Capítulo 17

Barbara Havers se llevó las esposas que brillaban en la oscuridad al mercado de Stables, que era, como su nombre indicaba, una antigua cuadra de artillería enorme de ladrillo mugriento. Se extendía a lo largo de una parte de Chalk Farm Road, pero Barbara entró por Camden Lock Place y, en la primera tienda, preguntó dónde estaba el puesto de magia. Era un local que vendía muebles y tejidos del subcontinente indio. El olor acre a pachulí llenaba el aire, y la música de sitar resonaba a través de unos altavoces insuficientes para soportar aquel volumen.

La dependienta no sabía nada de una tienda de magia, pero le pareció que Tara Powell, del estudio de piercings, podría indicar a Barbara.

– Trabaja muy bien Tara -dijo la dependienta. Ella misma tenía un piercing de plata debajo del labio inferior.

Barbara encontró el taller de piercings sin problemas. Tara Powell resultó ser una chica alegre de veintitantos años con una dentadura horrorosa. Su dedicación a su trabajo consistía en media docena de agujeros que iban del lóbulo hasta la parte superior de su oreja derecha, así como un aro delgado dorado que le atravesaba la ceja izquierda. Estaba en el proceso de introducir una aguja en el tabique de la nariz de una adolescente mientras su novio estaba junto a ella con la joya elegida en la palma de la mano. Era un arete grueso no muy distinto de los que se les ponen a las vacas. «Qué atractiva va a estar», pensó Barbara.

De entre todos los temas del mundo, Tara había elegido cotorrear sobre las entradas capilares del primer ministro. Al parecer, había investigado en profundidad la relación entre el poder y la responsabilidad, y los efectos que éstos tenían en la caída del cabello. Sin embargo, al parecer, gran parte de su teoría no era aplicable a la señora Thatcher.

Resultó que Tara, en efecto, sabía dónde estaba la tienda de magia. Le dijo a Barbara que la encontraría en el callejón. Cuando Barbara preguntó qué callejón, ella le contestó que en «el callejón» y puso los ojos en blanco como para darle a entender que esa información debería bastarle. Luego se volvió hacia su dienta.

– Te va a doler un poco, cielo -dijo y, con una estocada hábil, introdujo la aguja en la nariz de la chica.

Barbara se batió en retirada cuando la chica gritó y se desplomó.

– ¡Sales aromáticas! ¡Rápido! -gritó Tara a alguien. «Un trabajo inquietante», pensó Barbara.

Aunque no vivía lejos de Camden High Street y sus mercadillos, y, aunque había estado en el Stables muchas veces, Barbara no sabía que el pasaje estrecho en el que al fin encontró la tienda de magia tenía nombre. En realidad, era más bien un desfiladero que un callejón, flanqueado a un lado por el muro de ladrillo de uno de los edificios de la antigua artillería y por el otro por una larga hilera de puestos donde los tenderos vendían su mercancía: cualquier cosa, desde libros a botas.

El lugar estaba iluminado tenuemente por bombillas que colgaban de una cuerda que recorría todo el callejón. Penetraban en la oscuridad, que estaba acentuada por la pared tiznada del establo y las tiendas oscuras de enfrente. No todas estaban abiertas al ser un día entre semana, pero la tienda de magia sí lo estaba. Al acercarse, Barbara vio al mismo hombre de indumentaria extraña que había visto descargando su furgoneta en la calle. Estaba haciendo un truco con una cuerda para entretener a un grupo de jóvenes embelesados quienes, en lugar de estar en el colegio, se habían congregado alrededor de su tenderete. Barbara se fijó en que eran más o menos de la estatura y la edad del chico muerto de Queen's Wood.

Se detuvo al lado del grupo y, mientras observaba cómo el mago interactuaba con los chicos, se dedicó a estudiar el tenderete. No era grande, sino del tamaño de un armario, pero el hombre se las había apañado para atiborrarlo de juegos de magia, con prácticos artículos de broma junto a hileras de vómitos artificiales, perfectos para dejar sobre la alfombra nueva de mamá, vídeos de actuaciones de magia, libros sobre ilusionismo y revistas viejas. Entre los artículos a la venta había esposas idénticas a las que Barbara llevaba en el bolsillo. Estaban a un lado junto a otros juguetes sexuales que también podían estar a la venta.

