Capítulo 25

– Chorno he dicho desde el principio -declaró Jack Veness-, estaba en el Miller and Grindstone. No sé hasta qué hora, porque, a veces, me quedo hasta que cierra, pero otras veces no, como comprenderás no llevo un puto diario del tema, ¿vale? Pero estuve allí, y, después, mi amigo y yo fuimos a comprar comida para llevar. Por muchas veces que me lo pregunten, siempre les daré la misma maldita respuesta. Así que, ¿por qué me lo preguntan?

– Porque se van amontonando acontecimientos más interesantes, Jack -contestó Winston Nkata-. Cuanto más sabemos sobre quién está haciendo qué a quién, más tenemos que comprobar quién puede haber hecho otra cosa, y cuándo. Lo importante es el cuándo, socio.

– Lo importante es que la policía intenta cargarle algo a alguien y le da igual quién es ese alguien. Qué cara tienen, ¿lo sabían? Hay gente que se ha pasado veinte años en la cárcel, y luego resulta que le tendieron una trampa; ustedes nunca cambian de enfoque, ¿verdad?

– ¿Teme que vaya a pasar eso? -le preguntó Nkata-. ¿Por qué?

El y el recepcionista de Coloso estaban hablando justo en la entrada, hasta donde Nkata lo había seguido desde el aparcamiento. Allí, Jack había gorroneado cigarrillos a dos chicos de doce años. Se había encendido uno, guardado otro en el bolsillo y colocado un tercero detrás de la oreja. Al principio, Nkata había pensado que era un usuario de la organización. Sólo cuando Veness lo detuvo con un grito, mientras se dirigía a la puerta, Nkata se dio cuenta de que el joven pelirrojo y desaliñado trabajaba en Coloso.

Le había preguntado a Veness si podían hablar y le había mostrado la placa. Tenía una lista de fechas en las que HYCE se había reunido, que eran cortesía de Barry Minshall por consejo de su abogado, y estaba comprobando las coartadas. El problema era que la coartada de Jack Veness era siempre la misma, tal y como se había esforzado en señalar.

Entonces, Jack entró en la recepción, como si estuviera satisfecho de haber colaborado. Nkata le siguió. Allí, en uno de los sofás sarnosos, había un chico repantigado. Estaba fumando e intentaba, sin éxito, hacer anillos con el humo.

– ¡Mark Connor! -le gritó Veness-. ¿Qué haces, además de prepararte para una patada en el culo? Dentro de Coloso está prohibido fumar, y lo sabes. ¿En qué estás pensando?

– Aquí no hay nadie. -Mark parecía aburrido-. A menos que pienses delatarme, nadie se enterará.

– Yo estoy aquí, ¿vale? -le espetó Jack como respuesta-. Vete fuera o apaga el cigarro.

– Mierda -refunfuñó Mark, y bajó las piernas del sofá. Se levantó y se marchó de la sala arrastrando los pies. La entrepierna de los pantalones le colgaba casi a la altura de las rodillas, al estilo rapero.

Jack fue al mostrador de recepción y pulsó unas cuantas teclas en el ordenador.

– ¿Qué más quiere? -le dijo a Nkata-. Si quiere hablar con los demás, no están. Ninguno.

– ¿Griffin Strong?

– ¿Es duro de oído?

Nkata no le respondió. Miró fijamente a Veness y esperó.

El recepcionista transigió, pero dejó claro por su tono que no se alegraba.

– No ha venido en todo el día -dijo-. Seguramente le estarán depilando las cejas en algún sitio.

– ¿Y Greenham?

– ¿Quién sabe? Ya lleva más de dos horas almorzando. Para poder llevar a su madre al médico, dice.

– ¿Y Kilfoyle?

– Nunca aparece hasta que termina sus repartos, lo cual espero que suceda pronto, porque tiene mi baguette de salami y ensalada, y me gustaría comer. ¿Qué más? -Cogió un lápiz y dio con él unos golpecitos de manera significativa sobre el bloc de mensajes telefónicos. Como si esperara una señal, el teléfono sonó y Jack respondió. No, respondió, no estaba. ¿Quería dejar un mensaje? Añadió con toda la intención-: A decir verdad, creía que tenía una reunión con usted, señor Bensley. Es lo que me ha dicho cuando se ha marchado. -Su voz sonó satisfecha, como si acabara de demostrar una hipótesis.

Anotó algo y le dijo a la persona que había llamado que comunicaría la información. Colgó y luego miró a Nkata.

– ¿Qué más? -dijo-. Tengo cosas que hacer.

Nkata tenía los antecedentes de Jack Veness grabados en el cerebro, además de los antecedentes de todas las otras personas de Coloso que habían despertado el interés de la policía. Sabía que el joven tenía motivos para estar inquieto. Los ex presidiarios siempre eran los primeros que estaban bajo sospecha cuando se cometía un delito, y Veness lo sabía. Ya había cumplido condena antes -daba igual que hubiera sido por provocar un incendio-, y no tendría ningunas ganas de volver a la cárcel. Además, tenía razón acerca de la tendencia de la policía a fijarse en un ex delincuente, basándose en el pasado de éste y en su antigua relación con él. Por toda Inglaterra, había policías de cara colorada que recogían los escombros de investigaciones corruptas, desde atentados a asesinatos.

Jack Veness no era estúpido por esperar la peor, sino que, al contrario, posicionarse en ese sentido era un movimiento inteligente de su parte.

