Capítulo 32

– Ponedle en dos ruedas de reconocimiento -fue la frase con la que el detective Stewart recibió al principio la noticia de que Hamish Robson había colaborado en la investigación del asesinato de Davey Benton, pero que se había negado a admitir nada más-. Que lo vean Minshall y Masoud.

Tal como lo veía Barbara, montar dos ruedas de reconocimiento era perder el tiempo, puesto que Barry Minshall ya había identificado tímidamente a Robson a partir de la fotografía que había cogido del piso de su madre. Pero intentó verlo como lo vería el detective Stewart: no como la obsesión por la exageración que había convertido hacía tiempo al detective en un personaje conocido y pesado en Scotland Yard, sino como un temblor de tierra diseñado para poner nervioso a Robson y hacer que admitiera más. El mismo acto de estar en una hilera de hombres y esperar a saber si un testigo invisible te señalaba como autor de un delito ya inquietaba. Tener que pasar por ello dos veces y, por lo tanto, comprender que había otro testigo de sabía Dios qué… Al fin y al cabo, era una gran jugada en realidad, y Barbara tenía que reconocerlo. Así que hizo los preparativos necesarios para que trasladaran a Minshall a la comisaría de Shepherdess Walk y se quedó detrás del espejo mientras el mago señalaba a Robson al instante.

– Es ése. Es el dos-uno-seis-cero -dijo.

– Uno de uno, amigo -dijo Barbara a Robson, para dejarlo en suspense. Luego esperó con impaciencia a que Muwaffaq Masoud lograra llegar de Hayes a la City después de pasarse una eternidad en la línea de Piccadilly. Aunque entendía la estrategia que seguía Stewart, en ese momento habría preferido que la siguiera con otra persona que no fuera ella, por lo que intentó librarse de tener que quedarse en la comisaría de Shepherdess Walk esperando a que llegara Masoud. Iba a decir lo mismo que Minshall, le dijo al detective Stewart, así que ¿no emplearía mejor su tiempo si lo dedicaba a buscar el garaje donde Robson había dejado la furgoneta? Iba a haber una montaña de pruebas contra aquel cabrón cuando encontraran ese garaje, ¿verdad?

– Haz el trabajo que te han asignado, agente -respondió Stewart, tras lo cual regresó sin duda a su lista de quehaceres. Hacer listas se le daba de maravilla al bueno de Stewart. Barbara imaginaba perfectamente cómo comenzaría el día en su casa mientras consultaba el horario que se había hecho para ver a qué hora tenía que lavarse los dientes.

Ella había empezado el día con las noticias matutinas de la televisión. Emitieron lo mejor de la grabación de la cámara de circuito cerrado que habían logrado sacar de una casa cercana a Eaton Terrace, y a eso añadieron una imagen menos definida que habían obtenido de la estación de metro de Sloane Square. La policía buscaba a aquellos individuos para interrogarlos sobre el asalto a Helen Lynley, condesa de Asherton, informaron los presentadores a la audiencia matutina. Se pedía a cualquier persona que reconociera a alguno de ellos que llamara al centro de coordinación de la comisaría de policía de Belgravia Street.

Una vez que los presentadores dijeron el nombre de Helen, siguieron refiriéndose a ella como lady Asherton. Era como si su matrimonio hubiera absorbido la persona que había sido. La quinta vez que los presentadores nombraron su título, Barbara apagó la tele y lanzó el mando a un rincón. Ya no podía aguantarlo más.

A pesar de la hora que era, no tenía hambre. Sabía que era imposible que pudiera enfrentarse a algo que se pareciera siquiera vagamente a un desayuno, pero también sabía que tenía que ingerir algo, así que se obligó a comer una lata de maíz dulce frío, a la que acompañó medio envase de plástico de arroz con leche.

Cuando logró terminárselo, descolgó el teléfono e intentó recibir noticias verdaderas de Helen. No soportaba la idea de hablar con Lynley y tampoco esperaba que estuviera en casa, así que marcó el número de St. James. En esta ocasión consiguió que respondiera una persona de verdad y no un contestador automático. Esa persona era Deborah.

Cuando la tuvo al teléfono, Barbara no supo qué preguntarle exactamente. «¿Cómo está Helen?» era absurdo. «¿Cómo está el bebé?» era igual de malo. «¿Cómo lo lleva el comisario?» era la única pregunta remotamente razonable; pero también era innecesaria, porque no había forma de saber cómo lo llevaría el comisario, sabiendo la decisión a la que se enfrentaba: una humilde propuesta de mantener el cuerpo muerto de su mujer en una cama durante unos meses, suministrándole aire mecánicamente, mientras que su hijo quedaba reducido a… No lo sabían. Sabían que era malo. Pero no sabían hasta qué punto. ¿Podía estarse más cerca del desastre?

– Soy yo. Sólo quería llamar -decidió decirle a Deborah-. ¿Está…? No sé qué preguntar.

– Ha llegado todo el mundo -le dijo Deborah. Hablaba en voz muy baja-. Iris, la hermana mediana de Helen, vive en Estados Unidos, ¿lo sabías? Ha sido la última en llegar. Llegó anoche, por fin. Lo ha pasado fatal para salir de Montana: ha nevado mucho allí. Todo el mundo se queda en el hospital, en una pequeña habitación que han acondicionado. No está lejos de la suya. Entran y salen. Nadie quiere dejarla sola.

