Fu tuvo cuidado con el relicario. Lo llevaba delante de él como un sacerdote con un cáliz y lo dejó sobre la mesa. Quitó la tapa con suavidad. Un olor vagamente putrefacto flotó en el aire, pero le pareció que el aroma no le molestaba tanto como la primera vez. El perfume a decadencia pronto se evaporaría. Pero el logro estaría allí para siempre.
Miró las reliquias, satisfecho. Ahora tenía dos, acurrucadas como caracolas en una nube de lluvia. Con una sacudida mínima, la nube se la tragó, y ahí radicaba la belleza del lugar donde las había colocado. Las reliquias habían desaparecido, pero seguían allí, como algo oculto en el altar de una iglesia. De hecho, la actividad de mover con reverencia el relicario de un sitio a otro era, en efecto, igual que estar en una iglesia, pero sin las restricciones sociales que imponía a los miembros de la congregación el hecho de ir a ello.
«Siéntate erguido. Deja de moverte. ¿Necesitas que te dé una lección de buenos modales? Cuando te digan que te arrodilles, te arrodillas, chico. Junta las palmas de las manos. Maldita sea. Reza.»
Fu parpadeó. La voz. A la vez distante y presente, diciéndole que un gusano se había colado en su cabeza. Por la oreja y hasta el cerebro. Había sido muy poco cuidadoso y, al pensar en la iglesia, al fin le había abierto la puerta. Primero, una risita. Luego una carcajada descarada. Luego el eco de «Reza, reza y reza»…
Y: «Por fin buscas trabajo, ¿no? ¿Dónde esperas encontrar uno, estúpido? Apártate, Charlene, o ¿quieres cobrar tú también?».
Eran quejas y quejas. Gritos y gritos. A veces se alargaban durante horas enteras. Pensaba que se había librado del gusano al fin, pero pensar en la iglesia había sido el error.
«Quiero que te largues de esta casa, ¿me oyes? Duerme en un portal si hace falta. ¿O no tienes agallas para eso?»Tú la llevaste allí. Tú te la has cargado.» Fu cerró muy fuerte los ojos. Alargó la mano a ciegas. Sus manos encontraron un objeto y sus dedos tocaron unos botones. Presionó indiscriminadamente hasta que oyó rugir el sonido. Se encontró mirando el televisor, donde una imagen fue enfocándose mientras la voz del gusano desaparecía. Tardó un momento en comprender lo que estaba viendo: el telediario de la mañana le agredía los oídos.
Fu se quedó mirando la pantalla. Las cosas comenzaban a tener sentido. Una periodista con el pelo alborotado por el viento estaba delante de un cordón policial. Detrás de ella, el arco negro del túnel de Shand Street se abría como el maxilar superior del Hades y, en las profundidades de aquella caverna que olía a meados, las luces provisionales iluminaban la parte trasera de un Mazda abandonado.
Fu se relajó contemplando el coche, se relajó y se relajó. Era una pena que hubieran montado el cordón en el extremo sur del túnel, pensó. Desde esa posición, no podía verse el cuerpo. Y se había esforzado mucho para que el mensaje quedara claro: el chico se había condenado a sí mismo, ¿es que no lo veían? No al castigo, del que jamás hubo una esperanza realista de escapar, sino a la liberación. Hasta el final, el chico había protestado y negado todo.
Fu esperó despertarse por la mañana con una sensación de desasosiego, nacida de la negativa del chico a admitir su vergüenza. Cierto, él no había experimentado esa sensación en el momento de su muerte, sino que sintió que por un instante el torno que le agarraba el cerebro se soltaba, cada vez más y más fuerte con cada día que pasaba. Pero supuso que la inquietud volvería más adelante, cuando la claridad y la sinceridad personal le exigieran que evaluara la elección del sujeto. Al despertar, sin embargo, no sintió nada ni remotamente parecido a la intranquilidad, sino que hasta la llegada del gusano, el bienestar continuó envolviéndolo, como la sensación de estar saciado tras una buena comida.
– … No ha hecho pública ninguna información más por el momento -estaba diciendo la reportera muy seria-. Sabemos que hay un cuerpo, hemos oído, y déjenme subrayar que sólo lo hemos oído y no está confirmado, que es el cuerpo de un chico. Sólo nos han dicho que ya ha llegado una brigada de policías de la Met que investigan el último asesinato de Saint George's Gardens. Pero en cuanto a si este último asesinato está relacionado con los anteriores… Tendremos que esperar confirmación.
Mientras hablaba, varias personas salieron del túnel que había a su espalda: polis de paisano, parecía. Una mujer rechoncha de melena corta recibía instrucciones de un policía rubio que llevaba un abrigo que decía «provengo de una buena familia». La mujer asintió con la cabeza una vez y salió del plano, por lo que el policía quedó conversando con un tipo con un anorak color mostaza y otro de hombros cóncavos y con un impermeable arrugado.
