Por fuera del piso de Berkeley Pears, Barbara Havers pensó en su siguiente movimiento. Le haría una agradable visita a Barry Minshall a la comisaría de policía de Holmes Street para ver qué más podía sacar de la inmundicia de su cerebro.
Se puso en marcha, recorriendo el pasillo hacia las escaleras, cuando oyó el sonido. Era algo entre un alarido y un grito de alguien agonizando mientras lo estrangulaban, y Barbara se paró en seco. Esperó a oír el grito de nuevo y, a su debido tiempo, eso fue lo que ocurrió. Ronco, desesperado… Tardó un momento en darse cuenta de que estaba oyendo a un gato.
– Maldita sea -murmuró. Había sonado exactamente como… Asoció el sonido al chillido que alguien del edificio había escuchado la noche del asesinato de Davey Benton y, cuando estableció esa conexión, se dio cuenta de que su visita a Walden Lodge quizás había sido un ejercicio totalmente inútil.
El gato volvió a gritar. Barbara no sabía mucho de felinos, pero sonaba como uno de esos siameses de voz cascada. Eran unas bolitas de pelo malévolas, pero tenían derecho a…
Bolas de pelo. Barbara miró la puerta tras la cual el gato volvió a maullar. Pelo de gato, pensó, pelaje de gato, lo que demonios fuera. Habían encontrado un pelo de gato en el cuerpo de Davey Benton.
Fue a buscar a la administradora de edificio. Una pregunta;i uno de los Moppit la condujo al piso de la planta baja. Llamó a la puerta.
Unos momentos después, oyó la voz de una mujer:
– ¿Quién es, por favor? -preguntó en un tono que sugería que habían abierto la puerta a un visitante inesperado en más de una ocasión.
Barbara se identificó. Se abrieron varios cerrojos, y la administradora del edificio apareció ante ella. Se llamaba Morag McDermott.
– ¿Qué quiere la policía esta vez? Bien sabe Dios que ya les dije todo lo que se me ocurrió la última vez que vinieron a buscar información sobre «ese asunto atroz y repugnante del bosque» -refunfuñó.
Barbara vio que había interrumpido la siesta de Morag McDermott. A pesar de la época del año, llevaba una bata fina que dejaba ver su cuerpo esquelético, y tenía el pelo aplastado en un lado. El dibujo inequívoco de una colcha de felpilla le había dejado una celulitis facial en las mejillas.
– ¿Cómo diablos ha entrado en el edificio? -añadió con brusquedad-. Déjeme ver su identificación ahora mismo.
Barbara la sacó y le explicó lo que pasaba con la puerta principal y los Moppits. En respuesta a aquello, la administradora cogió un bloc de postits de una mesa cercana y garabateó algo con furia. Barbara se lo tomó como una invitación a entrar y eso hizo, mientras Morag McDermott pegaba la nota en la pared junto a la puerta, de la que ya colgaban cuarenta notas similares. La pared parecía el tablón de oraciones de una iglesia.
– Es para mi informe mensual para la administración de fincas -informó a Barbara mientras guardaba el bloc en un cajón-. Ahora, si pasa usted por aquí, en dirección al salón…
Hizo que sonara como si a la habitación en cuestión hubiera que llegar siguiendo unas indicaciones cuando, en realidad, estaba a menos de metro y medio de la puerta. La distribución del piso era idéntica a la del de Berkeley Pears, pero al revés, por lo que no daba al bosque, sino a la calle. Sin embargo, la decoración era completamente distinta a la del piso en el que Barbara acababa de estar. Mientras Berkeley Pears habría pasado el examen de un sargento de inspección, Morag era la viva imagen del desorden y el mal gusto. Se debía a los caballos principalmente, de los que tenía expuestos centenares, en todas las superficies, de todos los tamaños y materiales posibles: desde plástico a goma. Era una loca sacada del National Velvet.
Barbara pasó por delante de una mesita de Lippizzaners en una elegante posición de salto. Pasó por el único camino libre de la sala, que llevaba a un sofá cargado con una docena de cojines. Allí se sentó. Había comenzado a sudar, y entendió por qué la administradora llevaba una bata tan fina en pleno invierno. El piso era una auténtica sauna y olía como si no lo hubieran aireado desde el día en que Morag llegó al edificio.
Ir al grano era la mejor opción para sobrevivir, concluyó Barbara, así que abordó directamente al tema del gato. Dijo que estaba a punto de marcharse del edificio cuando había oído el sonido de un animal en peligro. Se preguntó si debería decírselo a Morag. Sin duda parecía grave; a sus oídos no instruidos, lo reconocía, puesto que nunca había tenido más que un jerbo. Un gato siamés, quizás, añadió amablemente. Sería en el piso número cinco.
