Había que prepararlo todo, y se puso a ello con su cuidado habitual. Trabajó en silencio. Se descubrió sonriendo más de una vez. Incluso tarareó mientras medía la envergadura de un hombre adulto y, cuando cantó, lo hizo en voz baja porque hubiera sido una idiotez correr un riesgo estúpido e innecesario en ese punto. Escogió melodías de quién sabe quién y, cuando acabó entonando Nuestro Dios es una fortaleza poderosa, tuvo que reírse: la furgoneta era una fortaleza, en efecto; un lugar en el que estaría a salvo del mundo, pero donde el mundo nunca estaría a salvo de él.
Fijó el segundo grupo de ataduras de cuero enfrente de la puerta corrediza de la furgoneta. Utilizó un taladro y pernos para hacerlo y probó el resultado con el peso de su cuerpo, colgando de ellas como colgaría el observador, luchando y retorciéndose como haría el observador. Se quedó satisfecho con el resultado de sus esfuerzos y pasó a catalogar los suministros.
El cilindro del hornillo estaba lleno. La cinta aislante estaba cortada y colgaba a una distancia de fácil alcance. Las pilas de la linterna eran nuevas. Los instrumentos de liberación del alma estaban afilados y preparados para su uso.
La furgoneta tenía gasolina, el depósito lleno. La tabla para el cuerpo estaba inmaculada. Las cuerdas del tendedero estaban perfectamente enrolladas. El aceite estaba en su lugar. Pensó que aquél sería su mayor éxito.
«Oh, sí, perfecto. Es lo que crees, ¿verdad? ¿Dónde aprendiste a ser tan estúpido?»
Fu utilizó la parte posterior de la lengua para cambiar la presión que sentía en los tímpanos, y consiguió eliminar la voz del gusano por un momento, esa siembra insidiosa de la semilla de la duda. Oyó el zumbido que indicaba el cambio de presión: clic-clac en sus tímpanos, y el gusano desapareció… sólo para regresar en cuanto dejó de mover la lengua.
«¿Cuánto tiempo tienes pensado seguir ocupando espacio en el planeta? ¿Ha habido alguna vez un imbécil más inútil que tú sobre la faz de la tierra? Quédate ahí y escúchame cuando te hablo. Acéptalo como un hombre, o sal de mi vista.»
Fu aceleró el trabajo. Huir era la clave.
Bajó de la furgoneta y buscó la seguridad. En realidad, no había ningún sitio donde el gusano le dejara en paz, pero seguía habiendo distracciones. Las buscó. Deprisa, deprisa, deprisa. En la furgoneta, utilizaba el juicio, el castigo, la redención, la liberación. En otra parte, utilizaba herramientas más tradicionales.
«Emplea tu tiempo en algo útil, imbécil.»
Lo haría, lo haría. Por supuesto que lo haría.
Se acercó al televisor, lo encendió y subió el volumen hasta que pudiera ahuyentar todo lo demás. En la pantalla, se descubrió mirando el acceso a un edificio, figuras que entraban y salían, los labios en movimiento de una periodista, y palabras que no podía conectar con un significado porque el gusano no se marchaba de su cerebro.
Roía su esencia.
«¿Me oyes, imbécil? ¿Entiendes lo que te digo?»
Subió aún más el volumen. Captó fragmentos de frases: «ayer por la tarde… hospital de Saint Thomas… estado crítico… que está embarazada de casi cinco meses…», y entonces lo vio, al detective en persona, testigo, observador…
La imagen hizo que Fu volviera en sí y echara al gusano. Se centró en la pantalla del televisor. El hombre, Lynley, salía de un hospital. Tenía a un policía uniformado a cada lado, para protegerlo de los periodistas que le gritaban preguntas.
– ¿… alguna conexión…?
– ¿Se arrepiente de…?
– ¿Lo sucedido está relacionado de algún modo con el artículo de The Source…?
– ¿… la decisión de incrustar a un periodista…?
Lynley se abrió paso entre ellos, se alejó más. Su semblante se mantenía impasible.
La reportera en pantalla dijo algo sobre una rueda de prensa anterior, y la escena pasó a esa imagen. Un cirujano con ropa de quirófano estaba detrás de un atril, parpadeando por los focos de la televisión. Habló sobre la extracción de una bala, la reparación del daño, de un feto que se movía; pero era lo único que podían decir por el momento y, cuando los presentes invisibles formularon preguntas, el hombre no dijo más, simplemente salió de detrás del atril y abandonó la sala. La escena volvió al exterior del hospital, donde estaba la periodista, temblando por el viento matutino.
– Nunca antes -dijo con gravedad- un familiar de un detective de la policía había sido atacado en mitad de una investigación. El hecho de que este crimen se haya producido justo después de que un tabloide publicara un artículo sobre ese mismo detective y su esposa cuestiona si fue acertada la decisión sumamente irregular de Scotland Yard de permitir que un periodista tuviera acceso, por primera vez, a una investigación criminal.
La periodista puso fin a su reportaje, pero la imagen de Lynley fue lo que se quedó con Fu cuando el espectador regresó al estudio de televisión donde los presentadores se las arreglaron para permanecer serios, como correspondía, mientras continuaban con las noticias de la mañana. Lo que dijeron en este punto se le escapó porque sólo veía al detective: cómo caminaba y adonde miraba. Lo que más le llamó la atención a Fu fue que el hombre no era nada cauto. No tenía defensa alguna.