«Intentaré conseguir algún dato…», dijo la reportera, y se acercó tanto como pudo al cordón policial. Pero casi todos los periodistas tuvieron la misma idea, y tanto empujón y griterío provocó que nadie obtuviera respuesta a nada. Los policías no les prestaron atención, pero el cámara de la tele cerró el plano de todos modos. Fu vio mejor a sus adversarios. La mujer regordeta no estaba, pero tuvo tiempo de examinar al del abrigo, al del anorak y al del impermeable arrugado. Sabía que podía darles guerra.
– Ya van cinco -murmuró al televisor-. No cambies de canal.
Tenía una taza de té cerca que se había preparado al despertarse y saludó a la televisión con ella antes de dejarla sobre una mesa. A su alrededor, la casa crujió cuando las cañerías suministraron agua a los viejos radiadores para calentar las habitaciones y, en esos crujidos, oyó un anuncio del regreso inminente del gusano.
«Mira esto -le ordenaría mientras señalaba la televisión, donde el policía hablaba de él y de su obra-. Yo dejo el mensaje, y ellos deben interpretarlo. Cada paso está planificado con un detalle exquisito.»
Luego, el estertor detrás de él. Esa señal eterna de la presencia del gusano. Ahora no estaba en su cabeza, sino aquí, en la habitación.
«¿Qué haces, chico?»
Fu no tuvo ni que mirar. La camisa sería blanca como siempre, pero gastada en el cuello y los puños. Los pantalones serían color carbón o marrones, la corbata estaría perfectamente anudada y la chaqueta, abotonada. Se habría limpiado los zapatos, las gafas y también la cabeza calva y redonda.
Otra vez la pregunta: «¿Qué haces?», con la amenaza implícita en el tono.
Fu no contestó puesto que la respuesta era evidente: veía las noticias y vivía cómo se desarrollaba su historia personal. Estaba dejando su marca, y ¿no era eso exactamente lo que le habían ordenado que hiciera?
«Será mejor que me contestes cuando te hable. Te he preguntado qué haces y quiero una respuesta.»
Y entonces: «¿Dónde coño te criaste? Quita esa taza de té de la madera. ¿Quieres sacar brillo a los muebles en tu tiempo libre, ya que tienes tanto?¿En qué piensas, de todos modos? ¿O has perdido la práctica en ese terreno?».
Fu centró la atención en el televisor. Podía esperar a que se diera por vencido. Sabía lo que venía después, porque había cosas que estaban escritas: el salvado en la leche caliente, reblandecido, un vaso de fibra disuelto en zumo, esas oraciones al cielo suplicando un retortijón para no tener que sufrirlo en un lugar público como el baño de chicos del colegio. Y si llegaba el retortijón, una nota triunfante en el calendario que colgaba en la parte de dentro de la puerta del armario. N de «normal», cuando normal era lo último que un gusano podía esperar ser.
Pero esa mañana había algo distinto. Fu sentía su embestida, un jinete salido directamente del Apocalipsis, que decía: «¿Dónde están? ¿Qué demonios has hecho…? Te dije que apartaras tus sucias manos de ella. ¿No te lo dije? ¿No te lo dije explícitamente? Apaga esa maldita tele y mírame cuando te hablo».
Quería el mando. Fu no iba a dárselo.
«¿Me estás desafiando, Charlene? ¿Me estás desafiando?»
¿Y qué si él le desafiaba?, pensó Fu. ¿Y qué si lo hacía ella, o ellos, o él, o todo el mundo? Asombrosamente, vio que no tenía miedo, que ya no se mostraba cauto, que se sentía a gusto, incluso le divertía. El poder del gusano no era nada en comparación con el suyo ahora que por fin lo había asumido, y lo bueno era que el gusano no tenía ni idea de a quién o a qué se enfrentaba. Fu sentía esa presencia en las venas, esa capacidad, esa seguridad y ese saber. Se levantó de la silla y permitió a su cuerpo mostrarse en su plenitud, sin disfraces.
– Lo quería y lo cogí. Fue eso -dijo.
Luego nada. Nada de nada. Era como si el gusano viera el poder de Fu. Percibía un cambio radical.
– Bien -le dijo Fu-. El instinto de supervivencia solía darte muchos puntos por aquí.
Pero el gusano no podía dejarlo en paz del todo, no cuando su forma simplemente de ser había estado durante tanto tiempo arraigada a él de un modo tan absoluto. Así que observó todos los movimientos de Fu y esperó, ansioso, algo que le indicara que era seguro hablar.
Fu puso agua a hervir. Quizá, pensó él, se bebería toda la puta tetera. Y elegiría una mezcla que tuviera un aire vagamente festivo. Examinó las cajas de té del armario. ¿Era pólvora imperial? Demasiado flojo aunque tenía que admitir que el nombre le resultaba atractivo. Se decidió por el preferido de su madre: Lady Grey, con su dejo a fruta.
Y entonces: «¿Qué haces despierto? Antes de las nueve de la mañana desde hace… ¿cuánto tiempo? ¿Cuándo tienes pensado hacer algo útil? Eso es lo que quiero saber realmente».
Fu alzó la vista antes echar una cucharada de Lady Grey en la tetera.