– Es Mandy -le dijo rápidamente Morag McDermot-. La gata de Esther. Está de vacaciones. Esther, quiero decir, por supuesto; no la gata. Se tranquilizará enseguida cuando el hijo de Esther vaya a ponerle comida. No tiene que preocuparse por nada.
Preocuparse por el animal era lo último en lo que pensaba Barbara, pero siguió con la conversación. Debía entrar en ese piso y no quería esperar a tener una orden judicial. Le dijo con gravedad a la administradora que Mandy parecía desesperada. Ella no sabía mucho sobre felinos, cierto, pero creía que había que comprobar la situación. Y, por cierto, Berkeley Pears le había dicho que los gatos no estaban permitidos en el edificio. ¿Había faltado a la verdad?
– Ese hombre dirá lo que sea -contestó Morag-. Por supuesto que los gatos están permitidos en el edificio. Los gatos, los peces y los pájaros.
– Sin embargo, ¿los perros no?
– Ya lo sabía antes de trasladarse aquí, detective.
Barbara asintió. Sí, bueno, la gente y sus animales… Había de todo, ¿verdad? Volvió al tema del piso número cinco.
– Esta gata… ¿Mandy? Parece… Bueno, ¿es posible que el hijo lleve bastante tiempo sin ponerle comida? ¿Lo ha visto por aquí, entrando o saliendo?
Morag pensó en ello, tapándose un poco más la garganta con el cuello de la bata. Admitió que últimamente no había visto en persona al hijo, pero eso no quería decir que no hubiera ido. Se dedicaba en cuerpo y alma a su madre. Todo el mundo debería tener un hijo como él.
Sin embargo… Barbara esbozó una sonrisa que esperaba que fuera obsequiosa. ¿Quizá deberían echar un vistazo…? ¿Por el bien del gato? Quizás había pasado algo que impedía al hijo pasarse, ¿verdad? ¿Un accidente de coche, un infarto, una abducción…?
Al menos una de las sugerencias de Barbara pareció funcionar, porque Morag asintió pensativa.
– Sí, quizá deberíamos ir a ver… -dijo. Se dirigió a un armario que había en un rincón, lo abrió y reveló que la parte trasera de la puerta estaba cubierta de ganchos de los que colgaban llaves.
Todavía ataviada con la bata, Morag la condujo al piso número cinco. Tras la puerta había silencio y, por un momento, Barbara pensó que su artimaña para conseguir entrar iba a fracasar.
– La verdad es que no oigo… -empezó a decir Morag, y justo entonces Mandy colaboró con otro maullido-. Oh, santo cielo -dijo la administradora, y metió la llave en la cerradura apresuradamente y abrió la puerta.
La gata salió corriendo como una posesa dada la inesperada oportunidad. Desapareció al doblar la esquina del pasillo, en dirección a las escaleras y, sin duda, a la libertad que ofrecía la puerta principal y que los Moppits habían dejado abierta.
Aquello no serviría. Morag salió tras ella y Barbara entró en el piso.
Lo primero que notó fue el fuerte olor a orina. A orina de gato, supuso. Nadie había cambiado la arena del pobre animal en días. Las ventanas estaban cerradas, y las cortinas, corridas, lo que agravaba el tema. No era de extrañar que la gata hubiera salido disparada hacia el exterior. Cualquier cosa con tal de respirar aire fresco.
Barbara cerró la puerta a pesar de la peste, para advertir mejor cuándo regresaba Morag, puesto que tendría que introducir de nuevo la llave en la cerradura. Hecho esto, el piso quedó aún más oscuro, así que descorrió las cortinas y vio que el piso número cinco, como el de Berkeley Pears, daba al bosque, a la parte trasera de la finca.
Se apartó de la ventana y examinó la habitación. Los muebles la transportaron inmediatamente a los años sesenta: sofá y sillas de vinilo, mesas auxiliares que en su día se llamaron «de diseño moderno danés», figuritas de animales con expresiones antropomórficas. Cuencos de popurrí -al parecer, para intentar eliminar del aire el olor fétido a gato- descansaban sobre antimacasares de encaje que servían de tapetes. Barbara tuvo una alegría inmensa al ver aquello: el taparrabos de Kimmo Thorne en Saint George's Gardens. Sin duda, las cosas mejoraban.
Dio una vuelta buscando indicios de la presencia reciente de alguien -la presencia asesina- y encontró las primeras en la cocina: un plato, un tenedor y un vaso en el fregadero.