Se refería a Helen, por supuesto. Nadie quería que Helen se quedara sola. Para todos ellos, era un velatorio prolongado. Barbara se preguntó cómo podía alguien tomar esa decisión. Pero no podía preguntar.

– ¿Ha hablado con alguien? -dijo-. Un cura, un pastor, un rabino, un… No lo sé, ¿con alguien?

Hubo un silencio. Barbara pensó que quizá se había entrometido demasiado. Pero al final Deborah volvió a hablar, y su tono había adoptado una tensión tan prudente que Barbara supo que estaba llorando.

– Simón ha estado con él. Daze, su madre, también está allí. Se supone que hoy llega un especialista, alguien de Francia, creo, o quizá de Italia; la verdad es que no me acuerdo.

– ¿Un especialista? ¿De qué?

– De neurología neonatal, o algo así. Daphne lo ha pedido.

Dice que si hay la más mínima posibilidad de que el bebé no haya sufrido daños… Está llevando todo esto muy mal. Así que ha pensado que un experto en el cerebro de los bebés…

– Pero Deborah, ¿cómo va ayudarle eso a sobrellevarlo? Lynley necesita a alguien que le ayude a enfrentarse a lo que está viviendo.

Deborah bajó la voz.

– Ya lo sé. -Soltó una risa rota-. Es exactamente lo que odiaba Helen, ¿sabes? Seguir al pie del cañón. Guardar la compostura y seguir adelante. Prohibido gimotear. Lo odiaba, Barbara. Preferiría que se pusiera a gritar desde un tejado. Al menos, eso es real, diría.

Barbara notó que se le hacía un nudo en la garganta. No podía seguir hablando, así que dijo:

– Si lo ves, le dirás que… -«¿Qué? ¿Que pienso en él? ¿Que rezo por él? ¿Que cumplo con las formalidades para poner fin a todo esto cuando sé que para él no ha hecho más que empezar? ¿Cuál es el mensaje, exactamente?»

No tendría que haberse preocupado.

– Se lo diré -dijo Deborah.

De camino al coche, Barbara vio que Azhar la observaba sombríamente desde las cristaleras de su piso. Levantó la mano, pero no quiso pararse, ni siquiera cuando la carita solemne de Hadiyyah apareció a su lado y Azhar pasó el brazo por sus hombros delgados. El amor paternofilial era demasiado grande en aquel momento. Barbara parpadeó para borrar la imagen.

Cuando Muwaffaq Masoud por fin llegó a la comisaría de Shepherdess Walk horas después, Barbara lo reconoció sobre todo por la confusión e inquietud que mostraba. Se encontró con él en recepción, se presentó y le dio las gracias por haberse desplazado hasta allí para ayudarles con la investigación. El hombre se mesó la barba inconscientemente -Barbara acabaría percibiendo que repetía mucho aquel gesto- y se limpió las gafas cuando lo llevó a la sala desde la que iba a ver la hilera de hombres.

Masoud los observó atentamente y sin prisas. Se dieron la vuelta, uno por uno. Pidió que tres de ellos dieran un paso al frente -Robson fue uno de ellos- y los miró un rato más. Al fin, negó con la cabeza.

– El señor del medio se parece -dijo, y Barbara sintió un arrebato de satisfacción, puesto que había señalado a Robson. Sin embargo, la satisfacción murió cuando siguió hablando-. Pero debo decir que es un parecido basado sólo en la forma de la cabeza y el tipo de cuerpo, robusto. El hombre al que le vendí la furgoneta era mayor, creo. Era calvo. Y no llevaba perilla.

– Intente imaginárselo sin ella -dijo Barbara. No añadió que Robson podría haberse afeitado el pelo ralo antes de ir a Hayes a comprar la furgoneta.

Masoud intentó hacer lo que le pedía, pero no varió su conclusión. No podía afirmar con seguridad que el hombre al que miraba fuera el mismo que le había comprado la furgoneta en verano. Lo sentía muchísimo. Deseaba sinceramente ser de ayuda.

Barbara llevó aquella noticia a New Scotland Yard. Le hizo un breve informe a Stewart. Minshall decía que sí; Masoud, que no. Tenían que encontrar esa maldita furgoneta.

Stewart negó con la cabeza. Estaba repasando el informe de alguien -lápiz rojo en mano, como un maestro frustrado- y lo lanzó a la mesa antes de hablar

– Ha resultado que esa línea es imposible -dijo.

– ¿Por qué? -preguntó Barbara.

– Robson dice la verdad.

Barbara lo miró boquiabierto.

– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a la imitación, agente. A la i-mi-ta-ción. Mató al chico y lo preparó todo para que pareciera que era uno de los otros asesinatos.

– ¿Será posible? -dijo y, totalmente frustrada, se pasó la mano por el pelo-. Acabo de pasarme cuatro malditas horas poniendo a este tipo en ruedas de reconocimiento. ¿Le importaría decirme por qué me ha hecho perder el tiempo así si sabía…? -No pudo ni acabar.