Barbara se colocó detrás del grupo para poder ver mejor al mago. Iba vestido igual que la última vez que lo había visto, y se fijó en que el gorro rojo no sólo le cubría completamente la cabeza, sino que también le caía sobre las cejas. Si añadíamos las gafas de sol que completaban el conjunto, el mago había logrado con éxito ocultar la mitad superior del rostro y la cabeza. En circunstancias normales, Barbara no habría pensado mucho en ese detalle; sin embargo, en la situación de una investigación de asesinato, un atuendo extravagante junto con unas esposas, un chico muerto y una furgoneta convertían a aquel tipo en doblemente sospechoso. Barbara quería verlo a solas.

Avanzó hasta la primera fila del grupo y se puso a mirar los trucos de magia a la venta. La mercancía parecía adecuada para chavales: libros mágicos para colorear, aros entrelazados, monedas voladoras y cosas por el estilo. Al ver aquello, Barbara pensó en Hadiyyah, en su carita solemne y sus movimientos tristes detrás de las cristaleras cada vez que Barbara pasaba por delante del piso de la planta baja de Eton Villas. Y también pensó en Azhar, en las palabras desagradables que habían intercambiado la última vez que se habían visto. Desde entonces, se habían evitado escrupulosamente. Era necesario hacer una ofrenda de paz, pero Barbara no estaba segura de quién de los dos debía hacerla.

Cogió el bolígrafo perfecto y leyó las escasas instrucciones que traía (pide un billete de cinco libras a alguien del público, atraviésalo con el bolígrafo, retira el bolígrafo y ¡tachan!, el billete de cinco libras está intacto). Estaba reflexionando sobre si era o no una ofrenda de paz idónea cuando oyó que el mago decía:

– Eso es todo por ahora. Circulad, chicos. Tengo trabajo. -Algunos chicos protestaron y le pidieron sólo un truco más, pero el hombre se mantuvo firme-. La próxima vez -dijo, y los echó. Barbara vio que llevaba mitones en las manos pálidas.

Los chicos se fueron, aunque no sin que antes Mr. Magic apartara a uno de ellos de la moneda voladora que había intentado mangar al marcharse, y, entonces, el mago se quedó sólo para Barbara.

– ¿Desea algo? -le preguntó.

Barbara compró el bolígrafo perfecto, una inversión de menos de dos libras en pro de la paz vecinal.

– Se le dan bien los niños -le dijo-. Debe de tenerlos merodeando por aquí todo el tiempo.

– Magia -dijo encogiéndose de hombros mientras metía el bolígrafo con cuidado en una bolsita de plástico-. Magia y niños parecen ir de la mano.

– Como el pan y la mantequilla.

El mago hizo una mueca y esbozó una sonrisa que decía «no puedo evitar ser popular».

– Al cabo de un rato debe de ponerle de los nervios que estos granujillas vengan por aquí y quieran que actúe para ellos.

– Es bueno para el negocio -dijo él-. Van a casa, hablan con mamá y papá sobre lo que han visto y, cuando hay una fiesta de cumpleaños, saben lo que quieren para divertirse.

– ¿Un espectáculo de magia?

El hombre se quitó el gorro e hizo una reverencia.

– Mr. Magic para servirlos, o servirla a usted. Fiestas de cumpleaños, bar mitzvahs, algún que otro bautizo, Nochevieja, etcétera.

Barbara parpadeó, luego se recuperó deprisa mientras el hombre volvía a ponerse el gorro en la cabeza. Vio que lo usaba seguramente por el mismo motivo que usaba gafas de sol y guantes. Parecía que era albino. Vestido como iba en aquel momento, atraería alguna que otra mirada por la calle. Vestido de otra forma, con el pelo incoloro al descubierto y los ojos sin cubrir, la gente lo miraría boquiabierta, por no mencionar cómo le atormentarían los mismos niños que ahora lo admiraban.

Le entregó su tarjeta a Barbara. Ella le correspondió con la misma cortesía y observó su rostro para ver qué reacción provocaba.

– ¿Policía? -le dijo. -De New Scotland Yard, para servirle. -Ah, bien. No querrán un espectáculo de magia. «Buena respuesta», pensó Barbara. Sacó del bolso las esposas que brillaban en la oscuridad, y que, entonces, estaban en una bolsa de plástico para analizarlas en busca de huellas digitales.

– Tengo entendido que procedían de su tienda -dijo Barbara-. ¿Las reconoce?

– Vendo unas parecidas -contestó el mago-. Puede verlo usted misma. Las tengo con los artículos picantes.

– Un chico llamado Davey Benton se las cogió. Es lo que nos ha dicho su padre cuando hemos ido a verlo a su casa. Tenía que devolverlas y entregárselas.

