Cuando Barbara Havers regresó al centro de coordinación, Nkata registró la expresión de su rostro. Vio que se acercaba al detective Stewart, y que intercambiaban unas palabras, tras las cuales el detective se marchó de la sala con muchísima prisa. Aquello, en conjunción con que Coriseo hubiera salido del despacho de Lynley para ir a buscar a Havers, le dijo a Nkata que algo pasaba.
No se acercó enseguida a Havers para que le informara, sino que la observó sentarse al ordenador desde el que había estado buscando información sobre el tipo de las sales de baño del mercado de Stables.
Hizo un trabajo creíble al ponerse de nuevo a trabajar en la tarea, pero, desde el otro extremo de la sala, Nkata vio que estaba pensando en algo más que en sales de baño. Havers se quedó mirando la pantalla del ordenador como mínimo dos minutos antes de levantarse y coger un lápiz. Luego, se quedó mirando la pantalla dos minutos más antes de darse por vencida y levantarse. Salió del centro de coordinación, y Nkata vio que sacaba los cigarrillos del bolso. «Se escabulle a las escaleras para fumar», pensó. Le pareció que sería un buen momento para charlar.
Pero, en lugar de ir hacia las escaleras a encenderse el pitillo, fue a por un café, metió unas monedas en la máquina y observó desconsoladamente cómo el brebaje caía a chorro en el vaso de plástico. También cogió un cigarrillo del paquete de Players, pero no lo encendió.
– ¿Compañía? -dijo Nkata, y metió la mano en el bolsillo buscando suelto para la máquina de café.
Barbara se volvió.
– Winnie, ¿has dado con algo? -le preguntó con voz cansada.
El negó con la cabeza.
– ¿Y tú?
Ella le contestó igual.
– El tipo de las sales de baño, ¿John Miller?, resulta que está limpísimo. Paga la contribución municipal a tiempo, tiene una tarjeta de crédito que liquida una vez al mes, paga la licencia de la tele, tiene una casa y una hipoteca y un perro y un gato, esposa y tres nietos. Conduce un Saab con diez años de antigüedad y tiene los pies mal. Pregúntame lo que quieras. Me he convertido en su biógrafa.
Nkata sonrió. Metió las monedas en la máquina de café y pulsó el botón para obtener un café con leche y azúcar.
– Que Corsico haya ido a buscarte de ese modo antes -dijo señalando con la cabeza en dirección al centro de coordinación-, creía que era para su siguiente artículo en el periódico. Pero es otra cosa, ¿verdad? Ha ido a buscarte al salir del despacho del jefe.
Barb ni intentó desorientarle, otra razón de por qué a Nkata le caía bien.
– Ha llamado -dijo ella-. El jefe lo tenía al teléfono cuando he llegado.
Nkata supo de inmediato a quién se refería.
– ¿A eso ha ido Stewart? -preguntó.
Barbara asintió.
– Conseguirá los registros. -Bebió un sorbo de café y no hizo ninguna mueca al saborear el brebaje-. Pero no creo que sirvan para algo. Este tipo no es estúpido. No va a llamar desde un móvil ni desde el teléfono fijo de su dormitorio, ¿verdad? Está en una cabina en algún lugar, y está claro que no va a llamar desde delante de su casa, su trabajo o cualquier otro sitio que pueda relacionarlo con él.
– Pero hay que hacerlo.
– Sí.
Barbara examinó el cigarrillo que había pensado encender. Se decidió y se lo guardó en el bolsillo. Se partió por la mitad. Una parte cayó al suelo. Barbara se quedó mirándola, le dio una patada y lo mandó debajo de la máquina de café.
– ¿Qué más? -le preguntó Nkata.
– El tipo ha mencionado a Helen. Intenta ponernos nerviosos.
– Bien, bueno, lo ha conseguido. -Barbara se acabó el café y arrugó el vaso con un crujido.
– ¿Dónde está, por cierto? -preguntó.
– ¿Corsico? -Nkata se encogió de hombros-. Hurgando en el archivo de personal de alguien, supongo. Introduciendo en Internet el nombre de todo el mundo para ver qué descubre que le sirva para redactar una buena historia. Barb, este tipo, Furgoneta Roja, ¿qué ha dicho sobre ella?
– ¿Sobre Helen? No sé los detalles. Pero la idea de que aparezca publicado lo que sea sobre quien sea… No es bueno ni para nosotros, ni para la investigación. ¿Cómo te va con Hillier, por cierto?
– Le evito.
– No es mala idea.
Entonces, Mitchell Corsico apareció de la nada, se le iluminó la cara al verlos junto a la máquina de café.
– Detective Nkata, lo estaba buscando -dijo el periodista.