– Por Dios, Havers -dijo el detective con su finura habitual-. No te subas por las paredes, ¿vale? Nadie te está ocultando ningún secreto. St. James acaba de llamarnos con los detalles. Le había dicho a Tommy que era probable, nada más. Luego dispararon a Helen, y Tommy no nos comunicó la información.

– ¿Qué información?

– Las diferencias que reveló el examen post mórtem.

– Pero siempre hemos sabido que había diferencias: la estrangulación manual, la ausencia de pistola eléctrica, la violación. El propio Robson señaló que las cosas se intensifican cuando…

– El chico llevaba horas sin comer, agente, y no había rastro de aceite de ámbar gris en su cuerpo.

– Podría haber una explicación a…

– Todos los otros chicos habían comido como mucho una hora antes de morir. Todos los otros chicos ingirieron exactamente lo mismo: ternera y un poco de pan; como si fuera una especie de Ultima Cena, joder. Eso Robson no lo sabía, y tampoco sabía lo del aceite de ámbar gris. Lo que le hizo a Davey Benton se basaba en lo que sabía del crimen, que era superficial: lo que vio en el informe preliminar y en las fotografías de la escena. Eso es todo.

– ¿Me está diciendo que Minshall no tuvo nada que ver…? ¿Que Robson no tuvo nada…?

– Son responsables de lo que le pasó a Davey Benton. Fin de la historia.

Barbara se dejó caer pesadamente en una silla. A su alrededor, el centro de coordinación estaba en silencio. Era obvio que todo el mundo sabía que acababan de meterse de cabeza en un callejón sin salida.

– ¿Dónde nos deja eso? -preguntó.

– Otra vez a las coartadas, a las comprobaciones de antecedentes, a detenciones anteriores. Otra vez a Elephant and Castle, diría yo.

– Joder, ya hemos…

– Pues volveremos a hacerlo; además de investigar a todos los otros hombres cuyo nombre haya aparecido a lo largo de la investigación. Vamos a mirarlos a todos con lupa. Ponte a trabajar en eso.

Barbara miró a su alrededor.

– ¿Dónde está Winnie? -preguntó.

– En Belgravia -dijo Stewart-. Está examinando más detenidamente las grabaciones de la cámara de circuito cerrado que sacaron de Cadogan Lane.

Nadie dijo por qué, pero nadie tenía que decírselo. Nkata estaba viendo las grabaciones porque era negro y en esas cintas salía un chico mestizo.

«Dios santo, qué poco sutiles son -pensó Barbara-. Echa un vistazo a estas imágenes del asesino, Winnie. Ya sabes cómo es esto. A nosotros todos nos parecen iguales y, además, si se trata de un tema de bandas… Lo vas captando, ¿verdad?»

Descolgó un teléfono y marcó los números del móvil de Nkata. Cuando éste contestó, oyó voces parloteando de fondo.

– Masoud ha dicho que Robson no es nuestro hombre -le dijo-. Pero supongo que ya te han puesto al corriente.

– No lo sabía nadie hasta que St. James ha llamado a Stewart, Barb. Ha sido… ¿Serían las once de la mañana? No ha sido nada personal.

– Me conoces demasiado bien.

– Bueno, yo debo pasar por lo mismo.

– ¿Cómo te va? ¿Qué esperan que puedas decirles?

– ¿Al ver las cintas? No creo que lo sepan. Lo están intentando todo en este momento. Yo sólo soy una fuente más.

– ¿Y?

– Nada de nada. El chico es mestizo. Principalmente blanco, un poco negro y otra raza más, no sé cuál. Pero el otro tipo de la foto podría ser cualquiera. Sabía lo que estaba haciendo. Se cubrió, dio la espalda a la cámara.

– Bueno, eso sí que es emplear bien el tiempo, ¿verdad?

– No puedo culparles, Barb. Hacen lo que pueden. Pero tienen una pista aceptable. Cuando has llamado, no hacía ni cinco minutos que la conocían. Ha llegado por teléfono.

– ¿Qué es? ¿De dónde viene?

– De West Kilburn. La comisaría de Harrow Road tiene un soplón en el barrio en el que confían a menudo, un tío negro con mucha reputación en la calle y un carácter chungo, así que nadie se mete con él. Según Harrow Road, este tipo vio las fotos en el periódico de la cámara de circuito cerrado y les ha llamado y les ha dado un nombre. Podría no ser nada, pero en Harrow Road piensan que vale la pena investigarlo. Dicen que es posible que tengamos al tipo que disparó.

– ¿Quién es?

– No tengo el nombre. Los de Harrow Road irán a recogerlo para interrogarlo. Pero si es él, se derrumbará. No me cabe la menor duda. Hablará.

– ¿Por qué? ¿Cómo pueden estar tan seguros?

– Porque tiene doce años. Y no es la primera vez que se mete en líos.

