones mucho más difíciles. -Pasó por delante de Hillier y se acercó a su mesa. Dejó la placa encima.

– Thomas -dijo Hillier-, no lo hagas. Tómate unas vacaciones. Coge la baja por motivos familiares. Con todo lo que ha pasado, no puedes estar en posición de decidir tu futuro ni el de nadie.

Lynley notó una carcajada vacía en su interior. Podía decidir. Había decidido.

Quería decirle que ya no sabía cómo ser, menos aún quién ser. Quería explicarle que ya no servía para nadie ni para nada, y que no sabía si algún día las cosas serían distintas; pero lo que dijo fue:

– Respecto a lo que sucedió entre nosotros, señor, lo lamento muchísimo.

– Thomas… -El tono apesadumbrado de la voz de Hillier hizo que se detuviera en la puerta. Se volvió-. ¿Adonde irás? -le preguntó Hillier.

– A Cornualles -dijo-. Me los llevo a casa.

Hillier asintió. Dijo algo más mientras Lynley abría la puerta. No podía estar seguro de las palabras, pero más tarde pensaría que había dicho «Ve con Dios».

Fuera, en la antesala, lo esperaba Barbara Havers. Parecía agotada y Lynley cayó en la cuenta de que llevaba trabajando veinticuatro horas seguidas.

– Señor… -dijo.

– Estoy bien, Barbara. No hacía falta que vinieras.

– Debo llevarle a un sitio.

– ¿Adonde?

– Sólo… Han sugerido que le lleve a casa. Me han prestado un coche, así que no tendrá que embutirse en el mío.

– Bien, pues -dijo Lynley-. Vamos.

Notó la mano de Barbara en el codo, guiándole del despacho al ascensor. Le hablaba mientras caminaban, y recogió palabras sobre que había una gran cantidad de pruebas que relacionaban a Kilfoyle con las muertes de los chicos de Coloso.

– ¿Y el resto? -le preguntó Lynley mientras las puertas del ascensor se abrían al aparcamiento subterráneo-. ¿Qué hay del resto?

Y Barbara le habló de Hamish Robson y luego del chico encerrado en el calabozo de la comisaría de Harrow Road. Le dijo que el de Robson era un crimen de necesidad y oportunidad. En cuanto al chico de Harrow Road, no lo sabía.

– Pero no hay ninguna conexión entre él y Coloso -dijo Havers cuando llegaron al coche. Siguieron hablando por encima del techo, cada uno a un lado-. Parece… Señor, a todo el mundo le parece que es un crimen aislado. El chico no habla. Pero creemos que fue cosa de una banda.

Lynley la miró. La vio como si estuviera bajo el agua y muy lejos.

– ¿Una banda? ¿Que hacía qué?

Barbara negó con la cabeza.

– No lo sé.

– Pero tienes una idea. Debes de tenerla. Cuéntame.

– El coche está abierto, señor.

– Barbara, cuéntame.

Barbara abrió la puerta, pero no subió.

– Podría ser una iniciación, señor. Tenía que demostrarle algo a alguien, y Helen estaba allí. Resultó que estaba… allí.

Lynley sabía que se suponía que aquello debía darle la absolución, pero no la sentía.

– Pues entonces llévame a Harrow Road -dijo.

– No hace falta que… -dijo ella.

– Llévame a Harrow Road, Barbara.

Ella lo miró y luego subió al coche. Arrancó.

– El Bentley… -dijo Barbara.

– Le diste un buen uso -le dijo Lynley-. Bien hecho, detective.

– Voy a ser sargento otra vez -dijo ella-. Por fin.

– Sargento -dijo Lynley, y notó que sus labios se curvaban ligeramente-. Bien hecho, sargento.

A Barbara le temblaron los labios, y Lynley vio que se le formaba un hoyuelo en la barbilla.

– Sí, bueno -dijo Barbara. Salió del aparcamiento y puso rumbo al lugar donde se dirigían.