– Tiene mucha responsabilidad aquí -dijo Nkata-, tras haberse ido todo el mundo.

Jack no respondió de inmediato. Ese giro levantaba suspicacias, evidentemente.

– Puedo arreglármelas -contestó al final.

– ¿Alguien se ha fijado?

– ¿En qué?

– En que se las arregla. ¿O están demasiado ocupados?

Esa dirección parecía posible. Jack la siguió.

– Nadie se fija mucho en nada -dijo-. Estoy en el nivel más bajo del escalafón, sin contar a Rob. Si él se marcha, estoy perdido. Me pisotearán.

– ¿Se refiere a Killoyle?

Jack lo miró, y Nkata supo que había parecido demasiado interesado.

– No voy a ir por ahí, colega. Rob es buen chaval. Se ha metido en líos, pero supongo que eso ya lo sabe, igual que sabe que yo también me he metido en líos. Eso no nos convierte a ninguno de los dos en asesinos.

– ¿Va mucho con él? ¿Al Miller and Grindstone, por ejemplo? ¿Es ahí dónde se conocieron? ¿Es el amigo del que ha hablado?

– Mire, no le voy a decir nada sobre Rob. Encárguese usted del trabajo sucio.

– Todo es por esta situación del Miller and Grindstone -señaló Nkata.

– Yo no lo veo así, pero… Mierda. -Jack cogió un papel y garabateó un nombre y un número de teléfono, que luego le entregó-. Ahí tiene. Es mi amigo. Llámele; le dirá lo mismo. Estuvimos en el pub y luego fuimos a por un pollo al curry. Pregúntele, pregunte en el pub, pregunte en el local de comida para llevar. Está delante de Bermondsey Square. Le dirán lo mismo.

Nkata dobló el papel con cuidado y lo guardó en la libreta.

– Hay un problema, Jack.

– ¿Cuál?

– Una noche tiende a confundirse con otra cuando se va siempre al mismo sitio, ¿sabe? Unos días, o semanas, después, ¿cómo va a saber alguien qué noches estuvo usted en el pub antes de ir a comprar pollo al curry para llevar, y qué noches se escabulló para hacer otra cosa?

– ¿Como qué? ¿Matar a algunos chicos, quiere decir? A la mierda, no me importa…

– ¿Sabe cuál es el problema, Jack?

Había entrado otro hombre, un tipo algo rechoncho con el pelo demasiado ralo para su edad y el cutis demasiado rubicundo incluso para alguien que acababa de estar expuesto al frío. Nkata se preguntó si se habría quedado escuchando detrás de la puerta.

– ¿Desea algo? -le preguntó el hombre a Nkata con una mirada que abarcó al detective de los pies a la cabeza.

A Jack no pareció alegrarle ver al tipo. Al parecer, creía que no hacía falta que lo rescatara nadie.

– Neil -dijo-. Otra visita de la pasma. Nkata dedujo que el hombre sería Greenham. Tanto mejor, pues también quería hablar con él.

– Necesitan más coartadas -prosiguió Jack-. Esta vez tienen una lista de fechas. Espero que escribas un diario con todos tus movimientos porque es lo que están buscando. Te presento al sargento Whahaha.

– Winston Nkata -le dijo Nkata a Greenham, y fue a sacar su placa.

– No se moleste -dijo Neil-. Le creo. Y lo que usted tiene que creer es esto. Voy a entrar ahí -dijo, y señaló el interior del edificio-, y voy a llamar a mi abogado. No voy a responder ninguna pregunta ni a mantener charlas amistosas con la policía sin recibir antes consejo legal. Están rayando el acoso. -Luego le dijo a Veness-: Ándate con cuidado. No piensan descansar hasta que pillen a alguno de nosotros. Pásalo. -Se dirigió hacia la puerta que llevaba al interior del edificio.

Nkata concluyó que no iba a sacar nada más de ese lado del río aparte de corroborar la historia del Miller and Grindstone y el local de curry para llevar. Si Jack Veness rondaba por Londres de madrugada, dejando cadáveres cerca de donde vivían sus compañeros de Coloso, no lo habría anunciado con un comportamiento inusual a nadie que conociera en el pub ni a nadie de ese local de comida. Aun así, si había decidido que HYCE fuera su siguiente fuente de jóvenes, quizá no había sido tan cauto a la hora de disimular su ausencia del pub y el local de comida las noches de las reuniones. Era poco, pero era algo.

Nkata salió del edificio después de decirle a Veness que, cuando por fin aparecieran, les comentara a Robbie Kilfoyle y Griffin Strong que le llamaran. Cruzó el aparcamiento de la parte trasera del edificio y se montó en el Escort.

Al otro lado de la calle, delante de Coloso y encajados en los sombríos arcos llenos de pintadas de los trenes que salían de Londres desde la estación de Waterloo, había cuatro talleres de reparación de coches, además de una empresa de radio-taxis, otra de reparto de paquetes y una tienda de bicicletas. Delante de estos locales, merodeaban jóvenes de la zona. Se mezclaban en grupos y, mientras Nkata los observaba, un hombre asiático salió de la tienda de bicicletas y los echó de allí. Intercambiaron unas palabras con el hombre, pero la cosa no fue a más. Comenzaron a marcharse cabizbajos hacia New Kent Road.