Fu sonrió. Pulsó el botón y apagó el televisor. Se quedó escuchando atentamente. No oyó ni un ruido en la casa. El gusano se había ido.
El detective John Stewart se hizo cargo de inmediato, pero a Nkata le pareció que simplemente cumplía con los trámites y que tenía la cabeza en otra parte. Todo el mundo tenía la cabeza en otra parte: o en el hospital Saint Thomas, donde la esposa del comisario luchaba por su vida; o con la policía de Belgravia, que llevaba la investigación sobre lo sucedido. Aun así, Nkata sabía que sólo había un modo razonable de proceder y se dijo a sí mismo que debía seguir adelante porque le debía a Lynley la realización del trabajo. Pero no ponía el corazón en ello, y estar ahí era peligrosísimo. Qué fácil era que a uno se le escapara un detalle crucial cuando se encontraba en ese estado, bajo la distracción de una preocupación externa.
Con su esquema cuidadosamente trazado y de colores irritantes en mano, el detective Stewart había asignado las tareas aquella mañana y luego había comenzado a controlarlos a todos con su estilo inimitable. Se paseaba hasta la exasperación por la sala y, cuando no hacía eso, estaba en estrecho contacto con la policía de Belgravia, lo que consistía en exigir saber qué progresos habían realizado sobre el ataque que había sufrido la esposa del comisario. Mientras tanto, los detectives del centro de coordinación redactaban informes y los pasaban a ordenador. De vez en cuando, alguien preguntaba en voz baja: «¿Alguien sabe cómo está? ¿Hay alguna información?».
La información era «estado crítico».
Nkata pensó que Barb Havers sabría más, pero por el momento aún no había aparecido. Nadie lo había mencionado, así que concluyó que Barb estaría o bien en el hospital, o desempeñando alguna tarea que Stewart le hubiera asignado con anterioridad, o haciendo las cosas a su manera, en cuyo caso esperaba que se pusiera en contacto con él. La había visto un momento en el hospital la noche anterior, pero no habían intercambiado más que cuatro palabras.
Nkata se obligó a dedicar sus pensamientos a algo productivo. Era como si hubieran pasado días desde la última vez que le habían asignado una tarea. Obligarse a llevarla a cabo era como nadar en miel refrigerada.
La lista de fechas de las reuniones de HYCE -que amablemente les había proporcionado James Barty para demostrar lo mucho que su cliente, el señor Barry Minshall, estaba dispuesto a colaborar con la policía- abarcaba los últimos seis meses. Utilizando aquella lista como punto de partida, Nkata ya había hablado con Griffin Strong por teléfono, y el hombre le había dado la garantía de que había estado con su mujer -«No me he apartado de su lado, y ella será la primera en confirmárselo, sargento»- siempre que le exigieran una coartada. Así que Nkata había seguido con Robbie Kilfoyle, quien dijo que no mantenía un registro de lo que hacía cada noche precisamente; lo cual era más bien poco, puesto que, aparte de ver la tele lo único que hacía era pasarse por el bar Othello a tomarse una pinta, y quizás ellos podrían confirmárselo, aunque dudaba de que pudieran decirle cuándo había estado allí y cuándo no. Después, Nkata había conversado con el abogado de Neil Greenham, con el propio Neil y, al final, con la madre de Neil, quien le dijo que su hijo era buen chaval y que si había dicho que estaba con ella cuando fuera que hubiera dicho que estaba con ella, entonces estaba con ella. En cuanto a Jack Veness, el recepcionista de Coloso, declaró que si su tía abuela, su amigo, la gente del pub Miller and Grindstone y del local de comida india para llevar no servían para limpiar su nombre, la policía ya podía detenerlo y fin de la historia.
Nkata descartaba al momento cualquier coartada que diera un familiar, lo cual situaba a Griffin Strong y a Neil Greenham en buena posición para el papel de miembro de HYCE y de asesino en serie.
El problema que tenía era que tanto Jack Veness como Robbie Kilfoyle parecían encajar mejor en el perfil. Aquello, a su vez, hizo que decidiera que tenía que examinar más detenidamente el documento del perfil psicológico que les habían entregado hacía unas semanas.
Estaba a punto de entrar en el despacho de Lynley para buscarlo cuando Mitchell Corsico apareció en el centro de coordinación, escoltado por un subalterno de Hillier a quien Nkata reconoció de una rueda de prensa. Corsico y el subalterno hablaron un momento con John Stewart, tras lo cual el subalterno se marchó a un lugar desconocido y el periodista se acercó con aire despreocupado a Nkata. Se sentó en una silla cerca de la mesa en la que estaba examinando sus notas.
– He hablado con mi jefe -le dijo Corsico-. Ha cancelado el artículo sobre St. James. Lo siento, sargento. Es mi próximo hombre.
Nkata lo miró con el ceño fruncido.
– ¿Qué? ¿Está loco? ¿Después de lo que ha pasado?
Corsico sacó una pequeña grabadora del bolsillo de la chaqueta y también una libreta, que abrió.
– Iba a escribir sobre el forense ese, el experto que trabaja con ustedes de colaborador externo de Scotland Yard. Pero los peces gordos de Farringdon Street han dado el visto bueno al proyecto. Vuelvo con usted. Escuche, sé que esto no le gusta, así que estoy dispuesto a transigir. Si me permite ir a hablar con sus padres, no incluiré la historia de Harold Nkata. ¿Le parece un buen trato?