– Menos mal que eres tú y no yo, Winnie -dijo Barb en voz baja a Nkata-. Lo siento. -Y se marchó hacia el centro de coordinación. Ella y Corsico se cruzaron sin mirarse. Un momento después, Nkata se quedó a solas con el periodista.
– ¿Podemos hablar? -Corsico compró un té en la máquina: con leche y doble de azúcar. Sorbió la infusión. Alice Nkata lo habría desaprobado.
– Tengo trabajo -dijo Nkata, y fue a marcharse.
– Es sobre Harold, en realidad. -La voz de Corsico permaneció tan cordial como siempre-. Me preguntaba si le gustaría comentar algo sobre él. El contraste entre dos hermanos… Será una introducción genial para el artículo. Usted es el siguiente, como ya habrá deducido. Usted por un lado, y Lynley por el otro. Las dos partes más importantes. Será una lectura interesante.
Al oír el nombre de su hermano, Nkata notó que se le tensaba el cuerpo. No podía hablar de Stoney. ¿Y comentar algo sobre él? ¿Cómo qué? Cualquier cosa que dijera, aunque dijera que no tenía ningún comentario que hacer, le saldría caro. Si defendía a Stoney Nkata, todo quedaría reducido a negros apoyando a negros pasara lo que pasase. Si no hacía ningún comentario, todo quedaría reducido a un policía que renegaba de su pasado, por no hablar de su familia.
– Harold… -dijo Nkata, y qué raro le sonó el nombre de pila de su hermano cuando jamás lo había llamado así- es mi hermano. Así es. – ¿Y querría…?
– Acabo de hacerlo -dijo Nkata-, acabo de confirmárselo. Si me disculpa, tengo trabajo.
Corsico le siguió por el pasillo hasta el centro de coordinación. Cogió una silla, se sentó al lado de Nkata y abrió su libreta por la página en la que había anotado información con una taquigrafía que parecía anticuada.
– He comenzado mal -dijo-. Deje que vuelva a intentarlo. Su padre se llama Benjamín. Conduce un autobús, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando para la empresa de transportes de Londres? ¿Qué ruta hace, detective Nkata?
Nkata apretó la mandíbula y se puso a revisar los papeles en los que había estado anotando información.
– Sí, bueno. Es Loughborough Estate, en el sur de Londres, ¿verdad? ¿Lleva mucho tiempo viviendo allí?
– Toda la vida. -Aun así, Nkata no miró al periodista. Todos sus movimientos estaban diseñados pretendían indicarle que no tenía tiempo para él.
Corsico no se lo tragó.
– Y su madre, Alice, ¿a qué se dedica? -le preguntó mirando sus notas.
Nkata se volvió en la silla. Habló con educación.
– La esposa del jefe ha salido en el periódico. Eso no va a pasarle a mi familia. De ningún modo.
Al parecer, Corsico consideró aquello una puerta abierta a la mente de Nkata, que, en cualquier caso, parecía más interesado.
– ¿Es complicado ser poli con su pasado, sargento? -preguntó-. ¿Es así?
– No quiero un artículo sobre mí en el periódico. No puedo dejárselo más claro, señor Corsico.
– Mitch -dijo Corsico-. Usted me considera un adversario, ¿verdad? No es lo que debería ser. Estoy aquí para hacerle un servicio a la Met. Eso es todo. ¿Ha leído el artículo sobre el comisario Lynley? No hay ni pizca de negatividad en él. Le he retratado desde la perspectiva más positiva posible. Bueno, sí, de acuerdo, hay más cosas que podría decir sobre él… Ese asunto en Yorkshire y la muerte de su cuñado… Pero no hay que entrar en eso por el momento, siempre que el resto de agentes colabore cuando quiera escribir sobre ellos.
– Espere, socio -dijo Nkata-. ¿Me está amenazando con lo que le hará al jefe si no le sigo el juego?
Corsico sonrió. Hizo un gesto con la mano para quitar importancia al asunto.
– No, no; pero, a mí, la información me llega a través de la redacción de The Source, sargento. Eso significa que es posible que otra persona reciba la información antes que yo. Y eso significa que mi director se dará cuenta de que hay más de lo que he publicado hasta el momento y querrá saber por qué, por no hablar de cuándo voy a escribir la continuación. Como pasa con esta información de Yorkshire: «¿Por qué no sigues con el asesinato de Edward Davenport, Mitch?», me preguntará. Le diré que tengo una historia mejor entre manos, una historia que podría titularse «de la pobreza a la fortuna» o «de los Brixton Warriors a la Met». ¿Cómo se hizo esa cicatriz que tiene en la cara, sargento Nkata? ¿Es de un navajazo?