Cuando Nkata se marchó en su coche, vio más chicos debajo del viaducto del tren y también andando como cuentas africanas en grupos de dos, tres y cuatro por el camino del centro comercial mugriento que ocupaba la esquina de Elephant and Castle. Caminaban por una acera moteada de chicles, cigarrillos y cartones de zumo de naranja, envases de comida, latas de coca-cola aplastadas y brochetas a medio comer. Se iban pasando un cigarrillo…, o un porro, lo más probable. Era difícil de decir. Pero, al parecer, no les preocupaba que pudieran pararlos en esta parte de la ciudad, hicieran lo que hiciesen. Había más chicos de éstos que ciudadanos indignados que les impidieran hacer lo que les venía en gana, que era escuchar música rap ensordecedora y meterse con el vendedor de brochetas que tenía un establecimiento diminuto entre el pub Charlie Chaplin y la tienda de productos y catering mexicano El Azteca. No tenían nada que hacer ni ningún sitio adonde ir: sin estudios, sin la esperanza de un empleo, esperaba sin rumbo alguno a que la corriente de la vida los llevara a donde fuera.

Nkata pensó que, no obstante, ninguno había comenzado así. Todos habían sido una pizarra en blanco. Aquello le hizo pensar en su propia suerte: esa combinación de humanidad y circunstancias que lo habían llevado a donde estaba en el presente. Y que también, pensó, habían llevado a Stoney a donde estaba…

No pensaría en su hermano, al que ya no podía ayudar. Pensaría en prestar ayuda allí donde podía hacerlo. ¿En memoria de Stoney? No. No por eso, sino más bien para dar las gracias al rescate y como bendición a la capacidad divina que tuvo al reconocerla cuando apareció.

El hotel Canterbury era uno de los edificios blancos de estilo eduardiano de Lexham Gardens que describían una curva hacia el norte desde Cromwell Road en South Kensington. Tiempo atrás, había sido una casa elegante entre otras casas elegantes en una zona de la ciudad deseable por su proximidad a Kensington Palace. En ese momento, sin embargo, la calle era sólo ligeramente atractiva. Era un lugar que atendía a extranjeros con necesidades mínimas y presupuestos muy ajustados, así como a parejas que buscaban una hora o dos para intercambios sexuales sin preguntas. Los hoteles tenían nombres que confiaban plenamente en el uso de «Court», «Park» o ubicaciones de importancia histórica, las cuales sugerían opulencia, pero ocultaban el estado de los interiores.

Desde la calle, el hotel Canterbury parecía que iba a estar a la altura de las sombrías expectativas de Barbara. El sucio cartel blanco tenía dos agujeros que habían rebautizado el establecimiento como Can Bury Hot, y al porche de mármol blanco y negro le faltaban baldosas. Barbara detuvo a Lynley al llegar al tirador de la puerta.

– Ve lo que quiero decir, ¿verdad? -Le mostró los retratos robot revisados que llevaba-. Es de lo único que no hemos hablado.

– No discrepo -le dijo Lynley-. Pero a falta de algo más…

– Tenemos a Minshall, señor. Y está empezando a colaborar.

Lynley señaló la puerta del hotel Canterbury con la cabeza.

– Los próximos minutos nos lo dirán. Ahora mismo lo que sabemos es que ni Muwaffaq Masoud ni nuestro testigo del gimnasio Square Four no ganan nada mintiendo. Los dos sabemos que no es el caso de Minshall.

Estaban hablando de los retratos robot que habían obtenido. Barbara opinaba que no eran fiables. Hacía meses que Muwaffaq Masoud había visto por última vez al hombre que había comprado su furgoneta. El hombre del gimnasio Four Square había visto al individuo que seguía a Sean Lavery hacía al menos cuatro semanas -«y en realidad no sabía si el tipo estaba siguiendo a Sean Lavery, admítalo», había dicho Barbara-. Lo que tenían en aquel momento en los bocetos dependía por completo de la memoria de dos hombres que, en el instante preciso en el que habían visto a la persona en cuestión, no tenían motivo alguno para memorizar un solo detalle de ella. Por lo tanto, los retratos i'oliot podían quedar en nada para la policía, mientras que uno generado por Barry Minshall podía aclararles las cosas.

Si es que podían fiarse de que Minshall les hubiera dado una descripción precisa, había señalado Lynley. Aquello estaba por ver hasta que comprobaran la veracidad de su relato sobre lo que sucedía en el hotel Canterbury.

Lynley entró primero. No había vestíbulo, tan sólo un pasillo con una alfombra alargada gastada y una ventanilla en una pared que parecía abrirse a una recepción. De ahí, salía un sonido de aerosol y emanaba un olor penetrante de los que hace que te piquen los ojos y que haría las delicias de un adicto al pegamento. Fueron a investigar.

No había bolsas de papel implicadas en lo que estaba sucediendo, sino una chica de veintitantos años. De la oreja le colgaba lo que parecía una pequeña araña de luces. Estaba en cuclillas en el suelo, encima de un tabloide abierto, impermeabilizando unas botas. Las suyas, por lo visto: iba descalza.

Lynley había sacado su placa, pero la recepcionista no alzó la vista. Estaba prácticamente clavada en el suelo en su posición y estaba convirtiéndose rápidamente en una víctima de los gases del aerosol.

– Esperen -dijo, y dejó el pulverizador. Se dio la vuelta peligrosamente sobre los talones.

– Dios santo, ventile un poco esto. -Barbara retrocedió hasta la puerta y la dejó abierta de par en par. Cuando regresó a la recepción, la chica se había levantado.

