El nombre que aparecía en la ficha de registro era Osear Wilde. Cuando Barbara Havers lo vio, miró a la chica del pendiente de araña esperando que pusiera los ojos en blanco y una cara que dijera: «¿Qué esperaba?». Pero estaba claro que la recepcionista era de la reciente generación de legos, cuya educación dependía de los vídeos musicales y las revistas de cotilleos. Igual que el recepcionista nocturno, no había caído en la conexión, pero al menos él tenía la excusa de ser extranjero. Wilde, tuviera o no un revival, seguramente no era muy famoso en Turquía.
Barbara siguió con la dirección: un número de Collingham Road. El hotel tenía un callejero maltrecho -supuestamente al servicio de los miles de turistas que se hospedaban allí-, y vio que la calle no estaba lejos de Lexham Gardens. Se encontraba al otro lado de Cromwell Road. Podría ir a pie sin ningún problema.
Antes de bajar a la recepción, esperó a que llegara el equipo del SOCO, después de llamarlos desde la habitación treinta y nueve. El señor Tatlises se había ido a algún sitio con su esmoquin, sin duda a llamar a sus colegas de HYCE para informarles de que los tiempos iban a cambiar. Luego, creía Barbara, intentaría en vano destruir toda la pornografía infantil que tenía en su poder. No habría sido capaz de resistir la tentación de descargarse esa porquería de internet -ninguno era capaz de resistirse-, y era tan idiota que no sabía que «borrar» significaba «eliminado pero no olvidado». La comisaría de Earl's Court Road se daría un festín en aquel lugar. Una vez que tuvieran a Tatlises en sus garras, encontrarían el modo de sacarle todo lo que sabía: sobre HYCE, sobre lo que pasaba en el hotel, sobre chicos y dinero que cambiaba de manos, y sobre todo lo demás que estuviera relacionado con aquella situación repugnante. A menos, claro, que algunos fueran miembros de HYCE…, algunos de los policías de Earl's Court Road…; pero Barbara no quería pensar en eso. Policías, curas y médicos: había que esperar, si no creer, que en algún lugar había moralidad.
Como había ordenado Lynley, habló con el jefe de policía de Earl's Court Road, que puso en marcha la maquinaria. Cuando el equipo del SOCO llegó, se sintió lo bastante segura como para irse.
Con la dirección de la ficha de registro en la mano, y la propia tarjeta en posesión del equipo del SOCO para que buscaran huellas, cruzó Cromwell Road y caminó hacia el este en dirección al Museo de Historia Natural. Collingham Road discurría hacia el sur a unos cien metros de Lexham Gardens. Barbara dobló la esquina y se puso a buscar la dirección correcta en la hilera de casas altas y blancas.
Teniendo en cuenta el nombre que salía en la ficha de registro, albergaba pocas esperanzas de que la dirección fuera auténtica. No se equivocó demasiado en su conclusión. En la esquina de Collingham Road con la mitad sur de Courtfield Gardens, se erguía una antigua iglesia de piedra. Una verja de hierro forjado la rodeaba; dentro del patio que comprendía la valla, un cartel despintado con letras doradas daba nombre al lugar: CENTRO CÍVICO SAINT LUCY'S. Debajo de esta identificación figuraba el número de la calle. Era el mismo que aparecía en la ficha del hotel Canterbury. Era muy adecuado, pensó Barbara mientras cruzaba la puerta y entraba en el patio. La dirección de la ficha era la dirección de HYCE: Saint Lucy's, la iglesia sin consagrar que estaba cerca de la comisaría de policía de Gloucester Road.
Minshall había dicho que las reuniones de HYCE se celebraban en el sótano, así que Barbara se dirigió hacia allí. Fue al lateral del edificio, siguiendo un sendero de hormigón que atravesaba un cementerio cubierto de maleza. Estaba lleno de lápidas volcadas y tumbas invadidas por hiedras, todas abandonadas.
Unos escalones de piedra bajaban al sótano situado en la parte trasera de la iglesia. Un cartel en la puerta azul intenso decía que esta parte del centro se llamaba GUARDERÍA LADY BIRD. La puerta estaba entreabierta, y Barbara oyó voces de niños en el interior.
Empujó la puerta y entró. Se encontró en un vestíbulo, donde había una larga tabla con perchas a la altura de la cintura de las que colgaban abrigos, chaquetas e impermeables en miniatura; mientras que, debajo, una hilera de botas de agua del tamaño de un vaso de pinta esperaba ordenadamente a sus propietarios.
Parecía que en aquel pequeño vestíbulo se abrían dos aulas: una grande y otra pequeña, y ambas llenas de niños entusiastas que hacían tarjetas de San Valentín (en el aula pequeña) y bailaban la conga llenos de energía al compás de On the Sunny Side of the Street (en la grande).
Barbara estaba decidiendo en qué aula entrar para recabar información cuando una mujer de unos sesenta años y con unas gafas atadas a una cadena de oro alrededor del cuello salió, acompañada de una bandeja de galletas de jengibre, de lo que parecía una cocina. Eran galletas de jengibre recién hechas, por cómo olían. El estómago de Barbara se quejó.
La mujer la miró y luego miró a la puerta. Su expresión decía que no tendría que estar abierta, y Barbara reconoció que no era mala idea. La mujer le preguntó si podía ayudarla.
Barbara le mostró su identificación y le dijo a la mujer, que anunció que era la señora McDonald, que estaba allí por HYCE.
La señora McDonald dijo que ellos no tenían ninguna niña que se llamara Isa.
Barbara le explicó que se trataba de una organización de hombres que se reunían algunas noches en el sótano. Se llamaba H-Y-C-E.
La señora McDonald no sabía nada al respecto. Para obtener esa información, Barbara le informó de que tendría que hablar con el agente de la inmobiliaria Taverstock & Percy, en Gloucester Road. Ellos se encargaban de los arrendamientos del centro cívico: programas de desintoxicación, asociaciones de mujeres, ferias de antigüedades y artesanía, talleres de escritura, cosas así.
Barbara le preguntó a la señora McDonald si podía echar un vistazo de todos modos. Sabía que no encontraría nada allí, pero quería hacerse una idea del lugar donde no sólo se toleraba la perversión, sino que además se alentaba.
A la señora McDonald no le gustó mucho aquella petición, pero le dijo que le enseñaría las instalaciones a Barbara si esperaba allí a que llevara las galletas al aula de la conga. Entró con la bandeja en el aula grande y se la entregó a una de las profesoras.
Regresó mientras la conga se desintegraba en el frenesí de las galletas, con el que Barbara se identificaba plenamente. No había almorzado, y ya era la hora de la merienda.
Siguió a la señora McDonald diligentemente de habitación en habitación. Estaban llenas de niños lozanos e inocentes que reían y parloteaban. Se le encogió el alma al pensar en los pedófilos que envilecían con su presencia aquel ambiente, aunque fuera de noche, cuando aquellos niños estarían arropados en la seguridad de sus casas.