Las gafas de sol impidieron que Barbara leyera reacción alguna en los ojos del mago. Dependía del tono de su voz, y éste sonó perfectamente uniforme cuando dijo:

– Obviamente, se equivocó.

– ¿En qué? -preguntó Barbara-. ¿En lo de robarlas o devolverlas?

– Puesto que las ha encontrado entre sus cosas, supongo que podemos decir que en lo de devolverlas.

– Sí, supongo -dijo Barbara-. Sólo que no he dicho que las encontrara entre sus cosas, ¿verdad?

El mago se volvió y recogió la cuerda del truco en un ovillo pulcro que parecía una serpiente. Barbara sonrió para sus adentros cuando el hombre hizo aquello. «Te pillé», pensó. Por experiencia, todas las personas amables tenían un lado oscuro. Mr. Magic centró de nuevo su atención en ella.

– Puede que las esposas fueran de aquí. Ya ve que las vendo. Pero no soy la única persona de Londres con artículos picantes para comprar o robar.

– No, pero supongo que es el que más cerca está de la casa de Davey, ¿verdad?

– Cómo voy a saberlo. ¿Le ha pasado algo al chico?

– Le ha pasado algo, sí -dijo Barbara-. Está muerto.

– ¿Muerto?

– Muerto; pero dejemos el jueguecito de las repeticiones. Cuando hemos revisado sus cosas esta mañana, hemos encontrado esto y su padre nos ha dicho de dónde habían salido porque Davey se lo dijo… Entenderá que haya querido saber si le resultaban familiares, Mr… ¿Cómo se apellida en realidad? Sé que no es Magic. Nos hemos visto antes, por cierto.

No le preguntó dónde, se limitó a responderle que se llamaba Minshall, Barry Minshall. Inmediatamente, continuó justificándose por lo del robo de las esposas: «De acuerdo -dijo-, las esposas deben de ser de su tienda si eso es lo que el chico le ha dicho a su padre; pero los crios roban cosas, ¿no? Los crios siempre estaban robándole cosas. Formaba parte de ser un crío. Iban al límite. Quien nada arriesga, nada gana, y como parecía que lo único que hacía la policía era soltarles la charla si los pillaban portándose mal, qué pierden intentándolo, ¿eh? Bueno, yo intento tener los ojos abiertos, pero a veces se me escapan unas manos largas que se adhieren a artículos como unas esposas que brillan en la oscuridad». Concluyó afirmando que, a veces, había crios que, además de ser muy buenos, eran unos ladronzuelos habituales.

Barbara le escuchó, asintiendo y haciendo lo posible por parecer amable y abierta. Pero oyó que la voz de Barry Minshall sonaba cada vez más preocupada, y tuvo el mismo efecto en ella que el olor a zorro en una jauría. Le pareció que aquel tipo mentía como un bellaco. Era de los que decía algo y aparentaba quedarse fresco como una lechuga, que era justo lo que a ella le gustaba porque la lechuga siempre se ponía mustia enseguida.

– Tiene una furgoneta en alguna parte -le dijo-. Lo vi descargándola la última vez que estuve aquí. Me gustaría echarle un vistazo, si no le importa.

– ¿Por qué?

– Llamémoslo curiosidad.

– Creo que no estoy obligado a enseñársela, no sin una orden judicial, al menos.

– Tiene usted razón; pero, si toma ese camino, algo a lo que por supuesto tiene derecho, me preguntaré si tiene algo en esa furgoneta que no quiere que encuentre.

– Quiero llamar a mi abogado.

– Pues llámelo, Barry. Tome. Puede usar mi móvil.

Metió medio brazo en el amplio bolso y hurgó en él con entusiasmo.

– Tengo el mío -dijo Minshall-. Mire, no puedo dejar el tenderete. Tendrá que volver más tarde.

– No tiene por qué dejar el tenderete, amigo -dijo Barbara-. Déme las llaves de la furgoneta y le echaré una hojeada yo sola.

Minshall pensó en aquella posibilidad detrás de sus gafas de sol y bajo el gorro propio de un personaje de una novela de Dickens. Barbara imaginaba al hombre dándole vueltas a la cabeza mientras intentaba decidir qué camino seguir. Exigir un abogado y una orden de registro era lo sensato e inteligente. Pero rara vez la gente era sensata e inteligente cuando tenía algo que esconder, y la policía aparecía de forma inesperada haciendo preguntas y queriendo respuestas en el acto. Ahí era cuando la gente tomaba la decisión estúpida de tirarse un farol para salir de una situación difícil, ya que suponían erróneamente que el policía tonto había ido a verlos tras llegar a la conclusión de que no eran un simple sospechoso. Creían que si pedían ver a su abogado de inmediato, se marcarían para siempre con una «C» escarlata de culpable en el pecho. La verdad era que se marcarían con la «I» escarlata de inteligente. Pero pocas veces pensaban así bajo presión, y de eso dependía la suerte de Barbara. Minshall tomó una decisión.

