Capítulo 1

La detective Barbara Havers se consideraba una persona afortunada: la entrada estaba libre. Había decidido realizar la compra semanal en coche en lugar de a pie, y eso siempre era arriesgado en una zona de la ciudad en la que cualquier persona que tuviera la suerte de encontrar un sitio para aparcar cerca de su casa se aferraba a él con la devoción de los recién redimidos a la fuente de su redención. Pero como sabía que tenía que comprar mucho y le estremecía la idea de volver penosamente bajo el frío desde el supermercado del barrio, optó por el transporte privado esperando lo mejor. Así que cuando se detuvo delante de la casa amarilla de estilo eduardiano tras la cual se encontraba su casita de una planta, ocupó el espacio de la entrada sin reparos. Escuchó cómo el motor de su Mini carraspeaba y se atragantaba al apagarlo y por decimoquinta vez aquel mes tomó nota mentalmente de llevar el coche a un mecánico que -rezaba por ello- no le pidiera un brazo, una pierna y su primer hijo para reparar lo que fuera que provocaba que eructara como un pensionista dispéptico.

Se bajó y echó el asiento hacia delante para coger la primera de las bolsas de plástico. Se colgó cuatro en los brazos y las estaba arrastrando fuera del coche cuando oyó que gritaban su nombre.

Alguien la llamaba.

– ¡Barbara! ¡Barbara! Mira lo que he encontrado en el armario.

Barbara se irguió y miró en la dirección de donde había salido la voz. Vio a la hija pequeña de su vecino sentada en el banco de madero curada que había delante del piso de la planta baja del edificio antiguo reformado. Se había quitado los zapatos y luchaba por ponerse unos patines en línea. «Parecen demasiado grandes», pensó Barbara. Hadiyyah sólo tenía ocho años, y no cabía duda de que los patines eran de adulto.

– Son de mamá -le informó Hadiyyah, como si le hubiera leído el pensamiento-. Los he encontrado en un armario, ya te lo he dicho. No me los he puesto nunca. Supongo que me quedarán grandes pero he metido paños de cocina dentro. Papá no lo sabe.

– ¿Lo de los paños? Hadiyyah se rió.

– ¡No! No sabe que los he encontrado.

– Quizá no debas utilizarlos.

– No estaban escondidos. Sólo estaban guardados. Hasta que mamá vuelva a casa, imagino. Está en…

– En Canadá, sí. -Barbara asintió-. Bueno, ten cuidado. A tu padre no le hará ni pizca de gracia si te caes y te abres la cabeza. ¿Tienes casco o algo así?

Hadiyyah bajó la cabeza, se miró los pies -un patín en uno y en el otro el calcetín- y lo pensó. – ¿Debo llevarlo?

– Por seguridad -le dijo Barbara-. Y también por respeto a los barrenderos. Así no quedan trocitos de cerebro esparcidos por la acera.

Hadiyyah puso los ojos en blanco. -Ya sé que lo dices en broma.

– Te juro que es verdad -dijo Barbara con la mano en el pecho-. ¿Y tu padre dónde está? ¿Hoy estás sola? -Abrió con el pie la verja que daba al camino de entrada a la casa y pensó en si debía hablar de nuevo con Taymullah Azhar sobre eso de dejar a su hija sola. Si bien era cierto que lo hacía en contadas ocasiones, Barbara le había dicho que estaría encantada de cuidar a Hadiyyah en su tiempo libre si Azhar tenía que reunirse con sus alumnos o supervisar alguna tarea en el laboratorio de la universidad. Hadiyyah era una niña sorprendentemente auto-suficiente pese a tener ocho años, pero al fin y al cabo seguía siendo eso: una niña de ocho años, y era más inocente que los críos de su edad, lo cual se debía en parte a una cultura que la protegía y también a la deserción de su madre inglesa, quien ya hacía casi un año que estaba «en Canadá».

– Ha ido a comprarme un regalo sorpresa -le informó Hadiyyah con toda naturalidad-. Cree que no lo sé, piensa que creo que ha ido a hacer un recado, pero sé qué está haciendo en verdad. Es porque se siente mal e imagina que yo me siento mal; no es así, pero quiere ayudarme a que me sienta mejor de todas formas. Así que ha dicho: «Voy a hacer un recado, kushi», y se supone que tengo que pensar que no es un regalo para mí. ¿Vienes del supermercado? ¿Puedo ayudarte, Barbara?

– Hay más bolsas en el coche si quieres ir a por ellas -le respondió Barbara.

Hadiyyah se bajó del banco y (con un patín puesto y otro no) se dirigió saltando hacia el Mini y sacó el resto de las bolsas. Barbara la esperó en la esquina de la casa.

– ¿Y a qué se debe la ocasión? -le preguntó Barbara cuando Hadiyyah se reunió con ella, subiendo y bajando sobre un patín.

Hadiyyah la siguió hasta el fondo de la propiedad donde, bajo una falsa acacia, la casita de Barbara (que parecía mucho más un cobertizo con delirios de grandeza) tenía trocitos de pintura verde descascarillada en un parterre estrecho necesitado de una siembra.

– ¿Eh? -preguntó Hadiyyah. Ahora que la tenía cerca, Barbara vio que la niña llevaba los cascos de un CD portátil alrededor del cuello y el propio aparato sujeto a la cintura de los vaqueros azules. Unas voces femeninas cantaban al son de una música indeterminada y metálica. Hadiyyah parecía no advertirlo.

– La sorpresa -dijo Barbara mientras abría la puerta de su casa-. Has dicho que tu padre había salido a comprarte una sorpresa.

– Ah, eso. -Hadiyyah entró con paso firme en la casa y dejó la carga sobre la mesa del comedor, donde el correo de varios días se mezclaba con cuatro ejemplares del Evening Standard, el cesto de la ropa sucia y una bolsa vacía de chuchos de crema. Todo aquello formaba un revoltijo poco atractivo que hizo fruncir el ceño significativamente a la pequeña, muy pulcra por lo general.

– No has ordenado tus cosas -la reprendió.

– Una observación muy perspicaz -murmuró Barbara-. ¿Qué hay de la sorpresa? Sé que no es tu cumpleaños.

Hadiyyah golpeó el suelo con el patín y pareció de pronto incómoda, una reacción totalmente insólita en ella. Barbara advirtió que hoy se había trenzado ella el pelo negro. La raya dibujaba una serie de zigzags, mientras que los lazos rojos al final de las trenzas estaban desiguales, uno dos centímetros más arriba que el otro.

– Bueno -dijo mientras Barbara comenzaba a vaciar la primera de las bolsas sobre la encimera de la cocina-, no me lo ha dicho exactamente, pero imagino que es porque lo ha llamado la señora Thompson.

Barbara reconoció el nombre de la maestra de Hadiyyah. Volvió la cabeza para mirar a la niña y levantó una ceja a modo de pregunta.

– Verás, hubo una merienda -le informó Hadiyyah-. Bueno, en realidad no era una merienda, pero lo llamaron así porque si hubieran dicho lo que era de verdad, todo el mundo se habría sentido demasiado avergonzado y nadie habría ido. Y querían que fuera todo el mundo.

– ¿Por qué? ¿Qué era en realidad?