Lo que le parecía era que Hillier y sus compinches de la DAP habían tomado aquella decisión y que se la habían trasladado a Corsico, quien seguramente ya le había insistido a su director sobre… ¿cómo lo llamaban?… el enfoque natural que tenía un artículo sobre Winston Nkata. Interés humano, así lo describirían, sin pensar en adonde los había llevado la última historia sobre interés humano.
– Nadie hablará con mi madre o mi padre -dijo Nkata-. Nadie sacará su foto en el periódico. Nadie irá a verlos a casa. Nadie entrará en su piso.
Corsico ajustó el volumen de su grabadora y asintió pensativamente.
– Pues eso nos lleva a Harold, ¿no? Tengo entendido que le pegó un tiro en la nuca a un tipo. Le hizo arrodillarse en la acera y le puso la pistola en la cabeza.
Nkata cogió la grabadora. La tiró al suelo y la aplastó con el pie.
– ¡Eh! -gritó Corsico-. Yo no soy responsable…
– Escúcheme -dijo Nkata entre dientes. Varias cabezas se giraron en su dirección, pero Nkata no hizo caso. Le dijo a Corsico-: Escriba su artículo. Con o sin mí, ya veo que está decidido a hacerlo. Pero si nombra a mi hermano en él, si sale la foto de mi madre o mi padre en el periódico, si dice una palabra sobre Loughborough Estate, iré a por usted, ¿entendido? Y espero que ya sepa lo suficiente sobre mí como para captar lo que quiero decir.
Corsico sonrió, sin inmutarse. A Nkata se le ocurrió que aquélla era la reacción que buscaba el periodista.
– Tengo entendido que su especialidad era la navaja automática, sargento -dijo-. Usted tenía… ¿Cuántos años? ¿Quince? ¿Dieciséis? ¿Le parecía que una navaja era menos rastreable que, digamos, una pistola como la que utilizó su hermano?
Esta vez, Nkata no mordería el anzuelo. Se puso en pie.
– No lo haré -lo elijo al periodista. So guardó un bolígrafo en el bolsillo de la chaqueta, antes de dirigirse al despacho de Lynley y dedicarse a lo que había pensado hacer.
Corsico también se levantó, quizá con la intención de seguirlo. Pero entonces Dorothea Harriman entró en la sala, miró a su alrededor buscando a alguien y eligió a Nkata.
– ¿Está la detective Havers…? -preguntó.
– Aquí no está -dijo Nkata-. ¿Qué pasa?
Harriman miró a Corsico antes de coger a Nkata del brazo.
– Si no le importa… Algunas cosas son personales -dijo la secretaria al reportero de manera significativa, y esperó a que se retirara al otro lado de la sala. Entonces, dijo-: Simón St. James acaba de llamar. El comisario se ha marchado el hospital. Tiene pensado ir a casa y descansar, pero el señor St. James cree que puede ser que venga aquí en algún momento del día. No está seguro de cuándo.
– ¿Vuelve al trabajo? -Nkata no podía creerlo.
Harriman negó con la cabeza.
– Si viene por aquí, el señor St. James cree que irá al despacho del subinspector. Cree que alguien tiene que… -Dudó; su voz era vacilante. Se llevó una mano a los labios y dijo con mayor decisión-: Cree que alguien tiene que estar preparado para cuidar de él cuando venga, sargento.
Barbara Havers esperó con impaciencia en la sala de interrogatorios de la comisaría de Holmes Street a que aparecía el abogado que representaba los intereses de Barry Minshall. Al entrar en comisaría, el agente comprensivo de la recepción le había echado un vistazo y preguntado:
– ¿Solo o con leche?
Justo después, Barbara estaba sentada con el café (con leche) delante de ella, y las manos en torno a una taza que tenía la forma de la caricatura del príncipe de Gales.
Bebía sin saborear demasiado el líquido. Su lengua decía «caliente, amargo». Eso era todo. Se miró las manos, vio que tenía los nudillos blanquísimos e intentó no agarrar tan fuerte la taza. No tenía la información que quería y no le gustaba no saber nada.
Había llamado a Simón y a Deborah St. James a la hora más razonable que pudo. Acabó escuchando el contestador, así que pensó que no habían abandonado el hospital en toda la noche o que habían regresado antes de que amaneciera, a la espera de más noticias sobre Helen. El padre de Deborah tampoco había i 011 (estado. Barbara se dijo que estaría paseando al perro. Cuando saltó el contestador, colgó sin dejar ningún mensaje. Tenían mejores cosas que hacer que llamarla para comunicarle las noticias, que quizá podría conseguir por otra vía.
No obstante, llamar al hospital resultó aún peor. Dentro, estaba prohibido usar el móvil, por lo que no tuvo más remedio que hablar con alguien encargado de dar información general, lo cual supuso no obtener ninguna información. Le dijeron que el estado de lady Asherton no había experimentado ningún cambio. Preguntó qué significaba eso. ¿Y qué había del bebé que llevaba dentro? No obtuvo respuesta a aquello. Una pausa, el ruido de papeles, y después:
– Lo siento muchísimo, pero el hospital no tiene permitido…
Barbara colgó a la voz comprensiva, principalmente por ser tan comprensiva.
