lrike Ellis se dijo que no tenía motivo alguno para sentirse culpable. Lamentaba la muerte de Davey Benton como habría lamentado la muerte de cualquier chico cuyo cadáver hubieran hallado tirado como basura en el bosque. Pero la verdad era que Davey Benton no era usuario de Coloso y celebraba que, con aquella revelación, se disiparan las sospechas de que un adulto de Coloso estuviera implicado en su asesinato.
Por supuesto, la policía no le había dicho nada al respecto cuando los llamó. Era una conclusión a la que había llegado ella. Pero el detective con el que habló dijo «muy bien, señora» en un tono que sugería que estaba tachando algo importante de su lista, y eso sólo podía significar que se había disipado una nube, en concreto, la nube de sospechas de toda una brigada de homicidios de New Scotland Yard.
Los había llamado antes para pedirles que le dieran el nombre del chico cuyo cadáver había aparecido en Queen's Wood. Había telefoneado de nuevo con gran alegría, aunque se esforzó muchísimo por no mostrarla, con la información de que no tenían registrado a ningún usuario que se llamara Davey Benton. Entre una llamada y la otra, repasó los historiales. Revisó las copias impresas de los archivos y examinó todo lo que Coloso tenía almacenado en los ordenadores. Miró las fichas que habían rellenado los chicos que habían expresado su interés por programas de ayuda a la comunidad que Coloso había ofrecido por todo Londres durante el año anterior. Y llamó a los servicios sociales para preguntarles por el chico, y le dijeron que no le tenían registrado y que nunca habían recomendado la intervención de Coloso.
Al final de todo aquello, se sintió aliviada. Después de todo, el horror de los asesinatos en serie no tenía relación con Coloso. Tampoco había llegado a pensar que así fuera…
Sin embargo, una llamada de esa agente poco atractiva con los dientes partidos y mal peinada encendió la luz de alarma en la pantalla de su tranquilidad. La policía estaba trabajando en otra conexión.
– ¿Ha organizado Coloso algún espectáculo para sus usuarios? -preguntó la detective-. ¿Para celebrar alguna ocasión especial, quizá?
Cuando Ulrike le preguntó a la mujer qué clase de espectáculo, ésta le contestó:
– Magia, por ejemplo. ¿Alguna vez han hecho algo así?
Ulrike le contestó, tan amablemente como pudo, que tendría que investigarlo, porque los chicos sí hacían excursiones que formaban parte del curso de orientación, aunque eran excursiones que consistían en actividades físicas, como ir en barca, caminar por la montaña, en bici o de acampada. Aun así, siempre cabía la posibilidad, y Ulrike no quería dejar piedra por mover. Así que le pidió que volviera a llamar.
Se puso a averiguarlo. Necesitaba repasar de nuevo los archivos. También se lo preguntó a Jack Veness, porque, si alguien sabía lo que sucedía en cada recoveco de Coloso, era Jack, quien ya trabajaba allí antes de que Ulrike entrara en escena.
– ¿Magia? -dijo Jack, y levantó una ceja pelirroja y rala-. ¿Sacar conejos de un sombrero y esas cosas? ¿Qué busca ahora la poli? -Siguió contándole que nunca había oído que se celebraran espectáculos de magia en Coloso o que alguno de los grupos de orientación hubiera asistido a alguno-. Estos chicos -dijo al tiempo que movía la cabeza hacia el interior del edificio, donde los chicos estaban ocupados con sus cursos de orientación u otras clases- no son de los que se vuelven locos por la magia, ¿verdad, Ulrike?
Sabía que no, y no le hacía ninguna falta que Jack Veness se lo dijera. Tampoco le hacía ninguna falta ver a Jack sonriendo con suficiencia ni al pensar en esos chicos sentados en semicírculo mirando embelesados a un mago actuando, ni al pensar en ella, Ulrike Ellis, la supuesta jefa de la organización, que se estaba planteando que sus tozudos usuarios pudieran disfrutar de un espectáculo como ése.
A Jack había que ponerlo en su sitio cada pocos días. Ulrike hizo los honores.
– ¿Te divierte la búsqueda de un asesino, Jack? Y si así es, ¿por qué podría ser?
Aquello borró de su rostro la sonrisa de suficiencia. La sustituyó la hostilidad.
– ¿Por qué no te tranquilizas, Ulrike? -dijo.
– Ve con cuidado -le dijo ella, y se marchó.
Se fue a recabar más información que ofrecer a la policía. Pero, cuando llamó para transmitir el mensaje de que nadie en Coloso había invitado a un mago al centro o llevado a un grupo a ver a uno, no parecieron impresionados. El policía que atendió su llamada simplemente repitió las palabras de su miserable compañero, como alguien que leyera un guión.