Hadiyyah se apartó y comenzó a vaciar las bolsas que había traído del Mini. Informó a Barbara de que fue más bien un acto que una merienda, o más una reunión en realidad que un acto. Verás, la señora Thompson pidió a una mujer que fuera a hablarles de sus cuerpos y todas las niñas de la clase y todas sus mamas asistieron y después podían hacer preguntas y después de eso había naranjada y galletas y tarta. Así que la señora Thompson lo llamó merienda aunque en realidad nadie merendó. Hadiyyah, al no tener una mamá que pudiera acompañarla, se había abstenido de ir a la reunión. De ahí que la señora Thompson llamara a su padre porque, como había dicho, la intención era que todo el mundo asistiera.

– Papá dijo que habría ido -comentó Hadiyyah-. Pero habría sido terrible. Además, de todas formas Meagan Dobson ya me ha contado de qué hablaron. Cosas de chicas. Bebés. Chicos. La regla. -Puso cara de asco-. Ya sabes.

– Vale. Lo capto. -Barbara podía entender cómo debió de reaccionar Azhar a la llamada de la maestra. No conocía a nadie más orgulloso que el profesor pakistaní que tenía por vecino-. Bueno, amiguita, si alguna vez necesitas a una chica que haga de sustituta de tu madre -le dijo a Hadiyyah-, me ofrezco encantada.

– ¡Qué maravilla! -exclamó Hadiyyah. Por un momento, Barbara pensó que se refería a su ofrecimiento de actuar como madre sustituta, pero vio que su pequeña amiga sacaba un paquete de la bolsa de la compra: Chocotastic Pop Tarts-. ¿Son para desayunar? -preguntó Hadiyyah con un suspiro.

– La nutrición perfecta para la profesional que no descansa -le respondió Barbara-. Será nuestro pequeño secreto, ¿vale? Uno de tantos.

– ¿Y esto qué es? -Le preguntó de nuevo Hadiyyah como si no hubiera dicho nada-. Vaya, estupendo. ¡Barritas de helado de crema! Si fuera adulta, comería lo mismo que tú.

– Me gusta tocar todos los grupos de alimentos básicos -le explicó Barbara-. Chocolate, azúcares, grasas y tabaco. ¿Has encontrado los Players, por cierto?

– No debes fumar -le dijo Hadiyyah, que hurgó en una de las bolsas y sacó un cartón de cigarrillos-. Papá está intentando dejarlo. ¿Te lo había dicho? A mamá le encantará. Le pedía y pedía que lo dejara. «Hari, se te pondrán unos pulmones asquerosos si no lo dejas», le dice. Yo no fumo.

– Eso espero -dijo Barbara.

– Pero algunos chicos sí fuman. Se ponen en la esquina de la calle del colegio. Son chicos mayores. Y llevan la camisa por fuera de los pantalones, Barbara. Imagino que se creen que les queda muy guay, pero yo creo que están… -Frunció el ceño, pensativa-. Horrorosos -se decidió-. Absolutamente horrorosos.

– Los pavos reales y sus plumas -reconoció Barbara.

– ¿Eh?

– El macho de la especie, que quiere atraer a la hembra. Si no, ella no se fijaría en él. Es interesante, ¿verdad? Son los hombres los que deberían maquillarse.

– Papá estaría horroroso con los labios pintados, ¿verdad? -dijo Hadiyyah, riéndose.

– Tendría que espantarlas con la escoba.

– A mamá no le gustaría -observó Hadiyyah. Cogió cuatro latas de All Day Breakfast -la cena preferida de Barbara después de un día de trabajo más largo de lo habitual- y las llevó hacia el armario que había encima del fregadero.

– No. Imagino que no -reconoció Barbara-. Hadiyyah, ¿qué son esos alaridos horribles que te salen del cuello? -Le cogió las latas a la niña y señaló con la cabeza los auriculares, de los que no dejaba de salir una especie de música pop discutible.

– Nobanzi -dijo Hadiyyah oscuramente.

– ¿No qué?

– Nobanzi. Son geniales. Mira. -Del bolsillo de la chaqueta sacó la caja de plástico de un CD. En ella, tres anoréxicas de veintitantos años posaban vestidas con tops del tamaño de la generosidad de Scrooge y unos vaqueros azules tan estrechos que lo único que dejaban a la imaginación era cómo se las habían arreglado para meterse en ellos.

– Ah -dijo Barbara-. Modelos para nuestras jóvenes. Venga, dame. Déjame escucharlas.

Hadiyyah le dio encantada los auriculares, y Barbara se los puso. Cogió distraídamente un paquete de Players y lo agitó para sacar un cigarrillo, a pesar de la mueca de desaprobación de Hadiyyah. Encendió uno mientras lo que parecía el estribillo de una canción -si podía llamarse así- le agredió los oídos. Las Vandellas Nobanzi no eran de su gusto, estaba claro, con o sin Martha, decidió Barbara. Se oyó un estribillo de palabras ininteligibles. Un montón de gemidos orgásmicos de fondo parecieron sustituir tanto al bajo como a la batería.

Barbara se quitó los auriculares y se los devolvió. Dio una calada al pitillo y miró a Hadiyyah ladeando la cabeza con aire especulativo.

– ¿A que son geniales? -dijo la niña. Cogió la caja del CD y señaló a la chica del medio, que llevaba rastas de dos colores y tenía una pistola humeante tatuada en el pecho derecho-. Esta es Juno. Es mi preferida. Tiene una niña que se llama Nefertiti. ¿Verdad que es preciosa?

– Me lo has quitado de la boca. -Barbara hizo una bola con las bolsas vacías y las guardó en el armario de debajo del fregadero. Abrió el cajón de los cubiertos y al fondo encontró un bloc de notas adhesivas que, por lo general, empleaba para recordarse cosas importantes que debía hacer, como «Piensa en arreglarte las cejas mañana» o «Limpia este baño asqueroso». Esta vez, sin embargo, garabateó cuatro palabras.

– Ven conmigo -le dijo a su pequeña amiga-. Es momento de encargarnos de tu educación. -Y cogió el bolso de bandolera y llevó a Hadiyyah a la parte delantera de la casa, donde los zapatos de la niña descansaban debajo del banco situado en la zona empedrada que había justo por fuera de la puerta del piso de la planta baja. Barbara le dijo que se calzara mientras ella iba a pegar la nota en la pared.

– Sígueme. Tu padre ya está avisado -le dijo Barbara cuando Hadiyyah estuvo lista, y salieron de la propiedad en dirección a Chalk Farm Road.

– ¿Adonde vamos? -Preguntó Hadiyyah-. ¿De aventura?

– Deja que te pregunte algo. Asiente si alguno de estos nombres te resulta familiar. Buddy Holly. ¿No? Ritchie Valens. ¿No? The Big Bopper. ¿No? Elvis. Bueno, claro. Quién no conoce a Elvis, pero apenas cuenta. ¿Qué me dices de Chuck Berry? ¿Little Richard? ¿Jerry Lee Lewis? Great Balls of Fire. ¿Te suenan? Joder, pero ¿qué os enseñan en el colegio?

– No deberías decir palabrotas -dijo Hadiyyah.