«Entonces, ¿le diste algo de comer antes de violarlo, cabrón? ¿O fuiste tú quien se alimentó mientras el chico te entretenía con otro truco de magia que aplaudiste y por el que le dijiste que le darías una recompensa muy bonita? Acércate más, Davey, cielo. Dios santo, qué guapo eres. ¿Te lo han dicho alguna vez? ¿No? ¿Por qué no? Salta a la vista.»
En el suelo, en una esquina, un recipiente rebosaba de comida seca de gato, y al lado había un gran cuenco vacío para el agua. Barbara utilizó un paño para cogerlo por el borde, lo llevó a la pila y lo llenó. No era culpa de la gata, se dijo. No tenía sentido dejar que siguiera sufriendo. Y Mandy llevaba sufriendo desde la noche del asesinato de Davey Benton. Era totalmente imposible que el asesino se hubiera permitido regresar a aquel sitio una vez muerto Davey, con la calle plagada como estaba de policías decididos a encontrar a un testigo.
De la cocina regresó al salón, buscando indicios. Habría violado y estrangulado a Davey Benton en algún lugar de la casa, pero el resto lo habría hecho cuando llevó el cuerpo al bosque.
Fue al dormitorio donde, como había hecho en el salón, descorrió las cortinas y se volvió para examinar la escena iluminada por la luz del sol, que se ponía a toda velocidad. Una cama con mantas y una colcha en su sitio; mesa auxiliar con un despertador antiguo de cuerda y una lámpara; una cómoda con dos marcos de fotos encima.
Todo parecía muy normal excepto por un detalle: la puerta del armario estaba entreabierta. Dentro, Barbara vio una bata de flores torcida en un colgador. La sacó. Le faltaba el cinturón.
Deja que te enseñe cómo hacer el truco del nudo, le había dicho, y Barbara oyó su voz persuasiva. «Es el único truco que me sé, Davey, y créeme, tus colegas se pondrán en pie y prestarán atención cuando vean qué fácil te sueltas aunque tengas las manos atadas a la espalda. Ven. Átame tú primero. ¿Ves cómo funciona? Ahora te ato yo.»
Algo por el estilo, pensó. Algo por el estilo. Lo había hecho así. Y luego inclinó al chico sobre la cama. «No grites, Davey. No te muevas. Vale. Bien. No tengas miedo, chico. Te desataré las manos. Pero no intentes huir de mí porque… Maldita sea, me has arañado, Davey. Me has arañado, joder, y ahora tendré que… Te he dicho que no hicieras ruido, ¿verdad? ¿Verdad, Davey? ¿Verdad, asqueroso desgraciado?»
O quizá le había puesto unas esposas. Unas esposas que brillaban en la oscuridad como las que Barry Minshall le había dado a Davey. O quizá no había tenido que inmovilizarlo o no había pensado en inmovilizarlo porque Davey era mucho más pequeño que el resto de los chicos y, después de todo, no tenía marcas de ataduras en las muñecas, al contrario que los demás…
Y aquello hizo pensar a Barbara. Lo que provocó que admitiera lo desesperada que estaba porque aquel sitio en Wood Lane fuera la respuesta. Lo cual le dijo que estaba en terreno peligroso, al intentar que los hechos encajaran y realizar un trabajo policial imprudente, de los que llevaban a personas inocentes a la cárcel, porque los policías estaban muy cansados y deseaban a toda costa irse a casa a cenar una noche de cada diez, porque sus esposas se quejaban y los niños se portaban mal y había que ponerse serio y por qué te casaste conmigo, fulanito o menganito, si pensabas estar desaparecido día y noche durante meses y meses…
Eso era lo que pasaba, y Barbara lo sabía. Así era cómo los policías cometían errores fatales. Devolvió la bata al armario y obligó a su mente a dejar de imaginarse historias.
Fuera, en el salón, oyó la llave de Morag rascando la cerradura. Sólo tenía tiempo para echar un vistazo rápido a las sábanas de debajo de la colcha, que desprendían un perfume suave a lavanda. No le ofrecieron ningún secreto visible, así que se acercó a la cómoda, al otro lado de la habitación.
Y ahí estaba: todo lo que necesitaba. En una de las dos fotografías, una mujer posaba en su traje de novia con su novio, que llevaba gafas. En la otra, una versión mucho mayor de la misma mujer estaba en el muelle de Brighton. Con ella había un hombre joven. Llevaba gafas como su padre.
Barbara cogió esta última fotografía y la llevó hacia la ventana para verla mejor.