– No lo sabe nadie -dijo-. Ni tú, ni nadie.
«¿Es lo que crees? ¿Das una cuchillada en público y crees que no lo sabe nadie? Tu nombre en los archivos policiales dos o tres veces y ya está, ¿no? ¿A quién va a importarle? ¡Y no toques a Charlene! Sólo yo toco a esa zorra estúpida.»
Ahora sí que entraban en territorio conocido: la bofetada con la mano abierta para no dejar marca, el tirón de pelo y la cabeza hacia atrás, el empujón contra la pared y la patada donde no quedaría marca.
Pulmón perforado, pensó Fu. ¿Es eso lo que era? Decía: «Cuidado, chico. Aprende de esto».
Entonces, Fu sintió que el ansia se apoderaba de él. Notó un cosquilleo en las yemas de los dedos, y los músculos de todo su cuerpo se prepararon para actuar. No. No era el momento. Pero cuando llegara el día, sería un verdadero placer bajar las manos rechonchas, suaves, que jamás habían sabido lo que era trabajar, hacia la sartén, hacia su superficie ardiente untada con aceite. Su cara por encima del gusano y, esta vez, serían sus labios los que soltarían los tacos…
Suplicaría como los otros. Pero Fu no cedería. Lo llevaría al límite como a los otros. E, igual que los otros, le devolvería los insultos.
«Mira qué poderoso soy. Conoce mi nombre.»
La detective Barbara Havers se dirigía a la comisaría de Borough y la encontró en High Street, que en esa zona de la ciudad y a esa hora de la mañana encauzaba a los trabajadores de fuera de Londres a través de su estrecho cañón. El nivel de ruido era elevado y los gases de los tubos de escape cargaban el aire frío, hacían lo posible por depositar aún más mugre en los ya mugrientos edificios que se acomodaban en aceras llenas de todo, desde latas de cervezas a condones mustios tras el uso. Era esa clase de barrio.
Barbara comenzaba a notar el estrés. No había trabajado nunca en un caso de asesinatos en serie y, si bien siempre había conocido la sensación de urgencia que conlleva atrapar a un asesino y proceder a su detención, de hecho nunca había experimentado lo que ahora, la sensación de que, de algún modo, ella era responsable personalmente de este último asesinato. Ya iban cinco, y no habían detenido a nadie. No estaban trabajando lo suficientemente rápido.
Le estaba costando centrarse en Kimmo Thorne, la víctima número cuatro. Con la número cinco muerta y la número seis ahí fuera, ocupándose inocentemente de sus asuntos cotidianos en algún lugar, lo único que podía hacer era mantener la calma mientras entraba en la comisaría de High Street y mostraba su placa.
Necesitaba hablar con la persona que hubiera detenido a un chico llamado Kimmo Thorne en el mercadillo de Bermondsey, le dijo al policía de la recepción. Era urgente.
Se quedó mirándolo mientras realizaba tres llamadas telefónicas. Habló en voz baja, sin dejarla de mirar y, no cabía la menor duda, examinándola como representante de New Scotland Yard que era. No lo parecía -despeinada y mal vestida, con el glamur de un carro de basura con ruedas-, y Barbara sabía que esa mañana iba especialmente desarreglada. Uno no se levanta a las cuatro de la madrugada, pasa varias horas en la suciedad del sur de Londres y aun así consigue andar pavoneándose como si entre los planes de la tarde figurara desfilar por una pasarela. Pensó que las deportivas de bota rojas habían añadido un toque alegre al conjunto. Pero parecía que al poli de la recepción le causaban cierta inquietud, teniendo en cuenta las miradas de desaprobación que lanzaba en esa dirección.
Caminó hasta un tablón de anuncios y leyó sobre los comités de acción de la comunidad y los programas de vigilancia del barrio. Consideró adoptar dos perros de mirada triste cuyas fotos estaban colgadas y memorizó el teléfono de alguien dispuesto a vender sus secretos para perder peso de forma instantánea y comiendo todo lo que se deseara. Siguió leyendo sobre «pasar a la ofensiva cuando vas por la calle de noche» e iba por la mitad cuando se abrió una puerta y una voz de hombre dijo:
– ¿Detective Havers? Quería verme, creo. -Se volvió y vio a un sij de mediana edad en la puerta, el turbante de un blanco cegador y los ojos negros profundamente enternecedores. Era el detective Gilí, le dijo. ¿Lo acompañaba a la cafetería? Era su hora de desayunar, y si no le importaba que terminara… una tostada con champiñones y judías. Era ya más inglés que los ingleses, dijo.
Barbara cogió un café y un cruasán de chocolate de la comida que se ofrecía, evitando las posibilidades más sabias y claramente más nutritivas. ¿Por qué darse el gusto de zamparse medio pomelo virtuoso cuando pronto aprendería el secreto de perder peso comiendo todo lo que deseara que, por lo general, era algo cubierto de manteca de cerdo? Pagó las cosas ricas que había elegido y las llevó a la mesa donde el detective Gilí atacaba de nuevo el desayuno que ella había interrumpido.