Una vez en Chalk Farm Road, el paseo hasta su destino, el Virgin de Camden High Street, no era muy largo. Sin embargo, para llegar hasta allí, debían atravesar el distrito comercial, el cual, por lo que Barbara siempre había podido determinar, era distinto a cualquier otro barrio comercial de la ciudad: desde las tiendas hasta la calle, repleto de jóvenes de todos los colores, creencias y tipos de adorno corporal; inundado por una cacofonía atronadora de música que llegaba de todas las direcciones; perfumado por toda clase de olores, desde pachulí a fish and chips. Aquí, las tiendas tenían monigotes en los escaparates con forma de gatos grandísimos, el trasero gigantesco de un torso enfundado en unos vaqueros, botas enormes, el morro de un avión hacia abajo… Sólo vagamente tenían los monigotes algo que ver con los artículos que había dentro de las tiendas, ya que la mayoría estaban dedicadas a cualquier cosa negra y a muchas cosas de piel. Piel negra. Piel negra sintética. Visón negro sintético sobre piel negra sintética.

Barbara vio que Hadiyyah estaba asimilándolo todo con la expresión de una novata, el primer indicio de que la niña no había estado nunca en Camden High Street, a pesar de lo cerca que se encontraba de sus respectivas casas. Hadiyyah la seguía, con los ojos como platos, la boca abierta y el semblante embelesado. Barbara tenía que llevarla con la muchedumbre y apartarla de ella, con una mano en el hombro para asegurarse de que no se separaban en la aglomeración.

– Es estupendo, estupendo -musitó Hadiyyah, con las manos pegadas al pecho-. Oh, Barbara, esto es mucho mejor que una sorpresa.

– Me alegro de que te guste -dijo Barbara.

– ¿Vamos a entrar en las tiendas?

– Cuando me haya ocupado de tu educación.

La hizo entrar en la tienda de discos y la llevó a la sección de clásicos del rock and roll.

– Esto sí es música -le dijo Barbara-. A ver… ¿Por dónde te inicio? Bueno, en realidad no hay duda, ¿verdad? Porque al fin y al cabo, tenemos al Más Grande y luego están todos los demás. Así que… -Escudriñó la sección en busca de la H y luego por entre las H en busca de la única H que importaba. Examinó los recopilatorios, dándoles la vuelta para leer las canciones mientras a su lado Hadiyyah estudiaba las fotografías de Buddy Holly en las portadas de los CD.

– Tiene un aspecto un poco raro -comentó.

– Muérdete la lengua. Aquí. Éste servirá. Tiene Raining in my Heart, que te aseguro que hará que te desmayes, y Rave On, que hará que quieras ponerte a bailar sobre la encimera. Esto, amiguita, es rock and roll. La gente seguirá escuchando a Buddy Holly dentro de cien años, te lo aseguro. En cambio, Nobuki…

– Nobanzi -la corrigió Hadiyyah pacientemente.

– La semana que viene habrán desaparecido. Caerán en el olvido mientras que el Más Grande seguirá sonando toda la eternidad. Esto, amiguita, sí es música.

Hadiyyah no parecía muy segura.

– Lleva unas gafas muy raras -observó.

– Sí, ya. Pero era la moda. Lleva siglos muerto. Un accidente de avión, por culpa del mal tiempo. Intentaba regresar a casa con su esposa embarazada. «Demasiado joven, -pensó Barbara-. Demasiada prisa.»

– Qué triste. -Hadiyyah miró la fotografía de Buddy Holly con ojos despiertos.

Barbara pagó la compra y arrancó el envoltorio. Sacó el CD y sustituyó a Nobanzi por Buddy Holly.

– Regálate los oídos con esto -le dijo, y cuando la música empezó a sonar, condujo a Hadiyyah de nuevo a la calle.

Como le había prometido, Barbara la llevó a varias tiendas donde las modas locales y efímeras abarrotaban los percheros y colgaban de las paredes. Grupitos de adolescentes gastaban dinero como si acabara de anunciarse que se acercaba el fin del mundo, y se parecían tanto todos entre sí que Barbara miró a su compañera y rezó para que Hadiyyah siempre mantuviera el aire de ingenuidad que hacía que fuera un verdadero placer estar con ella. Barbara no podía imaginársela transformada en una adolescente londinense con prisa por cumplir los dieciocho, un móvil pegado a la oreja, pintalabios y sombra de ojos coloreándole el rostro, unos vaqueros esculpiendo su pequeño trasero y unas botas destrozándole los pies. Y en absoluto imaginaba al padre de la pequeña permitiéndole salir a la calle así vestida.

Por su parte, Hadiyyah lo asimiló todo como un niño en su primera visita a un parque de atracciones, mientras Buddy Holly llovía en su corazón. Hasta que llegaron a Chalk Farm Road, donde la multitud era, si cabe, aún más densa, chillona e iba más adornada que en las tiendas de abajo, Hadiyyah no se quitó los auriculares y habló.

– A partir de ahora, quiero volver aquí todas las semanas -anunció-. ¿Vendrás conmigo, Barbara? Podría ahorrar todo mi dinero y podríamos comer y entrar en todas las tiendas. Hoy no podemos porque tendría que estar en casa antes de que llegue papá. Se enfadará si sabe adonde hemos ido.

– ¿Sí? ¿Por qué?

– Pues porque tengo prohibido venir aquí -dijo Hadiyyah alegremente-. Papá dice que si alguna vez me ve en Camden High Street, me azotará hasta que no pueda sentarme. Tu nota no decía que veníamos aquí, ¿verdad?

Barbara maldijo para sus adentros. No había considerado las repercusiones de lo que para ella sólo era una excursión inocente a la tienda de discos. Por un momento, se sintió como si hubiera corrompido a los inocentes, pero se permitió sentirse aliviada al haber escrito una nota a Taymullah Azhar en la que sólo había empleado cuatro palabras, «La niña está conmigo», junto con su firma. Si pudiera confiar en la discreción de Hadiyyah… Aunque, por la emoción de la pequeña -pese a su intención de ocultar a su padre adonde había ido mientras éste hacía su recado-, Barbara tenía que admitir que era altamente improbable que fuera capaz de no contarle a Azhar lo bien que lo habían pasado en su aventura.

– No le he dicho exactamente dónde estaríamos -admitió Barbara.

– Oh, genial -dijo Hadiyyah-. Porque si lo supiera… No me gusta mucho que me azoten, Barbara. ¿Y a ti?

– ¿Crees que de verdad te…?

– Vaya, mira, mira -gritó Hadiyyah-. ¿Cómo se llama este sitio? Y huele de maravilla. ¿Están cocinando? ¿Podemos entrar?

«Este sitio» era el mercado de Camden Lock, al que habían llegado al ir camino a casa. Estaba a orillas del Grand Union Canal, y el aroma de los puestos de comida que había dentro las abordó en la acera. Dentro, y mezclándose con el sonido de la música raip que salía de una de las tiendas, podían distinguirse los ladridos de los vendedores de comida pregonando de todo, desde patatas asadas rellenas a pollo tikka másala.

– Barbara, ¿podemos entrar en este sitio? -Volvió a preguntar Hadiyyah-. Es tan especial. Y papá no lo sabrá nunca. No nos azotará. Te lo prometo, Barbara.

Barbara miró su rostro resplandeciente y supo que no podía negarle el simple placer de dar un paseo por el mercado. ¿Qué problema había, en realidad, en tomarse media hora más y fisgonear por entre las velas, el incienso, las camisetas y las bufandas? Podía distraer a Hadiyyah si pasaban cerca de la parafernalia de las drogas y los puestos de piercings. En cuanto al resto de lo que ofrecía el mercado de Camden Lock, era todo bastante inocente.