– Muy bien, señora -dijo, y le comentó que comunicaría la información.
– Pero ve que esto tiene que significar… -dijo ella, pero ya había colgado y sabía qué quería decir aquello: que iba a hacer falta aun más para que la policía dejara en paz a Coloso, e iba a tener que buscarlo.
Intentó pensar en un modo sutil de hacerlo que no le acarreara futuros problemas con los trabajadores o, incluso, una acción colectiva contra ella. Sabía que un líder eficaz no tenía que preocuparse por lo que pensaran los demás, pero ese líder también tenía que ser un animal político que supiera cómo convertir una actuación en un paso razonable en la dirección correcta, independientemente de cuál fuera la actuación. Pero no sabía cómo hacer que su siguiente movimiento no pareciera una declaración de desconfianza. El mismo esfuerzo de planificar un enfoque hacía que le dolieran tanto los dientes que se preguntó si había aplazado demasiado la visita al dentista. Buscó en los cajones una caja de paracetamol y se tomó dos pastillas con un trago de café que llevaba mucho tiempo junto al teléfono. Luego fue a la búsqueda de… decidió llamarlo exculpación. No para ella, sino para los demás. Se dijo que, independientemente lo que descubriera, informaría de ello a la policía. No albergaba ninguna duda de que Coloso no escondía a ningún asesino. Pero sabía que tenía que parecer sensata a la policía, sobre todo después de mentir al decir que Jared Salvatore no era usuario suyo. Tenía que parecer que estaba dispuesta a colaborar. Tenía que demostrar un cambio. Tenía que alejarlos de Coloso.
Decidió pasar de Jack Veness por el momento y fue a buscar a Griff. Por la ventana de la sala de orientación vio que estaba reunido con su grupo nuevo de chicos y el rotafolios indicaba que estaba evaluando su última actividad. Le hizo una señal cuando la miró. ¿Podemos hablar?, decía. Griff le mostró cinco dedos y una media sonrisa que transmitía lo equivocado que estaba respecto por qué Ulrike quería hablar con él. Daba igual, pensó. Que pensara que quería engatusarle para llevarlo a la cama otra vez. Quizás así lograría que se mostrara menos receloso de hablar con ella, lo cual estaba bien. Asintió con la cabeza y fue a buscar a Neil Greenham.
Pero, en su lugar, encontró a Robbie Kilfoyle, en la cocina de prácticas, preparando una clase de cocina. Estaba sacando cuencos y sartenes de los armarios del aula, siguiendo la lista que le había dado el instructor. Ulrike decidió empezar por él. Le preguntó qué sabía de Robbie aparte de que, tiempo atrás, había tenido problemas con la ley por mirón, según había revelado el control de la Oficina de Antecedentes Delictivos. Lo había aceptado de voluntario de todos modos porque lo necesitaban, y los voluntarios nunca salían de la nada. En aquel momento, se había convencido a sí misma de que la gente podía cambiar. Pero ahora lo miraba con ojos más críticos y se dio cuenta de que llevaba una gorra de béisbol…, igual que el retrato robot del asesino en serie.
«Dios mío, Dios mío, Dios mío», pensó, temerosa de haber llevado a un asesino allí…
Pero, si ella sabía cómo era el retrato robot del posible asesino porque lo había visto en el Evening Standard y también en Alerta criminal, ¿no era razonable pensar que Robbie Kilfoyle también lo sabía? Y, si lo sabía y era el asesino, ¿por qué diablos iba por ahí con esa gorra de Eurodisney? A menos, claro estaba, que la llevara porque sabía lo raro que parecería dejar de llevarla justo después de que se emitiera Alerta criminal. O quizá realmente era el asesino y, como creía que no iban a pillarlo, era tan gallito que había decidido aparecer delante de ella y de lodos los demás con la gorra de Eurodisney en la cabeza, como si agitara un pañuelo rojo delante de un toro… O quizás era increíblemente estúpido… o no miraba la televisión ni leía el periódico o… Dios mío… Dios mío…
– ¿Pasa algo, Ulrike?
La pregunta de Robbie la obligó a volver en sí. El dolor se había trasladado de las muelas al pecho: otra vez el corazón. Tenía que hacerse una revisión a fondo, de la cabeza a los pies.
– Lo siento. ¿Me he quedado mirándote?
– Bueno… sí. -Robbie dejó unos cuencos grandes sobre la encimera, espaciándolos para que los chicos de la clase tuvieran espacio-. Van a preparar pudín de Yorkshire -le dijo a la vez que señalaba con la cabeza la lista que había colocado en la tabla de corcho que había encima del fregadero-. Mi madre lo cocinaba todos los domingos. ¿Y tú?