St. James le dio la noticia a Lynley. En esta ocasión no se vieron en el pasillo, sino en la pequeña habitación que la familia ocupaba desde lo que a Lynley le parecieron meses. Los padres de Helen se habían dejado convencer y se habían marchado en compañía de Cybil y Daphne a un piso que tenían en Onslow Square, donde en su día había vivido la propia Helen. Penelope había regresado a Cambridge para ver cómo estaban su marido y sus tres hijos. La familia de Lynley también estaba tomándose unas horas para descansar y cambiar de aires en Eaton Terrace. Su madre le había llamado al llegar para decirle:

– Tommy ¿qué hacemos con las flores? Hay montones de ramos en el porche de la entrada, y una alfombra que baja por los peldaños y llega a la acera. -No tenía ninguna sugerencia. Vio que las muestras de pésame no le conmovían.

Sólo se quedó Iris, la incondicional Iris, la menos Clyde de todas las hermanas Clyde. No había ni rastro de elegancia en ella, llevaba el pelo largo y un práctico recogido con horquillas en forma de herradura. No iba maquillada y tenía el cutis surcado de arrugas por el efecto del sol.

Había llorado la primera vez que había visto a su hermana menor.

– Se supone que aquí no pasan estas cosas, maldita sea -había dicho con fiereza.

Lynley había entendido que se refería a la violencia y la muerte provocada por un arma. Aquellas cosas pasaban en Estados Unidos, no en Inglaterra. ¿Qué le estaba pasando a la Inglaterra que conocía?

Llevaba demasiado tiempo fuera, quiso decirle él. La Inglaterra que ella conocía llevaba años muerta.

Había pasado horas sentada al lado de Helen antes de volver a hablar y, entonces, fue para decirle en voz baja:

– No está aquí, ¿verdad?

– No. No está aquí -asintió Lynley. Porque el espíritu de Helen se había marchado del todo, se había trasladado a la siguiente fase de la existencia, o lo que fuera. Lo que quedaba era sólo la morada de ese espíritu, cuya putrefacción impedía el milagro cuestionable de la medicina moderna.

Cuando llegó St. James, Lynley lo llevó a la sala de espera y dejó a Iris con Helen. Escuchó las noticias sobre la policía de Harrow Road y su soplón, pero sólo asimiló una información: «problemas anteriores con la ley».

– ¿Qué clase de problemas, Simón? -preguntó.

– Incendios provocados y tirones de bolsos, según Menores. Le asignaron una trabajadora social que intentó orientar a la familia durante un tiempo. He hablado con ella.

– ¿Y?

– No hay mucho, me temo. Tiene una hermana mayor que realiza servicios a la comunidad por asalto con robo, y un hermano menor del que nadie sabe demasiado. Viven todos con una tía y el novio de ésta en un piso de protección oficial. Es lo único que sé.

– Menores -dijo Lynley-. Entonces tiene una asistente social.

St. James asintió. Su mirada siguió clavada en Lynley, y éste notó que estaba examinándolo, evaluándolo mientras él también unía los hechos como si fueran hilos de una telaraña cuyo centro era siempre el mismo.

– Adolescentes en situación de riesgo -dijo Lynley-. Coloso.

– No te tortures.

Soltó una risa funesta.

– Créeme, no me hace falta. Ya se encarga de hacerlo la verdad.

Para Ulrike, dadas las circunstancias actuales, no había dos palabras más inquietantes que «investigación interna». Que el consejo de administración pensara recabar información sobre rila ya era malo. Que pensara hacerlo con entrevistas y revisiones era peor. Tenía enemigos en abundancia en Coloso, y tres de ellos iban a estar encantados de aprovechar la oportunidad de arrojar unos cuantos tomates contra la imagen que había intentado construirse de sí misma.

Neil Greenham encabezaba la lista. Seguramente llevaba meses almacenando pequeñas granadas podridas de información, esperando el momento adecuado de lanzarlas. Neil estaba peleando por hacerse con el control total de Coloso, y Ulrike no se había percatado de ello hasta el último suceso: la aparición de Bensley y Richi en su despacho. Neil nunca había sido un jugador de equipo, por supuesto – ¡pero si había perdido su trabajo de profesor en una situación en la que el Gobierno pedía más maestros, por favor!-, y si bien siempre había sido una especie de bandera roja que Ulrike admitía que debió ver en su momento, eso no era nada comparado con el lado insidioso de Neil, que se había revelado con la inesperada llegada a Elephant and Castle de dos de los miembros del consejo, por no hablar de las preguntas que habían formulado. Así que Neil iba a deleitarse con la oportunidad de alquitranarla con un cepillo que sin duda había estado mojando en brea desde la primera vez que Ulrike lo había mirado de reojo.

Luego estaba Jack. Todo eso de «lo que había estado pensando sobre Jack». Sin embargo, los errores que había cometido con él no tenían nada que ver con haber ido a hablar con su tía arrendadora. Tenían más que ver con darle un puesto remunerado en Coloso. Oh sí, se suponía que ésa era la gran teoría de la organización: reforzar el sentido del yo de los malhechores hasta que no tuvieran que hacer más mal. Pero había olvidado por el camino un conocimiento crítico que siempre había tenido con los individuos como Jack. No se tomaban bien que los demás sospecharan de ellos, y eran especialmente desagradables cuando tenían la idea, aunque ésta fuera equivocada, de que alguien les había delatado o se planteaba hacerlo. Por tanto, Jack buscaría vengarse y lo conseguiría. No sería capaz de estudiar la situación hasta el punto de comprender que si facilitaba la muerte de Ulrike, podría salirle el tiro por la culata cuando en Coloso le encontraran un sustituto.