Sin embargo, no había mucho que ver. Una habitación grande con una tarima en un extremo, un atril a un lado y sillas apiladas en las paredes decoradas con arco iris, duendes y un enorme caldero de oro fantástico; una habitación pequeña con mesas bajas donde los niños hacían manualidades que luego se exponían en las paredes en un derroche de color e imaginación; una cocina; un baño; un almacén. Eso era todo. Barbara intentó imaginarse el lugar lleno de babeantes pederastas y no le costó ningún trabajo. Podía ver con bastante facilidad a aquellos desgraciados corriéndose al pensar en todos aquellos crios todos los días de la semana en estas habitaciones, a la espera de que algún monstruo los secuestrara en la calle.
Le dio las gracias a la señora McDonald y se marchó de Saint Lucy's. Aunque parecía un callejón sin salida, sabía que no podía dejar por mover la piedra de Taverstock & Percy.
Vio que la agencia inmobiliaria estaba al otro lado de Cromwell Road subiendo un poco. Pasó por delante de un Barclay's -con vagabundos borrachos en las escaleras- y también de una iglesia y una hilera de edificios del siglo XIX, antes de llegar a una pequeña zona comercial donde Taverstock & Percy estaba delimitada por una ferretería que lo tenía todo y un local anticuado de comida para llevar que servía rollitos de salchicha y patatas asadas a una cola de obreros que descansaban del agujero que estaban perforando con un martillo neumático en medio de la calle.
Dentro de Taverstock & Percy Barbara pidió ver al agente inmobiliario que se encargaba de los arrendamientos de la iglesia de Saint Lucy's, y la condujeron a una joven llamada Misty Perrin, quien, al parecer, estaba encantada con la idea de que un cliente de Saint Lucy's entrara en la inmobiliaria. Cogió una solicitud, la sujetó a una carpeta y dijo que, por supuesto, había ciertas normas y reglamentaciones que había que seguir para que cualquiera tuviera su lugar en la antigua iglesia o su sótano.
«Bien -pensó Barbara-. Así se aleja a la chusma.»
Barbara sacó su identificación y se presentó a Misty. ¿Podían hablar sobre un grupo llamado HYCE?
Misty dejó la carpeta sobre la mesa, pero no pareció preocupada.
– Ah, por supuesto -dijo-. Cuando me ha preguntado por Saint Lucy's, he pensado… Bueno, de todos modos… HYCE. Sí. -Abrió un archivador de su mesa y hojeó el contenido. Sacó una carpeta delgada de papel manila y la abrió. Leyó el material, asintiendo con la cabeza, y al final de su inspección dijo-: Ojalá todos los arrendatarios pagaran con tanta prontitud como ellos. Pagan el alquiler puntualmente todos los meses. No hay quejas por cómo dejan las instalaciones al final de las reuniones. No hay ningún problema en el barrio por aparcar en zona prohibida; eso sí, los cepos se ocupan de eso, ¿verdad? Bueno, ¿qué es lo que quiere saber?
– ¿Qué clase de grupo es?
Misty volvió a consultar la documentación.
– Un grupo de apoyo, parece ser. Hombres que se están separando -dijo-. No estoy segura de por qué lo llaman HYCE, a no ser que sea un acrónimo de… Hombres Y… ¿qué?
– ¿Crueles Esposas? -sugirió Barbara-. ¿Qué nombre aparece en el contrato?
Misty se lo leyó: J. S. Mili. También recitó la dirección. Prosiguió informándole a Barbara de que lo único raro acerca de
HYCE era que el pago siempre se realizaba en metálico, y lo traía el señor Mili en persona el primer día del mes.
– Dijo que tenía que pagar en metálico porque así es como conseguían el dinero, mediante recolectas en las reuniones. Es un poco irregular, pero en Saint Lucy's dijeron que a ellos no les importaba, siempre que recibieran el dinero. Y lo reciben, el día uno de cada mes, desde hace cinco años.
– ¿Cinco años?
– Sí. Así es. ¿Hay algún…? -Misty parecía preocupada.
Barbara negó con la cabeza e hizo un gesto con la mano para quitarle importancia al asunto. ¿Qué sentido tenía? La chica era tan inocente como los niños de la guardería Ladybird. No dependía de la promesa de nada de lo que surgiera, pero le enseñó a Misty los dos retratos robot de todos modos.
– ¿J.S. Mili se parecía a uno de estos tipos? -le preguntó.
Misty miró los bocetos, pero dijo que no con la cabeza. Dijo que era mucho mayor – ¿unos setenta años?- y no llevaba ni barba ni perilla ni nada. Llevaba un audífono enorme.
Barbara se estremeció al oír aquella información. El abuelito de alguien, pensó. Quería encontrarlo y estrangularlo.
Anotó la dirección de J.S. Mili mientras se marchaba de la agencia inmobiliaria. Sería falsa. No le cabía la menor duda. Pero, sin embargo, se la entregó al T09. Alguien en algún lugar tenía que echar abajo las puertas de los miembros de esta organización.
Estaba regresando hacia Cromwell Road cuando le sonó el móvil. Era Lynley que le preguntaba dónde estaba.
Se lo dijo y le puso al día sobre lo poco que le habían reportado sus esfuerzos con la ficha de registro del hotel Canterbury
– ¿Y usted? -le preguntó.
– St. James cree que es probable que nuestro chico tenga que comprar más aceite de ámbar gris -le dijo Lynley, y le comunicó el resto del informe del científico-. Es hora de que vuelvas a La Nube de Wendy detective.
Nkatn aparcó a cierta distancia en Manor Place. Seguía pensando en las docenas de chicos negros paseando sin rumbo que había visto en las inmediaciones de Elephant and Castle. No tenían a donde ir, y muy poco que hacer. Aquélla no era la auténtica verdad del tema -al menos, podrían estudiar-, pero sabía que ellos mismos no veían su situación de esa manera; es lo que les habían enseñado a pensar los chicos mayores, los padres descontentos y decepcionados, la falta de oportunidades y las numerosas tentaciones. A largo plazo, era más fácil pasar de todo. Nkata había pensado todo el rato en ellos mientras iba a Kennington. Permitió que se convirtieran en su excusa.
No es que necesitara una, en realidad. Era un viaje que debía hacer. Sin duda, había llegado el momento.
Se bajó del coche y recorrió a pie la corta distancia que le separaba de la tienda de pelucas, que continuaba siendo un indicio esperanzador de lo que era posible hacer entre los negocios fracasados y cerrados del barrio. Los pubs, naturalmente, seguían abiertos. Pero, aparte de una tienda deprimente con un enrejado grueso en las ventanas, el local de Yasmin Edwards era el único lugar que estaba abierto.
Cuando Nkata entró, vio que Yasmin estaba con una dienta. Era una mujer negra y esquelética con cara de calavera. Estaba calva y hundida en un sillón de peluquería, delante de la pared larga de espejos y el mostrador en el que trabajaba Yasmin. En el mostrador, estaba abierta una caja de maquillaje. Al lado había tres pelucas: una era una cabeza llena de trenzas; otra, un corte rapado como el peinado de Yasmin; y la última, una melena larga y lisa, como las que llevaban las modelos de pasarela.