Le dijo que todo el mundo en la comisaría de Borough High Street sabía quién era Kimmo Thorne, aunque no todo el mundo lo hubiera conocido. Hacía tiempo que era una de esas personas cuyos actos nunca se alejaban mucho de la pantalla de radar de la policía. Cuando su tía y su abuela habían denunciado su desaparición, nadie en comisaría se sorprendió, aunque fuera la víctima de un asesinato cuyo cuerpo había aparecido en Saint George's Gardens… Eso había afectado a algunos de los agentes menos curtidos de la comisaría, y provocado que se preguntaran si habían hecho lo suficiente para intentar que Kimmo no se apartara del buen camino.
– Verá, por aquí el chico nos caía bastante bien, detective Havers -le confió Gilí con su agradable voz oriental-. Dios santo, Kimmo era todo un personaje: siempre dispuesto a charlar, fueran cuales fuesen sus circunstancias. Sinceramente, era muy difícil que no te cayera bien, a pesar de que se vistiera de mujer e hiciera la calle. Aunque, francamente, la verdad es que nunca lo pillamos haciendo la calle, por mucho que anduviéramos tras él. El chico percibía cuándo alguien trabajaba de incógnito… Si me permite decirlo, era más espabilado de lo que le correspondía por edad, y quizá por ese motivo cometimos la negligencia de no detenerlo por métodos más avanzados, que a su vez podrían haberle salvado. Y por ello, yo, personalmente -dijo, tocándose el pecho-, sí me siento responsable.
– Su amigo, un tipo llamado Blinker…, un tal Charlie Burov, dice que trabajaban juntos al otro lado del río. Por Leicester Square y no por aquí. Kimmo se prostituía mientras Blinker montaba guardia.
– Eso lo explica en parte -observó Gilí.
– ¿En parte?
– Bueno, verá, no era estúpido. Lo detuvimos para advertirle. Intentamos decirle una y otra vez que era sólo cuestión de suerte que no hubiera tenido problemas, pero no nos escuchó.
– Crios -dijo Barbara. Intentaba ser delicada con el cruasán, pero no había forma de mantener las buenas maneras, puesto que se disolvía en láminas deliciosas que quería lamerse de los dedos, por no decir de la mesa-. ¿Qué se puede hacer? Se creen inmortales. ¿Verdad?
– ¿A esa edad? -Gilí negó con la cabeza-. Pasaba demasiada hambre como para pensar que la inmortalidad me esperaba, detective. -Se acabó el desayuno y dobló con cuidado la servilleta de papel. Apartó el plato hacia un lado y se acercó la taza de té-. Lo de Kimmo, que no podía pasarle nada, que no podía correr ningún peligro si tomaba una decisión equivocada, era algo más que una percepción. Creería que juzgaba con inteligencia con quién irse o a quién rechazar porque tenía planes, y prostituirse era un medio de hacerlos realidad. No podía dejarlo y no lo dejaría.
– ¿Qué clase de planes?
Por un momento, Gilí pareció incómodo, como si fuera a confesar un secreto ofensivo a una dama contra su voluntad.
– De hecho, deseaba cambiarse de sexo. Estaba ahorrando para eso. Nos lo contó la primera vez que lo trajimos a comisaría.
– Un tipo del mercadillo me ha dicho que lo detuvieron por vender mercancía robada -dijo Barbara-. Pero lo que no entiendo es ¿por qué Kimmo Thorne? Debe de haber docenas de tipos vendiendo material que han mangado.
– Es cierto -dijo Gilí-. Pero como usted y yo bien sabemos, no tenemos los recursos para revisar todos los puestos de todos los mercadillos de Londres para determinar qué productos están legítimamente a la venta y cuáles no. Sin embargo, en este caso en concreto, Kimmo estaba vendiendo artículos que, sin él saberlo, tenían grabados números de serie diminutos. Y lo último que esperaba era encontrarse a los propietarios de los artículos buscándolos en el mercadillo un viernes tras otro. Cuando lo encontraron vendiendo sus pertenencias, nos llamaron enseguida. Me avisaron y… -Levantó los dedos con delicadeza. El gesto decía «el resto es historia».
– ¿No se habían enterado antes de que estaba entrando a robar en casas?
– Era como un perro en eso -dijo Gilí-. No contaminaba su propio territorio. Cuando quería infringir la ley, lo hacía en la jurisdicción de otra comisaría. Así de listo era.
Por lo tanto, le explicó Gilí, la detención de Kimmo por vender propiedad robada quedó como su primer delito. Por ese motivo, el juez lo puso en libertad condicional. El detective también lamentó el hecho. Si se hubieran tomado en serio a Kimmo Thorne, si le hubieran dado una azote y Menores le hubiera asignado un agente de la condicional al que presentarse, tal vez habría cambiado sus costumbres y hoy aún andaría por las calles. Pero, por desgracia, eso no había sucedido, sino que le remitieron a una organización para jóvenes en situación de riesgo donde habían intentado trabajar con él.
Barbara aguzó el oído. ¿Una organización?, preguntó. ¿Cuál? ¿Dónde?