– Está perdiendo el tiempo -dijo-. Peor, me está haciendo perder el tiempo a mí. Pero si cree que es necesario por la razón que sea… Barbara sonrió.

– Confíe en mí. Soy de las que sirven, protegen y no hace ningún mal.

– Bien, de acuerdo. Pero tendrá que esperar mientras cierro el tenderete; luego, la llevaré a la furgoneta. Tardaré unos minutos, me temo. Espero que tenga tiempo.

– Mr. Minshall -dijo Barbara-, es usted un tipo afortunado, porque hoy precisamente tengo todo el tiempo del mundo.

Cuando Lynley regresó a New Scotland Yard, descubrió que los medios ya estaban congregándose e instalándose en el pequeño parque que cubría la esquina de Victoria Street con Broadway. Allí, dos equipos de televisión distintos, reconocibles por los logotipos de las furgonetas y del material, estaban construyendo lo que parecía ser un plato de retransmisión mientras que debajo de los árboles empapados del parque, varios reporteros daban vueltas y se distinguían de los técnicos por cómo iban vestidos.

Lynley observó todo aquello con el corazón encogido. Sabía que era esperar demasiado que los medios estuvieran allí por algún otro motivo que no fuera el asesinato de un sexto adolescente. Un sexto asesinato garantizaba su atención inmediata. Y también era improbable que accedieran a cubrir la información como quería la DAP.

Superó la confusión de la calle y se detuvo en la entrada que lo llevaría abajo al aparcamiento. Allí, sin embargo, el agente de la garita no le saludó con un dedo y levantó la barrera para que pasara como hacía habitualmente, sino que se acercó con aire despreocupado al Bentley y esperó mientras Lynley bajaba la ventanilla.

Se inclinó hacia el interior.

– Tiene un mensaje -dijo-. Debe ir directamente al despacho del subinspector. No pase de largo ni nada por el estilo, ya me entiende. El subinspector ha llamado personalmente. Para asegurarse de que no había peros, dudas o condiciones. También tengo que llamarle para decirle que ha llegado. El tema es: ¿cuánto tiempo quiere? Podemos acordar el que sea, pero no quiere que pase antes a hablar con su equipo.

– Dios santo -dijo entre dientes. Luego, después de pensarlo un momento, ordenó-: Espera diez minutos.

– Como usted diga. -El policía se retiró y dejó pasar a Lynley al aparcamiento. En la luz tenue y el silencio, Lynley utilizó los diez minutos para cerrar los ojos y quedarse en el Bentley con la cabeza apoyada en el respaldo.

«Nunca es fácil», pensó. Creías que al final sí podría serlo si te exponías lo suficiente al horror y a sus secuelas, pero, justo cuando creías que estabas inmunizado, pasaba algo que te recordaba que seguías siendo del todo humano, daba igual lo que hubieras pensado con anterioridad.

Es lo que le había sucedido estando al lado de Max Benton cuando el hombre identificó el cuerpo de su hijo mayor. No le serviría una polaroid, ni mirar desde detrás de un cristal, una distancia segura desde la cual siempre habría ciertos aspectos de la muerte del chico que no sabría o, al menos, que no vería de primera mano. Pero insistió en verlo todo, negándose a decir si se trataba de su hijo desaparecido hasta ser testigo de todo lo que indicaba la manera en la que Davey había encontrado la muerte.

– Se defendió -fue lo que dijo en ese momento- como tenía que hacer, como le enseñé. Se defendió de ese cabrón.

– ¿Es su hijo, señor Benton? -preguntó Lynley. El trámite no era sólo una pregunta automática, sino también un modo de evitar la embestida de la emoción contenida que sentía que intentaba explotar en el otro hombre.

– Le dije desde el principio que no se podía confiar en el mundo -contestó Benton-. Le dije desde el principio que es un lugar cruel, pero nunca quiso escucharme como intenté que me escuchara, no. Y esto es lo que pasa, esto. Quiero que los demás vengan aquí; quiero que lo vean. -Entonces, se le rompió la voz y prosiguió angustiado-: Haces todo lo posible para enseñar a tus hijos qué hay ahí fuera. Vives para hacerles comprender que deben tener cuidado, estar alerta, saber qué podría pasarles… Es lo que le dije a nuestro Davey. Y Bev tampoco los mimó, porque tenían que ser duros. Cuando tienes ese físico, debes ser duro, debes ser consciente, debes saber que… Debes comprender… Escúchame, granujilla. ¿Por qué no ves que es por tu bien, maldita sea? -Entonces, sollozó, y se derrumbó contra una pared y luego dio un puñetazo a esa pared-. Maldita seas -dijo con la voz rota mientras los sollozos retenían las palabras en su garganta.