– ¿Está ahí, agente? -preguntó Morag en el salón. Y Manily soltó su maullido siamés.
– Maldita sea -murmuró Barbara en el dormitorio al ver lo que vio. Deprisa, se guardó la fotografía del muelle de Brighton en el bolso. Se recompuso lo mejor que pudo y dijo-: Lo siento. Estaba echando un vistazo. Me ha recordado a mi madre. Le encanta este rollo sesentero.
Un sofisma total, pero no podía evitarse. La verdad era que, en su estado actual, su madre no distinguiría los años sesenta de un saco de patatas.
– Se había quedado sin agua -dijo Barbara amablemente cuando se reunió con la administradora del edificio en el salón. De la cocina llegaba el sonido de Mandy bebiendo-. Le he llenado el cuenco. Pero tiene un montón de comida. Creo que estará bien durante un tiempo.
Morag le lanzó a Barbara una mirada sagaz, lo que sugería que no estaba del todo convencida de que la preocupación de la detective por la gata fuera sincera. Pero no hizo nada para registrarla, así que todo acabó con una ronda de despedidas, tras la cual Barbara se marchó con rapidez y hurgó en su bolso para coger el móvil.
Éste sonó justo cuando iba a marcar el número de Lynley. Era una llamada de una extensión de Scotland Yard.
– Agente… ¿Agente Havers? -Dorothea Harriman estaba al otro lado del hilo telefónico. Tenía una voz horrible.
– Soy yo -dijo-. Dee, ¿qué pasa?
– Detec… Hav… -dijo Harriman, y Barbara se dio cuenta de que estaba sollozando.
– Dee. Dee, contrólate -le dijo-. Por el amor de Dios, ¿qué ocurre?
– Su esposa -dijo llorando.
– ¿La esposa de quién? ¿Qué esposa?-Barbara sintió que el miedo se apoderaba de ella a toda velocidad porque en aquellos momentos sólo podía pensar en una esposa, sólo había una mujer por la que la llamaría la secretaria del departamento-. ¿Le ha pasado algo a Helen Lynley? ¿Ha perdido al bebé, Dee? ¿Qué pasa?
– Le han disparado. -Harriman arrastró las palabras con un lamento-. Han disparado a la mujer del comisario.
Lynley vio que St. James había ido a verlo no en su viejo MG, sino en un coche de policía, conducido desde el hospital de Saint Thomas con las luces encendidas y la sirena ululando. Lo supuso porque así regresaron al otro lado del río, en el asiento de atrás, con dos agentes de Belgravia de expresión adusta delante; el trayecto completo duró sólo unos minutos que a él, sin embargo, le parecieron horas, con el tráfico abriéndose todo el tiempo como las aguas del mar Rojo.
Su viejo amigo le agarraba del brazo, como si esperara que Lynley saltara del coche en marcha.
– Hay un equipo de trauma con ella -le dijo-. Le han hecho una transfusión de sangre. O-negativo, han dicho. Es el universal. Pero eso ya lo sabes, ¿no? Claro que lo sabes. -St. James se aclaró la garganta, y Lynley lo miró. En ese momento pensó, innecesariamente, que una vez St. James había amado a Helen, que hacía muchos años también él había querido convertirse en su marido.
– ¿Dónde? -preguntó Lynley con voz emotiva-. Simón, le he dicho a Deborah… Le he dicho que tenía que…
– Tommy -St. James le apretó el brazo.
– Entonces, ¿dónde? ¿Dónde?
– En Eaton Terrace.
– ¿En casa?
– Helen estaba cansada. Han aparcado el coche y descargado los paquetes en la puerta principal. Deborah ha llevado el Bentley a las caballerizas. Ha aparcado y cuando ha vuelto a la casa…
– ¿No ha oído nada? ¿No ha visto nada?
– Estaba en los escalones de la entrada. Al principio, Deborah ha pensado que se había desmayado.
Lynley se llevó la mano a la frente. Se apretó las sienes como si aquello fuera a permitirle comprender.
– ¿Cómo ha podido pensar…? -dijo.
– Prácticamente no había sangre. Y su abrigo, el de Helen, era oscuro. ¿Es azul marino? ¿Negro?
Los dos sabían que el color no significaba nada, pero era algo a lo que aferrarse y tenían que aferrarse a ello o enfrentarse a lo impensable.
– Negro -dijo Lynley-. Es negro. -De cachemira, largo casi hasta los tobillos, y le encantaba llevarlo con botas de tacón tan alto que se reía de sí misma al final del día cuando se acercaba cojeando al sofá y se dejaba caer en él, diciendo que era una víctima estúpida de los diseñadores de zapatos italianos que tenían fantasías con mujeres que llevaban látigos y cadenas. «Tommy, sálvame de mí misma -decía-. Que te venden los pies es lo único que puede ser peor que esto.»