Ulrike aprovechó la oportunidad.
– No lo probé hasta que llegamos a Inglaterra. Mi madre no lo preparaba en Sudáfrica. No sé por qué.
– ¿No hacía rosbif?
– La verdad es que no me acuerdo. Seguramente no. ¿Te ayudo?
Miró a su alrededor. Pareció desconfiar. Ulrike podía entenderlo, puesto que era la primera vez que se ofrecía. Ni siquiera había hablado nunca con él, aparte de al principio, cuando lo había aceptado en Coloso. Anotó mentalmente que debía hablar desde ese momento en adelante al menos una vez al día con todo el mundo.
– No hay mucho que hacer, pero supongo que podría conversar un poco.
Ulrike se acercó a la tabla de corcho y miró la lista: huevos y harina, aceite, sartenes, sal y leche. Sin duda, no hacía falta ser un genio para preparar pudín de Yorkshire. Volvió a anotar mentalmente que tenía que hablar con el instructor para que planteara retos mayores a los chicos.
Buscó en su cabeza algo que supiera de Robbie, aparte del hecho de que fuera un ex acechador.
– ¿Cómo va el trabajo? -le preguntó.
El la miró con sarcasmo.
– ¿Te refieres al reparto de sandwiches? Es una forma de ganarme la vida. Bueno -dijo entonces con una sonrisa-, es casi una forma de ganarme la vida. No me importaría dedicarme a algo mejor, sinceramente.
Ulrike se tomó aquello como una indirecta. Se veía que buscaba un trabajo fijo en Coloso. Un trabajo remunerado. No podía culparlo.
Robbie pareció leerle el pensamiento. Dejó de verter la harina de una bolsa en un gran cuenco de plástico.
– Soy capaz de trabajar muy bien en equipo, Ulrike -dijo-, si me dieras una pequeña oportunidad.
– Sí. Sé que es lo que quieres. Lo estamos estudiando. Cuando abramos el centro al otro lado del río, estás el primero de la lista para realizar las orientaciones.
– No me tomas el pelo, ¿verdad?
– ¿Por qué debería hacerlo?
Robbie dejó la bolsa de harina en la encimera.
– Mira, no soy estúpido. Sé lo que pasa aquí. La poli ha hablado conmigo.
– Han hablado con todo el mundo.
– Sí, vale. Pero también han hablado con mis vecinos. Llevo toda la vida viviendo allí, así que los vecinos me han contado que la poli había ido a verlos. Supongo que están a un paso de vigilarme.
– ¿Vigilarte? -Ulrike intentó que su tono pareciera natural-. ¿A ti? No puede ser. ¿Adonde vas que quieran vigilarte?
– A ningún sitio. Bueno, hay un hotel cerca que tiene un bar. Es a donde voy cuando necesito perder de vista a mi padre. Ni que fuera delito o algo.
– Padres -dijo ella-. A veces, uno necesita alejarse de ellos, ¿verdad?
Robbie frunció el ceño. Dejó de hacer lo que estaba haciendo y se quedó un momento en silencio
– ¿Alejarse? -dijo entonces-. ¿Por qué lo dices?
– Por nada. Es sólo que mi madre y yo discutimos, así que supongo que he pensado… Bueno, supongo que es el rollo de ser del mismo sexo. Dos adultos del mismo sexo en la misma casa empiezan a desquiciarse el uno al otro.
– Mientras veamos la tele, papá y yo no tenemos ningún problema -la informó.
– Vaya, qué suerte. ¿Lo hacéis mucho? Ver la tele, quiero decir.
– Sí. Vemos los reality shows. Estamos enganchados. De hecho, la otra noche vimos…
– ¿Qué noche fue?
Se percató de que había formulado la pregunta demasiado deprisa. De repente, una expresión de astucia que no había visto nunca apareció en el rostro de Robbie. Cogió los huevos de la nevera, y se puso a contarlos con cuidado como si se concentrara en desplegar su diligencia. Ulrike esperó a ver si contestaba.
– La noche antes de que encontraran a ese chico en el bosque -dijo al fin con mucha educación-. Vimos el programa ese del yate. Navegantes. ¿Lo conoces? Lo pasan en la televisión por cable. Apostamos a ver a quién expulsan. ¿Tú tienes cable, Ulrike?
Tuvo que admirar de mala gana el modo en el que había descartado ofenderse para colaborar. Le debía algo.
– Lo siento, Rob -dijo Ulrike.
Robbie se tomó su tiempo antes de encogerse de hombros.
– No pasa nada, supongo. Pero lo que sí me pregunto es por qué has venido a hablar conmigo.