Griff Strong, por otro lado, lo comprendía demasiado bien. Haría todo lo posible por conservar su puesto en la organización, y si eso significaba acusar, en apariencia a regañadientes, de acoso sexual a su jefa, que no podía dejar de tocar su cuerpo casado aunque delicioso e indeciso, pues eso es lo que haría. Así que aquello que Neil Greenham plantaba en las mentes del consejo de administración y Jack Veness regaba, Griff iba a cultivarlo. También llevaría ese maldito jersey grueso de lana a la entrevista. Si se decía algo, haría una lista de las razones de por qué había llegado a una situación de sálvese quién pueda. Arabella y Tatiana encabezarían esa lista. «Rike, sabes que tengo responsabilidades personales. Siempre lo has sabido.»

La única persona que Ulrike creyó que podría apoyarla era Robbie Kilfoyle, y sólo porque como voluntario y trabajador no remunerado tendría que tener cuidado cuando lo entrevistaran. Tendría que caminar en la cuerda floja de la neutralidad porque no tenía otra forma de proteger su futuro y avanzar en la dirección que deseaba, que era un trabajo remunerado. No querría repartir sandwiches toda la vida, ¿verdad? Pero el bueno de Rob tenía que haberse posicionado. Tenía que verse como un jugador de su equipo, y del de nadie más.

Fue a buscarlo. Era tarde. No miró la hora, pero la oscuridad que había fuera y lo vacío que estaba el edificio le dijeron que eran más de las seis y seguramente casi las ocho. Robbie se quedaba a menudo trabajando hasta tarde, guardando las cosas en su sitio. Había muchas probabilidades de que aún estuviera en algún lado; pero si no, estaba decidida a localizarlo.

Sin embargo, no lo encontró en el edificio. El cuarto del material estaba compulsivamente ordenado -Ulrike pensó que tendría que felicitar a Rob cuando lo viera-, y podría haberse realizado una operación en la cocina de prácticas, de lo limpia que estaba. También se había ocupado del aula de informática, así como de la sala de orientación. La marca cuidadosa de Rob estaba por todas partes.

La razón le decía a Ulrike que esperara a la tarde siguiente para hablar con Robbie. Aparecería sobre las dos y media, como siempre; entonces podría darle las gracias y forjar un vínculo con él. Pero la ansiedad le sugería que lo comenzara a forjar ya, así que buscó el número de Rob y llamó a su casa. Si no estaba allí, suponía que podría dejarle un mensaje a su padre.

Pero el teléfono sonó y sonó. Ulrike se quedó escuchando un par de minutos antes de colgar y recurrir al plan B.

Estaba dejándose llevar por el instinto, por supuesto, y lo sabía. Pero la parte de ella que le decía: «Relájate, vete a casa, date un baño, tómate una copa de vino, puedes hacerlo mañana» quedó enmudecida por la parte de ella que le gritaba que el tiempo volaba y que las maquinaciones de sus enemigos estaban muy avanzadas. Además, parecía que los nervios que tuvo casi todo el día en el estómago le habían subido a los pulmones. No podría volver a respirar, comer o dormir tranquilamente hasta que hiciera algo para alterar aquella situación.

Y, de todos modos, ella era una persona emprendedora, ¿no? Nunca se había quedado sentada esperando a que pasaran las cosas.

En este caso, eso significaba acorralar a Rob Kilfoyle para que estuviera dispuesto a ponerse de su parte. El único modo de asegurarse de ello era subirse a la bicicleta y encontrarlo.

En cuanto tuvo en la mano la dirección de Rob, necesitó consultar el callejero para completar la primera parte de su plan, puesto que no tenía ni idea de dónde estaba Granville Square. La encontró escondida al este de King's Cross Road. Era una ventaja, sin duda. Sólo tenía que subir hasta el puente de Blackfriars, cruzar el río y seguir hacia el norte. Era fácil, y esa facilidad le dijo que aquel viaje a Granville Square estaba escrito.

Cuando salió fuera y se montó en la bicicleta, vio que era más tarde de lo que había pensado. El tráfico de los trabajadores de la periferia hacía tiempo que había disminuido, así que subir por Farringdon Street, e incluso estar en las inmediaciones de Ludgate Circus, no la atemorizó tanto como había pensado.

Llegó a buen ritmo a Granville Square, rodeada por los cuatro costados por casas adosadas de estilo georgiano sencillo en diversos estadios de deterioro y reforma, típicos de tantos barrios de Londres. En el centro de la plaza estaba el omnipresente trozo de naturaleza, sólo que éste no estaba vallado, ni cerrado, ni reservado previo pago a los residentes de las casas cercanas, sino abierto a cualquiera que quisiera pasear, leer, jugar con el perro o ver a los niños correr por la minúscula zona de recreo que había a un lado. La casa de Rob Kilfoyle estaba delante de esa zona de recreo. Estaba oscura como una cueva, pero Ulrike aparcó la bicicleta junto a la verja y subió las escaleras. Quizás estaba en la parte de atrás y, ahora que ya había ido hasta allí, no iba a marcharse sin intentar hacerle salir de allí si se encontraba dentro.