Nkata no dijo nada: ni de los huertos de Windmill y la pelea callejera en la que acabó con la cara desfigurada, ni, por supuesto, sobre los Brixton Warriors, que seguían tan activos como siempre al sur del río.
– Además -dijo Corsico-, sabe que sigo órdenes de arriba, ¿verdad? Stephenson Deacon, por no mencionar al subinspector Hillier, sabe cómo negociar con la prensa. Imagino que aún negociará mejor con usted si no colabora y nos ayuda con los artículos.
Al oír aquello, Nkata se obligó a asentir con la cabeza con amabilidad mientras se retiraba de la mesa. Cogió la libreta y dijo con la máxima dignidad posible:
– Mitch, ahora tengo que hablar con el jefe. Está esperando esto… -y señaló sus notas-, así que tendremos que hacer… lo que tengamos que hacer después.
Se marchó del centro de coordinación. Lynley no necesitaba la información que tenía, pero no iba a quedarse ahí sentado escuchando las amenazas educadas e implícitas del periodista ni por asomo. Decidió que, si Hillier montaba en cólera por la falta de colaboración de Nkata sería una cuestión de mala suerte.
La puerta del despacho de Lynley estaba abierta, y el comisario hablaba por teléfono cuando Nkata entró. Lynley lo saludó con la cabeza, y le señaló una silla delante de su mesa. Estaba escuchando y escribiendo en un bloc.
– ¿Corsico? -le dijo Lynley con clarividencia cuando terminó de hablar.
– Ha empezado por Stoney directamente. No quiero que este tipo investigue a mi familia, joder. Mi madre ya tiene que cargar con suficientes cosas sin que Stoney salga de nuevo en los periódicos. -Le sorprendió su pasión. No había pensado en que aún sentía la traición, la indignación, la… lo que fuera en realidad, porque ahora no podía ponerle nombre y sabía que no podía permitirse intentarlo.
Lynley se quitó las gafas, y se puso los dedos en la frente, apretando con fuerza.
– Winston, ¿cómo puedo disculparme por todo esto? -Supongo que puede eliminar a Hillier. Eso serviría para empezar.
– ¿Sí, verdad? -asintió Lynley-. ¿Así que le has dicho que no a Corsico? -Más o menos.
– Has tomado la decisión acertada. A Hillier, no le gustará. Dios sabe que se enterará y le dará un ataque. Pero no será de inmediato y, cuando pase, haré lo que pueda para alejarle de ti. Ojalá pudiera hacer más.
Nkata le agradeció el gesto, teniendo en cuenta que el periodista ya había hecho un artículo sobre el jefe.
– Barb me ha dicho que Furgoneta Roja le ha llamado. -Quiere demostrar su fuerza -dijo Lynley-. Intenta ponernos nerviosos. ¿Qué tienes?
– No hay nada en las compras con las tarjetas de crédito. Es un callejón sin salida. La única conexión entre La Luna de Cristal y las personas a las que estamos investigando es Robbie
Kilfoyle: el repartidor de sandwiches. ¿Podemos ponerlo bajo vigilancia?
– ¿Basándonos en La luna de cristal? No tenemos suficientes hombres. Hillier no autorizará más agentes para el caso, y los que tenemos ya están trabajando catorce y dieciocho horas al día. -Lynley señaló el bloc-. El S07 ha comparado la furgoneta de Minshall con el residuo de goma hallado en la bicicleta de Kimmo Thorne. No coincide. Minshall puso una moqueta vieja y no un forro de goma; pero las huellas de Davey Benton están por toda la furgoneta. También hay un montón de huellas más.
– ¿De los otros chicos muertos?
– Estamos comparándolas.
– No cree que estuvieran allí, ¿verdad?
– ¿Los otros chicos? ¿En la furgoneta de Minshall? -Lynley volvió a ponerse las gafas y miró sus notas antes de contestar-. No, no lo creo -dijo al fin-. Creo que Minshall dice la verdad, por mucho que me fastidie, teniendo en cuenta sus perversiones.
– Lo que significa…
– Que el asesino cambió Coloso por HYCE en cuanto aparecimos por Elephant and Castle haciendo preguntas. Y ahora que Minshall está detenido, va a tener que buscarse otra fuente de víctimas. Tenemos que atraparle antes de que las consiga porque sabe Dios dónde va a encontrarlas, y no podemos proteger a todos los chicos de Londres.
– Pues necesitamos las horas de las reuniones de HYCE. Necesitamos las coartadas de todos los miembros.
– Volvemos a empezar de cero… O si no de cero, de cuatro o cinco -asintió Lynley-. Tienes razón, Winston. Hay que hacerlo.