Era una organización benéfica llamada Coloso, le dijo Gilí. -Un buen proyecto aquí mismo, al sur del río -le explicó-. Ofrecen a los jóvenes alternativas a la calle, la delincuencia y las drogas. Con programas recreativos, actividades para la comunidad, cursos de formación… y no sólo para jóvenes que infringen la ley, sino para vagabundos, chicos con problemas de absentismo escolar, que viven en hogares de acogida… Reconozco que bajé la guardia sobre Kimmo cuando supe que le habían enviado a Coloso. Sin duda, alguien se haría cargo de él y lo protegería, pensé.
– ¿Un mentor? -preguntó Barbara-. ¿Es eso lo que hacen? -Es lo que necesitaba -dijo Gilí-. Alguien que se interesara por él. Alguien que lo ayudara a ver que valía; él no lo creía realmente. Alguien a quien recurrir. Alguien… -El detective pareció pensar que ya había dicho bastante, quizá al darse cuenta de que había pasado de transmitir información como agente de la ley a recomendar acciones como un militante social. Dejó de agarrar con tanta fuerza la taza de té.
No era de extrañar que le hubiera afectado la muerte del chico, pensó Barbara. Por la forma de pensar de Gilí, se preguntó no sólo cuánto tiempo hacía que era policía, sino también cómo lograba seguir siéndolo, enfrentándose a lo que tenía que enfrentarse todos los días en ese trabajo.
– No es culpa suya, lo sabe -dijo-. Hizo lo que pudo. En realidad, hizo más de lo que habrían hecho la mayoría de polis.
– Pero parece que no fue suficiente. Y ahora debo vivir con ello. Un chico está muerto porque el detective Gilí no hizo lo suficiente.
– Pero hay millones de chicos como Kimmo -protestó Barbara.
– Y la mayoría están vivos en estos momentos.
– No puede ayudarlos a todos. No puede salvarlos a todos.
– Eso es lo que nos decimos a nosotros mismos, ¿verdad?
– ¿Qué deberíamos decirnos si no?
– Que no se nos exige salvarlos a todos. Que lo que se nos exige es ayudar a los que se cruzan en nuestro camino. Y ahí, detective, es donde fracasé.
– Joder, no sea tan duro consigo mismo.
– ¿Quién lo será, si no? -preguntó-. Dígame, ¿lo será usted? Porque esto es exactamente lo que creo: si hubiera más policías que fueran más duros consigo mismos, habría más niños que tendrían la vida que merecen.
Al oír aquello, Barbara apartó la mirada del detective. Sabía que no podía discutírselo. Pero el hecho de querer hacerlo le dijo lo cerca que estaba ella de preocuparse demasiado. Y sabía que eso la asemejaba más a Gilí de lo que, como integrante del equipo que investigaba aquellos asesinatos, podía permitirse.
El trabajo policial tenía esas ironías. Te preocupabas poco y moría más gente. Te preocupabas demasiado y no podías atrapar a su asesino.
– ¿Podemos hablar? -dijo Lynley-. Ahora. -No añadió «señor» ni se esforzó de verdad en modular la voz. De estar presente, no cabía duda de que Hamish Robson habría tomado nota de todo lo que su tono sugería sobre agresividad y necesidad de ajustar cuentas, pero a Lynley le daba igual. Habían llegado a un acuerdo. Hillier no lo había mantenido.
El subinspector acababa de concluir una reunión con Stephenson Deacon. El jefe del departamento de prensa había salido del despacho de Hillier tan adusto como se sentía Lynley. Era obvio que las cosas no iban bien por ese lado y, por un momento, Lynley sintió una satisfacción perversa. Ahora mismo, la idea de que al final Hillier tuviera que doblegarse a las maquinaciones del departamento de prensa delante de una manada de periodistas rabiosos le resultaba profundamente gratificante.
– ¿Dónde coño está Nkata? -dijo Hillier como si Lynley no hubiera dicho nada-. Tenemos una reunión con la prensa V quiero que esté aquí antes. -Recogió un fajo de papeles esparcidos por la mesa de reuniones y los tiró a un subordinado que aún permanecía ahí sentado tras haber asistido a la reunión celebrada antes de que llegara Lynley. Era un chico delgadísimo de unos veintitantos años que llevaba unas gafas a lo
John Lennon y que seguía tomando notas mientras, al parecer, intentaba evitar convertirse en el centro de la exasperación de Hillier-. Saben lo del color de piel -dijo el subinspector de manera cortante-. Así que, ¿quién coño ahí abajo… -señaló con el dedo hacia lo que Lynley decidió que se suponía que era el sur, lo que significaba el sur del río y, por lo tanto, lo que significaba el túnel de Shand Street- ha filtrado ese detalle a esos carroñeros? Quiero saberlo y quiero la cabeza de ese cabrón. Tú, Powers.
El subordinado saltó:
– ¿Señor? ¿Sí, señor? -dijo, inclinándose.