Llamó, pero no obtuvo respuesta. Tocó el timbre. Intentó mirar por las ventanas delanteras, pero tuvo que resignarse a admitir que, aparte de permitirle hacer ejercicio, haber cruzado la ciudad hasta la frontera de Saint Paneras e Islington había sido una pérdida de tiempo.

– Rob no está en casa -afirmó una voz femenina detrás de ella-; aunque no me sorprende, pobre.

Ulrike se dio la vuelta. Una mujer la miraba desde la acera. Parecía un tonel y sujetaba la correa de un bulldog inglés de tamaño similar que resollaba. Ulrike bajó las escaleras para acercarse.

– ¿No sabría por casualidad dónde está? -Se presentó y dijo que era su jefa.

– ¿Es la mujer de los sandwiches? Señorita Sylvia Puccini. Ninguna relación con el compositor, por cierto. Vivo tres casas más abajo. Conozco a Rob desde chiquitito.

– Soy la otra jefa de Robbie -dijo Ulrike-. De Coloso.

– No sabía que tenía otra jefa -dijo la señora Puccini, mirándola atentamente-. ¿De dónde ha dicho?

– De Coloso. Somos un programa de ayuda a la comunidad para adolescentes en situación de riesgo. Robbie no es estrictamente un empleado, supongo. Hace de voluntario por las tardes, después de repartir los sandwiches. Pero lo consideramos uno de los nuestros igualmente.

– No me lo ha comentado nunca.

– ¿Está muy unida a él?

– ¿Por qué lo pregunta?

La señora Puccini parecía desconfiar, y Ulrike percibió que podrían adentrarse fácilmente en el territorio de Mary Alice Atkins-Ward si seguía por ese camino.

– Por nada en especial -dijo sonriendo-. Creía que lo estaría, ya que lo conoce desde hace tanto tiempo… como una segunda madre o algo así.

– Hum. Sí, pobre Charlene. Que Dios dé descanso a su alma atormentada. Tenía alzheimer, pero supongo que Rob ya se lo habrá contado. Falleció el invierno pasado, la pobre. Al final, no reconocía ni a su propio hijo. No conocía a nadie en realidad. Y luego, su padre. Estos últimos años no han sido tiempos fáciles para Rob.

Ulrike frunció el ceño.

– ¿Su padre?

– Se desplomó. Ocurrió en septiembre. Se iba a trabajar como siempre y se desplomó de repente. Se cayó ahí mismo, en las escaleras de Gwynne Place. -Señaló el extremo suroeste de la plaza-. Murió antes de tocar el suelo.

– ¿Murió? -preguntó Ulrike-. No sabía que el padre de Rob también hubiera… ¿Está muerto? ¿Seguro?

A la luz de una farola, la señora Puccini la miró de un modo que indicaba lo extraña que le parecía aquella pregunta.

– Si no lo está, querida, nos quedamos allí viendo cómo incineraban a otra persona. Y no es muy probable, ¿verdad?

No, Ulrike tenía que reconocerlo, no lo era en absoluto.

– Supongo que es porque… -dijo Ulrike-. Verá, Rob nunca ha comentado que su padre falleciera. -«Más bien al contrario», pensó para sí.

– Bueno, supongo que no. No puedo decir que Rob sea de los que va buscando la compasión de los demás, por muy mal que estuviera por la muerte de su padre. Vic era de los que no soportaban a los lloricas, y ya sabe lo que dicen: de tal palo tal astilla. Pero no se equivoque, querida. Ese chico sufrió mucho cuando vio que se quedaba solo.

– ¿No tiene más familia?

– Tiene una hermana en alguna parte, mucho mayor que él, pero se marchó hace años y ni siquiera asistió al funeral. Está casada y tiene hijos. Vive en Australia o quién sabe dónde. Que yo sepa, no ha dado señales de vida desde los dieciocho. -Entonces, la señora Puccini miró a Ulrike con mayor intensidad, como si la evaluara. Cuando volvió a hablar, quedó claro por qué-. Por otro lado, querida, entre usted y yo, y Trixie -dijo sacudiendo la correa del perro, gesto que el animal pareció tomar como una señal para reanudar la marcha, porque se levantó después de haber estado sentada a los tobillos de la señora Puccini-, no era un tipo muy agradable.

– El padre de Rob.

– Sí. Fue espantoso que muriera así, cierto, pero no se le rompió el corazón a mucha gente en este barrio, si quiere saberlo.

Ulrike oyó estas palabras, pero aún intentaba procesar la primera parte de la información: que, en realidad, el padre de Robbie Kilfoyle estaba muerto. Estaba comparándolo con lo que Rob le había dicho hacía poco… Sky Televisión, ¿verdad? ¿Un programa llamado Navegantes?

– Ojalá me lo hubiera contado. Hablar ayuda -fue lo único que le dijo a la señora Puccini.

– Bueno, supongo que sí hablará. -Incomprensiblemente, la señora Puccini volvió a señalar las escaleras de Gwynne Place con la cabeza-. Pagando siempre se encuentra un oído amigo.