– Estás en la lista para un trabajo remunerado, en serio.
– Ya, vale -dijo-. Será mejor que acabe con esto.
Ulrike dejó que Robbie continuara con lo que estaba haciendo. Se sentía incómoda, pero llegó a la conclusión de que no podía permitirse el lujo de dejar que le importaran los sentimientos de la gente, ni siquiera los suyos. Más adelante, cuando las cosas volvieran a la normalidad, rectificaría. Ahora, había preocupaciones más urgentes.
Así que decidió renunciar a andarse con tantos rodeos. Encontró a Neil Greenham y se le lanzó directamente a la yugular.
Estaba solo en el aula de informática, trabajando en una de las páginas web de los chicos. Como era típico en los usuarios de Coloso, la página era negra y mostraba gráficos góticos.
– Neil, ¿qué hiciste el día ocho? -le preguntó.
Neil apuntó algo en el bloc que tenía junto al ratón. Ulrike vio que un músculo de su mandíbula rechoncha se tensaba.
– A ver, Ulrike. Me imagino que querrás saber si estaba asesinando a un pobre crío en el bosque.
Ella no dijo nada. Que pensara lo que quisiera.
– ¿Has preguntado a los demás? -le preguntó-. ¿O yo soy el afortunado?
– ¿No puedes responder la pregunta simplemente, Neil?
– Sí puedo, por supuesto. Pero que quiera hacerlo es otro tema.
– Neil, no es nada personal -le dijo-. Ya he hablado con Robbie Kilfoyle. Y tengo intención de hablar también con Jack.
– ¿Qué hay de Griff? ¿O es que él no aparece en la pantalla de tu radar de asesinos? Ahora que haces de soplona para la policía, pensaba que querrías empezar a practicar la objetividad.
Ulrike notó que se ponía colorada. Humillación, no ira. Pensaba que habían tenido cuidado. Nadie puede saberlo, le había dicho a Griff. Pero al final no había importado. Cuando permitías que la tontería venciera a la prudencia, no hacía falta colgar un anuncio precisamente.
– ¿Piensas contestar a mi pregunta? -le dijo.
– Sin duda -respondió-, cuando me pregunte la policía. Y supongo que me preguntará. Te asegurarás de ello, ¿verdad?
– Esto no tiene que ver conmigo -le dijo-. No tiene que ver con nadie. Tiene que ver con…
– Coloso -Neil terminó la frase por ella-. Bien, Ulrike. Siempre tiene que ver con Coloso, ¿verdad? Ahora, si me disculpas, tengo cosas que hacer. Pero, si quieres un atajo, llama a mi madre. Será mi coartada. Claro que soy su ojito derecho, así que puede ser que le haya dicho que mienta cuando venga alguien a husmear y hacer preguntas. Pero es el riesgo que correrás con todos nosotros, de todos modos. Que tengas un buen día.
Se puso a trabajar de nuevo con el ordenador. Su rostro, ya usualmente rubicundo, se puso todavía más rubicundo.
Con Jack Veness fue más sencillo.
– Miller and Grindstone. Mierda, Ulrike, es donde estoy siempre. ¿Por qué diablos haces esto de todas formas? ¿No tenemos ya suficientes problemas?
Así era. Estaba empeorando las cosas, pero no podía evitarse. Tenía que tener algo para darle a la policía. Aunque eso significara comprobar todas las coartadas ella misma: el padre de Robbie, la madre de Neil, el dueño del Miller and Grindstone… Estaba dispuesta a hacerlo, y era capaz de hacerlo porque no tenía miedo. Tenía que serlo porque había mucho en juego…
– ¿Ulrike? ¿Qué ha pasado? Pensaba que había dicho cinco minutos.
Griff había ido a la recepción. Parecía confuso, ya podía estarlo, puesto que siempre que le había dicho cuándo aparecer en su órbita, ella había estado allí como un satélite dependiente.
– Tenemos que hablar -dijo-. ¿Tienes tiempo? -Claro. Los chicos están trabajando en el círculo de confianza. ¿Qué sucede? Jack habló.
– Ulrike lo ha retomado donde lo dejó la poli. -Ya basta, Jack -dijo Ulrike, y a Griff-: ven conmigo. Él la siguió hasta su despacho y cerró la puerta. Ni el enfoque indirecto ni el directo habían tenido éxito sin que nadie se ofendiera, así que pensó que no importaba cómo tratara el tema con Griff. Abrió la boca para hablar, pero él se adelantó.
– Me alegro de que me pidieras que habláramos, Rike -dijo a la vez que se pasaba los dedos por ese cabello suyo-. Quería que habláramos.