– Ponme a ese tonto de Rodney Aronson al teléfono. Ahora dirige The Source, y la pregunta sobre el color de piel la ha hecho por teléfono alguien de ese periodicucho de mierda. Averigua cómo lo han sabido. Presiona a Aronson. También a cualquiera que te encuentres. Quiero terminar con todas las filtraciones para cuando acabe el día. Ocúpate de ello.
– Sí, señor. -Powers salió pitando del despacho.
Hillier se dirigió a su mesa. Descolgó el teléfono y pulsó unos cuantos números, ajeno o indiferente a la presencia y estado de ánimo de Lynley Por increíble que pareciera, se puso a pedir hora para que le dieran un masaje.
Lynley se sintió como si por sus venas corriera ácido de batería. Cruzó la sala a grandes zancadas hacia la mesa de Hillier y pulsó la tecla para terminar la llamada del subinspector.
– ¿Qué coño te crees que estás…? -le espetó éste.
– He dicho que quería hablar con usted -le interrumpió Lynley-. Teníamos un acuerdo y lo ha incumplido.
– ¿Sabes con quién estás hablando?
– Demasiado bien. Trajo a Robson para salvar las apariencias y se lo permití.
La cara rubicunda de Hillier se volvió color carmesí.
– A mí nadie me…
– Acordamos que yo decidiría lo que veía y lo que no veía Robson. No pintaba nada en la escena del crimen, pero ahí estaba, tenía acceso. Sólo hay una forma de que haya ocurrido algo así.
– Exacto -dijo Hillier-. Que no se te olvide. Sólo hay una forma de que por aquí ocurra lo que sea, y no eres tú. Yo decidiré quién tiene acceso a qué, cuándo y cómo, comisario, y si se me antoja que pueda ser un avance para la investigación que la reina le estreche la mano al cadáver, prepárate para saludarla con una reverencia porque su Rolls va a traerla para que eche un vistazo. Robson forma parte del equipo. Asúmelo.
Lynley no se lo podía creer. Hacía un momento, el subinspector echaba chispas por las filtraciones sobre la investigación y ahora daba la bienvenida tan alegremente a una posible filtración justo entre ellos. Pero el problema iba más allá de lo que Hamish Robson pudiera revelar a la prensa a propósito o sin querer.
– ¿Se le ha ocurrido pensar que está poniendo en peligro a ese hombre? ¿Que lo está exponiendo al peligro porque sí? Está lavando su imagen a su costa y si algo sale mal, la responsabilidad será de la Met. ¿Ha pensado en eso?
– Eso es totalmente improcedente…
– ¡Conteste la pregunta! -dijo Lynley-. Ahí fuera hay un asesino que ha acabado con cinco vidas, y es posible que estuviera detrás del cordón esta mañana, entre los curiosos, tomando nota de todos lo que iban y venían.
– Eres un histérico -dijo Hillier-. Sal de aquí. No tengo ninguna intención de escucharte despotricar como un patán. Si no puedes soportar la presión de este caso, lárgate. O te largaré yo. Bien, ¿dónde coño está Nkata? Tiene que estar aquí cuando hable con la prensa.
– ¿Me está escuchando? ¿Tiene idea de…? -Lynley quería dar un golpe en la mesa del subinspector, solamente para sentir algo más que indignación por un instante. Intentó calmarse. Bajó la voz-. Escúcheme, señor. Una cosa es que un asesino señale a alguno de nosotros. Es parte del riesgo que corremos cuando decidimos dedicarnos a este trabajo. Pero poner a alguien en el punto de mira de un psicópata sólo para protegerse el trasero políticamente…
– ¡Ya basta! -Hillier parecía furioso-. Ya basta, joder. Llevo años aguantando tu insolencia, pero esta vez te has pasado. -Rodeó la mesa y se detuvo a diez centímetros de Lynley-. Sal de aquí -dijo entre dientes-. Vuelve al trabajo. Por el momento, vamos a fingir que esta conversación no ha tenido lugar nunca. Vas a volver a tus asuntos, vas a llegar al fondo de este lío y vas a realizar una detención rápida. Después de eso… -Ahora Hillier clavó un dedo en el pecho de Lynley, que se enfureció, aunque logró contener su reacción-, decidiremos qué hacemos contigo. ¿Me he expresado con claridad? ¿Sí? Bien. Ahora vuelve al trabajo y consigue resultados.
Lynley permitió que el subinspector dijera la última palabra, aunque le sentó como un tiro. Se dio la vuelta y dejó a Hillier con sus maquinaciones políticas. Bajó por las escaleras para ir al centro de coordinación, maldiciéndose por creer que podía conseguir que Hillier hiciera las cosas de otro modo. Se dio cuenta de que debía centrarse en las cosas importantes, así que iba a tener que tachar de la lista cómo utilizaba el subinspector a Hamish Robson.
Todos los miembros de la brigada de homicidios estaban al corriente del cuerpo hallado en el túnel de Shand Street y cuando Lynley se unió a ellos, vio que estaban más apagados de lo que esperaba. En total, ahora sumaban treinta y tres: contando desde los policías en la calle hasta las secretarias que controlaban todos los informes y la documentación importante. Ser derrotados por una única persona cuando tenían el poder de la Met apoyándoles -con todo, desde sofisticados sistemas de comunicaciones y grabaciones de cámaras de circuito cerrado a laboratorios forenses y bases de datos-, era más que descorazonador. Era humillante. Y lo peor, no había servido para atrapar a un asesino.