Barbara sonrió a su pequeña compañera.

– Qué diablos -dijo, encogiéndose de hombros-. Vamos.

Sin embargo, habían dado sólo dos pasos en la dirección deseada cuando a Barbara le sonó el móvil.

– Espera -le dijo Barbara a Hadiyyah y miró el número de llamada entrante. Cuando vio quién era, supo que era improbable que se tratara de una buena noticia.

– El juego está en marcha. -Era la voz del comisario en funciones, y encerraba una nota de tensión cuya fuente dejó clara al añadir-: Ve al despacho de Hillier en cuanto puedas.

– ¿Hillier? -Barbara se quedó mirando el móvil como si fuera un objeto extraño mientras Hadiyyah esperaba pacientemente a su lado, tocando con la punta del pie una grieta en la acera y observando la masa de gente que circulaba a su alrededor desplazándose de un mercado a otro-. No puede ser que el subinspector Hillier haya preguntado por mí.

– Tienes una hora -le dijo Lynley.

– Pero señor…

– El quería que fueran treinta minutos, pero lo hemos negociado. ¿Dónde estás?

– En el mercado de Camden Lock.

– ¿Puedes estar aquí dentro de una hora?

– Lo intentaré. -Barbara cerró la tapa del teléfono y lo guardó en el bolso-. Amiguita, tendremos que dejarlo para otro día -le dijo a la niña-. Me reclaman en Scotland Yard.

– ¿Por algo malo? -preguntó Hadiyyah.

– Quizá sí, quizá no.

Barbara esperaba que no. Esperaba que la reclamaran para poner fin a su periodo de castigo. Llevaba ya meses sufriendo la vergüenza del descenso de rango y cada vez que el nombre del subinspector sir David Hillier salía en la conversación no podía evitar anticipar el fin de lo que consideraba su ostracismo profesional.

Y ahora la requerían. La requerían en el despacho del subinspector Hillier. La requerían el propio Hillier y Lynley, quien Barbara sabía que había estado intercediendo para que le devolvieran el rango desde que se lo habían quitado.

Hadiyyah y ella volvieron casi trotando a Eton Villas. Se despidieron donde se dividía el camino de losa en la esquina de la casa. La niña le dijo adiós con la mano antes de colarse en el piso de la planta baja, donde Barbara vio que la nota que había dejado para el padre de la pequeña había desaparecido de la puerta. Concluyó que Azhar había regresado con la sorpresa para su hija, así que se dirigió a su casita para cambiarse deprisa de ropa.

La primera decisión que debía tomar -y rápido, porque ya habían pasado quince minutos de la hora que Lynley le había dicho que tenía después de volver corriendo de los mercados por Chalk Farm Road- era qué ponerse. Debía elegir algo que fuera profesional sin que delatara una estratagema obvia para ganarse la aprobación de Hillier. Unos pantalones y una chaqueta a juego conseguirían lo primero sin acercarse demasiado a lo segundo. Pantalones con chaqueta a juego, pues.

Los encontró donde los había dejado la última vez, hechos una bola, detrás del televisor. No recordaba con exactitud cómo habían llegado allí y los sacudió para examinar los daños. Ah, qué grande era el poliéster, pensó. Podías ser víctima de una estampida de búfalos y que no hubiera ni una sola arruga que lo evidenciara.

Empezó a ponerse el conjunto, si es que podía llamarse así. No se trataba tanto de hacer una declaración sobre moda como de ponerse unos pantalones y optar por una blusa que no tuviera demasiadas arrugas visibles. Se decidió por el calzado menos ofensivo que tenía -unos zapatos bajos de cuero gastados que se calzó en lugar de las botas deportivas rojas que prefería- y al cabo de cinco minutos cogía dos Chocotastic Pop Tarts. Los metió en el bolso de bandolera de camino a la puerta.

Fuera, quedaba pendiente la cuestión del transporte: coche, autobús o metro. Todas las opciones eran arriesgadas: el autobús tendría que avanzar lentamente por la arteria colapsada de Chalk Farm Road, el coche significaba tener que buscar atajos, y en cuanto al metro…, la línea de metro que pasaba por Chalk Farm era la Northern Line, famosa por la poca confianza que despertaba. En los mejores días, sólo la espera podía alargarse veinte minutos.

Barbara optó por el coche. Ideó una ruta que habría hecho justicia el propio Dédalo y logró llegar a Westminster con sólo once minutos y medio de retraso. Aun así, sabía que nada que no fuera puntualidad satisfaría a Hillier, así que dobló la esquina a toda prisa cuando llegó a Victoria Street y, en cuanto hubo aparcado, fue corriendo a los ascensores.

Se detuvo en la planta donde estaba el despacho temporal de Lynley, con la esperanza de que hubiera retenido a Hillier durante esos once minutos y medio extra que llevaba de retraso. Pero no lo había hecho, o al menos eso sugería su despacho vacío. Dorothea Harriman, la secretaria del departamento, le confirmó su conclusión.

– Está arriba con el subinspector, detective -le dijo-. Ha dicho que subiera y se reuniera con ellos. ¿Sabe que se le ha descosido el dobladillo de los pantalones?

– ¿Sí? Mierda -dijo Barbara.

– Tengo una aguja si quiere.

– No tengo tiempo, Dee. ¿Tienes un imperdible?

Dorothea fue hacia su mesa. Barbara sabía que era improbable que la mujer tuviera un imperdible. De hecho, Dee iba siempre tan perfecta que resultaba difícil imaginar que tuviera una aguja.

– No tengo ninguno, detective. Lo siento. Pero siempre le queda esto. -Le enseñó una grapadora.

– Adelante. Pero que sea rápido. Llego tarde -dijo Barbara.

– Lo sé. También se le está cayendo un botón del puño -observó Dorothea-. Y también… detective, tiene… ¿Eso del trasero es una pelusa?

– Oh, mierda, mierda -dijo Barbara-. Da igual. Tendrá que aceptarme tal como soy.

Y seguramente no sería con los brazos abiertos, pensó mientras pasaba al edificio de oficinas y cogía el ascensor para subir al despacho de Hillier. Llevaba cuatro años queriéndola echar, y sólo la intervención de terceras personas se lo había impedido.

La secretaria de Hillier, que siempre se refería a sí misma como Judi con i latina Macintosh, le dijo a Barbara que pasara directamente. Sir David, dijo, la estaba esperando. Llevaba esperando con el comisario en funciones Lynley unos cuantos minutos, añadió. Esbozó una sonrisa poco sincera y señaló la puerta.

Dentro, Barbara encontró a Hillier y Lynley terminando una conferencia con alguien que, a través de los altavoces del teléfono, hablaba de «prepararse para iniciar una campaña de lavado de imagen».

– Entonces, imagino que convocaremos una rueda de prensa -dijo Hillier-. Y tendrá que ser pronto, si no queremos que parezca que sólo lo hacemos para apaciguar a la prensa. ¿Para cuándo puedes organizarlo?

– Ahora mismo nos encargamos. ¿Hasta qué punto quieres involucrarte?

– Mucho. Y con el compañero adecuado cerca.

– Bien. Ya te llamaré, David.

«David y lavado de imagen», pensó Barbara. Era obvio que quien hablaba era un arrogante de la DAR

Hillier terminó la conversación y miró a Lynley.