Lynley miró por la ventanilla. Vio los rostros desdibujados y supo que sólo habían llegado al puente de Westminster, donde la gente en las aceras estaba atrapada en su propio mundo, en el que el sonido de una sirena y un coche de policía pasando a toda velocidad sólo provocaba que se preguntaran un instante: «¿Quién? ¿Qué?». Y luego se olvidaban porque no les afectaba.
– ¿Cuándo? -le dijo a St. James-. ¿A qué hora?
– A las tres y media. Habían pensado ir a tomar el té a Claridge's, pero como Helen estaba cansada, han vuelto a casa. Lo tomarían allí. Habían comprado… no sé… ¿Pastas de té en algún sitio? ¿Pastelitos?
Lynley intentó asimilar aquella información. Eran las cinco menos cuarto.
– ¿Una hora? -dijo-. ¿Más de una hora? ¿Cómo es posible?
St. James no respondió enseguida, y Lynley se volvió hacia él y vio lo demacrado y chupado que estaba, mucho más de lo normal porque era un hombre de rostro chupado y anguloso de nacimiento.
– Simón, ¿por qué, maldita sea? ¿Más de una hora?
– La ambulancia ha tardado veinte minutos en llegar.
– Dios santo -susurró Lynley-. Dios mío, Dios santo.
– Y luego no podía dejar que te lo dijeran por teléfono. Hemos tenido que esperar a que viniera otro coche patrulla; los primeros agentes tenían que quedarse en el hospital… para hablar con Deborah…
– ¿Está allí?
– Aún. Sí. Por supuesto. Así que hemos tenido que esperar. Tommy, no podía dejar que te llamaran. No podía hacerte eso, decirte que Helen… decirte que…
– No. Lo entiendo. -Y, luego, al cabo de un momento, dijo con fiereza-: Cuéntame el resto. Quiero saberlo todo.
– Estaban llamando a un cirujano torácico cuando me he ido. No han dicho nada más.
– ¿Torácico? -dijo Lynley-. ¿Torácico?
– De nuevo, St. James le apretó el brazo.
– La herida es en el pecho -le dijo.
Lynley cerró los ojos y los mantuvo cerrados durante el resto del trayecto, que, gracias a Dios, fue breve.
En el hospital, había dos coches de policía en lo alto de la entrada en pendiente de Urgencias, y dos de los agentes uniformados que pertenecían a ellos justo salían cuando Lynley y St. James entraban. Vio a Deborah de inmediato, sentada en una de las sillas metálicas azules y una caja de pañuelos de papel en las rodillas. Hablando con ella, libreta en mano, había un hombre de mediana edad que llevaba un impermeable arrugado. Del Departamento de Investigación Criminal de Belgravia, pensó Lynley. No conocía al hombre, pero sí la rutina.
Cerca había dos agentes uniformados más, que ofrecían intimidad al detective. Al parecer, conocían a St. James de vista -cómo no, puesto que ya había estado antes en el hospital-, así que les dejaron acercarse al interrogatorio que se estaba desarrollando.
Deborah alzó la vista. Tenía los ojos rojos. En el suelo, junto a sus pies, había tirados una pila de pañuelos empapados.
– Oh, Tommy… -dijo, y Lynley vio que intentaba recobrar la compostura.
No quería pensar. No podía pensar. La miró y no sintió nada. El hombre de Belgravia se levantó.
– ¿Comisario Lynley?
Lynley asintió.
– Está en quirófano -dijo Deborah.
Lynley asintió de nuevo. Sólo podía asentir. Quería zarandearla, quería hundirle los dientes en la cabeza. Su mente le decía que no era culpa de Deborah, cómo podía ser culpa de aquella pobre mujer, pero necesitaba culpar a alguien, quería culpar a alguien y no había nadie más, aún no, no aquí, no ahora…
– Cuéntamelo -dijo.
A Deborah se le llenaron los ojos de lágrimas.
El detective -en algún punto, Lynley le oyó decir que se llamaba Fire… Terence Fire; no obstante, lo habría entendido mal, porque ¿qué clase de apellido era Fire?- dijo que el caso estaba bajo control, que no tenía que preocuparse, que estaban empleando todos los recursos a su alcance porque toda la comisaría sabía no sólo qué había pasado, sino también quién era, que la víctima…
– No la llame así -dijo Lynley.