No había consuelo, y Lynley honró el dolor de Max Benton no ofreciéndoselo.

– Lo siento mucho, señor Benton -dijo simplemente antes de acompañar al hombre destrozado afuera.

En el aparcamiento, Lynley se tomó el tiempo que necesitaba para recuperarse, sabiendo que nunca se había quedado tan afectado al ver a un padre ante la pérdida de su hijo porque pronto él también pertenecería a la categoría de hombres con hijos en los que sus padres a veces depositaban sus sueños imprudentemente. Benton tenía razón, y Lynley lo sabía. El deber de un hombre es proteger a sus vástagos. Al fracasar en aquel deber, el sentimiento de culpa era casi tan grande como el dolor. Había matrimonios que se rompían; familias bien avenidas que se hacían añicos. Y todo lo que en su día era amor y seguridad quedaba destrozado por la llegada de un mal que todos los padres temían que pudiera fijarse en su hijo, pero que nadie podía prever.

Era imposible recuperarse de algo así. Era imposible despertarse una mañana en el futuro y haber nadado tranquilamente toda la noche en el Lete. Eso no les pasaba nunca a los padres de un hijo cuya vida había arrebatado un asesino.

«Ahora son seis», pensó Lynley. Seis hijos, seis parejas de padres, seis familias: seis, y todos los medios encima.

Subió al despacho del subinspector Hillier tal como le habían pedido. Robson ya le habría informado al subinspector de la negativa de Lynley a permitirle acceder a la escena del crimen y, sin duda, Hillier estaría furioso. Sin embargo, el subinspector había dejado órdenes explícitas de que, en el caso de que el comisario en funciones Lynley apareciera mientras la reunión estaba en marcha, se uniera a ellos de inmediato.

– Siente… -Judi Macintosh dudó. Pareció que era más por llamar la atención que por la necesidad real de encontrar las palabras perfectas-. Siente cierta hostilidad hacia usted en estos momentos, comisario. Está advertido, etcétera, etcétera.

Lynley le dio las gracias asintiendo con la cabeza educadamente. A menudo, se preguntaba cómo Hillier se las había apañado para encontrar una secretaria que se ajustara de un modo tan perfecto a su estilo de liderazgo.

Cuando entró en el despacho, Lynley vio que Stephenson Deacon había llevado a dos jóvenes ayudantes a su reunión con Hillier, un hombre y una mujer; los dos parecían estar en prácticas: bien vestidos, entusiastas y solícitos. Ni Hillier ni el avinagrado Deacon, que por algún motivo había venido de la Dirección de Asuntos Públicos con una botella de litro de agua con gas, hicieron las presentaciones.

– Ya habrás visto el circo, imagino -le dijo Hillier a Lynley sin más preámbulos-. Las reuniones informativas no les satisfacen. Vamos a contraatacar con algo para atajarlos.

Lynley observó que el hombre en prácticas anotaba religiosamente cada palabra de Hillier. La mujer, por otro lado, examinaba a Lynley con una intensidad desconcertante, dedicándole al trabajo la atención absorta de un depredador.

– Creía que íbamos a hacer un Alerta criminal, señor -dijo Lynley.

– La decisión de hacer un Alerta criminal se tomó antes de todo esto. Obviamente, no va a bastar.

– Entonces, ¿de qué se trata? -Lynley no le había dado al subinspector la información sobre la grabación de la cámara de circuito cerrado y tampoco lo hizo ahora. Quería esperar a tener noticias de Havers sobre su interrogatorio en el mercado de Stables-. No va a proporcionarles información errónea, espero.

Aquella observación no pareció gustar a Hillier, y Lynley se dio cuenta de que había estado desacertado.

– No tengo esa costumbre, comisario -dijo el subinspector. Y luego ordenó al jefe del departamento de prensa-: Dígaselo, señor Deacon.

– Incrustación. -Deacon abrió la botella de agua y bebió un trago-. Entonces esos cabrones no podrán quejarse de nada. Le pido disculpas, señorita Clapp -añadió dirigiéndose a la joven, quien pareció confundida de ser el blanco de aquel remilgo.