Se dijo que el trabajo era el calmante, así que recogió sus cosas y salió de casa. En la parte de delante de la finca, sin embargo, vio que las luces del piso de la planta baja estaban encendidas. No se detuvo para preguntarse qué debería hacer. Al ver movimiento tras las cortinas que cubrían las cristaleras, cambió de dirección y se dirigió hacia ellas. Llamó a la puerta sin pensar; sólo sabía que necesitaba algo y que ese algo era contacto humano real, por muy breve que fuera.
Le abrió Taymullah Azhar, con una carpeta de papel manila en una mano y un maletín en la otra. Detrás de él, en algún lugar del piso, corría el agua y Hadiyyah cantaba, desentonando, pero qué más daba en realidad. «A veces lloro, a veces suspiro…»: Buddy Holly, reconoció Barbara. Cantaba True Love Ways. Le entraron ganas de echarse a llorar.
– Barbara -dijo Azhar-. Qué alegría verte. Estoy muy contento de… ¿Pasa algo? -Dejó el maletín en el suelo y la carpeta de papel manila encima. Cuando se volvió de nuevo hacia ella, Barbara estaba más calmada. Pensó que aún no tenía por qué saberlo necesariamente. Si no había hojeado el periódico y si no había puesto la radio ni visto los reportajes de televisión…
No podía hablar de Helen.
– Trabajo mucho. Una mala noche. No he dormido demasiado. -Recordó la ofrenda de paz que había comprado (le pareció que había pasado toda una vida) y buscó en el bolso hasta que la encontró: el truco del billete de cinco libras para Hadiyyah. Deja estupefactos a tus amigos. Asombra a tus parientes-. Le compré esto a Hadiyyah. Pensé que quizá querría probarlo. Necesitará un billete de cinco libras. Si tienes uno… No lo destrozará ni nada. Al menos cuando sepa hacerlo. Así que al principio supongo que podría utilizar otra cosa. Para practicar, ¿sabes?
Azhar miró el truco de magia dentro del envoltorio de plástico y luego a Barbara.
– Eres muy buena -le dijo sonriendo-. Con Hadiyyah. Y para Hadiyyah. No te lo había dicho, Barbara, y te pido disculpas. Deja que la llame para que puedas…
– ¡No! -La intensidad de su palabra sorprendió a ambos. Se miraron algo confusos. Barbara sabía que había desconcertado a su vecino. Pero también sabía que no podía explicarle a Azhar que la amabilidad de sus palabras había sido como un golpe que de repente hizo que sintiera que estaba en peligro. No por las palabras en sí, sino por lo que su reacción le decía sobre ella.
– Lo siento -dijo Barbara-. Escucha, tengo que irme. Tengo mucho trabajo y estoy haciendo malabarismos para ocuparme de todo a la vez.
– Este caso.
– Sí. Vaya forma de ganarse la vida, ¿eh?
Azhar la observó, con sus ojos oscuros sobre piel de color pacana, completamente serio.
– Barbara… -dijo.
Ella le interrumpió:
– Hablamos más tarde, ¿vale? -A pesar de que necesitaba escapar de la amabilidad de su tono, alargó la mano y le cogió el brazo. A través de la manga de su camisa blanca e inmaculada, notó la calidez de su cuerpo y su fuerza nervuda-. Estoy muy contenta de que hayáis vuelto -dijo con voz apagada-. Nos vemos luego.
– Por supuesto -contestó.
Barbara se dio la vuelta para marcharse, pero sabía que Azhar la miraba. Tosió y comenzó a chorrearle la nariz. Pensó que se estaba derrumbando.
Y, luego, el maldito Mini no quería arrancar. Hipó y suspiró. Aquello le hablaba de arterias endurecidas por el aceite que no había cambiado en mucho tiempo en su sistema, y vio que desde las cristaleras Azhar seguía mirándola. Su vecino dio dos pasos hacia el exterior en su dirección. Barbara rezó, y el dios del transporte la escuchó. El motor al fin cobró vida con un rugido y salió hacia la calle dando marcha atrás por la entrada.
Barbara esperaba en la sala de interrogatorios a que Barry Minshall le diera una palabra: un sí era lo único que necesitaba de él. Un sí y se largaba de allí. Un sí y efectuaría una detención.
Al fin se abrió la puerta. Apartó hacia un lado la taza del príncipe de Gales. James Barty entró en la sala delante de su cliente.
Minshall llevaba las gafas de sol, pero por lo demás iba vestido estrictamente con la ropa de la cárcel. Barbara pensó que tendría que acostumbrarse a ella. Barry pasaría muchísimos anos entre rejas.
– El señor Minshall y yo aún estamos esperando noticias de la fiscalía -dijo su abogado a modo de observación introductoria-. La vista con el juez era…
– El señor Minshall y usted -dijo Barbara- deberían estar dando gracias al cielo porque aún le necesitemos por aquí. Cuando esté en prisión preventiva, seguramente verá que la compañía no es tan atenta como aquí.
– Hasta el momento hemos colaborado -dijo Barty-. Pero no puede esperar que sea una colaboración infinita, agente.