– ¿Y bien? -dijo, y entonces vio a Barbara junto a la puerta-. ¿Dónde diablos se había metido, detective?

Al traste su oportunidad de hacerle la pelota, pensó Barbara.

– Lo siento, señor -dijo mientras Lynley giraba su silla-. Había un tráfico mortal.

– La vida es mortal -dijo Hillier-. Pero eso no nos impide vivirla.

Monarca absoluto de la maldita incongruencia, pensó Barbara. Miró a Lynley, quien levantó el índice aproximadamente un centímetro a modo de advertencia.

– Sí, señor -dijo Barbara, y se reunió con los dos policías en la mesa de conferencias a la que Lynley estaba sentado y hacia la que Hillier se había trasladado cuando había finalizado la conversación telefónica. Retiró una silla y se sentó en ella tan discretamente como pudo.

Barbara echó un vistazo a la mesa y vio cuatro grupos de fotografías que mostraban cuatro cadáveres. Desde su posición, parecían ser chicos jóvenes, adolescentes, tumbados boca arriba, con las manos cruzadas sobre el pecho a la manera de las efigies de las tumbas. Parecerían dormidos si no tuvieran el rostro cianótico y marcas de ataduras alrededor del cuello.

Barbara torció la boca.

– Dios santo -dijo-. ¿Cuándo los han…?

– Durante los últimos tres meses -contestó Hillier.

– ¿Tres meses? Pero ¿por qué nadie me…? -Barbara miró a Hillier y luego a Lynley. Vio que parecía muy preocupado; Hillier, siempre el animal más político, se mostraba cauto-. No he oído ni el más mínimo rumor sobre esto. Ni leído una palabra en los periódicos. Ni visto ningún reportaje en la tele.

– Cuatro muertes. El mismo modus operandi. Todas las víctimas son jóvenes. Todas las víctimas son hombres.

– Por favor, intenta reducir el tono de presentador de informativos histérico de la televisión por cable -dijo Hillier.

Lynley cambió de posición en la silla. Miró a Barbara. Sus ojos marrones le decían que se mordiera la lengua y no dijera lo que todos pensaban hasta que lograran quedarse solos en algún lugar.

Muy bien, pensó Barbara, lo haría.

– ¿Quiénes son entonces? -preguntó con voz prudente y profesional.

– A, B, C y D. No tenemos ningún nombre.

– ¿Nadie ha denunciado su desaparición? ¿En tres meses?

– Evidentemente, es parte del problema -respondió Lynley.

– ¿Qué quiere decir? ¿Dónde los encontraron?

Hillier señaló una de las fotografías mientras hablaba.

– El primero… en Gunnersbury Park. El 10 de septiembre. Lo encontró a las ocho quince de la mañana un tipo que hacía footing y al que le entraron ganas de hacer pis. Dentro del parque hay un viejo jardín, tapiado en parte, no muy lejos de Gunnersbury Avenue. Parece que accedieron por allí. Hay dos entradas cerradas con tablas que dan justo a la calle.

– Pero no murió en el parque -observó Barbara, señalando con la cabeza la foto en la que se veía al chico tendido en decúbito supino sobre un lecho de hierbajos que crecían en la intersección de dos paredes de ladrillo. En las inmediaciones no había indicios de forcejeo. Tampoco había, en todo el fajo de fotografías correspondientes a aquella escena del crimen, fotos de las pruebas que uno espera encontrar en el lugar donde se ha producido un asesinato.

– No. No murió allí. Y éste tampoco. -Hillier cogió otra pila de fotografías. Aquí, el cuerpo de otro chico delgado estaba sobre el capó de un coche, colocado tan cuidadosamente como el primer muerto de Gunnersbury Park-. A éste lo encontraron en un aparcamiento de pago al final de Queensway. Cuatro semanas después.

– ¿Qué dice la brigada de homicidios de la zona? ¿Hay algo en las cámaras de circuito cerrado?

– El aparcamiento no tiene cámaras -Lynley respondió la pregunta de Barbara-. Hay un cartel que advierte de que «puede» haber cámaras en las instalaciones. Pero es todo. Se supone que con eso cubren la seguridad.

– Éste fue en Quaker Street -prosiguió Hillier, señalando un tercer grupo de fotografías-. En un almacén abandonado cerca de Brick Lane. El 25 de noviembre. Y éste… -cogió el cuarto fajo y se lo entregó a Barbara- es el último. Lo encontraron en Saint George's Gardens. Hoy.

Barbara echó un vistazo a las últimas fotos. En ellas, el cuerpo de un adolescente yacía desnudo sobre una tumba cubierta de líquenes. La propia tumba descansaba sobre un césped no muy lejos de un sendero sinuoso. Más allá, una pared de ladrillo cercaba no un cementerio -como esperaría uno ante la presencia de la tumba-, sino un jardín. Después de la pared parecía haber una calle de casas bajas y detrás, un bloque de pisos.

– ¿Saint George's Gardens? -preguntó Barbara-. ¿Dónde está eso?

– Cerca de Russell Square.

– ¿Quién encontró el cuerpo?

– El vigilante que abre el parque todos los días. Nuestro asesino accedió por la verja de Handel Street. Estaba debidamente cerrada con una cadena, pero la rompió con unas tenazas. Abrió, entró en un vehículo, depositó el cuerpo en la tumba y se marchó. Se detuvo a enrollar la cadena en la verja para que quien pasara por delante no lo advirtiera.

– ¿Hay huellas de neumáticos en el jardín?

– Dos bastante buenas. Están sacando los moldes.

– ¿Testigos? -Barbara señaló los pisos que flanqueaban el jardín justo detrás de la calle de casas bajas.

– Hay agentes de la comisaría de Theobald's Road realizando el interrogatorio puerta por puerta.

Barbara se acercó todas las fotografías y colocó las de las cuatro víctimas en fila. Apreció al momento las diferencias -todas las importantes- entre el último chico muerto y los tres primeros. Todos eran jóvenes adolescentes que habían sido asesinados de forma idéntica, pero al contrario que las tres primeras, la última víctima no sólo estaba desnuda sino que llevaba una cantidad abundante de maquillaje: pintalabios, sombra de ojos, delineador y rímel embadurnaban su rostro. Además, el asesino había marcado su cuerpo rajándolo del esternón a la cintura y dibujándole con sangre un extraño símbolo circular en la frente. Sin embargo, el detalle político potencialmente más delicado tenía que ver con la raza: sólo la última víctima era blanca. De las tres primeras, una era negra y las otras dos eran claramente mestizas: negro y asiático, quizá, negro y filipino, negro y una mezcla de sabe Dios qué.

Al ver esa última característica, Barbara entendió por qué ni las portadas de los periódicos ni las televisiones habían cubierto la historia y, lo peor de todo, por qué no había oído hablar del caso en New Scotland Yard. Levantó la cabeza.

– Racismo institucionalizado. Es lo que van a decir, ¿no es así? Nadie en todo Londres, en ninguna de las comisarías implicadas, ¿verdad?, se ha dado cuenta siquiera de que esto es obra de un asesino en serie. Nadie ha cambiado impresiones. Este chico… -Barbara levantó la fotografía del joven negro-, quizá denunciaron su desaparición en Peckham. Quizá en Kilburn. O en Lewisham. O en cualquier otro lado. Pero no se deshicieron de su cuerpo donde vivía y de donde desapareció, ¿verdad?, así que la pasma de su distrito determinó que se había largado de casa, lo dejaron ahí, y no compararon su caso con un asesinato del que se informó en la jurisdicción de otra comisaría. ¿Es eso lo que ha pasado?