Ulrike no tuvo más opción que coger el transporte público. Ir en bicicleta de Elephant and Castle a Brick Lane era un viaje largo, y no podía permitirse el tiempo que tardaría en pedalear hasta allí y volver. Ya era bastante sospechoso que se marchara de Coloso sin tener una reunión programada ni en la agenda ni en el calendario que Jack Veness tenía en recepción. Así que inventó una llamada telefónica a su móvil, en la que Patrick Bensley, el presidente del consejo de administración, supuestamente, le había dicho que quería que se reuniera con él y con un posible benefactor riquísimo, por lo que estaría fuera. Le había dicho a Jack que podría localizarla en el móvil. Lo tendría encendido, como siempre.
Jack Veness la miró, una media sonrisa dividía su barba rala. Asintió de manera cómplice. Ella no le dio la oportunidad de hacer ningún comentario. Habría que meterlo otra vez en cintura, pero ahora no tenía tiempo de hablar con él sobre su actitud y las mejoras que tendría que hacer al respecto si quería ascender en la organización. Así que cogió el abrigo, la bufanda y el gorro y se marchó.
El frío la golpeó primero en los ojos y luego en los huesos. Era el frío de Londres por antonomasia: tan húmedo que llevar el aire a los pulmones le costaba un gran esfuerzo. Hizo que fuera corriendo hacia el insufrible calor del metro. Se apretujó en un vagón en dirección a Embankment e intentó mantenerse alejada de una mujer que llenaba el aire viciado con su tos húmeda.
En Embankment, Ulrike se bajó y serpenteó por entre los otros trabajadores de la periferia. Aquí eran distintos: la etnia predominante cambió: pasó de ver a negros, en su mayoría, a blancos mucho mejor vestidos, cuando hizo el trasbordo a la District Line, que atravesaba algunos de los bastiones de la escena laboral del establishment londinense. Por el camino, echó una moneda de una libra en la funda de la guitarra abierta de un músico callejero.
Cantaba con voz suave A Man Needs a Maid, y sonaba menos como Neil Young y más como Cliff Richard con problemas de vegetaciones. Pero, al menos, hacía algo para ganarse la vida.
En Aldgate East, compró un ejemplar del Big Issue, el tercero en dos días. Añadió medio penique más al precio. El tipo que lo vendía parecía necesitarlo.
Encontró Hopetown Street al poco de caminar por Brick Lane y dobló la esquina. Fue en dirección a la casa de Griffin. No estaba muy metida en la urbanización, sino justo delante de un pequeño prado y a unos treinta metros del centro cívico en el que un grupo de niños cantaba mientras alguien los acompañaba a un piano mal afinado.
Ulrike se detuvo justo después de cruzar la verja que rodeaba el minúsculo jardín delantero de la casa. Estaba compulsivamente bien cuidado, como imaginaba. Griff nunca hablaba demasiado de Arabella, pero lo que Ulrike sabía de ella convertía las plantas podadas y las piedras inmaculadas del suelo justo en lo que esperaba encontrar.
La propia Arabella, sin embargo, no era como había imaginado. Salió de la casa cuando Ulrike comenzó a ir hacia la puerta. Sacaba un cochecito, su minúsculo ocupante iba tan abrigado para protegerlo del frío que sólo se le veía la nariz.
Ulrike esperaba una mujer totalmente distinta a ella y, en parte, estropeada. Pero Arabella tenía un aspecto bastante moderno con su boina negra y botas. Llevaba un jersey gris de cuello alto y una chaqueta negra de piel. Tenía los muslos demasiado grandes, pero era evidente que estaba trabajando en ese punto. Recuperaría la forma enseguida.
«Buen cutis», pensó Ulrike cuando Arabella levantó la mirada. En Ciudad del Cabo no se encontraban cutis así. Arabella era una verdadera rosa inglesa.
– Vaya, qué sorpresa. Si vienes a ver a Griff, no está, Ulrike. Y si no ha ido a trabajar, puede que esté en el negocio de estampación, aunque lo dudo, tal como están las cosas últimamente. -Y entrecerrando los ojos como una mujer que se asegura de la identidad de su interlocutor, añadió en tono sarcástico-: Porque eres Ulrike, ¿verdad?
Ulrike no le preguntó cómo lo sabía.
– No he venido a ver a Griff -dijo-. He venido a hablar contigo.
– Vaya, otra sorpresa. -Arabella bajó el cochecito por el único escalón que tenía el porche. Se volvió y cerró con llave la puerta. Arregló las mantas del bebé y luego dijo-: No veo de qué tenemos que hablar. Seguro que Griff no te ha prometido nada, así que, si crees que vamos a mantener una conversación razonable sobre el divorcio, intercambiar papeles o lo que sea, tengo que decirte que pierdes el tiempo. Y no sólo conmigo, sino también con él.