– No puedo ofrecerle ningún trato, y lo sabe -le dijo Barbara-. El T09 se está ocupando de la situación del señor Minshall. Su esperanza -esto se lo dijo al propio Minshall- es que esos chicos de las polaroids que encontramos en su piso disfrutaran tanto de la experiencia que no se les ocurra testificar contra usted ni contra nadie más. Pero yo no contaría con ello. Y, en cualquier caso, afrontémoslo, Bar. Aunque esos chicos no quieran comparecer en un juicio, usted sigue siendo la persona que entregó a un niño de doce años a un asesino, y va a pagar por ello. Yo en su lugar querría que la fiscalía y todos los demás implicados supieran que comencé a colaborar desde el momento en que la pasma me preguntó cómo me llamaba.
– Es usted quien cree que el señor Minshall entregó a un chico a alguien que lo asesinó -dijo Barty-. Nuestra postura nunca ha sido ésa.
– Bien -dijo Barbara-. Como ustedes quieran, pero la ropa se moja con independencia del programa de la lavadora que se seleccione.
Sacó del bolso la fotografía enmarcada que había cogido del piso número cinco de Walden Lodge. La dejó sobre la mesa a la que estaban sentados y la deslizó hacia Minshall.
Este bajó la cabeza. No le veía los ojos con las gafas de sol, pero se fijó en su respiración y le pareció que se esforzaba por controlarla. Quiso creer que aquello significaba algo importante, pero no quería adelantarse a los hechos. Dejó que el momento se eternizara mientras por dentro repetía una palabra: «Vamos, vamos, vamos».
Al final, Barry negó con la cabeza.
– Quítese las gafas -le dijo Barbara
– Ya sabe que la enfermedad de mi cliente hace que… -dijo Barty.
– Cállese. Barry, quítese las gafas.
– Mi vista…
– ¡Que se quite las gafas, cono!
Se las quitó.
– Ahora, míreme. -Barbara esperó a poder verle los ojos, tan grises que no tenían color. Quería leer en ellos la verdad, pero sobre todo quería verlos simplemente y hacerle saber que los veía-. Ahora mismo, nadie dice que usted entregara a chicos para que los mataran. -Notó que su garganta quería impedir que aquellas palabras salieran, pero se obligó a decirlas de todos modos, porque si la única manera de conseguir que Barry se moviera en la dirección que quería era mentir, engañar y adular, mentiría, engañaría y adularía como el que más-. No lo hizo con Davey Benton y no lo hizo con nadie más. Cuando dejó a Davey Benton con ese… con ese tipo, esperaba que el juego se desarrollara igual que siempre: seducción, sodomía, no sé qué… -Ellos no me dijeron lo que…
– Pero usted no quería que muriera. -Barbara intervino porque lo último que podía soportar era escuchar cómo justificaba, protestaba, negaba o excusaba. Tan sólo quería la verdad y estaba decidida a obtenerla antes de marcharse de la sala-. Que lo utilizaran, sí. Que algún tipo lo manoseara, incluso lo violara…
– ¡No! Nunca…
– Barry -dijo su abogado-. No tienes que… -Cállese. Barry, usted ofrecía a los chicos a esos canallas compañeros suyos de HYCE por dinero; pero el trato siempre era sexo, no asesinato. Quizás usted mismo se acostaba primero con los chicos, o quizá le excitaba tener a todos esos tipos dependiendo de usted para proporcionarles carne fresca. La cuestión es que usted no quería que muriera nadie. Pero eso es lo que pasó, y, o bien me dice que este tipo de la foto es el que se hacía llamar dos-uno-seis-cero, o salgo de esta sala y dejo que le encierren por todo, desde pedofilia a proxenetismo y asesinato. Así es. Le encerrarán, Barry, y no puede evitarlo. De usted depende hasta dónde quiere hundirse.
Barbara lo miraba fijamente a los ojos, y los ojos de Barry se movían frenéticos en las órbitas. Quería preguntarle cómo se había convertido en el hombre que era -qué fuerzas de su pasado le habían llevado a aquello-, pero no importaba. Abusos sexuales durante la infancia, tocamientos, violación y sodomía: los posibles motivos que lo hubieran convertido en un proxeneta malévolo eran ya agua pasada. Habían muerto unos chicos, y había que ajustar cuentas.
– Mire la foto, Barry -dijo Barbara.
El hombre volvió a mirarla y la observó detenidamente y sin prisas.
– No puedo estar seguro -dijo al fin-. Es antigua, ¿verdad? No lleva perilla. Ni siquiera bigote. Lleva… Tiene el pelo distinto.
– Tiene más, sí. Pero mire el resto. Mire sus ojos.
Barry volvió a ponerse las gafas. Cogió la fotografía.
– ¿Con quién está? -preguntó.
– Con su madre -contestó Barbara.
– ¿Dónde ha conseguido la foto?
– De su piso. En Walden Lodge. Justo en lo alto de la colina donde hallaron el cuerpo de Davey Benton. ¿Es éste el hombre, Barry? ¿Es el dos-uno-seis-cero? ¿Es el tipo al que entregó a Davey Benton en el hotel Canterbury?
Minshall dejó la fotografía en la mesa.
– No estoy…
– Barry -dijo Barbara-, mírelo bien.
Barry lo hizo. De nuevo. Barbara cambió el «vamos» por una plegaria.
Por fin, habló.
– Creo que sí -dijo Barry.
Barbara soltó el aire. «Creo que sí» no bastaría. «Creo que sí» no les daría una condena. Pero era suficiente como para montar una rueda de reconocimiento, y eso a ella ya le bastaba.