– Guau -dijo con una carcajada atontada-. Cuando dicen que lo hagas en un sitio ventilado, no lo dicen en broma. -Cogió una ficha de registro y la dejó caer en el mostrador junto a un bolígrafo y la llave de una habitación-. Cincuenta y cinco la noche, treinta la hora. O quince si no tienen manías con las sábanas. Yo no les recomendaría, por cierto, la opción de las quince libras, pero no digan que se lo he dicho. -Entonces, al fin miró a las dos personas que habían entrado. Era evidente que no había captado que eran policías (a pesar de que Lynley tenía la placa en la mano a plena vista) porque su mirada fue de Barbara a su acompañante y de nuevo a Barbara, y su expresión decía de Lynley: «Tú sabrás qué te la levanta».

Barbara le ahorró a Lynley la vergüenza de tener que sacar de su error a la chica sobre la presencia de ambos en el hotel Canterbury.

– Cuando lo hacemos, preferimos el asiento trasero del coche -dijo mientras sacaba su placa-. Estamos un poco apretados, por cierto, pero sin duda es más barato. -Le mostró la placa con brusquedad-. New Scotland Yard -dijo-. Y encantadísimos de saber que ayuda al barrio a afrontar sus pasiones irreprimibles. Éste es el detective comisario Lynley, por cierto.

Los ojos de la chica se fijaron en las dos placas. Levantó el brazo y se tocó el pendiente que le colgaba de la oreja.

– Lo siento -dijo-. La verdad es que no pensaba que fueran…

– Bien -la interrumpió Barbara-. Comencemos por las horas que trabaja aquí. ¿Qué horario tiene?

– ¿Por qué?

– ¿Hace el turno de noche? -preguntó Lynley.

Barbara negó con la cabeza.

– Salgo a las seis. ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado? -Era evidente que había recibido instrucciones sobre qué hacer en caso de que la pasma apareciera alguna vez. Cogió el teléfono y dijo-: Dejen que llame al señor Tatlises.

– ¿Se ocupa de la recepción por la noche?

– Es el director. ¡Oiga! ¿Qué hace? -dijo cuando Barbara alargó el brazo hacia el mostrador y cortó la comunicación.

– El recepcionista del turno de noche nos servirá -le dijo a la chica-. ¿Dónde está?

– Es legal -dijo-. Todos los que trabajamos aquí lo somos. No hay nadie sin papeles, y el señor Tatlises también se asegura de que todos se apunten a un curso de inglés.

– Un ciudadano modelo, sí -dijo Barbara.

– ¿Dónde podemos encontrar al recepcionista del turno de noche? -preguntó Lynley-. ¿Cómo se llama?

– Duerme.

– Es la primera vez que oigo ese nombre -dijo Barbara-. ¿De dónde es?

– ¿Qué? Tiene una habitación aquí… Es eso. Miren, no querrá que lo despierte.

– Ya lo haremos nosotros por usted entonces -dijo Lynley-. ¿Dónde está?

– En el último piso -dijo-. Habitación cuarenta y uno. Es una individual. No tiene que pagarla. El señor Tatlises se lo descuenta del sueldo. Se la deja a mitad de precio. -Dijo todo aquello como si la información quizá bastara para impedir que hablaran con el recepcionista nocturno. Cuando Lynley y Barbara se dirigieron al ascensor, la chica descolgó el teléfono. No cabía la menor duda de que llamaba para pedir refuerzos o para avisar a la habitación cuarenta y uno de que la policía estaba subiendo.

El ascensor era un modelo anterior a la primera guerra mundial, una caja con rejas que ascendía al ritmo majestuoso necesario para asunciones místicas al cielo. Cabían dos personas sin maletas. Sin embargo, llevar equipaje no parecía ser uno de los requisitos a la hora de rellenar la ficha de registro de aquel hotel.

Cuando por fin llegaron, la puerta cuarenta y uno estaba abierta. El ocupante los esperaba vestido con un pijama y pasaporte extranjero en mano. Tendría unos veinte años.

– Hola -dijo-. ¿Cómo están? Soy Ibrahim Sec.uk. El señor Tatlises es mi tío. Sé poco inglés. Tengo los papeles en orden.

Igual que las palabras de la recepcionista, tenía memorizado todo lo que dijo: frases que debía recitar si un poli le hacía preguntas. Seguramente aquel lugar era un hervidero de inmigrantes ilegales, pero en estos momentos eso a ellos no les incumbía, tal como Lynley le dejó claro al hombre cuando le dijo:

– No somos de inmigración. El día ocho, un hombre de aspecto raro, de pelo amarillo blanco y con gafas de sol, un albino, le llamamos nosotros, con la piel muy blanca, trajo a un chico a este hotel. Un chico joven, rubio… -Lynley le mostró a Selcuk la foto de Davey Benton, que sacó del bolsillo de su chaqueta junto con la foto de archivo de Minshall que había tomado la policía de Holmes Street-. Puede que se marchara en compañía de otro hombre que había reservado una habitación.

Barbara añadió:

– Y ese rollo, chicos jóvenes que el albino trae aquí y que luego se van con otro tipo, se supone que ha pasado en repetidas ocasiones, Ibrahim, así que no intente fingir que no lo ha visto. -Entonces, le mostró los dos retratos robot con brusquedad y le dijo-: Puede que el hombre con el que se marchó el chico tuviera este aspecto. ¿Sí? ¿No? ¿Puede confirmarlo?