Ulrike nulo que se ponía colorada. Era infantil, pero quería exponerle a Arabella Strong unos cuantos datos, empezando por el encuentro que había tenido en su despacho el día anterior, pero se contuvo.
– No he venido por eso -dijo simplemente.
– ¿Ah no? -dijo Arabella.
– No. Acabo de darle una patada en el culo. Al fin, es todo tuyo -contestó Ulrike.
– Pues mejor para ti. No habrías sido feliz si te hubiera elegido permanentemente. Vivir con él no es nada fácil. Se… Se cansa pronto de sus intereses externos. Hay que aprender a vivir con ello. -Arabella cruzó el jardín hacia la puerta. Ulrike se apartó, pero no se la abrió, sino que dejó que lo hiciera ella y después siguió a la esposa de Griff a la calle. Al tenerla más cerca, Ulrike percibió mejor quién era: la clase de mujer que vivía para que la cuidaran, que había dejado de estudiar a los dieciséis y que, luego, había cogido uno de esos trabajos que servían para esperar a que llegara un marido y que son totalmente inadecuados para mantenerse en caso de que el matrimonio se rompa y la esposa tenga que buscarse la vida.
Arabella se volvió.
– Voy a la panadería que está al final de Brick Lane -dijo-. Puedes venir si quieres. Me encantará la compañía. Una charla amistosa con otra mujer siempre es agradable. Y, en cualquier caso, hay algo que quizá quieras ver.
Comenzó a caminar, sin importarle si Ulrike la seguía. Ella la alcanzó, resuelta a no parecer que iba tras ella como un apéndice indeseable.
– ¿Cómo sabías que era yo? -le preguntó.
Arabella la miró.
– Por la fuerza de carácter -dijo-, por cómo vistes y la expresión de tu cara, por cómo andas. Te he visto acercándote a la verja. A Griff siempre le gusta que sus mujeres sean fuertes, al menos al principio. Seducir a una mujer fuerte le permite sentirse fuerte a él, porque no lo es. Bueno, eso ya lo sabes, por supuesto. Nunca ha sido fuerte. No ha tenido que serlo. Él cree que lo es, desde luego, igual que cree que no estoy al corriente de todas estas… estas citas en serie que tiene. Pero es débil como todos los hombres guapos. El mundo se rinde a su físico, y él siente que tiene que demostrar que es algo más que eso. Pero fracasa estrepitosamente porque acaba utilizando su físico para conseguirlo. Pobrecito -añadió-. A veces lo siento por él. Pero vamos tirando a pesar de sus flaquezas.
Giraron al llegar a Brick Lane y siguieron hacia el norte. Un camionero entregaba unos rollos de seda brillante a una tienda de saris en una esquina, aún decorada con las luces de Navidad que quizá tendría puestas todo el año.
– Supongo que por eso lo contrataste -dijo Arabella.
– ¿Por su físico?
– Imagino que le hiciste una entrevista, te deslumbró esa expresión enternecedora suya y no comprobaste ni una sola referencia. Griff ya contaría con ello. -Arabella la miró de un modo que parecía bien estudiado, como si se hubiera pasado días y meses esperando la oportunidad de dar su opinión a una de las amantes de su marido.
Ulrike se lo permitió. Después de todo, se lo merecía.
– Culpable -dijo-. Se le dan bien las entrevistas.
– No sé cómo se las arreglará cuando su físico decaiga -dijo Arabella-. Pero supongo que con los hombres es distinto.
– Se conservan mejor -asintió Ulrike.
– Más allá de la fecha de caducidad.
Se descubrieron soltando una risita contenida y, luego, apartaron la mirada incómodas. Subieron un poco más por Brick Lane. Arabella se detuvo enfrente de una mercería que parecía que llevaba haciendo negocios en ese lugar desde los tiempos de Dickens.
– Ahí. Eso es lo que quería enseñarte, Ulrike. -Señaló con la cabeza hacia el otro lado de la calle, pero no a Ablecourt e Hijo S.A., sino al Jardín Bengalí, un restaurante que estaba al lado de la mercería, con las ventanas y rejas de la puerta cerrados a cal y canto hasta que cayera la noche.
– ¿Qué pasa ahí? -preguntó Ulrike.
– Es donde trabaja ella. Se llama Emma, pero supongo que no es su verdadero nombre. Seguramente será algo impronunciable que empiece por M. Así que añadieron «Uh» para anglicanizarlo, o lo añadió ella, al menos: Emuh, Emma. Seguramente, sus padres aún la llaman por su nombre de pila, pero ella se esfuerza muchísimo por ser inglesa. Griff tiene intención de ayudarla con eso. Es la jefa de comedor. Es una novedad para Griff; por lo general, no le va el rollo étnico, pero creo que el que ella intente ser inglesa a pesar de la oposición de sus padres… -Arabella miró a Ulrike-. Lo interpretaría como una fortaleza. O eso se diría él.