– ¿De qué? -dijo antes de pensarlo bien. Rike, le susurraba eso al oído. Un gemido que acompañaba al orgasmo: Rike, Rike.
– Te echo de menos. No me gusta cómo parece que han acabado las cosas entre nosotros. No me gusta que parezca que las cosas han acabado. Lo que dijiste sobre mí, eso de que había sido un buen polvo, me dolió. Nunca pensé que fuera eso para ti. No se trataba de follar, Rike.
– ¿Ah, no? ¿De qué se trataba entonces? Griff se había quedado junto a la puerta; Ulrike, delante de la mesa. Él se movió, pero no hacia ella, sino que se acercó a la estantería y pareció examinarla. Al final, cogió la fotografía en la que Nelson Mándela estaba entre Ulrike y su padre.
– De ella -dijo-, de esta niña de la foto y todo aquello en lo que creía entonces y sigue creyendo ahora, de su pasión, de la vitalidad que tiene dentro. De eso se trata. -Volvió a colocar la fotografía en su sitio y la miró-. Aún la llevas dentro. Eso es lo que es tan cautivador. Lo fue desde el principio y aún lo es.
Se metió las manos en los bolsillos de atrás de los vaqueros. Eran estrechos, como siempre, y se le ajustaban por la parte de delante. Veía la forma de su pene. Apartó la mirada.
– Las cosas son una locura en casa -prosiguió-. Últimamente no he sido yo mismo, y lo siento. Arabella tiene las hormonas disparadas, la niña tiene cólicos. El negocio de estampación no va muy bien ahora mismo. He tenido demasiadas cosas en la cabeza. Comenzaba a verte como algo más a lo que tenía que enfrentarme, y no te he tratado bien.
– Sí. Así es.
– Pero no quiere decir, no pretendía decir, que no quisiera estar contigo. En ese momento, la complicación…
– La vida no tiene por qué ser complicada -le dijo Ulrike-. Tú has hecho que lo sea.
– Rike, no puedo dejarla. Aún no. No con la niña. No sería bueno para ti ni para nadie. Tienes que entenderlo.
– Nadie te pidió que la dejaras.
– íbamos por ese camino, y lo sabes.
Ulrike se quedó callada. Sabía que tenía que hacer que volvieran al tema de por qué había querido hablar con él, pero aquellos ojos negros la distraían y, a la vez, la arrastraban al pasado, a la sensación de tenerle cerca, al calor de su cuerpo, a aquel momento embriagador en que la penetraba. Eran más que carne con carne, eran alma con alma.
Se resistió a la fuerza de los recuerdos.
– Sí. Bueno. Quizá si íbamos por ahí -dijo.
– Sabes que es así. Veías lo que sentía. Lo que aún siento…
Se acercó a ella. Ulrike sintió el pulso débil y acelerado en la garganta. El fuego crecía en su interior y descendía a sus genitales. Notó la humedad desesperante a pesar de no quererlo.
– Era algo animal -dijo-. Sólo un tonto lo confundiría por amor de verdad.
Tenía a drill lo bastante cerca como para captar su olor. No era la loción. Ni la colonia ni el masaje. Era su olor, la combinación de cabello, piel y sexo.
Griff alargó la mano y la tocó: le rozó la sien con los dedos, describiendo un cuarto de círculo hasta su oreja. Le acarició el lóbulo. Bajó un dedo hasta su mandíbula. Luego, dejó caer la mano.
– Aún estamos bien, ¿verdad? -preguntó-. ¿En el fondo?
– Griff, escucha -dijo ella, pero oyó la poca convicción que había en su voz. El también la oiría. Y sabría lo que significaba. Porque significaba… Oh, estar cerca de él, el olor y la fuerza. Que la sujetara, que sus manos aprisionaran las de ella en el colchón, y su beso, su beso… Sus caderas se movían rítmicamente y luego se ladeaban, porque nada importaba entonces o incluso después, excepto desear, tener y saciarse.
Sabía que él también lo sentía. Sabía que si bajaba la mirada vería la prueba tras el vaquero estrecho.
– ¿Escuchar qué, Rike? -dijo Griff bruscamente-. ¿Mi corazón? ¿El tuyo? ¿Qué nos están diciendo? Quiero que volvamos. Es una locura. Una estupidez. No puedo ofrecerte nada ahora mismo aparte del hecho de que quiero estar contigo. No sé que nos deparará el futuro. Podríamos morir los dos. Pero ahora lo que quiero es estar contigo.
Entonces, cuando la besó, ella no rechazó su abrazo. Su boca encontró la de ella, y luego su lengua la obligó a abrir la boca.