Su madre había llegado al fin a medianoche. Lo miró y abrió los brazos. No le preguntó cómo estaba Helen porque alguien la había localizado mientras venía de Cornualles y se lo había contado. Lo vio en su cara y por cómo su hermano se roía el dedo en lugar de acercarse a saludarlo.
– Hemos llamado a Judith enseguida. Llegará al mediodía, Tommy -fue lo único que logró decir.
Que su familia y la de Helen estuvieran juntas en el hospital para que no tuviera que enfrentarse a ello solo debería haberlo consolado, pero el consuelo era algo inconcebible; igual que ocuparse de cualquier necesidad biológica sencilla, desde dormir a comer. Todo eso parecía innecesario cuando su ser estaba centrado en un único puntito de luz en la noche de su mente.
En la cama de hospital, Helen era insignificante comparada con todas las máquinas que la rodeaban. Le habían dicho los nombres, pero sólo recordaba sus funciones: para respirar, para monitorear su corazón, para hidratar, para medir el oxígeno en sangre, para vigilar al feto. Aparte del zumbido de aquellos aparatos, en la habitación no se oía ningún otro sonido. Y fuera, el pasillo estaba en silencio, como si el propio hospital y todas las personas que había en su interior ya lo supieran.
No lloró. No se paseó. No intentó dar un puñetazo a la pared. Quizá por eso cuando amaneció y los encontró a todos aún dando vueltas por los pasillos del hospital, su madre insistió al final en que se marchara un rato a casa. A bañarse, ducharse, comer, lo que fuera, le dijo. No nos moveremos de aquí, Tommy. Peter y yo y todos los demás. Debes intentar cuidarte. Por favor, vete a casa. Puede ir alguien contigo si quieres.
Hubo voluntarios para acompañarlo: la hermana de Helen Pen, su hermano, St. James. Incluso el padre de Helen, aunque era fácil ver que el pobre hombre tenía el corazón destrozado y no sería de ayuda para nadie mientras su hija menor estuviera donde estaba… como estaba. Así que al principio había dicho que no, que se quedaría en el hospital. No podía dejarla, debían entenderlo.
Sin embargo, al final, en algún momento de la mañana, había consentido. Iría a casa a ducharse y cambiarse de ropa. ¿Cuánto podía tardar? Dos agentes le condujeron a través de un pequeño grupo de periodistas cuyas preguntas ni entendió ni tampoco escuchó muy bien. Un coche patrulla le llevó a Belgravia. Miró pasar las calles sin ánimo.
En casa, los policías le preguntaron si quería que se quedaran. Él contestó que no con la cabeza. Les dijo que podía arreglárselas. Tenía un mayordomo que vivía en la casa. Dentón se ocuparía de que comiera.
No les dijo que Dentón estaba disfrutando de unas vacaciones muy esperadas: luces brillantes y una gran ciudad, Broadway, rascacielos, teatro todas las noches. Así que les dio las gracias por las molestias y sacó las llaves mientras se alejaban con el coche.
La policía había estado allí. Vio los indicios en el trozo de cinta de la escena del crimen que aún colgaba de la barandilla del porche estrecho, en el polvo para huellas dactilares que aún cubrían la puerta. Deborah había dicho que no había sangre, pero vio una mancha en una de las baldosas de mármol blancas y negras que cubrían el escalón superior justo delante de la puerta. Qué cerca había estado de entrar.
Necesitó tres intentos para introducir la llave en la cerradura y, cuando logró completar toda la operación, se sintió mareado. Por alguna razón, esperaba que la casa estuviera distinta, pero no había cambiado nada. El último ramo de flores que Helen había arreglado había perdido algunos pétalos, que yacían sobre la mesa de marquetería de la entrada, pero eso era todo. El resto estaba tal como lo había visto la última vez: una de sus bufandas colgada de la barandilla de la escalera; una revista abierta sobre uno de los sofás del salón; su silla del comedor movida, que no había devuelto a su sitio la última vez que se había sentado en ella; una taza de té en el fregadero; una cuchara en la encimera; una carpeta de muestras de tejidos para el cuarto del bebé sobre la mesa. En algún lugar de la casa, seguramente estarían guardadas las bolsas con ropa del bautizo. Gracias a Dios, no sabía dónde.
Arriba, se puso debajo de la ducha y dejó que el agua le golpeara sin parar. Vio que no podía sentirla exactamente, e incluso cuando le dio en los ojos, no parpadeó ni sintió dolor, sino que revivió momentos concretos, implorando en silencio a un Dios, en el que no podía decir que creyera, que le diera la oportunidad de dar marcha atrás en el tiempo.
¿A qué día?, se preguntó. ¿A qué momento? ¿A qué decisión que los había conducido a todos a donde ahora se encontraban?
Se quedó en la ducha hasta que la caldera se quedó sin agua caliente. Cuando al fin salió, no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado allí. Goteando y temblando, se quedó quieto sin secarse ni vestirse hasta que le castañetearon los dientes. No se sentía capaz de entrar en su dormitorio y abrir el armario y los cajones para sacar ropa limpia. Casi se le había secado el cuerpo cuando consiguió reunir la voluntad suficiente para coger una toalla.
Pasó al dormitorio. Era ridículo, pero cuando Dentón no estaba para meterles en cintura se comportaban como niños pequeños, así que la cama estaba mal hecha y, en consecuencia, en la almohada de Helen aún estaba impresa la forma de su cabeza. Se dio la vuelta y se obligó a ir hacia la cómoda. La foto de su boda le asaltó: el sol caluroso de junio, el perfume de las tuberosas, la música de violines de Schubert. Alargó la mano y dio un golpe al marco, que cayó boca abajo. Sintió una clemencia fugaz cuando la imagen de Helen desapareció y luego una angustia instantánea al no verla, así que lo levantó de nuevo.