La mirada de Yasmin recayó en Nkata y luego la apartó, como si le hubiera estado esperando y no le sorprendiera su llegada.
El la saludó con la cabeza, pero sabía que no lo había visto. Estaba centrada en su dienta y en la brocha en la que aplicaba colorete de una lata redonda.
– No me lo imagino -dijo la dienta. Su voz sonaba tan cansada como cansado parecía su cuerpo-. No te molestes, Yasmin.
– Espera -le dijo Yasmin con dulzura-. Deja que acabe, cielo, y mientras tanto, mira estas pelucas y decide cuál quieres.
– No va a cambiar nada, ¿verdad? -dijo la mujer-. Ni siquiera sé por qué he venido.
– Porque eres guapa, Ruby, y el mundo merece verlo.
Ruby rechazó el comentario con un movimiento de la mano.
– Ahora ya no soy guapa -dijo.
Yasmin no contestó aquella observación, sino que se colocó delante de la mujer para estudiar su cara. La de Yasmin era profesional, no transmitía la pena que la otra mujer sin duda habría notado al instante. Se inclinó hacia ella y aplicó la brocha a lo largo de los pómulos. A continuación, realizó un movimiento similar en la mandíbula.
Nkata esperó pacientemente. Observó trabajar a Yasmin: un roce con la brocha, un realce de las sombras en los ojos. Terminó de maquillar a su dienta con el pintalabios, que aplicó con un pincel delicado. Ella no llevaba los labios pintados. La cicatriz rosada en el labio superior -un antiguo regalo de su marido- lo hacía imposible.
Se echó hacia atrás y examinó su trabajo.
– Ahora sí que estás bien, Ruby. ¿Qué peluca vas a ponerte para darte el toque final?
– Oh, Yasmin, no lo sé.
– Venga, vamos. Tu marido no está esperando ahí fuera a una señora calva con una cara nueva y preciosa. ¿Quieres probártelas otra vez?
– La corta, supongo.
– ¿Segura? Con la larga parecías la modelo esa.
Ruby se puso serio.
– Sí, claro, lista para la Semana de la Moda, Yasmin. Quizá me pongan un bikini. Por fin tengo el cuerpo para llevarlo. Déjame la corta. Me gusta bastante.
Yasmin cogió la peluca corta del soporte. La depositó con cuidado sobre la cabeza de Ruby. Retrocedió, luego hizo un ajuste y volvió a retroceder.
– Estás lista para salir y pasar una noche estupenda -dijo-. Asegúrate de que tu hombre te la da. -Ayudó a Ruby a bajarse del sillón y cogió el vale que la mujer le entregó. Rechazó suavemente un billete de diez libras que Ruby intentó dejar en su mano-. Ni hablar -dijo-. Cómprate unas flores para el piso.
– Ya habrá suficientes flores en el entierro -dijo Ruby.
– Sí, pero el muerto no puede disfrutarlas.
Se rieron juntas. Yasmin la acompañó a la puerta. En la calle, la esperaba un coche, la puerta abierta. La ayudó a subir.
Cuando regresó a la tienda, se dirigió de inmediato al sillón, donde se puso a guardar los artículos de maquillaje.
– ¿Qué tiene? -preguntó Nkata.
– Páncreas -dijo Yasmin en una palabra.
– ¿Está muy mal?
– El de páncreas siempre es malo, sargento. Hace quimioterapia, pero es inútil. ¿Qué quieres, tío? Tengo trabajo.
Nkata se acercó a ella, pero se mantuvo a una distancia segura.
– Tengo un hermano -le dijo-. Se llama Harold, pero nosotros lo llamamos Stoney porque tenía la cabeza más dura que una piedra. Una piedra como las de Stonehenge, quiero decir. Es de los que no cambian de opinión pase lo que pase.
Yasmin dejó de guardar el maquillaje, una brocha en la mano. Miró a Nkata frunciendo el ceño.
– ¿Y?
Nkata se pasó la lengua por el labio inferior.
– Está en Wandsworth. Perpetua.
Yasmin apartó la vista y luego volvió a mirarlo. Sabía lo que significaba aquello: asesinato.
– ¿Lo hizo?
– Oh, sí. Stoney… Sí. No hay duda de que fue él. Consiguió una pistola en algún sitio, nunca dijo quién se la dio, y se cargó a un tipo de Battersea. El y su amigo intentaron robarle el BMW, y el tipo no colaboró como ellos querían. Stoney le pegó un tiro en la nuca. Una ejecución. Su amigo le delató.
Yasmin se quedó quieta un momento, como evaluando aquellas palabras. Luego, volvió al trabajo.
– El tema es -siguió Nkata- que yo podría haber seguido el mismo camino. Es adonde iba, sólo que imagino que era más listo que Stoney. Peleaba mejor, y tampoco me interesaba robar coches. Tenía una banda, verás, y eran mis hermanos, más hermanos para mí de lo que Stoney podría haber sido nunca. Así que peleaba con ellos porque eso era lo que hacíamos. Peleábamos por el territorio: esta acera, esa acera, un quiosco, un estanco. Acabé en urgencias con la cara rajada. -Se señaló la mejilla y la cicatriz que la recorría-. Y mi madre se desmayó cuando lo vio. La miré, y miré a mi padre y supe que quería pegarme una paliza cuando llegáramos a casa, con o sin la cara llena de puntos. Y de repente vi que no quería pegarme por mí, sino porque le había hecho daño a mamá, igual que Stoney. Y entonces vi de verdad cómo la trataban los médicos y las enfermeras de urgencias. La trataban como si fuera ella la que había hecho algo malo, que es lo que pensaban porque uno de sus hijos estaba en la cárcel y el otro era un Brixton Warrior. Y eso es todo. -Nkata extendió las manos, vacías-. Un poli se puso a hablar conmigo, por la pelea de la cicatriz, y me llevó por otra dirección. Y me aferré a él muy fuerte porque no quería hacerle a mamá lo que le había hecho Stoney.
– ¿Así de fácil? -preguntó Yasmin. Nkata oyó el deje de desprecio en su voz.
– Así de sencillo -la corrigió Nkata con educación-. Nunca diría que fue fácil.
Yasmin terminó de guardar el maquillaje. Cerró la caja con un ruido seco y la levantó del mostrador. La llevó al fondo de la tienda y la guardó en un estante.
– ¿Eso es todo? -dijo entonces con la mano en la cadera.
– No.
– Bien. ¿Qué más?
– Vivo con mi padre y con mi madre. En Loughborough Estate. Seguiré viviendo con ellos pase lo que pase, porque se están haciendo mayores y cada vez es más peligroso vivir allí para ellos. No permitiré que yanquis, camellos y chulos se metan con ellos. A esos tipos no les gusto, no quieren tenerme cerca, y está claro que no se fían de mí y que mantendrán las distancias con mi madre y mi padre mientras yo esté ahí. Así es como quiero que sea, y haré lo que haga falta para que siga siendo de ese modo.