Si le preocupaba que Lynley fuera a cometer una imprudencia, no dio muestras de ello, sino que le contó que Ulrike Ellis había ido a buscar la compañía de Robbie Kilfoyle y después le dijo que John Stewart había recibido el encargo de comunicar la detención a los medios después de que Nkata rechazara hacerlo él.

– El momento de gloria de Stewart -concluyó diciendo-. Creo que lleva años esperando el estrellato.

– Procura llevarte bien con él -le dijo Lynley-. No quiero que tengas enemigos en el futuro.

Ella lo miró. Lynley vio lo que Barbara temía. Deseó poder decirle que la situación era otra.

En la comisaría de Harrow Road, Lynley le dijo lo que quería. Ella escuchó, asintió y, en un acto de amistad que agradeció, no intentó convencerle de que no lo hiciera. Cuando se hubieron movido los hilos y dispuesto todo, Barbara fue a buscarlo. Igual que había hecho en Victoria Street, caminó a su lado con la mano ligeramente en su codo.

– Aquí dentro, señor -le dijo, y abrió una puerta que daba a una habitación de luz tenue. Más adelante, al otro lado del espejo, estaba sentado el asesino de Helen. Le habían dado una botella de plástico de zumo, pero no la había abierto. La sujetaba entre las manos y tenía los hombros caídos.

Lynley notó que un gran suspiro lo abandonaba.

– Joven. Muy joven. Santo cielo -fue lo único que pudo decir.

– Tiene doce años, señor.

– ¿Por qué?

No había respuesta, y Lynley sabía que ella sabía que no la esperaba.

– ¿Qué nos ha pasado, Barbara? -dijo-. ¿Qué, por el amor de Dios? -Y también supo que ella no quería ninguna respuesta.

Aun así, Barbara dijo:

– ¿Dejará ahora que lo lleve a casa?

– Sí -contestó Lynley-. Puedes llevarme a casa.

Era última hora de la tarde cuando fue a Cheyne Row. Le abrió Deborah. Sin decir nada, sujetó la puerta para que entrara. Se quedaron mirándose -como antiguos amantes que eran-, y Deborah lo observó como examinándolo antes de enderezar los hombros en un gesto que parecía denotar decisión.

– Ven por aquí, Tommy. Simón no está en casa -dijo.

No le dijo que había ido a verla a ella y no a su amigo, porque ya parecía saberlo. Lo llevó al salón en el que había estado envolviendo el regalo del bebé para Helen en lo que ya parecía otro siglo. Sobre la mesa, doblados con cuidado sobre las bolsas que los habían contenido, estaban los trajes de bautizo que Deborah y Helen habían comprado.

– Me pareció que querrías verlos antes de… Bueno, antes de que los devolviera a las tiendas -dijo Deborah-. No sé por qué lo pensé. Pero como fue lo último que hizo… Espero haber hecho lo correcto.

Eran Helen y su declaración caprichosa sobre qué era realmente importante y qué no lo era en absoluto. Allá estaba el esmoquin del que le había hablado; acullá, el disfraz en miniatura de payaso, al lado de un peto de terciopelo blanco, un traje de tres piezas tan pequeño que parecía imposible y un pelele igualmente pequeño que era un disfraz de conejo… La colección era adecuada para cualquier cosa menos para un bautizo, pero eso era lo que quería Helen. «Instauraremos nuestra propia tradición, cariño. Es imposible que nuestras familias, que están batallando tan sutilmente, se ofendan por eso.»

– No podía dejarles que hicieran lo que querían hacer-dijo Lynley-. No podía enfrentarme a ello. Se habría convertido en un espécimen. Unos cuantos meses conectada a las máquinas, señor, y veremos cómo acaba todo. Podría salir mal, podría salir peor, pero mientras tanto habremos avanzado en el campo de la ciencia médica. Será digno de aparecer en las revistas especializadas. Pasará a la historia. -Miró a Deborah. Le brillaban los ojos, pero tuvo el detalle de no echarse a llorar-. No podía hacerle eso, Deborah. No podía. Así que lo apagué todo. Lo apagué.

– ¿Anoche?

– Sí.

– Dios mío, Tommy

– No sé cómo vivir conmigo mismo.