– No saber mucho inglés -dijo-. Tengo pasaporte aquí. -Y cambió el peso de un pie al otro como alguien que necesita ir al baño-. La gente viene. Yo darles tarjeta para firmar y llave. Pagar en metálico, eso es todo. -Se agarró la parte delantera del pijama, en la zona de la entrepierna-. Por favor -dijo, y miró hacia atrás.

– Por Dios -dijo Barbara. Y luego, a Lynley-: «Estoy a punto de mearme encima» seguramente no se aprende en las clases de inglés.

Detrás del hombre, la habitación estaba a oscuras. A la luz del pasillo, vieron que la cama estaba revuelta. Sin duda estaba durmiendo, pero también le habían preparado en algún momento para que sus respuestas fuesen siempre mínimas, sin admitir nada. Barbara estaba a punto de sugerirle a Lynley que obligar al tipo a controlar la vejiga durante veinte minutos largos quizá serviría para tirarle de la lengua, cuando un hombre diminuto vestido de esmoquin dobló una esquina y se acercó a ellos pesadamente.

Aquél debía de ser el señor Tatlises, pensó Barbara. Su expresión de alegría decidida era lo bastante falsa como para identificarlo.

– Mi sobrino necesita trabajar más el inglés -dijo con un fuerte acento turco-. Soy el señor Tatlises y me encantará ayudarles. Ibrahim, yo me ocupo. -Hizo entrar al chico en la habitación y cerró la puerta-. Bien, necesitan algo, ¿sí? -dijo amablemente-. Pero no una habitación. No, no. Ya me lo han dicho.

Se rió y miró primero a Barbara y luego a Lynley con una expresión que decía «nosotros los hombres sabemos dónde queremos meterla», lo cual hizo que Barbara quisiera invitar a aquel gusano a probar su puño. Quiso preguntarle si creía que alguien querría echarle un polvo. ¡Puf!

– Tenemos entendido que un hombre llamado Barry Minshall trajo aquí a este chico. -Lynley le mostró a Tatlises las fotos pertinentes-. Se marchó con otro hombre que, creemos, se parece a este individuo. ¿Havers? -Barbara le mostró a Tatlises los retratos robot-. Lo que necesitamos de usted en este momento es que nos lo confirme.

– ¿Y después? -preguntó Tatlises. Había echado una mirada superficial a las fotografías y los dibujos.

– La verdad es que no está en situación de preguntarse qué pasará después -le dijo Lynley.

– Entonces, no veo cómo…

– Escúcheme, amiguito -le interrumpió Barbara-. Supongo que su criada de las botas de abajo le ha puesto al corriente de que no somos de la policía local, dos policías que inspeccionan su nuevo territorio y buscan un poco de pasta de tipos como usted, si es así como mantiene en marcha este negocio. Esto es un poco más importante, así que si sabe algo sobre lo que ha estado pasando en este cuchitril, le sugiero que corte el rollo y nos dé los hechos, ¿de acuerdo? Sabemos por este individuo -y clavó un dedo en la foto del archivo policial de Barry Minshall- que uno de sus compañeros de un grupo llamado HYCE se encontró con un chico de trece años aquí, en este hotel, el día ocho. Minshall afirma que es un acuerdo habitual, ya que alguien de aquí (déjeme adivinar) también pertenece a HYCE. ¿Le parece divertido?

– ¿HYCE? -preguntó Tatlises, batiendo las pestañas para mostrar confusión-. ¿Qué…?

– Imagino que ya sabe qué es HYCE -dijo Lynley-. También imagino que si le pidiéramos que participara en una rueda de reconocimiento, el señor Minshall no tendría ningún problema en identificarle como el compañero de HYCE que trabaja aquí. Podemos evitarnos todo eso, y puede confirmar su historia, identificar al chico y decirnos si el hombre con el que se marchó se parece a uno de estos dos bocetos, o podemos prolongar todo el asunto y llevarle un rato a la comisaría de policía de Earl's Court Road.

– En caso de que se marchara con él -añadió Barbara. -No sé nada -insistió Tatlises.

Llamó a la puerta de la habitación cuarenta y uno. Su sobrino abrió tan deprisa que era evidente que se había quedado pegado a ella escuchando cada palabra.

Tatlises comenzó a hablarle deprisa en su idioma. Hablaba muy alto. Tiró del chico por la chaqueta del pijama y agarró los bocetos y las fotografías, obligando al joven a examinarlos.

Barbara pensó que se trataba de una bonita actuación. Realmente quería que creyeran que su sobrino, y no él, era el pedófilo. Miró a Lynley para pedirle permiso. El asintió. Barbara se puso manos a la obra.

– Escúcheme, cabrón -le dijo a Tatlises, cogiéndolo del brazo-. Si se cree que vamos a tragarnos eso, entonces usted es incluso más estúpido de lo que parece. Déjele en paz y dígale que responda a nuestras preguntas, y respóndalas usted también. ¿Entendido? ¿O tengo que ayudarle a entender? -Lo soltó, pero no antes de terminar la pregunta retorciéndole el brazo.

Tatlises la insultó en su idioma, o eso supuso Barbara por la pasión que había en sus palabras y por la cara que puso el sobrino.

– Voy a denunciarles por esto -les dijo al fin a ambos.