Yasmin ladeó la cabeza. Su rostro mantenía una expresión desconfiada y desdeñosa, la misma expresión que le había visto desde que la conocía.
– Bueno, ¿por qué me cuentas todo esto?
– Porque quiero saber la verdad. Y el tema, Yasmin, es que la verdad no es una carretera sin curvas ni desvíos. Así que tienes que saberlo: Sí, me sentí atraído por ti en cuanto te vi, ¿y quién no? Y sí, quería apartarte de Katja Wolfe; pero no porque creyera que debías estar con un hombre y no con una mujer, porque yo no lo sabía, cómo podía saberlo, sino porque quería tener una oportunidad contigo y el único modo de conseguirla era demostrarte que Katja Wolfe no merecía lo que le ofrecías. Pero al mismo tiempo, Daniel también me cayó bien desde el principio. Y vi que yo también le caía bien a él. Y sé muy bien, lo supe entonces y lo sé ahora, cómo puede ser la vida en la calle para los niños que tienen tiempo libre, sobre todo chicos como Daniel, que no tienen a un padre en casa. Y no fue porque creyera que no eras (que no eres) una buena madre, porque vi que sí lo eras. Pero creía que Dan necesitaba más (aún necesita más), y eso es lo que he venido a decirte.
– Que Daniel necesita…
– No. Todo, Yas. De principio a fin.
Seguía a cierta distancia de ella, pero creyó ver que los músculos de su cuello suave y oscuro se movían al tragar saliva. También creyó ver latir su corazón en la vena de la sien. Pero sabía que intentaba ceñirse a una realidad definida por sus esperanzas. «Déjalo -se dijo-. Deja que sea lo que es.»
– Y ahora, ¿qué quieres? -le preguntó al fin Yasmin. Regresó al sillón y cogió las dos pelucas restantes, una debajo de cada brazo.
Nkata se encogió de hombros.
– Nada -dijo.
– ¿Y es la verdad?
– A ti -dijo-. De acuerdo, a ti. Pero ni siquiera sé si es la verdad. Por eso no quiero gritarlo a los cuatro vientos. ¿Acostarme contigo? Sí. Quiero eso. Quiero acostarme contigo. Pero ¿todo lo demás? No lo sé. Así que ésa es la verdad, y es lo que mereces. Siempre lo has merecido, pero nunca te lo han dado… ni tu marido ni Katja. Ni siquiera sé si te lo da el hombre ese con quien estás ahora, pero yo sí te lo doy. Tú fuiste lo primero y lo más importante cuando te vi. Después vino Daniel. Y el tema nunca ha sido tan sencillo como utilizar a Dan para llegar a ti, que es lo que crees, Yasmin. Nada es nunca tan sencillo como eso.
Ya estaba todo dicho. Sentía que se había desprendido de todo lo que era y que ahí estaba, tirado en el suelo a sus pies. Yasmin podía pisotearlo, o sacarlo a rastras a la calle, o… cualquier cosa, en realidad. Estaba tan desnudo e indefenso como el día que vino al mundo.
Se quedaron mirándose. Sentía el deseo como no lo había sentido nunca, como si manifestarlo abiertamente lo hubiera multiplicado por diez, hasta que le atormentó como si un animal le royera las entrañas.
Entonces, Yasmin habló. Dos palabras sólo, y al principio ni siquiera supo a qué se refería.
– ¿Qué hombre?
– ¿Qué? -Tenía los labios secos.
– ¿Con qué hombre estoy ahora? Has dicho que estoy con un hombre.
– Ese tipo. El de la última vez que estuve aquí.
Ella frunció el ceño. Miró hacia la ventana como si viera el reflejo del pasado en el cristal. Luego volvió a mirarlo.
– Lloyd Burnett -dijo.
– No dijiste su nombre. Entró…
– A recoger la peluca de su mujer -dijo.
– Ah -dijo él, y se sintió un estúpido integral.
Entonces, le sonó el móvil, lo cual le salvó de tener que decir algo más. Abrió la tapa.
– Un momento -dijo. Utilizó aquella bendita intervención para escapar. Sacó una tarjeta y se acercó a Yasmin. Ella no levantó los soportes de las pelucas para defenderse. En la parte de arriba sólo llevaba un jersey sin bolsillos, así que Nkata deslizó la tarjeta en el bolsillo delantero de sus vaqueros. Procuró no tocarla más que eso-. Tengo que atender esta llamada -le dijo-. Algún día, Yas, espero que seas tú quien llame. -Yasmin nunca había dejado que se acercara tanto a ella. Nkata olió su perfume. Notó su miedo.
«Yas», pensó; pero no lo dijo. Se marchó de la tienda y se dirigió al coche, con el móvil pegado a la oreja.
La voz del teléfono no le resultó familiar, ni tampoco el nombre.
– Soy Gigi -dijo una chica-. Me dijo que le llamara.
– ¿Quién? -dijo él.
– Gigi. De Gabriel's Wharf. La Luna de Cristal.
La asociación le hizo caer en la cuenta al instante, y lo agradeció.
– Gigi, sí. ¿Qué ha pasado?
– Ha venido Robbie Kilfoyle. -Su voz se transformó en un susurro-. Ha comprado algo.
– ¿Tiene algún comprobante?
– Tengo el recibo de caja. Aquí mismo, delante de mí.
– Guárdelo -le dijo Nkata-. Voy para allá.
Lynley mandó el mensaje a Mitchell Corsico justo después de hablar con St. James: el especialista forense independiente de la investigación sería un buen segundo artículo para The Source. No sólo era un experto de talla internacional y profesor del Royal College of Science, sino que él y Lynley compartían una historia personal que comenzaba en Eton y había durado todos aquellos años. ¿Pensaba Corsico que una conversación con St. James sería provechosa? Sí, lo pensaba, así que Lynley le dio al periodista el número de contacto de Simón. Esperaba que aquello bastara para librarse de Corsico y su sombrero y botas de vaquero. También haría que el periodista no pensara en el resto del equipo de investigación, al menos durante algún tiempo.
Después, regresó a Victoria Street, con los detalles de las últimas horas rondándole por la cabeza. Seguía volviendo sobre uno en concreto, uno que le había dado Havers en su conversación telefónica.
El nombre que aparecía en el contrato de arrendamiento de la inmobiliaria -el único nombre que tenían, aparte del de Barry Minshall, que podían asociar con HYCE- era J.S. Mili. Le dio la información restante, aunque ella ya la había deducido. J.S. Mili: John Stuart Mili, si querían continuar con el tema inaugurado en el hotel Canterbury.
Lynley quiso creer que todo formaba parte de una broma literaria (un guiño) entre los miembros de la organización de pedófilos, una especie de bofetón en el rostro colectivo del gran público sucio, ignorante e inculto: Osear Wilde en la ficha de registro del hotel Canterbury; J.S. Mili en el contrato de arrendamiento con Taverstock & Percy. Sabe Dios a quién más encontrarían en otros documentos relacionados con HYCE. A.A. Milne, seguramente, G.K Chesterton, A.C. Doyle: las posibilidades eran infinitas.