Se vistió. Realizó el proceso con el mismo cuidado que ella habría empleado. Aquello le permitió pensar un instante en los colores y los tejidos, buscar unos zapatos y la corbata adecuada como si fuera un día normal y ella aún estuviera en la cama con una taza de té sobre el estómago, observándolo para comprobar que no metía la pata. Las corbatas eran el problema. Siempre lo habían sido. Tommy, cielo, ¿estás completamente seguro de llevar la azul?
Estaba seguro de muy pocas cosas. En realidad, sólo estaba seguro de una cosa, y era que no estaba seguro de nada. Llevó a cabo los movimientos sin ser plenamente consciente de estar realizándolos, así que se descubrió vestido al fin y mirándose en el espejo de la puerta del armario y preguntándose qué debía hacer.
Afeitarse, pero no podía. Ducharse ya le había costado mucho; la había etiquetado como «la primera ducha desde lo de Helen» y no podía hacer más. No podía poner más etiquetas porque sabía que su peso acabaría matándolo. La primera comida desde lo de Helen, el primer depósito de gasolina desde lo de Helen, la primera vez que el correo cae por la puerta, el primer vaso de agua, la primera taza de té. Era interminable y ya estaba sepultándole.
Salió de casa. Fuera vio que alguien -un vecino, lo más probable- había dejado un ramo de flores en la puerta: narcisos. Era la época. El invierno daba paso a la primavera, y él necesitaba detener el tiempo desesperadamente.
Cogió las flores. A Helen le gustaban los narcisos. Se los llevaría. «Eran tan alegres -diría-. Los narcisos, cariño, son flores intrépidas.»
El Bentley estaba donde Deborah lo había aparcado cuidadosamente y, cuando abrió la puerta, el olor de Helen le envolvió. Cítrico, y la tenía a su lado.
Se subió al coche y cerró la puerta. Apoyó la cabeza en el volante. Respiró superficialmente porque le pareció que si respiraba hondo, el olor se disiparía más deprisa, y necesitaba que la fragancia durara el máximo tiempo posible. No podía regular el asiento de la altura de Helen a la suya, ajustar los espejos, hacer nada que borrara su presencia. Y se preguntó cómo, si no podía hacer ni aquello, aquella cosa tan sencilla y esencial porque, por el amor de Dios, el Bentley ni siquiera era el coche que Helen cogía normalmente, así que qué más daba, cómo iba a superar lo que tenía que superar.
No lo sabía. Operaba según comportamientos mecánicos que esperaba que lo llevaran de un momento al siguiente.
Lo cual significaba arrancar el coche, así que fue lo que hizo. Oyó que el Bentley susurraba al girar la llave y lo sacó marcha atrás del garaje como un hombre que realizara una operación de cirugía no invasiva.
Bajó despacio por las caballerizas y accedió a Eaton Terrace. Mantuvo los ojos alejados de la puerta de su casa porque no quería imaginar -y sabía que imaginaría, ¿cómo podría evitarlo?- lo que Deborah St. James había visto al doblar la esquina después de aparcar el coche.
Mientras conducía hacia el hospital, sabía que estaba siguiendo la misma ruta que había tomado la ambulancia para llevar a Helen a Urgencias. Se preguntó hasta qué punto había sido consciente de lo que sucedía a su alrededor: los gota a gota; el oxígeno sobre la nariz; Deborah en algún lugar cercano, pero no lo suficiente como aquellos que le auscultaban el pecho y decían que respiraba con dificultad por el lado izquierdo y que no entraba nada en un pulmón que ya había dejado de funcionar. Debía de estar en estado de choque. No lo sabría. Un momento y estaba en los escalones de delante de la casa, buscando la llave de la puerta, y al siguiente había recibido un disparo. A poca distancia, le habían dicho. A menos de tres metros, seguramente a metro y medio. Lo había visto y había visto dispararle, la sorpresa de verse vulnerable de repente.
¿La había llamado? Señora Lynley, ¿tiene un momento? ¿Condesa? Lady Asherton, ¿verdad? Y ella se habría dado la vuelta con esa risa suya incómoda, entrecortada. «¡Caray! Ese artículo estúpido del periódico. Fue todo idea de Tommy, pero supongo que colaboré más de lo que debía.»
Y, entonces, el arma: una pistola automática, un revólver, ¿qué importaba? Un movimiento lento y firme del gatillo, ese gran ecualizador que había entre ellos.
Le costaba trabajo pensar y aún más respirar. Golpeó el volante para obligarse a regresar al presente y no a los momentos ya vividos. Lo golpeó para distraerse, para infligirse dolor, para hacer lo que fuera que le impidiera hundirse bajo el peso de todo lo que le asaltaba, desde el recuerdo a la imaginación.