Así que estaban muy apagados cuando Lynley entró. El único ruido que se oía era el tecleteo en los ordenadores. Aquello también cesó cuando Lynley dijo en voz baja:
– ¿Cuál es el procedimiento a seguir?
El detective Stewart habló desde uno de sus esquemas multicolor. Triangular las escenas del crimen no estaba dando resultados, dijo. El asesino se movía por todo Londres, lo que sugería que se conocía bien la ciudad, lo que a su vez sugería que se trataba de alguien cuyo trabajo le proporcionaba ese conocimiento.
– Pienso en un taxista, obviamente -dijo Stewart-. Un chófer. Un conductor de autobús, también, ya que ningún cuerpo ha aparecido demasiado lejos de rutas de autobuses.
– El psicólogo dice que tiene un trabajo por debajo de su capacidad -reconoció Lynley aunque se resistía a mencionar siquiera a Hamish Robson después de su contratiempo con Hillier.
– Un mensajero también funcionaría -señaló uno de los agentes-. Yendo en moto llegas a conocer las calles como si estudiaras para sacarte la licencia de taxista.
– Incluso una bicicleta -dijo otro.
– Pero, entonces, ¿dónde entra la furgoneta?
– ¿Transporte personal? ¿No la utiliza para trabajar?
– ¿Qué tenemos sobre la furgoneta? -preguntó Lynley-. ¿Quién ha hablado con la testigo de Saint George's Gardens?
Habló un agente del Equipo Dos. Intentar obtener información de la testigo no había aportado nada al principio, pero la mujer llamó más tarde la noche anterior porque había recordado algo de repente. Dijo que esperaba que fuera real y no una combinación de imaginación y su deseo de ayudar a la policía. En todo caso, creía que podía afirmar con seguridad que tenían que buscar una furgoneta de tamaño normal. Tenía unas letras blancas descoloridas en un lado, lo que sugería que era o había sido la furgoneta de una empresa.
– Lo que nos confirma que se trata de una Ford Transit, esencialmente -dijo Stewart-. Estamos trabajando con la lista de Tráfico, para buscar una que pertenezca a una empresa.
– ¿Y? -dijo Lynley.
– Lleva su tiempo, Tommy.
– No tenemos tiempo. -Lynley oyó la agitación en su voz y supo que los otros también la habían oído, lo cual le recordó, en el peor momento posible, que no era Malcolm Webberly, que no tenía la calma del ex comisario, ni tampoco su firmeza cuando se encontraba bajo presión. Vio en las caras congregadas a su alrededor que los otros agentes estaban pensando en lo mismo-. Sigue con eso, John. En cuanto tengamos algo, quiero saberlo -dijo en un tono más relajado.
– Sobre eso… -Stewart no había mirado a Lynley a los ojos mientras perdía los estribos, sino que había anotado algo quo subrayó tres veces en la parte de abajo de su minucioso esquema-. En internet aparecen dos procedencias para el aceite de ámbar gris.
– ¿Sólo dos?
– No es algo que se compre todos los días. -Las dos procedencias estaban en direcciones opuestas: una tienda que se llamaba La Luna de Cristal en Gabriel's Wharf…
– Está al sur del río -observó alguien esperanzado.
– … y un tenderete en el mercado de Camden Lock que se llamaba La nube de Wendy. Alguien tendría que investigar los dos lugares.
– Barbara vive en la zona de Camden Lock-dijo Lynley-. Puede encargarse ella. Winston puede… ¿Dónde está, por cierto?
– Escondiéndose de Dave el Bellaco, probablemente -fue la respuesta, una referencia irreverente a Hillier-. Ha empezado a recibir cartas de admiradores, el pobre Winnie. Hay mucha niña sola que busca a un hombre de provecho.
– ¿Está en el edificio?
Nadie lo sabía.
– Llamadle al móvil. Y a Havers también.
Mientras hablaba, entró Barbara Havers. Winston Nkata la siguió segundos después. Los otros aliviaron la tensión con silbidos y saludos procaces que sugerían que su llegada doble encerraba una explicación personal.
Havers les enseñó un dedo.
– Cabrones -dijo en tono afable-. Me sorprende veros fuera de la cafetería.
– Lo siento -dijo sólo Nkata por su parte-. Estaba intentando localizar a un trabajador social para el chico Salvatore.
– ¿Ha habido suerte? -dijo Lynley.
– Qué cono.
– Sigue con ello. Por cierto, Hillier te está buscando.
Nkata frunció el ceño.
– Tenemos algo sobre Jared Salvatore de la policía de Peckham -dijo. Transmitió toda la información que había recopilado, mientras los demás escuchaban y tomaban las notas pertinentes-. La novia dice que estaba aprendiendo a cocinar en algún lugar, pero los tipos de la comisaría no lo creen -concluyó.