Igual, en realidad, que las miles de coincidencias que se daban todos los días. Aun así, el nombre siguió ahí, provocándole. J.S. Mili. A que no me coges. John Stuart Mili. John Stuart. John Stewart.
Era inútil negárselo: Lynley notó que le temblaban las manos cuando Havers dijo el nombre. Ese temblor se tradujo en las preguntas que el trabajo policial, por no decir la vida misma, instaba a las personas sensatas a hacerse: ¿Hasta qué punto conocemos a alguien? ¿Con qué frecuencia dejamos que las apariencias externas, la forma de hablar y de comportarse, definan las conclusiones que sacamos de alguien?
«No hace falta que te diga lo que significa, ¿verdad?» Lynley aún podía ver la profunda preocupación en el rostro de St. James.
La respuesta de Lynley le había llevado a lugares a los que no quería ir. «No. No hace falta que me digas nada.»
Lo que eso significaba en realidad era pedir que le pasaran el caso a otro, pero eso no iba a suceder. Estaba demasiado implicado, totalmente empapado en sangre y no podía desandar lo andado. Tenía que concluir la investigación, independientemente de adonde llevara cada una de sus ramificaciones. Y no cabía la menor duda de que aquel asunto tenía más de una ramificación. Cada vez era más evidente.
Pensó en una personalidad compulsiva. ¿Gobernada por demonios? No lo sabía. Ese nerviosismo, la ira esporádica, la palabra mal elegida. ¿Cómo se había recibido la noticia cuando Lynley, pasando por delante de todos los demás, había sido asignado al puesto de comisario después de que Webberly fuera atropellado en la calle? ¿Recibió felicitaciones? Nadie felicitó a nadie por nada durante los días que siguieron al intento de asesinato de Webberly. ¿Y quién habría pensado en ello, luchando como estaba el comisario por su vida, y con el resto de la gente intentando encontrar a su agresor? Así que no era importante. No significaba nada en absoluto. Alguien tenía que tomar cartas en el asunto, y le habían nombrado a él. Y no era permanente, así que no era un detalle tan importante como para que alguien quisiera… decidiera… se sintiera instado a… No.
Sin embargo, todo le hacía recordar inexorablemente los primeros días entre sus compañeros: la distancia que habían puesto con él al principio le decía que nunca sería uno de ellos, no del todo. Por mucho que hiciera por allanar el terreno, lo que ellos sabían sobre él siempre estaría ahí: el título, las propiedades, el acento de colegio privado, la riqueza y el privilegio asumido que conllevaba, y a quién le importaba, salvo que al fin y al cabo a todo el mundo le importaba y seguramente siempre sería así.
Pero eso, la antipatía que se convertía en aceptación reacia y respeto, era imposible. Incluso era una deslealtad abrigar esos pensamientos. No había duda de que creaba divisiones y era improductivo.
Sin embargo, nada de eso le impidió mantener una charla con el detective Cherson de Recursos Humanos, aunque lo hizo acongojado. Cherson autorizó cederle temporalmente los historiales laborales. Lynley los leyó y se dijo que no quería decir nada. Eran detalles que podían interpretarse como se quisiera: un divorcio amargo, una situación despiadada de custodia de los hijos, incumplimiento de la pensión de manutención, una carta disciplinaria por acoso sexual, la recomendación de mantenerse en forma, una rodilla mala, una mención por realizar un trabajo extra. Nada, en realidad. Aquello no significaba nada.
Aun así, tomó notas e intentó hacer caso omiso a la sensación de traición que sintió al hacerlo.
«Todos tenemos trapos sucios -se dijo-. Los míos están peor que los de otros.»
Volvió a su despacho. Cogió el perfil psicológico de su asesino de donde lo había dejado encima de la mesa y lo leyó. Pensó en él. Pensó en todo: desde las comidas realizadas a las saltadas, y a los chicos inmovilizados con una descarga inesperada de electricidad. Pensó que no. Concluyó que no. Se volvió hacia el teléfono y localizó a Hamish Robson en el móvil.
Lo encontró entre sesión y sesión en la consulta que tenía cerca del Barbican, donde recibía a clientes privados lejos del ambiente desalentador del Hospital Psiquiátrico Penitenciario Fischer. Tratar a gente normal que sufría crisis temporales era una actividad complementaria, le dijo Robson.
– Sólo se puede hacer frente al elemento criminal durante un tiempo determinado -le confió-. Pero imagino que ya sabe de qué le hablo.
Lynley le preguntó a Robson si podían verse. En Scotland Yard, donde fuera. Daba igual.
– Estoy ocupado hasta la noche -dijo Robson-. ¿No podemos hablar ahora por teléfono? Tengo diez minutos antes de que llegue mi próximo paciente.
Lynley lo pensó, pero quería ver a Robson. Quería algo más que hablar sólo con él.
– ¿Ha pasado algo…? -preguntó Robson-. ¿Se encuentra bien, comisario? ¿Puedo ayudarle? Parece… -Al otro lado del teléfono, pareció que revolvía unos papeles-. Escuche, quizá pueda cancelar un paciente o dos o cambiar las horas. ¿Serviría? También tengo que hacer la compra, y me había reservado un hueco para hacerlo al final del día. No queda lejos de mi consulta. ¿Whitecross Street con Dufferin? Hay una frutería-verdulería donde podríamos quedar. Podemos hablar mientras compro.
Tendría que servir, pensó Lynley. No obstante, podía tratar los prolegómenos por teléfono.
– ¿A qué hora?
– ¿A las cinco y media?
– De acuerdo. Me va bien.
– Si no le importa que se lo pregunte… para poder meditarlo antes. ¿Ha habido alguna novedad?
Lynley lo pensó. ¿Había habido alguna novedad? Sí y no, decidió.
– ¿Hasta que punto confía en su perfil del asesino, doctor Robson?
– No es una ciencia exacta, naturalmente. Pero se acerca mucho. Teniendo en cuenta que se basa en cientos de horas de entrevistas personales detalladas… Y teniendo en cuenta la duración y el alcance de los análisis de estas entrevistas…, los datos recogidos, las similitudes observadas… No es como una huella dactilar. No es ADN. Pero como guía, incluso como lista de control, es una herramienta inestimable.
– ¿Tan seguro está?
– Estoy seguro. Pero ¿por qué lo pregunta? ¿Me he perdido algo? ¿Hay más información que debería tener? Yo sólo puedo trabajar con lo que me da.
– ¿Qué diría sobre el hecho de que los primeros cinco chicos asesinados hubieran comido algo, como mínimo, una hora antes de morir, mientras que el último chico no había comido nada en esa hora? ¿Sería capaz de interpretar algo a partir de ese dato?
Hubo un silencio mientras Robson pensaba en la pregunta.
– Fuera de contexto, no -dijo al fin-. No me gustaría interpretar nada.
– ¿Qué hay del hecho de que la comida que ingirieron los cinco primeros chicos fuera idéntica?
– Supongo que formaría parte del ritual.
– Pero ¿por qué saltárselo con el sexto chico?