– Te harás cargo de la necesidad de actuar con delicadeza y de inmediato -dijo Hillier.

– Asesinatos baratos que apenas valía la pena investigar, sólo por la raza de la víctima. Así describirán los tres primeros casos cuando la historia salga a la luz. Los tabloides, los informativos de televisión y radio, todos los medios, joder.

– Queremos estar un paso por delante de esa descripción. A decir verdad, los tabloides, los periódicos serios, la radio y los informativos de las televisiones, si hubieran sabido lo que está pasando y no se preocuparan sólo de perseguir escándalos relacionados con famosos, el Gobierno y la maldita familia real, podrían haber destapado esa historia ellos mismos y habernos crucificado en sus portadas. Tal como están las cosas, no podrán afirmar que se trata de racismo institucionalizado porque hayamos sido incapaces de ver lo que ellos podrían haber visto y no han visto. Ten la seguridad de que cuando los responsables de prensa de cada comisaría emitieron la noticia de que se había hallado un cadáver, los medios consideraron que la historia no interesaba por la víctima: otro chico negro muerto más. Una noticia que no interesa. No valía la pena informar de ella. Provocaba indiferencia.

– Con todos los respetos, señor -señaló Barbara-, eso no va a impedir que ahora se pongan a rajar.

– Ya lo veremos. Ah. -Hillier esbozó una gran sonrisa cuando la puerta de su despacho volvió a abrirse-. Aquí está el caballero que esperábamos. ¿Ya te han arreglado todo el papeleo, Winston? ¿Ya podemos llamarte oficialmente sargento Nkata?

Aquella pregunta fue un mazazo inesperado para Barbara. Miró a Lynley pero éste se había levantado para saludar a Winston Nkata, que se detuvo tras cruzar la puerta. A diferencia de ella, Nkata se había vestido con el cuidado que lo caracterizaba normalmente: era todo pulcritud. Ante su presencia -ante la presencia de todos ellos, en realidad-, Barbara se sintió como Cenicienta antes de recibir la visita del Hada Madrina. Se puso en pie. Estaba a punto de hacer lo peor para su carrera, pero no vio otra salida… excepto salir de ahí, y eso decidió hacer.

– Winnie. Genial. Felicidades. No lo sabía -le dijo a su compañero, y luego a los otros dos policías de rango superior-: Acabo de recordar que debía devolver una llamada.

Y se marchó.


El comisario en funciones Thomas Lynley sintió una inequívoca necesidad de seguir a Havers. Al mismo tiempo, reconoció que sería más sabio permanecer donde estaba. Sabía que, a la larga, seguramente el mejor favor que podía hacerle era que al menos uno de los dos siguiera teniendo buenas relaciones con el subinspector Hillier.

Lo cual, por desgracia, no era fácil. El estilo de dirigir del subinspector se situaba, por lo general, en la frontera entre el maquiavelismo y el despotismo, y las personas racionales lo evitaban, si podían. El superior inmediato de Lynley, Malcolm Webberly, que llevaba algún tiempo de baja, había intercedido en favor de Lynley y Havers desde el día en que les asignó su primer caso. Ahora que Webberly no estaba en New Scotland Yard, le correspondía a Lynley reconocer qué era lo más conveniente.

La situación actual ponía a prueba la determinación de Lynley para ser imparcial en sus relaciones con Hillier. Hacía justo un momento, el subinspector podría haberle comunicado fácilmente el ascenso de Winston Nkata: en el mismo momento en que se había negado a restituir a Barbara Havers en su cargo.

– Quiero que dirijas esta investigación, Lynley -le había dicho Hillier con brusquedad-. Comisario en funciones… No puedo dársela a nadie más. Malcolm habría querido que te encargaras tú, de todos modos, así que reúne al equipo que necesites.

Lynley había atribuido erróneamente el laconismo del subinspector a la aflicción. El comisario Malcolm Webberly era cuñado de Hillier, después de todo, y la víctima de un intento de asesinato. No cabía duda de que Hillier se preocupaba por cómo se recuperaba del atropello y fuga que casi lo había matado.

– ¿Cómo evoluciona el comisario, señor? -le preguntó por ese motivo.

– No es momento ahora para hablar de cómo evoluciona el comisario -fue la contestación de Hillier-. ¿Vas a hacerte cargo de la investigación, o debo pasársela a uno de tus compañeros?

– Me gustaría que Barbara Havers volviera a estar en mi equipo como sargento.

– Ya. Bueno, esto no es una mesa de negociaciones. O dices: «Sí, me pondré a trabajar enseguida, señor», o: «Lo siento, voy a tomarme unas largas vacaciones».

Así que Lynley no tuvo más remedio que quedarse con el «Sí, me pondré a trabajar enseguida» y sin la posibilidad de interceder por Havers. Pero ideó un plan rápido que suponía asignar a su compañera ciertos aspectos de la investigación que sin duda destacarían sus puntos fuertes. Seguro que, dentro de pocos meses, podría enmendar las injusticias que se habían cometido con Barbara desde el mes de junio pasado.

Luego, por supuesto, vio que Hillier le tenía reservada una sorpresa. Winston Nkata llegó -recién nombrado sargento, lo cual impedía que Havers fuera ascendida en un futuro próximo- y sin saber cuál iba a ser su papel en el drama que se desataría a continuación.

Lynley estaba furioso, pero se mantuvo impasible. Sentía curiosidad por ver cómo iba a negar Hillier lo obvio cuando designara a Nkata para ser su mano derecha. Porque Lynley no tenía ninguna duda de lo que pretendía el subinspector Hillier. Como los padres de Nkata eran uno jamaicano y el otro de Costa de Marfil, él era decidido, magnífica y apropiadamente negro. Y en cuanto saltara la noticia de que se habían producido una serie de asesinatos raciales que no se habían relacionado entre sí cuando debieron relacionarse, la comunidad negra iba a estallar. No era un Stephen Lawrence, sino tres. No había excusa que valiera excepto la más obvia, la que ya había planteado la propia Barbara Havers con su estilo habitual y políticamente incorrecto: racismo institucionalizado, consecuencia de que la policía no había perseguido enérgicamente a los asesinos de unos jóvenes mestizos y negros. Sólo eso.

Hillier estaba engrasando con cuidado la maquinaria. Indicó a Nkata que se sentara a la mesa de reuniones y lo puso al tanto de lo ocurrido. No mencionó la raza de las tres primeras víctimas, pero Winston Nkata no era estúpido.

– Así que tiene problemas -observó serenamente cuando Hillier acabó sus comentarios.

Hillier contestó con una calma estudiada.

– Tal como está la cosa, intentamos evitar los problemas.

– Y ahí es donde entro yo, ¿no?

– Por decirlo de algún modo.

– ¿Qué modo de decirlo es ése? -Preguntó Nkata-. ¿Cómo piensa mantener esto en secreto? No los asesinatos, quiero decir, sino que no se haya hecho nada al respecto.

Lynley controló sus ganas de sonreír. Ah, Winston, pensó. No le hacía la pelota a nadie.