Ulrike se apoyó en la mesa, y Griff se movió con ella, por lo que notó su reclamo duro y ardiente contra su cuerpo.
– Déjame volver, Rike -le susurró.
Ella le pasó los brazos alrededor del cuello y lo besó con avidez. El peligro estaba en todas partes, pero no le importaba. Posó sus manos en el pelo de él para sentir su sedosidad entre los dedos.
La boca de él besaba su cuello mientras buscaba sus pechos con las manos. Su cuerpo la aplastaba, y el deseo de tenerlo también, combinado con la indiferencia absoluta por que los descubrieran.
«Iremos deprisa», se dijo. Pero no podían separarse hasta que…
Cremalleras, ropa interior y el gemido de placer de ambos cuando la subió a la mesa y la penetró. Su boca en la de él, sus brazos enredados, los de él colocaban su cadera en posición, y, a continuación, llegaba el empuje brutal de su cuerpo que nunca sería lo bastante fuerte ni lo bastante brutal. Y entonces Ulrike sintió la contracción y la descarga y, un momento después, el gemido de placer de Griff. Y se apretaron el uno contra el otro como tenía que ser, a salvo, en menos de sesenta segundos.
Se separaron despacio. Ulrike vio que él se había sonrojado. Sabía que ella también.
Griff respiraba deprisa y parecía atónito.
– No quería que pasara esto -dijo él.
– Yo tampoco.
– Es lo que somos juntos.
– Sí. Lo sé.
– No puedo dejar que termine. Lo he intentado. Lo reconozco. Pero no funciona porque te veo y…
– Lo sé -dijo ella-. Yo siento lo mismo.
Se vistió. Ya lo notaba saliendo de ella, y sabía que llevaba en todo el cuerpo el olor a su sexo. Debería importarle, pero no era así.
Él sentía lo mismo. Tenía que sentirlo porque la atrajo hacia él y la besó.
– Voy a encontrar la manera -dijo entonces.
Ella lo besó.
El resto de Coloso no existía, ahí fuera, tras la puerta de su despacho.
Al final, Griff apartó los labios de los de ella. Siguió abrazándola, apretando su cabeza contra el hombro.
– Estarás a mi lado, ¿verdad? -le dijo-. Siempre lo estarás, ¿verdad, Rike?
Ella levantó la cabeza.
– Me parece que no voy a ningún lado -contestó.
– Me alegro. Ahora estamos juntos. Siempre.
– Sí.
Le acarició la mejilla. Volvió a apoyarle la cabeza en su hombro y la abrazó.
– ¿Lo dirás?
– Aja.
– ¿Rike? ¿Dirás que…?
Ella levantó la cabeza.
– ¿Qué?
– Que estamos juntos, que queremos estar juntos, sabemos que no está bien, pero no podemos evitarlo. Así que, cuando tengamos la oportunidad, nada importará. El momento, el día, lo que sea. Haremos lo que tenemos que hacer.
Ulrike vio sus ojos serios y el detenimiento con el que la miraban, y notó que el aire se volvía frío.
– ¿De qué estás hablando?
Griff se rió como un amante, tierno e indulgente. Ella se apartó.
– ¿Qué pasa? -preguntó él.
– ¿Dónde estabas? -le dijo Ulrike-. Dime dónde estabas.
– ¿Yo? ¿Cuándo?
– Ya sabes cuándo, Griffin. Porque todo va de esto. -Con la mano, los señaló a ellos, al despacho, al interludio que acaban de interpretar-. De ti, Dios mío, siempre va de ti. De tenerme tan loca por ti que haría lo que fuera. La policía viene aquí, y la última persona a la que quiero que investiguen es el hombre al que me estoy follando a escondidas.
Griff la miró con incredulidad, pero ella no se dejó engañar. Ni tampoco la conmovió la inocencia herida que la sustituyó. Dondequiera que estuviera el día ocho, necesitaba una coartada. Y había supuesto alegremente que ella se la proporcionaría; tenía la certidumbre de que eran los amantes desventurados que el destino había querido que fueran.
– Cabrón egocéntrico de mierda -le dijo.
– Rike…
– Sal de aquí. Sal de mi vida.
– ¿Qué? ¿Me estás despidiendo?
Ella se rió, un sonido duro cuya carcajada iba dirigida sólo a ella y su estupidez.
– Siempre se reduce a eso, ¿verdad?
– ¿A qué se reduce?
– A ti. No, no te estoy despidiendo. Sería demasiado fácil. Quiero que estés aquí, donde pueda controlarte. Quiero que saltes cuando yo lo diga. Pienso vigilarte.
– Pero ¿le dirás a la policía que…? -dijo aún por increíble que pareciera.