– Podría haber docenas de explicaciones. Todos los chicos no estaban colocados de forma idéntica después de morir. A todos los chicos no les arrancó el ombligo. No todos los chicos tenían un símbolo en la frente. Buscamos indicadores que relacionen los crímenes entre sí, pero no serán calcos el uno del otro.
Lynley no respondió a aquello.
– Dile que espere un momento, por favor -oyó que Robson le decía a otra persona, la voz lejos del teléfono: seguro que había llegado su siguiente paciente. Les quedaba poco tiempo para seguir con su conversación.
– Fred y Rosemary West. Ian Brady y Myra Hindley -dijo Lynley-. ¿Es muy común? ¿La policía pudo preverlo?
– ¿Un asesino y una asesina? ¿O dos asesinos trabajando en equipo?
– Dos asesinos -dijo Lynley.
– Bueno, en ambos casos el problema fueron las desapariciones, ¿verdad? La ausencia de cadáveres y escenas del crimen de los que sacar información. Cuando la gente simplemente desaparece, cuerpos que se pasan décadas enterrados en un sótano, ocultos en páramos, lo que quiera, no hay nada que interpretar. En el caso de Brady y Hindley, de todos modos, en aquella época no existían los perfiles psicológicos. En cuanto a los West, y éste sería el caso de todas las parejas de asesinos en serie, hay un compañero dominante y otro sumiso. Uno mata, y el otro observa. Uno inicia el proceso, y el otro lo acaba. Sin embargo, puedo preguntar… ¿Está dirigiendo la investigación hacia ahí?
– ¿Hombre y mujer? ¿Dos hombres?
– Cualquiera de las dos, supongo.
– Dígamelo usted, doctor Robson -dijo Lynley-. ¿Podríamos tener a dos asesinos?
– ¿Quiere mi opinión profesional?
– Es lo único que tiene.
– Pues no. No lo creo. Me atengo a lo que les he dicho desde el principio.
– ¿Por qué? -preguntó Lynley-. ¿Por qué se atiene a lo que nos ha dicho desde el principio? Acabo de darle dos detalles que antes no tenía. ¿Por qué no cambian las cosas?
– Comisario, entiendo su preocupación. Sé lo desesperante que…
– No -dijo Lynley-. No la entiende. No puede entenderla.
– De acuerdo. Aceptado. Nos vemos a las cinco y media. Whitecross con Dufferin. La frutería-verdulería. Es el primer tenderete. Le espero allí.
– Whitecross con Dufferin -dijo Lynley. Colgó el auricular con cuidado.
Vio que estaba sudando un poco. La palma de la mano dejó una marca en el teléfono. Sacó el pañuelo y se secó la cara. Preocupación, sí. En eso, Robson tenía razón.
– ¿Comisario en funciones Lynley?
No le hizo falta levantar la mirada para saber que era Dorothea Harriman, quien siempre se dirigía a todo el mundo por el cargo apropiado.
– ¿Sí, Dee?
La secretaria no dijo nada más. Lynley sí alzó la vista entonces. La cara de Dee pedía perdón por adelantado. Lynley frunció el ceño.
– ¿Qué pasa?
– El subinspector Hillier. Viene hacia aquí. Me ha llamado él mismo y me ha dicho que le retenga en su despacho. Le he dicho que lo haría, pero estaré encantada de fingir que ya se había marchado cuando he venido a avisarle.
Lynley soltó un suspiro.
– No pongas en peligro tu empleo. Hablaré con él.
– ¿Está seguro?
– Estoy seguro. Dios sabe que necesito que me alegre el día.
El milagro, según vio Barbara Havers, era que esta vez Wendy no estaba en las nubes. De hecho, cuando llegó al puesto epónimo de la mujer en el mercado de Camden Lock, habría apostado a que la hippy envejecida se había curado de verdad. De pie dentro de los confines de su minúsculo establecimiento, Wendy aún parecía ir montada en un triciclo -había algo en las largas rastas grises, la piel cenicienta y los caftanes multicolor hechos con colchas del subcontinente indio que no los hacía atractivos-, pero al menos tenía la mirada clara.
El hecho de que no recordara la visita anterior de Barbara era preocupante, aunque estaba dispuesta a creer a su hermana cuando, la primera vez que las presentaron, Petula, desde detrás del mostrador de su propia tienda, le dijo: «Estabas colocada, cielo».
– Vaya -dijo Wendy, y encogió los hombros rechonchos. Luego le dijo a Barbara-: Lo siento, querida. Sería uno de esos días.
Petula le confió a Barbara, no sin un poquito de orgullo, que Wendy estaba «otra vez en un programa de desintoxicación». Ya lo había intentado antes y «no lo había conseguido», pero la familia albergaba esperanzas de que esta vez sí lo lograra.
– Ha conocido a un tipo que le ha dado un ultimátum -añadió Petula en voz baja-. Y, verá, Wendy haría lo que fuera por un polvo. Siempre. Esa chica tiene el apetito sexual de una cabra.
«Lo que hiciera falta», pensó Barbara.
– Aceite de ámbar gris -le dijo a Wendy-. ¿Ha vendido? Recientemente. ¿En los últimos días, quizá?
Wendy dijo que no sacudiendo sus rastas grises.
– Aceite para masajes he vendido litros y litros -dijo-. Tengo seis spa que son mis mejores clientes. Les chiflan los relajantes como el eucalipto. Pero nadie compra ámbar gris. Y me da igual, si quiere saber mi opinión. Lo que les hacemos a los animales, alguien ahí fuera nos lo hará a nosotros algún día. Extraterrestres de otro planeta o algo así. Puede que les guste nuestra grasa, igual que a nosotros nos gusta la grasa de ballena, y sabe Dios para qué la usarán. Espere y verá. Va a pasar.
– Wendy, cielo -dijo Petula, con una de esas cadencias en la voz que decía «déjalo para luego». Había sacado un paño y lo utilizaba para sacar el polvo a las velas y los estantes-. No pasa nada, querida.
– Ni siquiera sé cuándo fue la última vez que tuve aceite de ámbar gris -le dijo Wendy a Barbara-. Si alguien lo pide, les digo lo que pienso.
– ¿Y se lo ha pedido alguien? -Barbara sacó los retratos robot de los posibles sospechosos. Esta parte de la rutina le resultaba bastante tediosa, pero ¿quién sabía en realidad cuándo iba a encontrar una mina de oro?-. ¿Alguno de estos tipos, quizá?
Wendy miró los dibujos. Frunció el ceño y, luego, sacó unas gafas metálicas de lo más profundo de su generoso canalillo. Uno de los cristales estaba roto, así que utilizó el otro a modo de monóculo. Le dijo a Barbara que ninguno de esos tipos se parecía a nadie que hubiera ido a La Nube.
Barbara sabía lo fiable que sería esa información -teniendo en cuenta su índice de consumo de drogas-, así que también le mostró a Petula los retratos robot.