– Acabo de cagarme de miedo -respondió Barbara-. Ahora tradúzcale esto a su «sobrino» o quién coño sea. Este chico… ¿Estuvo aquí?

Tatlises se frotó la zona del brazo que Barbara le había maltratado. Ella imaginó que se pondría a gritar algo significativo, como «¡Brutalidad desmesurada!»; así de diligentes eran los cuidados que dispensaba a su extremidad.

– Yo no trabajo por la noche -dijo al fin.

– Estupendo. Pero él sí. Dígale que responda.

Tatlises asintió en dirección a su «sobrino». El joven miró la foto y también asintió.

– Bien. Ahora pasemos al resto, ¿de acuerdo? ¿Lo viste irse del hotel?

El sobrino asintió.

– Marcharse con otro. Lo vi. No con albino, ¿cómo decir usted?

– No con el albino, el hombre de pelo amarillento y piel blanca.

– Otro, sí.

– ¿Y los vio? ¿A ellos? ¿Juntos? ¿El chico andaba? ¿Hablaba? ¿Estaba vivo?

La última palabra desencadenó entre ellos un murmullo en su idioma. Al final, el sobrino comenzó a lamentarse.

– ¡Yo no! ¡Yo no! -gritó, y una mancha húmeda apareció en la entrepierna de los pantalones de su pijama-. Marcharse con otro. Yo ver. Yo ver.

– ¿Qué pasa? -exigió saber Lynley a Tatlises-. ¿Le ha acusado de…?

– ¡Inútil! ¡Inútil! -Tatlises le interrumpió, y le pegó a su sobrino en la cabeza-. ¿Para qué cosa mala estás utilizando el hotel? ¿No pensaste que te podían pillar?

El chico bajó la cabeza

– ¡Yo no! -gritó.

Lynley separó a los hombres, y Barbara se plantó en medio.

– A ver si entienden esto y se lo meten en la cabeza. Este tipo trajo al chico al hotel y este tipo se marchó con él. Pueden señalarse el uno al otro, y a quien más quieran en medio, pero ni una sola rata de este lugar va a librarse de que lo detengamos por proxenetismo, pedofilia y cualquier otra cosa que podamos imputarle. Así que tal vez quieran que en su ficha policial aparezca escrito en rojo «colaboraron que te cagas».

Vio que el mensaje había llegado. Tatlises se apartó de su sobrino, que entró encogido a su habitación. Los dos renacieron ante sus ojos. Puede que Tatlises tuviera un turbio acuerdo con sus amigos de HYCE respecto al uso del hotel Canterbury y puede que también hubiera recibido una maleta llena de dinero por permitir que sus habitaciones se utilizaran para citas homosexuales con menores; sin embargo, parecía que por el asesinato no pasaba.

– Este chico… -dijo, y cogió la foto de Davey Benton.

– Exacto -dijo Barbara.

– Estamos bastante seguros de que se marchó de aquí vivo -le dijo Lynley al hombre-. Pero, por otro lado, puede que lo mataran en una de sus habitaciones.

– ¡No, no! -El inglés del sobrino mejoraba milagrosamente-. No con albino. Con otro hombre. Yo ver. -Y se volvió hacia su supuesto tío y habló un buen rato en su lengua.

Tatlises tradujo. El chico de la foto había ido allí con el albino y habían subido a la habitación treinta y nueve, que había reservado con anterioridad y ocupado el otro hombre. El chico se marchó con el hombre unas horas después. Dos, quizá. No más. No, no parecía enfermo, ni borracho, ni drogado ni nada por el estilo, aunque Ibrahim Selcuk no había examinado al chico, a decir verdad. No había motivo para hacerlo. No era la primera vez que un chico venía con el hombre de pelo amarillento y se marchaba con otro hombre.

El recepcionista nocturno añadió que la identidad de los chicos cambiaba, y que también cambiaba la identidad de los hombres que reservaban la habitación, pero que el hombre que los emparejaba siempre era el mismo: el albino de la fotografía que la policía les había enseñado.

– Es todo lo que sabe -terminó diciendo Tatlises.

Barbara volvió a mostrarle los bocetos al recepcionista nocturno. Quería saber si uno de esos dos tipos era el hombre que reservó la habitación.

Selcuk los examinó y eligió al más joven.

– Quizá -dijo-. Se parece.

Tenían la confirmación que necesitaban: al parecer, Minshall decía la verdad sobre el hotel Canterbury. Por lo tanto, cabía la pequeña esperanza de que el hotel aún pudiera revelar algo más. Lynley pidió ver la habitación treinta y nueve.

– No habrá nada -dijo Tatlises deprisa-. La han limpiado a fondo. Como todas las habitaciones después de ser usadas.

Sin embargo, Lynley se puso firme en ese punto. Bajaron un piso y dejaron que Selc.uk volviera a la cama. Tatlises sacó una llave maestra del bolsillo y abrió la puerta para que Lynley y Havers entraran en la habitación en la que Davey Benton se había encontrado con su asesino.

Como lugar para la seducción, era bastante sombrío. En el centro había una cama de matrimonio, cubierta con una especie de colcha de flores que debía de ocultar una multitud de pecados humanos, de vertidos líquidos a fluidos corporales. Contra una pared, una cómoda de madera clara servía de mesa, con un hueco para las rodillas en el que se encontraba encajada una silla que no hacía juego. Encima, una bandeja de plástico contenía el material necesario para preparar té, con una tetera de lata mugrienta para la infusión y un hervidor de agua eléctrico aún más mugriento. Unas cortinas sucias cubrían la ventana con montante, y por toda la moqueta marrón se veían manchas y rayadas.