– Sin culparte -dijo-. Así es como debes hacerlo.

– Tú también -le dijo Lynley-. Prométemelo.

– ¿El qué?

– Que no vivirás ni un solo momento pensando que fue culpa tuya, que podrías haber hecho algo para evitar lo que sucedió, para impedirlo. Estabas aparcando un coche. Es todo lo que hacías: aparcar un coche. Quiero que lo veas así porque ésa es la verdad. ¿Lo harás?

– Lo intentaré -dijo ella.

Cuando Barbara Havers llegó a casa aquella noche, se pasó treinta minutos dando vueltas por las calles esperando a que alguien dejara libre un sitio donde aparcar a una hora del día en que la mayoría de gente pasaba en casa toda la noche. Por fin encontró un hueco en Winchester Road, casi al final de South Hampstead, y lo ocupó agradecida a pesar de saber que le esperaba una cuesta larga cuando cerrara el coche y regresara lentamente a Eton Villas.

Mientras caminaba, se dio cuenta de que le dolía todo. Tenía los músculos agarrotados desde las piernas al cuello, pero sobre todo en los hombros. El choque con el Bentley había tenido un impacto mayor del que había sentido justo después. Aporrear a Robbie Kilfoyle con la sartén no había ayudado. Si hubiera sido otra clase de mujer, habría decidido que lo indicado era darse un masaje: un baño de vapor, una sauna, un jacuzzi y la experiencia completa; así como manicura y pedicura. Sin embargo, ella no era de esa clase de mujeres. Se dijo que con una ducha bastaría. Y dormir toda la noche, puesto que llevaba despierta treinta y siete horas.

Se concentró en eso. Mientras subía hacia Fellows Road y durante todo el camino, centró sus pensamientos en ducharse y dejarse caer en la cama. Decidió que ni siquiera encendería las luces de la casa, por si algo le impedía atenerse a su plan, que era ir de la puerta a la mesa del comedor (dejar sus pertenencias), de la mesa del comedor al cuarto de baño (abrir el grifo de la ducha, tirar la ropa al suelo, dejar que el agua le golpeara los músculos doloridos) y del cuarto de baño a la cama (caer en brazos de Morfeo). Aquello le permitió no pensar en lo que no quería pensar: que no se lo había dicho, que había tenido que saberlo por el detective Stewart.

Se sermoneó sobre cómo se sentía: marginada y perdida. Se dijo que la vida privada de Lynley no era asunto suyo, que el dolor de Lynley sería intolerable y que hablar de ello -confiarle que había puesto fin a la situación, y con ella a su vida tal como la había conocido e imaginado al tejer un futuro para él, para ella, para su pequeña familia- seguramente le habría destrozado. Pero lo único que hizo esa conversación consigo misma fue proporcionarle una delgada pátina de culpa con la que cubrir sus otros sentimientos. Y lo único que hizo la culpa fue silenciar momentáneamente a la niña que llevaba dentro y que seguía insistiendo en que se suponía que eran amigos. Los amigos se contaban las cosas, las cosas importantes. Los amigos se apoyaban los unos a los otros porque eran amigos.

Pero la noticia había llegado al centro de coordinación por medio de Dorothea Harriman, que había pedido hablar con el detective Stewart, quien lo anunció después a todo el mundo sombríamente. «Nadie sabe los detalles del entierro -había dicho para terminar-, pero los mantendré informados. Mientras tanto, sin embargo, seguid trabajando, chicos. Hay que redactar informes para la fiscalía en más de un frente, así que hagámoslos, porque quiero firmarlos, sellarlos y mandarlos de tal manera que a nadie le quede ni un resquicio de duda sobre qué veredicto entregará el jurado.»

Barbara había permanecido sentada escuchando. No había podido evitar pensar en que habían ido juntos del despacho de Hillier a Harrow Road, y de Harrow Road a Eaton Terrace, y Lynley no le había contado que había desconectado las máquinas que mantenían con vida a su mujer. Sabía que no debería pensar en aquello. Sin embargo, sintió que se apoderaba de ella una pena nueva. Esa niña que llevaba dentro seguía insistiendo: «Se supone que somos amigos».