– ¿Pagando? -Un oído amigo a cambio de pago sugería dos posibilidades: o prostitución, que parecía tanto el estilo de Rob como un atraco a mano armada; o psicoterapia, lo cual parecía igual de improbable.

Pareció que la señora Puccini sabía lo que estaba pensando, porque soltó una carcajada antes de explicarse.

– El hotel -dijo-, al pie de las escaleras. La mayoría de las noches va al bar de allí. Supongo que ahora estará allí.

Ulrike comprobó que así era cuando le dio las buenas noches a la señora Puccini y a Trixie y cruzó la plaza para bajar las escaleras. Vio que conducían a un edificio sencillo e inequívocamente de posguerra, entregado a unos ladrillos color chocolate y una mínima decoración exterior. Sin embargo, dentro se vanagloriaba de contar con un vestíbulo art déco de imitación, las paredes cubiertas de cuadros que retrataban hombres y mujeres adinerados que holgazaneaban o se divertían en el periodo de entreguerras.

En un extremo de este vestíbulo, una puerta marcaba la entrada al bar Othello. A Ulrike le pareció extraño que Robbie, o cualquier otra persona del barrio, escogiera ir a beber a un hotel antes que a un pub cercano; pero decidió que el bar Othello poseía una cualidad para recomendarlo, al menos esta noche: no había prácticamente nadie. Si Robbie quería hincharle la cabeza al comprensivo barman, el hombre estaba totalmente disponible. Además, había taburetes en la barra, otra característica que hacía que el Othello tal vez fuera más acogedor que el pub de la esquina.

Robbie Kilfoyle estaba sentado en uno de los taburetes. Dos mesas estaban ocupadas por hombres de negocios que, mientras consumían cerveza, trabajaban en sus portátiles; en otra mesa había tres mujeres que, por sus enormes traseros, deportivas blancas y la bebida que habían elegido para aquella hora de la noche -vino blanco-, parecían turistas estadounidenses. Por lo demás, el bar estaba vacío. De los altavoces del techo salía música de los años treinta.

Ulrike se sentó en un taburete al lado de Robbie. El miró en su dirección una vez, y luego volvió a mirarla cuando se percató de quién era. Abrió mucho los ojos.

– Hola -dijo Ulrike-. Uno de tus vecinos me ha dicho que quizás estabas aquí.

– Ulrike, vaya -dijo Rob, y miró a su alrededor como para ver si la acompañaba alguien.

Ulrike se fijó en que llevaba una jersey negro ajustado que le marcaba el físico, algo que no hacía la camisa blanca perfectamente planchada que llevaba siempre. Se preguntó si no habría recibido lecciones de Griff. Tenía un cuerpo bastante bonito.

El barman oyó la exclamación de Rob y se acercó a tomarle nota. Ulrike pidió un brandy y, cuando el barman fue a buscárselo, le dijo a Rob que la señora Puccini le había sugerido que mirara allí.

– Me ha dicho que venías aquí a menudo desde que murió tu padre -añadió Ulrike.

Robbie apartó la vista y luego volvió a mirarla. No intentó confundirla, y Ulrike tuvo que admirarlo por aquello.

– No quise contártelo -dijo-. Que había muerto. No sabía cómo decírtelo. Me pareció que sería como… -Parecía que pensaba en ello mientras giraba la pinta de cerveza entre las manos-. Habría sido como pedir un trato especial; como esperar que alguien me compadeciera y, por consiguiente, me diera algo.

– ¿Qué te hizo pensar eso? -preguntó Ulrike-. Espero que en Coloso nadie haya hecho algo que te hiciera sentir que no tenías amigos en los que confiar.

– No, no -dijo-. No pienso eso. Supongo que no estaba preparado para hablar de ello.

– ¿Y ahora?

Ulrike vio que tenía la oportunidad de forjar un vínculo de lealtad con Robbie. Si bien tenía mayores preocupaciones que la muerte de un hombre ocurrida seis meses atrás -un hombre al que ni siquiera había visto nunca-, quería que Robbie supiera que tenía una amiga en Coloso y que esa amiga estaba sentada a su lado en el bar Othello.

– ¿Si estoy preparado para hablar de ello?

– Sí.

Negó con la cabeza.

– La verdad es que no.

– ¿Te resulta doloroso?

Rob la miró.

– ¿Por qué dices eso?

– Es evidente. Al parecer, estabais muy unidos. Vivíais juntos, después de todo. Debíais pasar juntos mucho tiempo. Recuerdo que me dijiste que veíais la tele… -Se detuvo, interrumpió sus palabras al darse cuenta. Giró el vaso de brandy despacio y se obligó a terminárselo-. Veías la tele con él. Me dijiste que veías la tele con él.

– Y así era -contestó-. Mi padre era un cabrón cuando tenía el día, pero nunca se metía con nadie si estaba puesta la tele. Creo que lo hipnotizaba. Así que cuando estábamos juntos, sobre todo después de que al fin ingresaran a mi madre en el hospital, encendía la tele para que me dejara en paz. Supongo que la fuerza de la costumbre hizo que te dijera que veía la tele con él. La verdad es que era lo único que hacíamos juntos. -Se acabó la cerveza-. ¿Por qué has venido? -le preguntó.