– El Savoy debe de pasarlo muy mal con esta competencia -observó Barbara.

– Que venga un equipo del SOCO -dijo Lynley-. Quiero que examinen la habitación a conciencia.

Tatlises protestó.

– La han limpiado. No encontrarán nada. Y aquí dentro no ocurrió nada que…

Lynley se volvió hacia él.

– Su opinión no me interesa especialmente ahora mismo -dijo-. Y le sugiero que no me la dé. -Y dirigiéndose a Barbara-: Llama al SOCO. Quédate aquí hasta que lleguen. Luego, consigue la tarjeta de registro de este… -pareció buscar la palabra- lugar y verifica la dirección que aparezca. Pon al corriente a Earl's Court Road sobre lo que ha estado pasando aquí, si es que aún no lo saben. Habla con el jefe de policía. Nada de subordinados.

Barbara asintió. Sintió una ráfaga de placer, tanto por la sensación de que estaban avanzando como por la responsabilidad que Lynley depositaba en ella. Era casi como en los viejos tiempos.

– Bien. Así lo haré, señor -dijo, y sacó el móvil mientras Lynley sacaba a Tatlises de la habitación.

Lynley se quedó por fuera del hotel. Intentaba borrar la sensación de que estaban golpeando a ciegas a un enemigo que tenía más habilidad para esconderse que ellos para obligarle a rendirse.

Llamó a Chelsea. St. James habría tenido tiempo de leer y analizar el siguiente fajo de informes que le había enviado a Cheyne Row. Lynley pensó que tal vez tendría algo inspirador que le levantaría el ánimo. Pero en lugar de contestar su amigo, la voz que oyó fue la de Deborah: «No hay nadie en casa. Por favor, dejad un mensaje después de la señal».

Lynley colgó sin dejarlo. Llamó a su amigo al móvil y tuvo suerte, St. James contestó. Estaba entrando a una reunión con su banquero. Sí, había leído los informes, en los que había dos detalles interesantes… ¿Podía quedar Lynley dentro de… qué tal media hora? Estaba en Sloane Square.

Tras organizarlo todo, Lynley se marchó. En coche, estaba a cinco minutos de la plaza, siempre y cuando el tráfico avanzara. Así fue, y bajó serpenteando hacia el río. Llegó a King's Road por Sloane Avenue y subió hacia la plaza detrás de un autobús de la línea 11. Las aceras estaban repletas de compradores a esta hora del día, igual que la Oriel Brasserie, donde oportunamente ocupó una mesa del tamaño de una moneda de cincuenta peniques justo cuando se marchaban tres mujeres cargadas con unas veinticinco bolsas.

Pidió un café y esperó a que St. James concluyera sus asuntos. Su mesa estaba en el ventanal frontal del Oriel, así que podría ver a su amigo cuando cruzara la plaza y recorriera el camino cuidado y flanqueado por árboles que iba de la fuente de Venus al monumento de guerra. En aquel momento, el centro de la plaza estaba vacío, salvo por las palomas que andaban a la búsqueda de migajas debajo de los bancos.

Lynley recibió una llamada de Nkata mientras esperaba. Jack Veness tenía un amigo que corroboraba la coartada que había elegido dar, y Neil Greenham se había pegado a su abogado. El sargento había dejado el recado de que Kilfoyle y Strong le llamaran; pero, sin duda, sus compañeros de Coloso les habrían contado que estaban pidiendo coartadas, con lo cual ambos tendrían mucho tiempo para inventarse alguna antes de volver a hablar con la policía.

Lynley le dijo a Nkata que siguiera hasta donde pudiera. Cogió el café y se lo acabó en tres sorbos. Estaba hirviendo y le agredió la garganta como si se tratara de un cirujano. Lo cual, pensó, estaba bien.

Al fin, vio a St. James cruzando la plaza. Lynley se volvió y pidió otro café para él, y el primero para su amigo. Las bebidas llegaron al mismo tiempo que St. James, quien se quitó el abrigo en la puerta y se abrió paso hacia Lynley.

– Lord Asherton descansando -dijo St. James con una sonrisa, y retiró una silla y se sentó con cuidado.

– Has visto el periódico -dijo Lynley con una mueca.

– Era difícil no verlo. -St. James cogió el azúcar y comenzó su proceso habitual de hacer que el café fuera imbebible para cualquier otro ser humano-. Tu fotografía está causando furor en los quioscos de la plaza.

– Y habrá continuaciones si Corsico y su director se salen con la suya -dijo Lynley.

– ¿Qué clase de continuaciones? -St. James cogió entonces la leche, sólo un chorrito, tras lo cual comenzó a remover el café.

– Al parecer, han tenido noticias de Nies. De Yorkshire.

St. James lo miró. Dejó de sonreír y se puso serio.

– No querrás eso.

– Lo que quiero es alejarlos del resto de la brigada. Sobre todo de Winston. Es el siguiente de la lista.

– ¿Y para evitarlo estás dispuesto a que aireen tu ropa sucia para consumo público? No es buena idea, Tommy. No es justo para ti, y sin duda no lo es para Judith. O para Stephanie, en realidad.