Lynley creyó entender a su pesar.

– ¿Disculpe? -dijo.

– Incrustación -repitió Deacon, su voz sonó impaciente-. Introducir a un periodista en la investigación, un testigo de primera mano de cómo investiga la policía un crimen de esta magnitud. Eso que se hace a veces en la guerra, ya me entiende.

– Seguro que sabes lo que es, comisario -le dijo Hillier.

Por supuesto que Lynley lo sabía. Simplemente no podía creer que el departamento de prensa estuviera planteándose adoptar una medida tan insensata.

– No podemos hacer eso, señor -le dijo a Hillier, intentando por todos los medios ser lo más educado posible, lo que le supuso un verdadero esfuerzo-. Es algo sin precedentes y…

– Es cierto que no se ha hecho nunca, comisario -dijo Stephenson Deacon con una sonrisa engañosa-. Pero no quiere decir que no pueda hacerse. Después de todo, ya hemos invitado a los medios a detenciones coordinadas en el pasado. Sólo se trata de ir un paso más allá. Colocar a un reportero diligentemente escogido, de un periódico serio, quiero decir, los periodistas sensacionalistas se quedan fuera, puede provocar un cambio de opinión. No sólo respecto a esta investigación en concreto, sino también respecto a toda la Met. No tengo que señalar lo nerviosa que está la gente por este caso. La portada del Daily Mail de hoy, por ejemplo…

– Mañana la utilizarán para forrar el cubo de la basura -dijo Lynley. Dirigió sus siguientes observaciones a Hillier e intentó sonar tan razonable como Deacon-: Señor, una cosa así podría crearnos dificultades inimaginables. ¿Cómo podría el equipo hablar con libertad, en una reunión matinal, por ejemplo, cuando saben que cualquier palabra que digan podría acabar en la portada de la siguiente edición del Guardian!. ¿Y cómo hacemos para no violar el secreto del sumario si tenemos al periodista entre nosotros?

– Eso es problema del periodista, no nuestro -dijo Hillier sin alterarse demasiado, aunque no apartó los ojos de Lynley. En realidad, no había dejado de mirarlo desde el momento en que había entrado en la sala.

– ¿Tiene idea de la cantidad de nombres que podemos barajar? -Aunque Lynley sentía que estaba perdiendo los nervios, creía que el tema era más importante que su habilidad para expresarlos con objetividad propia de Sherlock Holmes-. ¿Puede imaginarse cómo reaccionará un individuo que vea que dicen de él que «está ayudando a la policía en la investigación» cuando ése no es el caso en absoluto?

– Eso dependería del periódico implicado, comisario -dijo Deacon con petulancia.

– ¿Y, mientras tanto, qué pasa si el individuo mencionado es realmente el asesino que estamos buscando? ¿Y si se esconde?

– No insinuará que desea que siga matando para que usted pueda encontrarlo -dijo Deacon.

– Lo que digo es que esto no es un juego, maldita sea. Acabo de estar con el padre de un chico de trece años cuyo cuerpo…

– De eso tenemos que hablar -le interrumpió Hillier. Al fin, dejó de mirar a Lynley y se centró en Deacon-. Redacte una lista de nombres, Stephenson -dijo-. Quiero el currículo de todos. Y también muestras de artículos. Le comunicaré mi decisión dentro de… -Miró su reloj y luego consultó la agenda que había encima de su mesa-. Creo que cuarenta y ocho horas bastarán.

– ¿Quiere que se filtre algo a la persona adecuada? -Esto lo dijo el subalterno que al fin levantó la vista de sus notas. La mujer siguió sin decir nada, y la inspección que realizaba a Lynley no varió.

– Por el momento, no -dijo Hillier-. Ya le diré. -Eso es todo, entonces -dijo Deacon. Lynley se quedó mirando cómo los tres cogían sus libretas, carpetas de papel manila, maletines y bolsos. Salieron de la sala en fila, con Deacon al frente. Lynley no les siguió, sino que empleó el tiempo para tranquilizarse.

– Malcolm Webberly obraba milagros -dijo al fin. Hillier se sentó a su mesa, juntó los dedos y miró a Lynley. -No hablemos de mi cuñado.

– Creo que tenemos que hacerlo -prosiguió Lynley-. Se me acaba de ocurrir todo lo que debió de hacer para no informarle.

– Ten cuidado.

– No creo que eso nos beneficie a ninguno.

– Puedo relevarte.

– ¿Que era lo que no podía hacer con Webberly? ¿Acaso, al ser su cuñado, su mujer no iba a entender en la vida que despidiera al marido de su hermana? ¿No cuando sabía que el marido de su hermana era lo único que se interponía entre usted y el final de su carrera? -Ya basta.