La hermana examinó ambos. La verdad era que al mercado venía muchísima gente, sobre todo los fines de semana. Tampoco le gustaba decir que ninguno de esos tipos había entrado allí. Parecían poetas beatniks, o clarinetistas de una banda de jazz. Uno casi esperaba ver a tipos así en el Soho. Por supuesto, no los había -ya no-, pero hubo una época en que…
Barbara se desvió de la Calle de los Recuerdos con una pregunta sobre Harry Minshall. Las palabras «mago albino» sin duda atrajeron la atención de Petula -también la de Wendy-, y hubo un momento en el que Barbara pensó que haber mencionado el nombre de Minshall y aportado su descripción iba a dar fruto. Pero no, un mago albino vestido de negro y con gafas de sol y un gorro rojo con una borla sería fácil de recordar, incluso en el mercado de Camden Lock. Minshall, dijeron las dos, era alguien de quien se acordarían, sin duda.
Barbara se dio cuenta de que el árbol de Wendy no iba a dar fruto, por mucho que intentara polinizarlo. Guardó los retratos robot en el bolso, dejó a las dos hermanas para que pudieran cerrar la tienda y se detuvo en la acera a encenderse un cigarrillo mientras pensaba en su siguiente movimiento.
Era última hora de la tarde y podría haberse ido a casa, pero tenía que explorar otra ruta. No soportaba que todo lo que investigara fuera un callejón sin salida tras otro, así que tomó una decisión y se dirigió hacia su coche. Wood Lane no estaba lejos de Camden Lock. Y de ahí siempre podría ir a la comisaría de policía de Holmes Street a ver qué más podía sacarle a Barry Minshall si era necesario.
Se dirigió al norte hacia Highgate Hill, desviándose un poco para evitar el tráfico de la hora punta. Tardó menos de lo que había previsto, y de ahí fue bastante fácil sortear la ruta a Archway Road.
Realizó una parada antes de llegar a Wood Lane. Una llamada al centro de coordinación le dio el nombre del agente inmobiliario que vendía el piso vacío de Walden Lodge del que había oído hablar en una de las reuniones de la brigada de homicidios. En la categoría de «no dejar piedra por mover», sabía que seguramente se trataría de un guijarro sin nada debajo, pero fue hasta allí de todos modos, habló con el tipo y le mostró los retratos robots por si acaso. Una mierda pinchada en un palo es lo que le reportó el esfuerzo. Se sentía como una niña exploradora vendiendo galletas en una reunión de Weight Watcher's. Nadie le compraba ni una.
Después fue a Wood Lane. La calle estaba llena de coches aparcados. Serían los vehículos de los trabajadores de la periferia que los cogían para ir a la ciudad desde los condados del norte y los estacionaban allí para coger el metro y completar el resto del viaje. La policía seguía buscando entre ellos a alguien que hubiera visto algo durante las primeras horas de la mañana del día en que habían hallado el cuerpo de Davey Benton. Debajo del limpiaparabrisas de cada coche, había un folleto, y Barbara supuso que éstos eran los que pedían información adicional de los trabajadores diarios. Por si servía de algo. Quizá de mucho. Quizá de nada en absoluto.
En Walden Lodge, un camino bajaba hacia el aparcamiento del metro. Barbara detuvo el Mini delante de ese camino. Bloqueaba el acceso, pero era inevitable.
Cuando subió los escalones de la estructura de ladrillo achaparrada -tan fuera de lugar en una calle de edificios históricos-, vio que la puerta principal estaba abierta. La sujetaba un cubo de agua amarillo que llevaba escrito THE MOPPITS en rojo. «Viva la seguridad», pensó Barbara. Entró en el edificio.
– ¡Hola! -gritó.
Un hombre joven asomó la cabeza por la primera esquina. Tenía una fregona en la mano y llevaba un cinturón de herramientas del que colgaban artículos de limpieza. Uno de los Moppit, concluyó Barbara, mientras arriba en el edificio alguien se puso a pasar la aspiradora.
– ¿Qué desea? -le preguntó el joven, subiéndose el cinturón de herramientas-. Se supone que no puedo dejar entrar a nadie.
Barbara le mostró su placa. Le explicó que trabajaba en el asesinato de Queen's Wood.
El hombre le dijo a toda prisa que él no sabía nada del tema. El y su esposa sólo eran un servicio de limpieza móvil. No vivían allí. Iban una vez a la semana a barrer, fregar, pasar la aspiradora y quitar el polvo de las zonas comunitarias. Y también limpiaban las ventanas, pero sólo cuatro veces al año, y hoy no era uno de esos días.
Era demasiada información, aunque Barbara lo achacó a los nervios: aparece un policía en el horizonte y, de repente, todo está abierto a interpretaciones. Era mejor contarle tu vida hasta el mínimo detalle.
Tenía el número del piso del caballero que había visto el destello de luz en el bosque a primera hora de la mañana del día en el que hallaron el cuerpo de Davey Benton. También tenía su nombre: Berkeley Pears, que sonaba a marca de fruta enlatada. Le dijo al Moppit adonde iba y se dirigió a las escaleras a buscarlo.
Cuando llamó, un perro se puso a ladrar detrás de la puerta. Era el tipo de ladrido que ella asociaba con un terrier necesitado de disciplina, y vio que no se había formado una idea equivocada cuando, después de descorrer cuatro cerrojos y abrirse la puerta, un Jack Russell salió disparado, directo a sus tobillos.
Barbara retrocedió y levantó el bolso para espantar al animal, pero el señor Pears apareció detrás del perro. Tocó algo que no hizo ruido, pero al parecer el animal lo escuchó. El perro – ¿o era una perra?- se tumbó al instante, jadeando contento como si hubiera realizado bien un trabajo.
– Excelente, Pearl -dijo Pears al odioso animal-. Buena perra. ¿Una recompensa? -Pearl movió la cola.
– ¿Tiene que hacer eso? -dijo Barbara.
– Es porque se asusta -contestó el dueño del perro.
– Podría haberla aporreado y hacerle daño.
– Es rápida. La habría atacado ella antes. -Abrió del todo la puerta y dijo-: Al cuenco, Pearl, ya. -La perra entró corriendo, seguramente para esperar junto a su plato la recompensa-. ¿Qué desea? -le preguntó entonces Berkeley Pears a Barbara-. ¿Cómo ha entrado en el edificio? Creía que era la administradora. Estamos decididos a librar una batalla legal por todo esto, e intenta intimidarnos para que no sigamos adelante.
– Soy policía. -Barbara le mostró su placa-. Detective Barbara Havers. ¿Podemos hablar?
– ¿Es por el chico del bosque? Ya les he dicho lo poco que sé.
– Sí. Lo entiendo. Pero un par de oídos más… Nunca se sabe lo que puede surgir.
– Muy bien -dijo-. Pase si tiene que hacerlo. ¿Pearliel -dijo en dirección a la cocina-. Ven, cielo.
La perra salió, con ojos vivarachos y expresión amistosa, como si no hubiera sido una pequeña máquina de matar repugnante hacía tan sólo unos minutos. Saltó a los brazos de su dueño y metió la nariz en el bolsillo del pecho de su camisa de cuadros.