Su hermana y su sobrina, pensó Lynley. Eran personajes de la historia del asesinato de Yorkshire que les había arrebatado a una el marido y a la otra el padre. Lo que le afectaba a él mientras intentaba proteger de la prensa a su equipo afectaba también a su familia.

– No veo cómo puedo evitarlo. Tendré que avisarlas. Me atrevo a decir que sabrán llevarlo. Ya han pasado antes por esto.

St. James miraba su café con el ceño fruncido. Meneó la cabeza con desaprobación.

– Dales mi nombre, Tommy.

– ¿Tu nombre?

– Eso los alejará de Yorkshire un tiempo, y también de Winston. Yo formo parte del equipo, aunque sólo sea de forma tangencial. Exagera mi historia y envíamelos a mí.

– No lo dirás en serio.

– No me entusiasma la idea, pero ¿acaso quieres que hurguen en el matrimonio de tu hermana? Sólo conseguirías que hurgasen en…

– El día que conduje borracho y te lisié. -Lynley apartó su café-. Dios mío, la he cagado tantas veces.

– Aquella vez, no -dijo St. James-. Los dos íbamos borrachos. No lo olvides. Además, dudo que tu periodista de The Source toque el tema de mi… situación física, digamos. Sería demasiado políticamente correcto. Algo impropio de mencionar: ¿por qué lleva un aparato en la pierna, señor? Es como preguntarle a alguien cuándo dejó de pegar a su mujer. Y, de todos modos, si tocan el tema, estaba de juerga con un amigo, y éste es el resultado. Una lección para los adolescentes locos de hoy en día. Fin de la historia.

– No querrás que se centren en ti.

– Claro que no. Seré el hazmerreír de mis hermanos, por no mencionar lo que dirá mi madre como sólo ella puede hacerlo. Pero míralo de esta forma: estoy a la vez fuera y dentro de la investigación, y eso tiene sus ventajas. Puedes presentárselo a Hillier como quieras. O soy parte del equipo y él dijo que quería artículos sobre los miembros del equipo, o soy un interesado y, como científico independiente, busco el autobombo que sólo puede darme salir en la prensa. Elige la que quieras. -Sonrió-. Sé que sólo vives para atormentar a ese pobre inepto.

Lynley también sonrió, a su pesar.

– Eres muy amable, Simón. Eso los alejará de Winston. A Hillier no le gustará, por supuesto; pero puedo ocuparme de Hillier.

– Y cuando lleguen a Winston o a quien sea, este asunto ya habrá acabado, si Dios quiere.

– ¿Qué tienes? -Lynley señaló con la cabeza el maletín que St. James había traído con él.

– Tengo ventajas en varios aspectos -dijo St. James.

– Lo que significa que me he perdido algo. Muy bien. Puedo vivir con eso.

– No perdido exactamente. Yo no diría eso.

– ¿Qué dirías entonces?

– Que tengo la ventaja de estar a cierta distancia del caso mientras que tú estás metido de lleno. Y no tengo encima a Hillier, a la prensa y sabe Dios a quién más exigiéndome un resultado.

– Aceptaré la excusa. Y te doy las gracias. ¿Qué has descubierto?

St. James levantó el maletín y lo abrió en una silla libre que cogió de otra mesa. Sacó el último fajo de papeles que le había enviado.

– ¿Has encontrado la fuente del aceite de ámbar gris? -le preguntó St. lames.

– Tenemos dos fuentes. ¿Por qué?

– No le queda más.

– ¿Aceite?

– No había restos en el cuerpo de Queen's Wood. En todos los demás sí, no siempre en el mismo lugar, pero lo había. Pero en éste, no.

Lynley se quedó pensando en aquello. Vio una razón por la que quizá no había rastros del aceite.

– El cuerpo estaba desnudo -dijo-. Puede que el aceite estuviera en la ropa.

– Pero el cuerpo de St. George's Gardens también estaba desnudo…

– El de Kimmo Thorne.

– Sí. Y tenía restos de aceite. Yo diría que es muy probable que se le haya acabado, Tommy. Va a necesitar más; si habéis localizado dos fuentes, puede que vigilar esas tiendas nos dé la clave.

– Dices que es muy probable -observó Lynley-. ¿Qué más? Hay algo más, ¿verdad?

St. James asintió despacio.

Parecía dudar acerca de la importancia de su siguiente revelación.

– Es algo, Tommy -dijo-. Es todo lo que puedo decirte. No quiero interpretarlo porque podría llevarte en una dirección totalmente equivocada.

– De acuerdo. Aceptado. ¿Qué es?

St. James sacó otro fajo de documentos.

– El contenido de sus estómagos -dijo-. Antes del último chico, el de Queen's Wood…

– Davey Benton.

– Sí. Antes de él, los otros habían comido como mucho una hora antes de morir. Y en todos los casos el contenido del estómago era idéntico.

– ¿Idéntico?

– Sin ninguna desviación, Tommy.

– ¿Y Davey Benton?

– Llevaba horas sin comer; ocho, como mínimo. Eso, junto con lo del aceite de ámbar gris… -St. James se inclinó hacia delante. Puso la mano sobre el fajo ordenado de documentos para dar mayor énfasis a sus palabras-. No hace falta que te diga lo que significa, ¿verdad?

Lynley apartó la vista de su amigo. Miró hacia la plaza, donde, tras la ventana, el día gris invernal avanzaba incesante hacia la oscuridad y lo que la oscuridad llevaba consigo.

– No, Simón -dijo al fin-. No hace falta que me digas nada.

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