– No ha entendido nada de esta investigación. Seguramente siempre habrá sido así, sólo que Webberly se interponía entre usted y el hecho de que descubriera… Hillier se puso de pie. – ¡He dicho que ya basta!

– Pero ahora él no está aquí, y usted queda expuesto. Y a mí sólo me queda la opción de ver si nos pone la soga al cuello a todos o sólo se la pone usted. Así pues, ¿qué espera que elija?

– Espero que obedezcas las órdenes que te dan, como te las dan y cuando te las dan.

– No cuando son disparatadas. -Lynley intentó tranquilizarse y logró decir con voz más calmada-: Señor, no puedo permitirle que siga inmiscuyéndose. Voy a tener que exigirle que deje de entrometerse en la investigación o tendré que… -Y ahí Lynley se calló, deteniéndose a mitad de frase al ver la expresión de satisfacción que cruzó fugazmente el rostro de Hillier.

De repente, se dio cuenta de que su propia ceguera le había conducido a la trampa del subinspector. Y, entonces, comprendió por qué el comisario Webberly siempre había hecho saber a su cuñado cuál de sus hombres debía sucederle, aunque se tratara sólo de una sucesión temporal. Lynley podía dejar el puesto en cualquier momento sin pasar ningún apuro, los demás, no. Él tenía ingresos independientes de la Met. En cuanto a los demás detectives, la Met ponía la comida en la mesa de sus familias y un techo bajo el que cobijarse. Las circunstancias los obligarían a someterse una y otra vez a las directrices de Hillier sin rechistar, porque ninguno podía permitirse el lujo de que lo despidieran. Webberly consideraba que Lynley era el único que tenía la más mínima oportunidad de ejercer algún tipo de control sobre su cuñado.

«Dios sabe que le debo al comisario ese favor», pensó Lynley. Webberly había estado dispuesto a hacer lo mismo por él en muchas ocasiones.

– ¿O? -La voz de Hillier era mortífera.

Lynley buscó un enfoque nuevo.

– Señor, tenemos otro asesinato con el que lidiar. No nos pueden pedir que lidiemos también con los periodistas.

– Sí -dijo Hillier-, otro asesinato. Ha desobedecido directamente una orden, comisario, y será mejor que tenga una buena explicación.

«Al fin hemos llegado al tema», pensó Lynley: la negativa a permitir que Hamish Robson viera la escena del crimen. Cambiar de tema no lo ofuscó.

– Dejé instrucciones en la barrera. Nadie sin identificación accede a la escena del crimen. Robson no la tenía, y los agentes de la barrera no tenían ni idea de quién era. Podría haber sido cualquiera, un periodista, en concreto.

– ¿Y cuándo lo has visto? ¿Cuándo has hablado con él? ¿Cuándo te ha pedido ver las fotos, el vídeo, lo que quedaba de la escena o lo que fuera…?

– Me he negado -dijo Lynley-, pero eso ya lo sabe o no estaríamos hablando de ello.

– Exacto. Y ahora vas a escuchar lo que Robson tiene que decir.

– Señor, si me disculpa, tengo que ver a mi equipo y ponerme a trabajar. Esto es más importante que…

– Mi autoridad está por encima de la tuya -dijo Hillier-, y ahora estás cara a cara con una orden directa.

– Lo comprendo -dijo Lynley-, pero si no ha visto las fotos, no podemos perder el tiempo mientras él…

– Ha visto el vídeo. Ha leído los informes preliminares. -Hillier sonrió fríamente cuando vio la sorpresa de Lynley-. Lo dicho. Mi autoridad está por encima de la tuya, comisario. Así que siéntate. Vas a estar aquí un rato.

Hamish Robson tuvo la cortesía de parecer arrepentido. También tuvo la cortesía de parecer tan incómodo como cualquier hombre intuitivo en su misma situación. Entró en el despacho con un bloc en la mano y un pequeño fajo de papeles que entregó a Hillier. Ladeó la cabeza mirando a Lynley y levantó un hombro con un movimiento rápido y tímido que decía «no ha sido idea mía».

Lynley asintió con la cabeza. No sentía ningún rencor hacia el hombre. Por lo que a él se refería, los dos desempeñaban su trabajo bajo unas condiciones extremadamente difíciles.