– Le informaremos de todo -le dijo Terence Fire. Y luego añadió-: Señor… Si puedo… Lo siento muchísi…
– Sí -dijo Lynley.
El detective los dejó. Los agentes se quedaron.
Lynley se volvió hacia Deborah mientras St. James se sentaba a su lado.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó.
– Me ha pedido que aparcara el Bentley. Había conducido ella, pero hacía frío y estaba cansada.
– Habíais hecho demasiado. Si no hubierais hecho tanto… Esa puta ropa para el bautizo…
Una lágrima resbaló del ojo de Deborah. Se la secó.
– Hemos parado y descargado los paquetes -dijo-. Me ha pedido que tuviera cuidado al aparcar porque… «Ya sabes cómo adora Tommy su coche», me ha dicho. «Si le hacemos un arañazo, nos mata. Vigila con la parte izquierda del garaje.» Así que he tenido cuidado. Yo nunca había conducido un… Verás, es muy grande y no lo he metido a la primera… Pero no he tardado ni cinco minutos, Tommy, ni siquiera tanto. Y he supuesto que entraría directamente a casa o que llamaría a la puerta para que Dentón…
– Está en Nueva York -dijo Lynley, innecesariamente-. No está, Deborah.
– No me lo ha dicho. No lo sabía. Y no pensaba… Tommy, se trata de Belgravia: es seguro, es…
– Ningún sito es seguro, joder. -Había rabia en su voz. Vio que St. James se movía. Su viejo amigo levantó la mano: una advertencia, una petición. No lo sabía ni le importaba. Sólo pensaba en Helen-. Estoy en mitad de una investigación. Asesinatos múltiples. Un solo asesino. ¿De dónde diablos sacaste la idea de que había algún sitio seguro?
Deborah encajó la pregunta como un puñetazo. St. James dijo su nombre, pero ella lo detuvo con un movimiento de cabeza.
– He aparcado el coche -dijo-. He vuelto por las caballerizas.
– No has oído…
– No he oído nada. He doblado la esquina de Eaton Terrace, y lo que he visto han sido las bolsas. Estaban tiradas en el suelo, y entonces la he visto a ella. Helen se había desplomado… He pensado que se había desmayado, Tommy. Allí no había nadie, ni un alma.
– Te he dicho que te aseguraras de que nadie… -Lo sé -dijo-. Lo sé. Lo sé. ¿Pero qué querías que pensara? He pensado en la gripe, en alguien estornudándole en la cara, que te comportabas como un marido paranoico porque no lo he entendido, ¿no lo ves, Tommy? Cómo iba a saberlo, porque estamos hablando de Helen y estábamos en Belgravia, donde se supone que… Y una pistola, ¿por qué iba a pensar en una pistola?
Entonces, empezó a sollozar de verdad y St. James le dijo que ya había contado suficiente. Pero Lynley sabía que nunca podría contar suficiente para explicar cómo su esposa, cómo la mujer a la que amaba… – ¿Y después? -dijo. -Tommy… -dijo St. James.
– No, Simón. Por favor -dijo Deborah. Y luego, dirigiéndose a Lynley-: Estaba en el último escalón y tenía la llave de la puerta en la mano. He intentado levantarla. Creía que se había desmayado, porque no había sangre, Tommy. No había sangre. No como la que crees que habrá si alguien… Nunca había visto… No sabía… Pero luego ha gemido y me he dado cuenta de que algo iba muy mal. He llamado al 112 y luego la he mecido para que no cogiera frío, y entonces he… Tenía sangre en la mano. Al principio he pensado que me había cortado y he mirado dónde y cómo; sin embargo, he visto que no era yo y he pensado en el bebé, pero sus piernas, las piernas de Helen… No había sangre donde uno pensaría que… Y era una sangre distinta, parecía distinta, porque yo lo sé, Tommy…
Incluso en su propia desesperación, Lynley sintió la de Deborah, y eso fue lo que al final le llegó al alma. Ella sabría cómo era la sangre de un aborto. ¿Cuántos había sufrido? No lo sabía. Se sentó, no al lado de Deborah y su marido, sino delante, en la silla que había ocupado Terence Fire.
– Has pensado que había perdido al bebé.
– Al principio. Pero al final he visto la sangre en el abrigo. Arriba, aquí. -Indicó un punto debajo de su pecho izquierdo-. He llamado otra vez al 112 y les he dicho: «Hay sangre, hay sangre. Rápido». Pero la policía ha llegado antes.
– Veinte minutos -dijo Lynley-. Veinte putos minutos.