– ¿Cómo te has enterado?
– Siempre me entero. Una esposa se entera, Ulrike. Hay indicios. En este caso, me llevó a cenar al restaurante hace poco. ¿La cara que puso ella cuando entramos? Era evidente que había estado allí antes y que había realizado el trabajo preliminar. Yo era la fase dos: la esposa de su brazo para que Emma pudiera ver la situación con la que su amorcito tiene que lidiar.
– ¿Qué trabajo preliminar?
– Tiene un jersey que se pone cuando quiere atraer a una mujer al principio, un suéter grueso de lana. El color le da un toque especial a sus ojos. ¿Lo llevó contigo para una reunión que tuvisteis, vosotros dos solos? Ah. Sí. Ya veo que sí. Es animal de costumbres. Pero lo que funciona, funciona. Así que no se le puede culpar por ser reiterativo precisamente.
Arabella siguió caminando. Ulrike la siguió, tras echar una última mirada al Jardín Bengalí.
– ¿Por qué sigues con él? -le preguntó.
– Tatiana va a tener un padre -dijo.
– ¿Y tú?
– Sé lo que hay. Griffin es quien es.
Cruzaron la calle y siguieron hacia el norte, pasaron por delante de la antigua cervecera y se adentraron en el terreno de las tiendas de artículos de piel y ropa barata. Ulrike le preguntó lo que había ido a preguntarle, aunque, en este punto, sabía que la respuesta de Arabella no iba a ser muy fiable.
– ¿La noche del ocho? -repitió Arabella pensativa para transmitirle la sensación de que iba a oír la verdad-. Vaya, estaba en casa conmigo, Ulrike. -Y, entonces, añadió deliberadamente-: O estaba con Emma, o estaba contigo, o se quedó en el negocio de estampación hasta el amanecer o hasta más tarde. Juraré cualquiera de esas versiones, la que prefiera Griff. Él, tú y todo el mundo puede contar con ello. -Se detuvo en la puerta de una tienda con un gran escaparate. Dentro, los clientes hacían cola junto a un mostrador de cristal tras el que había una enorme pizarra con la lista de los distintos bollos e ingredientes que ofrecían-. En realidad, no tengo ni idea, pero nunca se lo diré a la policía y, de eso, puedes estar segura. -Apartó la mirada de Ulrike hacia el interior de la tienda, con la expresión de una mujer que, de repente, ve dónde está-. Ah -dijo-, aquí está la panadería. ¿Quieres un bollo, Ulrike? Te invito.
Encontró un espacio donde aparcar. Debajo de un Marks & Spencer, había un aparcamiento subterráneo y, si bien tenía una cámara de circuito cerrado, como no podía ser de otra forma en esa zona de la ciudad, si aparecía en una de las grabaciones, siempre podría justificar su presencia con una explicación racional. Podía haber ido a utilizar los servicios, o al supermercado de la tienda: cualquiera de las dos excusas serviría.
Para asegurarse, subió a la tienda e hizo acto de presencia en los dos sitios. Compró una tableta de chocolate en el supermercado y se puso con las piernas separadas delante de un urinario del servicio de caballeros. «Esto debería bastar», pensó.
Se lavó las manos a conciencia, y, después, salió de la tienda por la planta baja y se fue hacia la plaza. Formaba la intersección de media docena de calles, y la que tomó era la más concurrida de todas: taxis y vehículos privados en exceso luchaban entre sí para subir del suroeste al noreste. Cuando llegó a la plaza, cruzó por el semáforo, inhalando los gases de un autobús de la línea 11.
Después del mercado de Leadenhall, se había quedado frustrado, pero ahora estaba de mejor humor. Le había llegado la inspiración, y la había agarrado al vuelo, y había cambiado de planes sin la mediación de nadie. En consecuencia, no hubo burlas de los gusanos. Sólo estaba el instante en el que se había dado cuenta de repente de que se había abierto ante él un nuevo camino, que se difundía desde todos los puestos de periódicos en todas las esquinas por las que pasaba.
En la plaza, fue hacia la fuente. No estaba en el centro como dictaría el diseño, sino en la esquina sur. Fue lo primero que vio, en realidad, y se quedó mirando a la mujer, la urna y el goteo del agua que vertía en la pila prístina debajo de ella. Aunque los árboles Manqueaban la plaza a poca distancia de la fuente, vio que no había ningún recuerdo de sus hojas muertas descompuestas en el agua. Alguien las había sacado hacía tiempo, así que el goteo de la urna caía con sonoridad, sin el estruendo que sugeriría descomposición. Eso era lo que hacía que su elección fuera tan perfecta.