– Que alguien compruebe las escuelas de cocina -le dijo Lynley al detective Stewart. Stewart asintió y tomó nota-. ¿Havers? ¿Qué hay de Kimmo Thorne? -preguntó Lynley.
Barbara dijo que todo lo que les habían dicho Blinker y luego los Grabinski y Reg Lewis en el mercadillo de Bermondsey cuadraba con lo que sabía la policía de Borough. Debía añadir que, al parecer, Kimmo Thorne había participado en un programa de una organización llamada Coloso, a la que denominó «panda de samaritanos al sur del río». Había ido hasta allí para echar un vistazo al sitio: una planta industrial reformada no muy lejos del nudo de calles que salía de Elephant and Castle.
– Aún no habían abierto -concluyó Havers-. El lugar estaba cerrado a cal y canto, pero había algunos chicos merodeando por ahí, esperando a que apareciera alguien y los dejara entrar.
– ¿Qué te han dicho? -le preguntó Lynley.
– No me han dicho una mierda -dijo Havers-. Les he dicho: «¿Sois de aquí, chicos?», y han calado que era poli. Eso ha sido todo.
– Pues investígalo.
– Sí, señor.
Luego, Lynley los puso al corriente de lo que Hamish Robson había dicho sobre el último asesinato. No les contó que Hillier había mandado al psicólogo a la escena del crimen. No tenía sentido que se pusieran como locos por algo sobre lo que no tenían ningún control. Por lo tanto, les habló del cambio de actitud del asesino hacia la última víctima y de los indicios de que podría reaparecer en cualquiera de las escenas del crimen.
Al oír aquello, el detective Stewart se puso a organizar la vigilancia de los distintos lugares antes de proseguir con otro informe: los agentes que habían revisado tenazmente todas las grabaciones relevantes de las cámaras de circuito cerrado de las zonas cercanas al sitio donde habían aparecido los cuerpos continuaban con ese tedioso trabajo. No era precisamente una tarea apasionante, pero los agentes seguían al pie del cañón, con la ayuda de litros y litros de café caliente. Buscaban no sólo una furgoneta, sino otras formas de transportar un cuerpo del punto A al punto B, y una que no llamara la atención necesariamente de las personas que vivían en los alrededores: una camioneta de reparto de leche, un carrito de barrendero y cosas por el estilo.
A esa información, añadió que tenían un informe del S07 sobre el maquillaje que llevaba Kimmo Thorne. La marca era No Seven y se vendía en todos los Boots. ¿Quería el comisario que se pusieran a revisar todas las grabaciones de las cámaras de los Boots que había cerca de la casa de Kimmo Thorne? No pareció entusiasmado con la idea. Aun así, señaló:
– Puede que saquemos algo. ¿El tipo de la caja desaprobaba las inclinaciones del chico y quiso cargárselo? Esa clase de cosas.
De momento, Lynley no quería descartar nada. Así que dio luz verde a Stewart para que asignara a un equipo la tarea de revisar las cintas de los Boots situados en las inmediaciones de la casa de Southwark de Kimmo Thorne. Asignó él mismo a Nkata y a Havers las dos tiendas que vendían el aceite de ámbar gris, y le dijo a Havers que pasara por La Nube de Wendy cuando se fuera a casa al terminar la jornada. Mientras tanto, la acompañaría a Elephant and Castle. Estaba decidido a comprobar por sí mismo qué podía sacarse de una visita a Coloso. Si se había vinculado a alguno de los chicos con aquel lugar, ¿quién decía que el resto de las víctimas -aún por identificar- no podía estar relacionado también con ese centro?
– Este último asesinato, ¿no podría ser obra de un imitador? -preguntó Havers-. Es algo de lo que aún no hemos hablado. A ver, ya sé que Robson ha explicado las diferencias entre este cuerpo y los otros, pero podrían deberse a alguien que supiera algo sobre la escena del crimen, pero no todo, ¿verdad?
No podían descartarlo, admitió Lynley. Pero la verdad era que los asesinatos obra de imitadores eran producto de la información generada por los medios informativos, y a pesar de que se había producido una filtración en algún punto de la investigación, sabía que era reciente. Que la prensa hubiera destacado el hecho de que la última víctima era negra era una prueba de ello, puesto que se podían explotar detalles muchísimo más sensacionalistas que ése en las portadas de los tabloides. Y Lynley sabía cómo funcionaban los medios: no se guardarían algo truculento si cabía la posibilidad de vender doscientos mil ejemplares más de su periódico. Así que había muchos indicios de que aún no tenían constancia de nada truculento, lo que sugería que ese asesinato no era una copia de los anteriores, sino otra muerte de una serie de muertes similares, todas con la firma de un mismo asesino.
Ésa era la persona que tenían que encontrar, y deprisa, puesto que Lynley era perfectamente capaz de dar el salto psicológico que implicaba todo lo que Hamish Robson le había dicho aquella mañana sobre el hombre que buscaban: si había tratado a ese último cuerpo con desprecio y sin remordimientos, el asunto se estaba intensificando.