– Créeme. Les diré lo que quieran saber.
Lynley decidió que le debía a Havers estar en el segundo interrogatorio a Barry Minshall, puesto que ella era quien le había echado el guante.
Así que fue a buscarla al centro de coordinación, donde estaba investigando los antecedentes del vendedor de sales de baño del mercado de Stables. Sólo le dijo que lo acompañara. Mientras bajaban por las escaleras al aparcamiento subterráneo, la puso al corriente.
– Apuesto a que busca un trato -le dijo Barbara cuando Lynley le contó que Barry Minshall estaba dispuesto a hablar-. Ese tipo tiene tantos trapos sucios que lavar que va a necesitar una fábrica entera de detergente para que quede limpia. Acuérdese de lo que le digo. ¿Se lo ofrecerá, señor?
– Eran niños, Havers, recién salidos de la infancia. No quitaré valor a sus vidas dándole a su asesino más opción que la que tiene: cadena perpetua en un entorno muy desagradable donde los pederastas son los internos menos populares.
– Podré vivir con ello -le dijo Havers.
Pese a que Havers estaba de acuerdo con él, Lynley sintió la necesidad de decir más, como si estuvieran debatiendo algo. Le parecía que sólo golpeando fuerte se podría erradicar la enfermedad que comenzaba a asolar la sociedad.
– En algún momento, Havers, tendremos que ser un país sin niños malogrados. Tenemos que superar eso de ser un sitio donde pasa de todo y nada importa. Créeme, estaré encantado de utilizar al señor Minshall para dar una lección a aquellos que creen que los chicos de doce y trece años son mercancía desechable parecida a los envases de curry para llevar. -Se detuvo en uno de los descansillos y, luego, la miró-. Vaya sermón -dijo arrepentido-. Lo siento.
– Tranquilo. Tiene derecho. -Levantó la cabeza para señalar los pisos superiores del edificio Victoria-. Pero, señor… -Parecía indecisa, algo totalmente impropio de ella. Se lanzó-: Ese Coisico…
– El periodista incrustado de Hillier. No podemos hacer nada. No atiende a razones, como ha hecho desde el principio.
– El tipo no sobrepasa los límites -le tranquilizó-. No es eso. No está mirando nada y las únicas preguntas que hace son sobre usted. Hillier ha dicho que sólo va escribir artículos sobre la gente, pero creo que…
Pareció inquieta. Lynley veía que quería fumar, lo cual era, desde hacía tiempo, la forma que tenía Havers de armarse de valor. Lynley acabó su idea:
– No es buena idea. Que se abra un foro público sobre los investigadores.
– No hay derecho -dijo Barbara-. No quiero que este tipo husmee en el cajón de mis bragas.
– Le he dicho a Dee Harriman que le suelte tal rollo sobre mí que estará días ocupado rastreando los detalles de mi deshonroso pasado, que le he ordenado que adorne tanto como quiera: Eton, Oxford, Howenstow, mis muchas aventuras amorosas, actividades de la flor y nata, como navegar, cazar faisanes, zorros…
– No me joda que usted…
– Claro que no. Bueno, una vez cuando tenía diez años, y no me gustó nada. Pero Dee puede hablarle de eso así como de las docenas de bailarinas que danzan según me plazca, si hace falta. Quiero que este tipo no se meta en la vida de nadie más por un tiempo. Si Dios quiere, y si Dee hace su trabajo y las personas con las que Corsico hable captan la jugada, habremos resuelto el caso antes de que se ponga a escribir un artículo sobre nadie más.
– No querrá que su careto aparezca en la portada de The Source -le dijo ella mientras seguían bajando las escaleras.
– Es lo último que quiero. Pero si que mi cara aparezca en la portada de The Source mantiene al periódico alejado de todo lo demás que tiene que ver con este caso, estoy dispuesto a soportar la vergüenza.
Se dirigieron cada uno a su coche; estaba oscureciendo, y la comisaría de Holmes Street se encontraba lo bastante cerca de donde vivía Havers como para que fuera lógico que se marchara a casa después de charlar con Barry Minshall.
Siguió a Lynley por Londres en su Mini renqueante, después de unos momentos llenos de expectación en el aparcamiento preguntándose si el coche arrancaría o no.
En la comisaría de Holmes Street, los estaban esperando. Tuvieron que ir a buscar a James Barty, el abogado de Minshall, lo que supuso esperar con impaciencia veinte minutos en una sala de interrogatorios y decir que no al té de la tarde. Cuando por fin apareció Barty, con migas de bollo en la comisura de su boca, pronto resultó evidente que no tenía ni idea de por qué su cliente había decidido hablar. Sin duda, el abogado no había instado a Minshall a hacerlo. Prefería esperar a ver qué tenía que ofrecer la policía, les informó Barty. En general, siempre había algo detrás cuando se formulaba una acusación de asesinato tan deprisa, ¿no opinaba lo mismo el comisario?