– Se han llevado a cabo investigaciones en todas las jurisdicciones relevantes -fue la respuesta de Hillier-. Hay que reconocer que debió establecerse una relación entre los asesinatos y que no fue así. Por este motivo, Scotland Yard se ha hecho cargo del caso. He dado instrucciones al comisario en funciones Lynley para que organice un equipo. Quiero que tengas un papel destacado en él.

– Se refiere a un papel simbólico -dijo Nkata.

– Me refiero a un papel de mucha responsabilidad, crucial y…

– Visible -le interrumpió Nkata.

– Sí, de acuerdo. Un papel visible. -El rostro por lo general ya rubicundo de Hillier cada vez se enrojecía más. Era evidente que la reunión no se ajustaba al escenario que había preconcebido. Si le hubiera consultado previamente, Lynley le habría contado con mucho gusto que, como Winston Nkata había sido durante un tiempo el máximo asesor en las peleas de la banda de los Brixton Warriors y tenía las cicatrices que lo demostraban, era la última persona a la que no tomar en serio cuando uno concebía sus maquinaciones políticas. Así que Lynley se descubrió disfrutando del espectáculo que ofrecía el subinspector al no saber qué decir. Era evidente que había imaginado que aquel hombre negro saltaría de alegría ante la oportunidad de tener un papel importante en lo que sería una investigación prominente. Como la reacción no fue ésa, Hillier se encontró caminando por una cuerda floja entre la indignación que le producía que un subordinado cuestionara su autoridad y la corrección política de un inglés blanco ostensiblemente moderado que, en el fondo, estaba convencido de que pronto ríos de sangre correrían por las calles de Londres.

Lynley decidió dejar que lo discutieran solos.

– Le dejo para que le explique los matices del caso al sargento Nkata, señor. Habrá que organizar muchos detalles: cambiar a los hombres de sus turnos y cosas así. Quiero que Dee Harriman se ponga a ello enseguida. -Recogió los documentos y fotografías relevantes y le dijo a Nkata-: Estaré en mi despacho cuando acabes aquí, Winston.

– Sí -dijo Nkata-. Voy en cuanto hayamos leído la letra pequeña.

Lynley salió del despacho y logró contener la risa hasta que hubo avanzado cierta distancia por el pasillo. Sabía que a Hillier le habría costado soportar que Havers volviera a ser sargento. Pero Nkata iba a suponer todo un reto: orgulloso, inteligente, listo y rápido. Era un hombre en primer lugar, un hombre negro luego y, sólo por último, policía. Hillier, pensó Lynley, lo había entendido en el orden equivocado.

Después de cruzar al edificio Victoria, decidió bajar por las escaleras hasta su despacho y fue allí donde encontró a Barbara Havers. Estaba sentada en el último peldaño de las escaleras de abajo, fumando y toqueteando un hilo suelto del puño de su chaqueta.

– Está mal que hagas eso aquí. Lo sabes, ¿verdad? -Se sentó con ella en el escalón.

Barbara se quedó mirando el extremo reluciente del cigarrillo y luego volvió a llevárselo a los labios. Dio una calada con llamativa satisfacción.

– Quizá me echen.

– Havers…

– ¿Lo sabía? -le preguntó con brusquedad.

Lynley le concedió la cortesía de no fingir no haberla entendido.

– Por supuesto que no. Te lo habría dicho. Te habría mandado un mensaje antes de que llegaras. Algo. A mí también me ha cogido por sorpresa. Sin duda era lo que pretendía.

Barbara se encogió de hombros.

– Qué diablos. No es que Winnie no se lo merezca. Es bueno. Listo. Trabaja bien con todo el mundo.

– Aunque está poniendo a prueba a Hillier. Al menos cuando me he marchado.

– ¿Se ha dado cuenta de que lo quiere para aparentar? ¿Que es una cara negra para lucir en las ruedas de prensa? «Aquí no tenemos problemas con el color de la gente, miren todos: tenemos la prueba que lo demuestra.» Qué poco sutil es Hillier, por Dios.

– Winston está cinco o seis pasos por delante de Hillier, diría yo.

– Debería haberme quedado para verlo.

– Pues sí. Por lo menos habrías sido diplomática.

Barbara tiró al descansillo de abajo el cigarrillo, que rodó, se frenó al tocar la pared y despidió una columna de humo.

– ¿Cuándo he sido yo eso?

Lynley la miró de arriba abajo.

– Hoy, con ese conjunto, de hecho. Excepto por… -Se inclinó hacia delante y le miró los pies-. ¿Eso que llevas para sujetarte los pantalones son grapas, Barbara?

– Rápido, fácil y temporal. No me van los compromisos. Habría usado celo, pero Dee me ha recomendado esto. Aunque no he debido tomarme tantas molestias.

Lynley se levantó del escalón y alargó la mano para ayudarla a ponerse en pie.

– Aparte de las grapas, te has lucido.

– Sí. Así soy yo. Hoy en Scotland Yard, mañana en la pasarela -dijo Havers.

Bajaron al despacho temporal de Lynley. Dorothea Harriman acudió a la puerta en cuanto él y Havers empezaron a extender el material del caso sobre la mesa de reuniones.

– ¿Empiezo a llamarles para que vengan, comisario en funciones Lynley?

– La voz se corre entre las secretarias con tanta eficacia como siempre -observó Lynley-. Libera a Stewart de sus turnos para que dirija el centro de coordinación. Hale está en Escocia y MacPherson está metido en ese asunto de documentos falsificados, así que no los llames. Y mándame a Winston cuando baje de hablar con Hillier.

– El sargento Nkata, bien. -Harriman tomaba notas en un bloc con su competencia habitual.

– ¿Tú también sabes lo de Winnie? -le preguntó Havers, impresionada-. ¿Ya? ¿Tienes un soplón ahí arriba o qué, Dee?

– Cuidar los contactos debería ser el objetivo de todos los empleados diligentes de la policía -dijo Harriman hipócritamente.

– Pues cuida a alguien del otro lado del río -dijo Lynley-. Quiero todo el material forense que tenga el S07 sobre los casos más antiguos. Luego llama a los distritos policiales en los que se hallaron los cuerpos y consigue todos los informes y todas las declaraciones que tengas sobre los crímenes. Mientras tanto, tú, Havers, tendrás que consultar la base de datos de la policía. Llévate como mínimo a dos agentes de Stewart para que le ayuden y saca todos los informes sobre desaparecidos que se hayan archivado en los últimos tres meses de chicos de entre… -Miró las fotos-. Creo que entre doce y dieciséis años debería bastar. -Dio unos golpecitos con el dedo a la fotografía de la víctima más reciente, el chico que iba maquillado-. Y creo que para éste habrá que consultar con Antivicio. De hecho, es una de las vías que seguir con todos.

Havers verbalizó la dirección que estaban tomando sus pensamientos.

– Si eran chaperos, señor, chicos que se escaparon de casa y se metieron en la prostitución, digamos, quizá no haya ninguna denuncia de desaparición. Al menos, no en el mismo mes en que los asesinaron.

– Cierto -dijo Lynley-. Por eso trabajaremos hacia atrás en el tiempo si hace falta. Pero tenemos que empezar por algún sitio, así que por ahora lo dejaremos en tres meses.