Pears se puso serio y sacó de otro bolsillo la recompensa, que la perra se tragó sin masticar.
Barbara pensó que era indudable que Berkeley Pears era un tipo curioso. Cuando salía de casa, seguramente se ponía zapatos de charol y un abrigo con cuello de terciopelo. Se veían tipos así en el metro de vez en cuando. Llevaban paraguas que utilizaban de bastón, leían el Financial Times como si significara algo para ellos y no alzaban nunca la vista hasta que llegaban a su destino.
Pears la condujo al salón: sofá y dos sillones a juego en su sitio, mesita de café adornada con ejemplares de Country Life y un libro de arte de Treasures of the Uffizi, lámparas modernas con pantallas metálicas colocadas en los ángulos exactos adecuados para la lectura. No había nada fuera de lugar, y Barbara supuso que nada osaba estarlo…, aunque tres manchas amarillentas visibles en la moqueta daban fe de al menos una de las actividades caninas menos salubres de Pearl.
– Entiéndalo, no habría visto nada si no hubiera sido por Pearl -dijo Pears-. Y cualquiera pensaría que me darían las gracias, pero lo único que he oído es que el perro debía irse. Como si los gatos no molestaran -dijo «gatos» como otros decían «cucarachas»-, cuando ese animal del número cinco se pasa día y noche maullando todo el tiempo como si estuvieran ensartándolo en un pincho. Es un siamés. Bueno. ¿Qué se puede esperar? La mujer deja solo al pobre animal durante semanas, mientras que yo no he dejado sola a Pearl más de una hora. Ni una hora, en realidad, pero ¿cuenta eso? No. Ladra una noche, no puedo hacerla callar lo bastante rápido y ya está. Alguien se queja, como si ellos no tuvieran animales ilegalmente, todos ellos; sin embargo, la administradora viene a verme a mí. No se permiten animales. El perro debe irse. Bueno, vamos a plantarles cara hasta el final; sí, señor. Si Pearl se va, yo me voy.
Barbara pensó que eso bien pudo ser el plan maestro. Retomó el hilo de la conversación.
– ¿Qué vio esa noche, señor Pears? ¿Qué pasó?
Pears se sentó en el sofá, donde meció al terrier como si fuera un bebé y le rascó el pecho. Le indicó a Barbara que ocupara el sillón.
– Al principio, pensé que era un robo. Pearl se puso… Sólo puede describirse como histérica. Se puso histérica, simplemente. Yo estaba durmiendo como un tronco, y me despertó y me asustó muchísimo. Estaba lanzándose, créame, no hay otra palabra para describirlo, contra las puertas del balcón y ladraba como no la había oído en mi vida. Así que entenderá por qué…
– ¿Qué hizo?
Pareció un poco avergonzado.
– Yo… Bueno, me armé. Con un cuchillo de trinchar, que era lo único que tenía. Fui hacia las puertas e intenté mirar fuera, pero no había nada. Las abrí; ése fue el problema, porque Pearl salió al balcón y siguió ladrando como una posesa, y no podía cogerla y seguir agarrando el cuchillo, así que todo se demoró un poco.
– ¿Y en el bosque?
– Había una luz. Unos destellos. Es lo único que vi. Aquí. Deje que se lo enseñe.
Al balcón se accedía desde la sala de estar, la gran ventana corredera cubierta por unas persianas. Pears las levantó y abrió la puerta. Pearl saltó de sus brazos hacia el balcón y se puso a ladrar, igual como había descrito su dueño. Los ladridos destrozaban el oído. Barbara entendió por qué los otros vecinos se habían quejado. Un gato no era nada comparado con eso.
Pears cogió el Jack Russell por el hocico. La perra consiguió ladrar de todos modos.
– La luz estaba allí -dijo el hombre-, entre aquellos árboles colina abajo. Tuvo que ser cuando el cadáver… Bueno, ya sabe. Y Pearl lo supo. Lo percibió. Es la única explicación. Pearl, cielo, ya basta.
Pears volvió a entrar en el piso con el perro y esperó a que Barbara hiciera lo mismo. Sin embargo, ella se quedó en el balcón. Vio que el bosque comenzaba a bajar por la colina justo detrás de Walden Lodge, pero era algo que no se sabría mirando el edificio desde la calle. Allí, los árboles crecían en abundancia y ofrecían lo que en otro momento sería una gruesa cortina, pero que justo entonces, en pleno invierno, era un mero sombreado de ramas desnudas. Justo debajo y encima del muro de ladrillo que limitaba la propiedad, los arbustos crecían descontrolados, lo que hacía que acceder al bosque desde Walden Lodge fuera prácticamente imposible. Un asesino habría tenido que abrirse paso a través de todo eso, desde acebos a helechos, para llegar al lugar donde había dejado el cuerpo; ningún asesino que se preciara lo habría intentado, y menos aún un tipo que hasta la fecha había logrado eliminar a seis jóvenes y no dejar prácticamente ninguna prueba cuando se deshacía de los cuerpos. Habría dejado un montón de pistas tras de sí. Y no era el caso.
Barbara se quedó allí pensativa, examinando la escena. Pensó en todo lo que le había dicho Berkeley Pears. Nada de lo que había contado estaba fuera de lugar, pero había un detalle que no acababa de entender.
Volvió a entrar en el piso y cerró la puerta del balcón.
– Alguien oyó una especie de grito después de medianoche que procedía de uno de los pisos. Tenemos esa información gracias a los interrogatorios que realizamos a todos los residentes de este edificio. Usted no lo ha mencionado.
El hombre negó con la cabeza.
– No lo oí.
– ¿Y Pearl?
– ¿Qué?
– Si oyó lo que pasaba en el bosque a esta distancia…
– Yo diría que lo percibió más que lo oyó -la corrigió Pears.
– Bien. Diremos que lo percibió. Pero, entonces, ¿por qué no percibió que pasaba algo en el edificio alrededor de la medianoche cuando alguien gritó?
– Seguramente porque no gritó nadie.
– Sin embargo, alguien lo oyó, alrededor de la medianoche. ¿Qué conclusión saca?
– El deseo de ayudar a la policía, un sueño, un error. Algo que no pasó. Porque si hubiera pasado y hubiera sido algo fuera de lo normal, Pearl habría reaccionado. Por Dios, ya ha visto cómo se ha puesto con usted.
– ¿Siempre reacciona así cuando llaman a la puerta?
– Depende.
– ¿De qué?
– De si conoce o no a la persona que está al otro lado.
– ¿Y si la conoce? ¿Si oye una voz o percibe un olor y los reconoce?
– Entonces no hace nada. Razón por la cual, verá, fue tan insólito que se pusiera a ladrar a las tres cuarenta y cinco de la mañana.
– ¿Porque si no ladra, significa que sabe qué está viendo, oyendo u oliendo?
– Exacto -dijo Pears-. Pero la verdad es que no entiendo qué tiene eso que ver, detective Havers.
– No pasa nada, entra dentro de lo normal, señor Pears -dijo Barbara-. El hecho es que yo sí lo entiendo.