La llegada de Barry Minshall impidió que Lynley respondiera. El mago entró, el sargento de guardia lo había traído de su celda. Llevaba puestas las gafas de sol. Estaba igual que el día anterior, salvo por las mejillas y la barbilla, que mostraban una barba blanca incipiente.
– ¿Qué le parece el alojamiento? -le preguntó Havers-. ¿Ya empieza a gustarle?
Minshall no le hizo caso. Lynley encendió la grabadora, dijo la fecha, la hora y las personas presentes.
– Ha solicitado hablar con nosotros, señor Minshall. ¿Qué es lo que le gustaría decir?
– No soy un asesino. -Minshall sacó la lengua y se la pasó por los labios, un movimiento de lagarto de carne incolora sobre carne incolora.
– ¿En serio cree que esa furgoneta suya no va a darnos ninguna huella de aquí al viernes? -preguntó Havers-. Por no hablar de su piso. ¿Cuándo lo limpió por última vez? Creo que hay más pruebas ahí dentro que en un matadero.
– No estoy diciendo que no conociera a Davey Benton, o a los otros. A los chicos de las fotografías, los conocí y los conozco. Nuestros caminos se cruzaron y nos hicimos… amigos, puede llamarlo; o maestro y alumno; o mentor y… lo que sea. Así que reconozco haberlos llevado a mi piso: a Davey Benton y a los chicos de las fotos. Pero la razón era enseñarles trucos de magia para que, cuando me invitaran al cumpleaños de algún niño, no hubiera duda de que… -Tragó saliva sonoramente-. Miren, la gente no se fía y ¿por qué debería hacerlo? Alguien disfrazado de Papá Noel se sube a una niña a las rodillas y le mete la mano en las bragas. Un payaso va a la unidad de pediatría de un hospital y se lleva a un crío al cuarto de la ropa blanca. Está donde se mire, y necesito una forma de demostrar a los padres que no tienen nada que temer conmigo. Un ayudante siempre tranquiliza a los padres, para eso estaba enseñando a Davey.
– Para que fuera su ayudante -repitió Havers.
– Correcto.
Lynley se inclinó hacia delante, meneando la cabeza con incredulidad.
– Voy a poner fin a esta entrevista… -Miró su reloj y dijo la hora. Apagó la grabadora, se levantó y dijo-: Havers, hemos perdido el tiempo. Nos vemos mañana.
Havers parecía sorprendida, pero también se levantó.
– Muy bien -dijo, y lo siguió hacia la puerta.
– Esperen -dijo Minshall-. No he…
Lynley se dio la vuelta.
– No, espere usted, señor Minshall. Y escúcheme también: posesión y divulgación de pornografía infantil, abusos sexuales, pedofilia, asesinato.
– Yo no…
– No voy a quedarme aquí sentado escuchándole alegar que dirigía usted una escuela para pequeños magos. Lo vieron con ese chico en el mercado y en su casa. Sabe Dios dónde más porque justo acabamos de empezar. Habrá rastros de él relacionados con usted por todas partes, y habrá rastros de usted en su cuerpo.
– No van a encontrar…
– Claro que sí. Y el abogado que esté dispuesto a aceptar su caso las pasará canutas para explicárselo todo a un jurado ávido por encerrarlo por poner sus sucias manos en un niño pequeño.
– No eran pequeños… -Minshall se contuvo. Se dejó caer contra el respaldo de la silla.
Lynley no dijo nada, Havers tampoco. De repente, la sala se quedó tan silenciosa como la cripta de una iglesia de campo.
– ¿Quieres que hablemos un momento, Barry? -le dijo James Barty.
Minshall negó con la cabeza. Lynley y Havers se quedaron donde estaban. Dos pasos más y estarían fuera de la sala. La pelota viajaba hacia el tejado de Minshall, y el mago no era estúpido. Lynley sabía que tenía que verlo.
– No significa nada -dijo-. No es el tipo de desliz que creen. Esos chicos que han muerto, los otros, no Davey… No encontrarán nada que me relacione con ellos. Juro por Dios que no los conocía.
– ¿Bíblicamente, quiere decir? -preguntó Havers.
Minshall le lanzó una mirada. A su lado, Lynley notó que Barbara se erizaba. Le tocó el brazo para dirigirla de nuevo hacia la mesa.
– ¿Qué tiene que contarnos? -dijo.
– Encienda la grabadora -contestó Minshall.