– He llamado tres veces -le dijo Deborah-. «¿Dónde están? -he preguntado-. Se está desangrando. Se está desangrado.» Pero seguía sin saber que le habían disparado. Tommy si lo hubiera sabido… Si les hubiera dicho que… Porque no he pensado; en Belgravia, no… Tommy, ¿quién dispararía a alguien en Belgravia?
«Tiene una mujer preciosa, comisario.» El maldito artículo en The Source, con fotografías del comisario de policía y su encantadora esposa sonriendo. Era un hombre con título nobiliario, no el típico agente de policía.
Lynley se levantó con la visión nublada. Lo encontraría. Lo encontraría, sí.
– Tommy, no -dijo St. James-. Deja que la policía de Belgravia… -Y sólo entonces Lynley se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta.
– No puedo -dijo.
– Tienes que hacerlo. Te necesitan aquí. Saldrá de quirófano. Querrán hablar contigo. Helen va a necesitarte.
Lynley se dirigió hacia la puerta; aunque, al parecer, para eso se habían quedado los agentes uniformados.
– Está bajo control, señor -le dijeron deteniéndolo-. Tiene máxima prioridad. Está todo controlado. -Y para entonces, St. James ya lo había alcanzado.
– Ven conmigo, Tommy -le dijo-. No te dejaremos. -Y Lynley sintió que la amabilidad de su voz le aplastaba el pecho.
Respiraba con dificultad, buscando algo a lo que aferrarse.
– Dios mío -dijo-. Tengo que llamar a sus padres, Simón. ¿Cómo voy a decirles lo que ha pasado?
Barbara vio que no podía marcharse al tiempo que se decía que no la necesitaban y que seguramente tampoco la querían allí. Había gente por todas partes; cada persona se encontraba sumida en un infierno personal de esperas.
Los padres de Helen Lynley, el conde y la condesa de no sé qué -Barbara no se acordaba si había oído alguna vez el título que durante tantísimas generaciones había pertenecido a la familia-, estaban acurrucados por el sufrimiento y parecían frágiles; tenían más de setenta años y no estaban preparados para enfrentarse a aquello.
La hermana de Helen, Penelope, que había venido volando desde Cambridge con su marido al lado, intentaba consolarlos después de preguntar ella misma:
– ¿Cómo está? Mamá, Dios mío, ¿cómo está? ¿Dónde está Cybil? ¿Daphne está viniendo?
Todas estaban viniendo, las cuatro hermanas de Helen, incluida Iris, que estaba de camino desde Estados Unidos.
Y la madre de Lynley venía desde Cornualles con su hijo pequeño, mientras que su hermana bajaba a toda velocidad desde Yorkshire.
Barbara pensó en la familia. Ni querían ni necesitaban que ella estuviera allí. Pero no podía marcharse.
Otros habían ido y venido: Winston Nkata, John Stewart, miembros del equipo, agentes de uniforme y de paisano con los que Lynley había trabajado a lo largo de los años. Pasaban policías de comisarías de todos los distritos de la ciudad. Todo el mundo, excepto Hillier, parecía haber hecho acto de presencia a lo largo de la noche.
La propia Barbara había llegado tras el peor de los trayectos posibles desde el norte de Londres. Al principio, en Wood Lane, su coche se había negado a arrancar y, aterrorizada, había ahogado el motor al intentar conseguir que aquel maldito trasto se pusiera en marcha. Había insultado al coche. Había jurado que convertiría el Mini en chatarra. Había estrangulado el volante. Había llamado pidiendo ayuda. Al fin, había logrado reanimar el motor y se había sentado sobre la bocina para apartar el tráfico.
Había llegado al hospital después de que hubieran informado a Lynley del estado de Helen. Había visto que el cirujano salía a buscarlo y lo había observado mientras recibía la noticia. «Lo está matando», había pensado.
Quiso acercarse a él, decirle que soportaría el peso con él, como amiga suya; pero sabía que no tenía derecho a hacerlo. Vio que Simón St. James se acercaba a él y esperó a que regresara con su esposa para compartir con ella lo que acababa de saber. Lynley y los padres de Helen desaparecieron con el cirujano, sabe Dios dónde, y Barbara comprendió que no podía seguirlos. Así que cruzó la sala para hablar con St. James. Éste la saludó con la cabeza, y ella le agradeció en silencio que no la excluyera o le preguntara por qué estaba allí.
– ¿Está muy mal? -preguntó.
St. James se tomó unos momentos. Por su cara, Barbara se preparó para oír lo peor.