La razón por la que no lo eran y nunca lo serían, al fin y al cabo, no era culpa de quiénes eran -hombre, mujer, colegas-, sino de quiénes eran debajo de todo eso. Eso quedó determinado y definido antes de que cualquiera de los dos viera la luz. Barbara podía clamar contra ello hasta el fin de los tiempos, pero no podía cambiarlo. Ciertas hebras de ciertos tejidos hacían que el tejido mismo fuera demasiado resistente para desgarrarlo.

Cuando por fin llegó a Eton Villas, subió por el camino de la entrada y cruzó la verja. Vio que Hadiyyah llevaba una bolsa de basura a los contenedores de la parte trasera del edificio, y la observó un momento mientras forcejeaba con ella antes de decir:

– Hola, amiguita. ¿Te ayudo?

– ¡Barbara! -Su voz sonó igual de alegre que siempre. Levantó la cabeza, y las trenzas se balancearon-. Papá y yo hemos limpiado la nevera. Dice que se acerca la primavera y que éste es nuestro primer paso para recibirla. Limpiar la nevera, quiero decir. Porque eso significa que después limpiaremos todo el piso, y eso ya no me gusta tanto. Está escribiendo una lista con lo que tenemos que hacer. Una lista, Barbara. Y limpiar las paredes está en primer lugar.

– Vaya rollo.

– Mamá solía limpiarlas todos los años, así que por eso lo hacemos. Así, cuando vuelva, lo encontrará todo bonito y reluciente.

– ¿Vuelve a casa, entonces? ¿Tu madre?

– Oh, Dios mío, algún día. No puede estar de vacaciones toda la vida.

– No. Supongo que tienes razón. -Barbara le dio su bolso a la niña y cogió la bolsa de basura. La levantó como un talego y la subió hasta el contenedor. Juntas, la despidieron para que se reuniera con el resto de la basura.

– Voy a apuntarme a clases de claque -le dijo Hadiyyah mientras se sacudían la ropa-. Me lo ha dicho papá esta noche. Estoy encantada porque hace siglos que quería hacer claque. ¿Irás a verme cuando sea mi función?

– Estaré en primera fila -dijo Barbara-. Me encantan las funciones.

– Estupendo -dijo la niña-. Quizá mamá también vaya. Si lo hago muy bien, vendrá. Lo sé. Buenas noches, Barbara. Tengo que volver con papá.

Se marchó corriendo y dobló la esquina de la casa. Barbara esperó a oír que la puerta se cerraba, lo que le dijo que su amiguita estaba a salvo. Luego se fue a casa y abrió la puerta. Fiel a su decisión, no encendió las luces. Simplemente se acercó a la mesa, dejó sus cosas y se volvió para ir hacia la ducha y su bendito calor.

El maldito contestador la detuvo con su luz parpadeante. Pensó en no hacerle caso, pero sabía que no podía. Suspiró y se dirigió a él. Pulsó un botón y oyó una voz familiar.

– Barbie, querida, ya me han dado hora. -La señora Fio, pensó Barbara, la cuidadora de su madre-. Santo cielo, no ha sido fácil, tal como está la Seguridad Social hoy en día. Aunque tengo que decirte que tu madre ha vuelto a los días del bombardeo de Londres, pero no quiero que te preocupes. Si hay que sedarla, hay que sedarla, querida, y no podemos hacer nada. Su salud…

Barbara cortó el mensaje. Se prometió escuchar el resto en otro momento, pero no esa noche.

Alguien llamó a la puerta con indecisión. Se volvió hacia ella. No había encendido ni una sola luz, así que imaginó que sólo una persona sabía que al fin había llegado a casa. Abrió la puerta, y ahí estaba, frente a ella, con una sartén tapada en la mano.

– Creo que no has cenado, Barbara -le dijo Azhar, y extendió la sartén en su dirección.

– Hadiyyah me ha dicho que estabais limpiando la nevera. ¿Son las sobras? Si las tuyas son como las mías, Azhar, me juego la vida comiéndomelas.