Havers y Harriman se marcharon para ocuparse de sus tareas respectivas. Lynley se sentó a la mesa y buscó las gafas de lectura en el bolsillo de la chaqueta. Echó otro vistazo a las fotografías, dedicando la mayor parte del tiempo a las del último asesinato. Sabía que no podían describir con precisión la sobria atrocidad de aquel crimen tal como él mismo lo había visto aquella mañana.

Cuando llegó a Saint George's Gardens, en el área con forma de guadaña ya había una dotación de detectives, agentes de uniforme e investigadores de la escena del crimen. El patólogo forense aún estaba en la escena, bien abrigado con un anorak color mostaza para protegerse del día gris y frío, y el fotógrafo y el cámara de la policía acababan de terminar su trabajo. En el exterior de las altas puertas de hierro forjado del parque, empezaba a congregarse gente, y desde las ventanas de los edificios que había más allá del muro de ladrillo del parque y de la calle de casas bajas de detrás, más espectadores observaban la actividad que se desarrollaba: la búsqueda meticulosa y delicada de pruebas, el examen minucioso de una bicicleta abandonada cerca de una estatua de Minerva, la colección de objetos de plata desparramados por el suelo alrededor de la tumba.

Lynley no sabía qué esperar cuando mostró su identificación en la puerta y siguió el sendero que lo llevó hasta los profesionales. La llamada que había recibido había usado el término «posible asesinato en serie» y, por este motivo, mientras caminaba, se preparó para ver algo terrible: una carnicería al estilo de Jack el Destripador, quizá una decapitación o un descuartizamiento. Había supuesto que lo que presenciaría cuando llegara a ver la tumba en cuestión sería espantoso. Lo que no había imaginado era que sería siniestro.

Sin embargo, eso representaba para él el cadáver: algo siniestro, la mano izquierda del diablo. Era la impresión que le causaban siempre los crímenes rituales. Y no tenía ninguna duda de que este asesinato había sido un ritual.

La disposición a modo de efigie del cuerpo sirvió para reforzar esa deducción, pero también la marca de sangre en la frente: un círculo rudimentario atravesado por dos líneas, ambas con cruces arriba y abajo. Además, el elemento del taparrabos respaldaba aún más su conclusión: un trozo de tela con bordes de encaje sobre los genitales, un gesto que parecía encerrar cierta ternura.

Mientras Lynley se ponía los guantes de látex y se situaba a un lado de la tumba para observar más detenidamente el cuerpo, vio y conoció el resto de indicios que apuntaban a que el chico había sido sometido a algún tipo de rito arcano.

– ¿Qué tenemos? -le murmuró al patólogo forense, que se había quitado y guardado los guantes en el bolsillo.

– Hacia las dos de la mañana -respondió sucintamente-. Por estrangulación, como es obvio. Presenta heridas de incisión, todas infligidas después de la muerte. Un corte para la incisión principal que recorre el torso, sin vacilaciones. Luego… ¿Ve esta separación de aquí? ¿Justo en la zona del esternón? Parece como si nuestro carnicero hubiera metido las manos dentro y hubiera forzado una obertura mayor, como un curandero. No sabremos si falta algo hasta que le abramos nosotros mismos. Aunque no lo parece.

Lynley advirtió la inflexión que el patólogo había dado a la palabra «dentro». Miró rápidamente las manos entrelazadas de la víctima y los pies. Tenía todos los dedos.

– ¿Y en cuanto a la parte externa del cuerpo? ¿Falta algo?

– El ombligo. Se lo ha cortado. Mira.

– Dios santo.

– Sí. Ope tiene un caso peliagudo entre manos.

Opc resultó ser una mujer de pelo gris con orejeras rojas y mirones a juego. Se acercó a Lynley dando grandes zancadas tras hablar con un grupo de agentes de uniforme que, cuando el comisario llegó a la escena, estaban enfrascados en algún tipo de discusión. Se presentó como la inspectora jefe Opal Towers, de la comisaría de policía de Theobald's Road, en cuya jurisdicción se encontraban en aquellos momentos. Había echado un solo vistazo al cadáver y había llegado a la conclusión de que tenían a un asesino que «sin duda podría ser en serie». Había pensado erróneamente que el chico de la tumba era la desdichada primera víctima de alguien al que podrían identificar con rapidez y detener antes de que volviera a matar.

– Pero luego el agente Hartell, que está ahí -Ope señaló con la cabeza a un agente con cara de niño que mascaba chicle compulsivamente y los miraba con los ojos nerviosos de alguien que espera una reprimenda-, me dijo que había visto un asesinato parecido a éste hace un par de meses en Tower Hamlets cuando trabajaba en la comisaría de Brick Lane. He llamado a su ex jefe y hemos hablado un poco. Creemos que en ambos casos nos enfrentamos al mismo asesino.

En ese momento Lynley no había preguntado por qué la jefa de la comisaría había llamado a la policía metropolitana. Hasta que se reunió más tarde con Hillier no supo que había más víctimas. No sabía que tres pertenecían a minorías raciales. Y no sabía que la policía no había identificado a ninguna. Todo eso se lo contó luego Hillier. En Saint George's Gardens simplemente llegó a la conclusión de que necesitarían refuerzos y que alguien tendría que coordinar una investigación que iba a comprender un territorio con dos zonas de la ciudad radicalmente distintas: Brick Lane en Tower Hamlets era el centro de la comunidad bangladesí, y aún quedaba población de las Antillas, que había sido mayoría en el pasado, mientras que la zona de Saint Paneras donde Saint George's Gardens formaba un oasis verde entre distinguidas casas restauradas de estilo georgiano era decididamente monocromática, siendo el blanco el color en cuestión.

– ¿En qué punto de la investigación están en Brick Lane? -le preguntó a la inspectora Towers.

Ella meneó la cabeza y miró hacia las puertas de hierro forjado por las que había entrado Lynley. Este siguió su mirada y vio que empezaban a congregarse miembros de la prensa y la televisión, que se distinguían por las libretas, las grabadoras y las furgonetas de las que descargaban cámaras de vídeo. Un agente encargado de la prensa los dirigía hacia un lado.

– Según Hartell, Brick Lane no ha hecho una mierda, razón por la cual quiso marcharse de allí. Dice que es un problema endémico. Ahora bien, podría ser que tuviera un interés personal en manchar la reputación de su ex jefe, o podría ser que esos tipos se echaran a la bartola. En cualquier caso, tenemos que investigar. -Encorvó los hombros y se metió las manos enguantadas en los bolsillos del anorak. Señaló con la cabeza a la gente de la prensa-. Ni que decir tiene que esos de ahí van a hacer su agosto si se enteran de todo esto… Entre usted y yo, he pensado que sería mejor que pareciera que hay policías por todas partes rastreándolo todo.

Lynley la miró con cierto interés. Era evidente que no le interesaba la política, pero también estaba claro que era rápida de reflejos.

– Entonces, ¿está segura de lo que afirma el agente Hartell? -le pareció prudente preguntar a pesar de todo.

– Al principio no -admitió-. Pero me ha convencido bastante deprisa.

– ¿Cómo?

– No ha visto el cadáver tan de cerca como yo, pero me ha llevado aparte y me ha preguntado por las manos.

– ¿Las manos? ¿Qué pasa con las manos?

La inspectora lo miró.

– ¿No lo ha visto? Será mejor que venga conmigo, comisario.


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