Se apartó de la fuente y observó el resto de la plaza. Iba a suponer un reto enorme. Más allá de la hilera de árboles que flanqueaba un amplio sendero central que iba hacia el monumento de guerra del fondo, una fila de taxis esperaba a los clientes y una estación de metro arrojaba a los pasajeros a la calle. Se dirigían a los bancos, las tiendas o a un pub. Se sentaban a las mesas de las ventanas de una cafetería o se sumaban a la cola de la taquilla de un teatro para comprar entradas.
Aquello no era el mercado de Leadenhall: concurrido por la mañana, al mediodía y al final de la jornada laboral, pero prácticamente desierto en lo más crudo del invierno. Ese lugar era un hervidero de gente, seguramente, ya desde primera hora de la mañana, pero nada era insalvable. El pub echaría la persiana, la estación del metro al final cerraría, los taxistas se irían a casa a dormir, y los autobuses circularían con menor frecuencia. A las tres y media, la plaza sería suya. En realidad, lo único que tenía que hacer era esperar.
Y, de todos modos, lo que tenía en mente para aquel lugar no le llevaría mucho tiempo. Lamentaba lo sucedido con los raíles de las aves de caza del mercado de Leadenhall, que ya no podía utilizar para la declaración que deseaba hacer, pero esto era mucho mejor, porque los bancos flanqueaban el sendero desde la fuente al monumento de guerra, hierro forjado y madera que brillaban bajo la luz turbia del sol, y, de hecho, podía imaginar cómo iba a ser.
Podía ver sus cuerpos en aquel lugar: uno redimido y liberado, y el otro no; uno que observaba y el otro que era observado, así que, en consecuencia, uno estaría expuesto y el otro en una posición de atenta… solicitud. Pero ambos estarían, deliciosa y divinamente, muertos.
En su cabeza, los planes estaban en marcha, y se sentía lleno como siempre. Se sentía libre. No había sitio para el gusano en un momento así. El bicho retrocedía encogiéndose como si intentara escapar del sol, que para la odiosa criatura representaban su presencia y su plan. Quería restregarle aquel momento, pero ahora no podía ser, y no habría motivo hasta que los tuviera a los dos, observador y observado, dentro del círculo que era su poder.
Ahora, sólo quedaba esperar. Vigilar y encontrar el momento de actuar.
Lynley examinó el retrato robot resultante de lo que Muwaffaq Masoud recordaba del hombre que le había comprado la furgoneta en verano. Lo había mirado durante varios minutos, intentando encontrar puntos de comparación con el boceto que ya tenían del hombre que había visitado el gimnasio Square Four los días anteriores al asesinato de Sean Lavery. Al fin alzó la mirada tras tomar una decisión, descolgó el teléfono y pidió unas modificaciones en cada dibujo. Les dijo que, en una copia de cada uno, añadieran un gorro con borla, gafas y perilla. Quería ver a los dos individuos con esos cambios. Sabía que era dar palos de ciego, pero a veces los palos de ciego daban con algo.
Cuando resolvió aquello, Lynley por fin tuvo un momento para llamar a Helen. Había pensado mucho en su conversación con el asesino en serie y se había planteado si lo mejor era decirle que dejara sus paseos por Londres y volviera a casa, donde habría agentes apostados en la puerta de delante y en la de atrás. Pero sabía que era poco probable que su mujer aceptara aquel movimiento, y también sabía que reaccionar de manera exagerada a aquella situación podía ser hacerle el juego al asesino. Era mucho mejor poner Eaton Terrace bajo vigilancia y tender una red en la que el asesino podía caer perfectamente. Tardarían varias horas en organizarlo. Sólo tenía que asegurarse de que, mientras tanto, Helen tenía cuidado en la calle.
La localizó entre ruidos confusos: platos, cubiertos y charlas de mujeres.
– ¿Dónde estás? -le preguntó.
– En Peter Jones -dijo-, hemos parado a recargar pilas. No tenía ni idea de que ir a la caza de ropa de bautizo fuera tan extenuante.
– No has progresado mucho si sólo has llegado a Peter Jones.
– Cielo, eso es totalmente falso. -Y luego le dijo a Deborah, obviamente-: Es Tommy, que se pregunta hasta dónde hemos llegado… Sí, se lo diré. -Y, a Lynley-: Deborah dice que podrías mostrar un poco más de fe en nosotras. Ya hemos hecho tres paradas y tenemos planeado ir a Knightsbridge, Mayfair, Marylebone y a una tiendecita monísima que Deborah a descubierto en South Kensington. Tienen ropa de diseño para bebés. Si no encontramos algo allí, no lo encontraremos en ningún lado.