Azhar sonrió.

– Está recién hecho. Pilan, y le he añadido pollo. -Levantó la tapa. Bajo la luz tenue, no vio el contenido, pero lo olió. Se le hizo la boca agua. Hacía horas, días, semanas que no comía como es debido.

– Gracias. ¿Lo llevo adentro, entonces? -le dijo ella.

– ¿Me dejas que lo entre yo?

– Por supuesto. -Abrió más la puerta, pero no encendió la luz. El motivo tenía más que ver con el caos terminal en que se encontraba su casa que con el deseo de dormir. Sabía que Azhar era una especie de fanático del orden. No confiaba en que su corazón resistiera la visión del caos que había dejado acumular a lo largo de semanas.

Su vecino dejó la sartén en la cocina, sobre la encimera. Ella esperó junto a la puerta, dando por supuesto que después se marcharía. Pero no se marchó.

– Tu caso está cerrado, entonces. En las noticias no hablan de otra cosa -dijo.

– Sí, esta mañana, o anoche. La verdad es que no lo sé. Al cabo de un tiempo, comienzas a mezclar las cosas.

Azhar asintió.

– Entiendo.

Barbara esperó a que dijera algo más. No dijo más. El silencio flotó entre ellos. Azhar lo rompió al fin.

– Llevas mucho tiempo trabajando con él, ¿verdad?

Su voz era amable. Las tripas de Barbara le dieron una advertencia.

– ¿Lynley? -dijo con suavidad-. Sí, unos años. Es un buen tipo, si consigues hacer abstracción de esa voz. Acabó el colegio antes de que apareciera el inglés del estuario, cuando había pisaverdes que hacían la vuelta al mundo y dedicaban el resto de su vida a cazar zorros por el campo.

– Está pasando un mal momento.

Barbara no contestó, sino que vio a Lynley en la puerta de su casa de Eaton Terrace. Vio que la puerta se abría antes de que pudiera meter la llave en la cerradura, y a su hermana enmarcada por la luz que salía del interior. Barbara esperó, pensando que quizá se volvería y le diría adiós con la mano, pero su hermana le pasó el brazo por la cintura y le hizo entrar.

– Le pasan cosas terribles a gente muy buena -dijo Azhar.

– Sí, bueno. Vale.

No podía -y no quería- hablar de ello. Era demasiado reciente, demasiado doloroso, como poner sal en las heridas abiertas. Se pasó la mano por el pelo corto y soltó un gran suspiro que se suponía que Azhar tenía que interpretar como: «Soy una mujer cansada que necesita descansar, gracias». Pero sólo una vez en su vida había sido estúpido, y aquella experiencia le había enseñado a ser más sabio; así que Barbara no podría ahuyentarle echándole teatro. Tendría que ser directa, o quedarse ahí y soportar lo que tuviera que decirle.

– Es una pérdida terrible. Uno nunca se recupera del todo de algo así.

– Supongo que no. Está pasando por algo muy difícil, y no le envidio.

– Su mujer… Y el bebé. Los periódicos dicen que había un bebé.

– Helen estaba embarazada, sí.

– ¿Y la conocías bien?

No iba a hablar de eso.

– Azhar… -dijo, y tomó aire con inquietud-. Verás. Estoy destrozada, molida, hecha polvo, muerta de…

Se detuvo. Ahogó un sollozo. Le saltaron las lágrimas. Se llevó un puño a la boca.

«Márchate -pensó-. Por favor, vete. Márchate, joder.»

Pero no se fue, y Barbara vio que no se iría, que había ido a verla por una razón que estaba más allá de lo que en aquellos momentos podía comprender.

Le hizo una señal con la mano para que se fuera, para que se alejara, pero Azhar no hizo lo que esperaba, sino que cruzó la pequeña habitación y se acercó a ella.

– Barbara -dijo, y la abrazó.

Y ella se echó a llorar como la niña que había sido y la mujer en la que se había convertido. Parecía el lugar más seguro para hacerlo.

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