Era obvio que Hillier quería que la dominación fuera el tema de la reunión: no se movió de su mesa para ir a la mesa de reuniones en la que había mantenido su coloquio con el jefe de prensa y sus cohortes, y le indicó a Robson que se sentara junto a Lynley delante de él. Los dos juntos acabaron pareciendo dos suplicantes ante el trono del faraón. Sólo les faltaba ponerse de rodillas.

– ¿Qué tienes, Hamish? -le preguntó Hillier, absteniéndose de hacer los preliminares de rigor.

Robson se colocó la libreta sobre las rodillas. Parecía como si le ardiera la cara y, por un momento, Lynley le compadeció. Volvía a estar en medio de los dos.

– Con los crímenes anteriores -dijo Robson, y pareció no saber cómo salvar exactamente la tensión que había entre los dos agentes de la Met-, el asesino alcanzó la sensación de omnipotencia que buscaba a través de la mecánica evidente del crimen: me refiero a secuestrar a la víctima, atarla y amordazarla, llevar a cabo el ritual de quemarla y rajarla. Pero en este caso, en Queen's Wood, estas conductas anteriores no bastaron. Lo que obtuviera con los crímenes anteriores, seguiremos postulando que era poder, se le negó en éste. Eso desencadenó una cólera en él que no había sentido hasta el momento. E imagino que fue una cólera que le sorprendió, ya que, sin duda, ha elaborado una razón lógica de por qué asesina a estos chicos, y la ira nunca había entrado en la ecuación. Pero ahora la ha sentido porque ha visto coartado su deseo de poder, y ha experimentado la urgencia repentina de castigar lo que considera un desafío de su víctima. La víctima se ha convertido en responsable por no dar al asesino lo que obtuvo de las demás víctimas.

Robson miraba sus notas mientras hablaba, pero entonces levantó la cabeza, como si necesitara que le dijeran que podía continuar. Lynley no dijo nada. Hillier asintió con brusquedad.

– Así que con este chico ha recurrido al abuso físico antes de matarlo -dijo Robson-. Y después no ha sentido ningún remordimiento por el crimen: el cuerpo no está expuesto y colocado como una efigie, sino que lo ha dejado tirado. Y lo ha dejado en un sitio donde podrían haber pasado días antes de que alguien lo encontrara, así que podemos suponer que el asesino sigue la investigación y ahora se esfuerza no sólo por no dejar pruebas en la escena sino también por no arriesgarse a que lo vean. Imagino que ya habrán hablado con él. Sabe que lo están cercando y, en lo sucesivo, no tiene ninguna intención de darles nada que lo relacione con los crímenes.

– ¿Por eso esta vez no hay marcas de ataduras? -preguntó Lynley.

– No lo creo. Más bien se trata de que, antes de este asesinato en concreto, el asesino creía haber alcanzado el nivel de omnipotencia que ha buscado durante la mayor parte de su vida. Esta sensación ilusoria de poder lo llevó a creer que ni siquiera tenía que inmovilizar a su siguiente víctima. Pero, al no estar atado, resulta que el chico se resistió, así que tuvo que acabar con él personalmente, y, en lugar de utilizar el garrote, el asesino lo ha estrangulado con las manos. Sólo si lo hacía él, podía recobrar la sensación de poder, cuya necesidad es lo que le empuja a matar en primer lugar.

– Entonces, ¿cuál es tu conclusión? -preguntó Hillier.

– Que se están enfrentando a una personalidad incompetente. O bien está dominado por los demás o se imagina que está dominado por los demás. No tiene ni idea de cómo salir de situaciones en las que se considere menos poderoso que las personas que lo rodean y, en concreto, no tiene ni idea de cómo salir de la situación en la que se encuentra en estos momentos.

– La situación de matar, ¿quiere decir? -aclaró Hillier.

– No, no -dijo Robson-. Se siente perfectamente capaz de aventajar a la policía si le persiguen por estos asesinatos. Pero, en su vida personal, se siente atrapado por algo. Y de un modo en el que no ve escapatoria posible. Podría ser el trabajo, un matrimonio fracasado, una relación con sus padres en la que tiene más responsabilidad de la que le gustaría, una relación con sus padres en la que lleva tiempo siendo el débil, algún tipo de problema económico que oculta a su esposa o compañera. Ese tipo de cosas.

– Pero ¿dices que sabe que estamos tras su pista? -dijo Hillier-. ¿Hemos hablado con él? ¿Hemos estado en contacto con él de algún modo?

Robson asintió.

– Cualquiera de esas opciones es posible -dijo-. ¿Y este último cuerpo, comisario? -Su último comentario iba dirigido sólo a Lynley-. Todo en este cuerpo sugiere que se ha acercado al asesino más de lo que imagina.

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