– Le han disparado debajo del pecho izquierdo -dijo. A su lado, su mujer se apoyó en él, con la cara en su hombro mientras escuchaba con Barbara-. Según parece, la bala ha perforado el ventrículo izquierdo, la aurícula derecha y la arteria derecha.
– Pero no había sangre, casi no había sangre. -Deborah habló a través de la chaqueta que llevaba St. James, de su hombro, meneando la cabeza con incredulidad.
– ¿Cómo puede ser eso? -le preguntó Barbara a St. James.
– Sufrió un colapso pulmonar al instante -le dijo él-, así que la sangre comenzó a llenarle el resto de la cavidad del pecho.
Deborah se echó a llorar. Ni un gemido. Ni un lamento de dolor. Sólo un temblor corporal que incluso Barbara vio que se esforzaba al máximo por controlar.
– Le habrán introducido un tubo en el pecho cuando han visto la herida -le dijo St. James a Barbara-. Le habrán sacado la sangre. Un litro. Quizá dos. Habrán visto entonces que tenían que intervenir de inmediato.
– Es cuando la han operado.
– Le han suturado el ventrículo izquierdo, igual con la arteria y con el orificio de salida en el ventrículo derecho.
– ¿La bala? ¿Tenemos la bala? ¿Qué ha pasado con la bala?
– Estaba alojada debajo del omoplato derecho, entre la tercera y la cuarta costillas. Tenemos la bala.
– Entonces, si la han recuperado… -dijo Barbara-. Es una buena noticia, ¿verdad? ¿No es una buena noticia, Simón?
Entonces vio que St. James se retraía, a un lugar que no podía conocer o imaginar.
– Han tardado tanto en llegar a ella, Barbara.
– ¿Qué quieres decir? ¿Tanto? ¿Por qué?
St. James meneó la cabeza con incredulidad. Barbara vio (inexplicablemente) que se le nublaba el rostro. Y, entonces, no quiso escuchar el resto, pero ya se habían adentrado demasiado en aquellas aguas. La retirada no era una opción.
– ¿Ha perdido al bebé? -preguntó Deborah.
– Aún no.
– Gracias a Dios por eso, pues -dijo Barbara-. Entonces las noticias son buenas, ¿verdad? -repitió.
– Deborah, ¿quieres sentarte? -le dijo St. James a su mujer.
– Para ya.
Ella alzó la cabeza. Barbara vio que la pobre mujer tenía el aspecto de alguien que padece una enfermedad debilitadora, y se dio cuenta de que se sentía como si ella misma hubiera apretado el gatillo.
– Durante un rato -dijo St. James con una voz tan débil que Barbara tuvo que inclinarse sobre él para distinguir las palabras-, no le ha llegado oxígeno.
– ¿Qué quieres decir?
– No le ha llegado oxígeno al cerebro, Barbara.
– Pero ahora -dijo Barbara, insistiendo- está bien, ¿verdad? ¿Qué pasa ahora?
– Ahora está conectada a un respirador. Con fluidos, por supuesto. Con un monitor cardíaco.
– Bien. Eso está muy bien, ¿verdad? -Pensó que sin duda era estupendo, que había motivo para celebrarlo. Habían pasado un momento terrible, pero lo habían superado y todo iba a arreglarse.
– No hay actividad cortical -dijo St. James-. Y eso significa que…
Barbara se fue. No quería escuchar más. Escuchar más significaba saber, y saber significaba sentir, y eso era lo último, mierda, joder… Con la mirada clavada en el suelo, salió deprisa del hospital al aire frío de la noche y al viento, que le golpeó las mejillas tan por sorpresa que jadeó y alzó la vista y los vio allí congregados: los periodistas, los carroñeros. No había muchos, no tantos como había visto tras el cordón policial del túnel de Shand Street o al final de Wood Lane. Pero había suficientes; quiso abalanzarse sobre ellos.
– ¿Detective? ¿Detective Havers? ¿Unas palabras?
Barbara pensó que era alguien de dentro del hospital, que salía a buscarla con alguna noticia, así que se volvió. Pero era Mitchell Corsico y se acercaba a ella libreta en mano.
– Tiene que largarse de aquí -le dijo-. Sobre todo usted. Ya ha hecho suficiente.
El periodista frunció el ceño como si no acabara de comprender qué le estaba diciendo.
– No pensará… -Se calló un momento para reorganizar sus ideas-. Detective, ¿no pensará que esto tiene algo que ver con el artículo de The Source sobre el comisario?
– Ya sabe lo que pienso -dijo Barbara-. Apártese.
– Pero ¿cómo está? ¿Va a recuperarse?
– Que se aparte, joder -le gruñó-. O no respondo de las consecuencias.