– Tenéis todo el día planificado.
– Y, cuando acabemos, tenemos pensado tomar el té en Claridge's, para estar bien elegantes entre todo ese art déco. Ha sido idea de Deborah, por cierto. Parece que cree que no salgo lo suficiente. Y, cielo, ya hemos encontrado un traje de bautizo, ¿te lo había dicho?
– ¿En serio?
– Es una monada. Aunque… Bueno, puede que a tu tía Augusta le dé un ataque cuando vea a su sobrino bisnieto, ¿es eso lo que será Jasper Félix?, entrar en el cristianismo vestido con un esmoquin en miniatura. Pero los pañales son preciosos, Tommy. ¿Cómo podría quejarse alguien?
– Sería impensable -asintió Lynley-, pero ya conoces a Augusta.
– Bah. Seguiremos buscando, pero quiero que veas el esmoquin. Vamos a comprar toda la ropa que creamos que es apropiada para que nos ayudes a decidir.
– Muy bien, cielo. Déjame hablar con Deborah.
– A ver, Tommy, no vas a decirle que me controle, ¿verdad?
– Ni se me ocurriría. Pásamela.
– Nos estamos comportando más o menos -fue lo que Deborah le dijo cuando Helen le dio el móvil.
– Cuento con ello. -Lynley se quedó un momento pensando en cómo quería expresar la situación. Sabía que Deborah era incapaz de disimular. Si decía una palabra sobre el asesino, se le notaría al momento en la cara, y Helen lo vería y se preocuparía. Buscó otra táctica-. No dejes que se os acerque nadie mientras estáis por ahí -dijo-. Me refiero a gente de la calle; no os pongáis a hablar con nadie. ¿Lo harás?
– Claro. ¿Qué pasa?
– En realidad, nada. Soy una madraza. Hay mucha gripe, resfriados, sabe Dios qué más. Sólo Estate atenta y ten cuidado.
Deborah no dijo nada. Lynley oyó que Helen hablaba con alguien.
– Manteneos a una distancia prudente de la gente -dijo Lynley-. No quiero que se ponga enferma ahora que ya no tiene náuseas.
– Claro -dijo Deborah-. Espantaré a todo el mundo con el paraguas.
– ¿Me lo prometes? -le preguntó.
– Tommy, ¿no habrá algo…?
– No, no.
– ¿Seguro?
– Sí. Pasadlo bien.
Entonces colgó, confiando en la discreción de Deborah. Aunque le contara con exactitud a Helen lo que le había dicho, sabía que su mujer pensaría que sólo se mostraba precavido respecto a su salud.
– ¿Señor?
Miró hacia la puerta. Havers estaba ahí de pie, libreta de espiral en mano.
– ¿Qué tienes?
– Una mierda pinchada en un palo -dijo-. Miller está limpio. -Siguió informándole de lo que había logrado descubrir sobre el vendedor de sales de baño, que era, como había dicho, nada de nada. Terminó diciendo-: Así que he pensado que quizá deberíamos pensar en él como alguien que podría implicar a Barry Minshall. Si sabe lo que tenemos sobre Barry, si lo sabe con exactitud, quiero decir, puede que esté dispuesto a ayudarnos. Al menos, quizá podría identificar a algunos de los chicos de las Polaroids que encontramos en casa de Barry. Si encontramos a estos chicos, tendremos un modo de desmontar HYCE.
– Pero no necesariamente un modo de atrapar al asesino -señaló Lynley-. No, entrégale la información al T09, Havers. Dales el nombre de Miller y también sus señas. Ellos se lo pasarán al equipo de protección de menores pertinente.
– Pero si…
– Barbara -la interrumpió antes de que siguiera-, es lo mejor que podemos hacer.
Dorothea Harriman entró en el despacho mientras Havers se quejaba de estar descuidando una parte de la investigación. La secretaria del departamento tenía varios papeles en la mano que entregó a Lynley.
– Los nuevos retratos robot, comisario en funciones. Ha dicho que le hiciera saber que ha realizado varios, ya que no ha podido decirle cómo eran las gafas o la perilla. El gorro con la borla es el mismo en todos, ha dicho. -Y se marchó envuelta en una brisa de perfume.
Lynley le dio las gracias, mientras Havers se acercaba a su mesa para echar un vistazo. Los dos bocetos que tenían ahora estaban modificados: los dos sospechosos llevaban gorro, gafas y perilla. Era muy poco, pero era algo.
Se puso en pie.
– Acompáñame -le dijo a Havers-. Es hora de ir al hotel Canterbury.