¿Por qué había ido? De repente, no le pareció importante. Repasó temas para encontrar alguno que fuera creíble e inofensivo a la vez.

– Para darte las gracias, en realidad.

– ¿Por qué?

– Haces tanto en Coloso… A veces no te lo reconocemos suficiente.

– ¿Has venido aquí a decirme eso?

Pareció que Robbie no la creía, como le hubiera pasado a cualquier persona razonable.

Ulrike sabía que pisaba terreno peligroso, así que decidió que lo más inteligente era optar por la verdad.

– Hay más, en realidad. Me están… bueno… investigando, Rob. Así que estoy viendo qué amigos tengo. Te habrás enterado.

– ¿De qué? ¿De qué amigos tienes?

– De que me están investigando.

– Sé que ha venido la poli.

– No me refiero a esa investigación.

– Entonces, ¿a qué?

– El consejo de administración está examinando mi trabajo como directora de Coloso. Sabrás que hoy han pasado por el centro.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué qué?

– ¿Por qué debería saberlo? Yo no soy nadie allí. Soy el menos importante y el último al que se informa.

Lo dijo con indiferencia, pero Ulrike vio que estaba… ¿frustrado, resentido, enfadado? ¿Por qué no había visto aquello antes? ¿Y qué se suponía que debía hacer ahora al respecto, aparte de disculparse, hacerle una promesa vaga sobre que las cosas en Coloso iban a cambiar y largarse?

– Voy a intentar cambiar eso, Rob -le dijo.

– Si me pongo de tu parte en el conflicto que se avecina.

– No estoy diciendo que…

– No pasa nada. -Robbie apartó el vaso de pinta y, cuando el barman le ofreció otra, dijo que no con la cabeza. Pagó su cuenta y la de Ulrike y dijo-: Entiendo que es un juego. Capto cómo funciona todo. No soy estúpido.

– No pretendía insinuar que lo fueras.

– No me he ofendido. Haces lo que tienes que hacer. -Se bajó del taburete-. ¿Cómo has venido? -le preguntó-. No habrás venido en bici, ¿no?

Le dijo que sí. Se acabó la bebida.

– Será mejor que me vaya -le dijo.

– Es tarde. Te llevo a casa -dijo Rob.

– ¿Me llevas? Creía que también ibas en bici.

– A trabajar. Si no, no -contestó-. Me quedé con la furgoneta de papá cuando murió en verano. El pobre se compró una autocaravana para cuando se jubilara, y cayó muerto la semana siguiente. No llegó a utilizarla nunca. Vamos. Podemos meter la bici dentro. Ya lo he hecho antes.

– Gracias, pero no hace falta, en serio. Para ti es una molestia y…

– No seas estúpida. No es ninguna molestia. -La cogió del brazo-. Buenas noches, Dan -le dijo al barman, y condujo a Ulrike no a la puerta por la que había entrado, sino a un pasillo que vio que llevaba a los baños y, más adelante, a la cocina, en la que entraron. Sólo quedaba un cocinero.

– Rob -dijo el hombre, saludándolo con la cabeza cuando pasaron.

Ulrike vio que había otra salida, una ruta de escape para los empleados de la cocina si se producía un incendio, y ésa fue la puerta que eligió Robbie. Daba a un aparcamiento estrecho detrás del hotel, encajonado entre el propio edificio, por un lado, y una cuesta encima de la cual estaba Granville Square, por el otro.

En un rincón oscuro y alejado del aparcamiento, esperaba una furgoneta. Era vieja e inofensiva, y zonas oxidadas teñían las letras blancas despintadas del lateral.

– La bici -dijo Ulrike.

– ¿Está arriba en la plaza? Lo arreglaremos. Sube. Iremos a recogerla.

Ulrike echó un vistazo al aparcamiento. La iluminación era tenue, y estaba desierto. Miró a Robbie, que le sonrió. Pensó en Coloso y en lo mucho que había trabajado y en todo lo que quedaría destruido si la obligaban a entregárselo a otra persona. A alguien como Neil. A alguien como Griff. A cualquiera, en realidad.

Decidió que algunas situaciones necesitaban un salto de fe. Esa era una de ellas.

En la furgoneta, Robbie le abrió la puerta. Ulrike subió, y él cerró. Buscó el cinturón, pero no lo encontró por encima de su hombro. Cuando Robbie se sentó a su lado y vio que estaba buscando, puso en marcha la furgoneta y le dijo:

– Vaya, lo siento. Es un poco complicado. Está más debajo de lo normal. Tengo una linterna por aquí, en algún sitio. Deja que te dé luz.

Hurgó en el suelo bajo el asiento. Ulrike vio que sacaba una linterna.

– A ver si -dijo, y ella se volvió una vez más para coger el cinturón.

Después de eso, todo pasó en menos de cinco segundos. Esperó a que se encendiera la luz de la linterna.

– ¿Rob? -dijo, y entonces notó la descarga que le recorrió el cuerpo. Le costaba respirar.

El primer espasmo la debilitó. El segundo la dejó seminconsciente. El tercero hizo que se tambaleara y la sumió en la oscuridad.

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