Sólo el hospital podía salvarlo, y se dirigió a toda velocidad hacia su refugio. Se abrió camino entre los autobuses y esquivó a ciclistas. Frenó ante una fila de escolares diminutos que esperaban en la acera para cruzar la calle. Pensó en su propio hijo (suyo y de Helen) al verlos: calcetines largos, rodillas llenas de costras y zapatitos en miniatura, un gorrito en la cabeza, una etiqueta con el nombre revoloteando en el cuello. La habrían escrito los maestros, pero él la habría decorado como le hubiera gustado. Habría elegido dinosaurios porque lo habrían llevado (él y Helen) al museo de historia natural un domingo por la tarde. Allí, se habría puesto boquiabierto y maravillado debajo de los huesos de un tiranosauro rex. «Mamá -habría dicho-. ¿Qué es? Es increíblemente grande, ¿verdad, papá?» Habría utilizado palabras como ésa: increíblemente. Habría sabido los nombres de las constelaciones, habría conocido la musculatura de un caballo.
En algún lugar, sonó una bocina. Despertó. Los niños habían cruzado la calle y seguían su camino, la cabeza inclinada y arrastrando los pies; tres adultos -uno delante, otro en medio, el último detrás- los vigilaban atentamente.
Eso era lo único que tenía que hacer, y había fracasado: vigilar atentamente. Pero en lugar de eso, había proporcionado un mapa a su propia puerta. Fotografías suyas. Fotografías de Helen. Belgravia. ¿Qué dificultad pudo haber? ¿Qué complicación habría sido incluso hacer unas preguntas por el barrio?
Le tocaba recoger los frutos de su arrogancia. «Hay cosas que no sabemos», había dicho el cirujano.
¿Pero puede decir…?
Hay pruebas para algunos estados, y para otros no las hay. Lo único que podemos hacer es una conjetura, una deducción basada en la información que tenemos sobre el cerebro. A partir de eso, podemos extrapolar. Podemos presentar los hechos tal como los conocemos y podemos decirle adonde pueden llevarnos estos hechos. Pero eso es todo. Lo siento. Ojalá hubiera más…
No podía. Pensar en ello, enfrentarse a ello, vivir con ello. Lo que lucia. I'.I horrible paso de los días. Una espada que le atravesaba el corazón, pero ni mortalmente, ni deprisa, ni con compasión. Primero sólo la punta, y luego un poco más a medida que los días se convertían en semanas y las semanas en los meses necesarios, mientras esperaba a que sucediera lo que ya sabía que era lo peor de todo.
Un ser humano puede adaptarse a lo que sea, ¿verdad? Un ser humano puede aprender a sobrevivir, porque mientras siga viva la voluntad de perdurar, la mente se amolda y le dice al cuerpo que haga lo mismo.
Pero no a esto, pensó. Nunca a esto.
En el hospital, vio que los periodistas se habían dispersado al fin. Aquélla no era una historia de veinticuatro horas al día siete días a la semana para ellos. El incidente inicial y su relación con la investigación de los asesinatos en serie los había movilizado al principio, pero luego sólo ficharían esporádicamente. A partir de entonces, se centrarían en el agresor y en la policía, con referencias pasajeras a la víctima e imágenes grabadas del hospital -un plano de alguna ventana, tras la cual, al parecer, languidecía la herida- si así lo exigían los productores. Pronto incluso eso sería considerado un refrito de una historia ya contada. Necesitarían algo nuevo y, si no tenía un enfoque distinto para esta situación, la pasaría al interior. La página cinco o seis debería servir. Después de todo, le habían sacado todo el jugo al tema: tenían la escena del crimen, una rueda de prensa del médico, una imagen suya -buena, bonita, un plano adecuado de la reacción- abandonando el hospital unas horas antes. También les darían el nombre del agente del departamento de prensa de la comisaría de Belgravia, así que eso era todo, en realidad. La historia podía escribirse sola. Había que pasar a otro tema. Tenían que preocuparse del número de ejemplares vendidos y de otras noticias de última hora que reafirmaran las ventas. Era un negocio, sólo un negocio.
Aparcó y se bajó del coche. Se dirigió hacia la entrada del hospital y lo que le esperaba dentro: la situación inalterada e inalterable, la familia, los amigos y Helen.
«Decide, Tommy cariño. Confío en ti plenamente. Bueno… excepto en el tema de las corbatas. Y es algo que siempre me ha extrañado porque, por lo general, eres un hombre con un gusto impecable.»
– Tommy.
Salió de sus pensamientos. Su hermana Judith se acercaba a él. Cada día se parecía más a su madre: alta, ágil y el pelo rubio y muy corto.
Vio que sujetaba un tabloide doblado, y más adelante pensaría que era esto lo que hizo que estallara. Porque no era la edición más reciente, sino aquella en la que había aparecido el artículo sobre él, su vida personal, su mujer y su casa. Y, de repente, lo que sintió fue una vergüenza tan grande que pensó que iba a ahogarse en ella y el único modo de salir a la superficie era ceder a la furia.
Le arrebató el tabloide.
– La hermana de Helen lo tenía dentro del bolso -dijo Judith-. Yo aún no lo había visto. De hecho, no sabía nada, así que cuando Cybil y Pen lo han mencionado… -Vio algo, sin duda, porque se puso a su lado y lo rodeó con el brazo-. No es eso -dijo-. No debes pensarlo. Si empiezas a creer…
Lynley intentó hablar. Su garganta no se lo permitió.
– Ahora te necesita -le dijo Judith.
El meneó la cabeza con los ojos cerrados. Se dio la vuelta y se marchó del hospital en dirección a su coche. Oyó la voz de su hermana que lo llamaba y, luego, un momento después, oyó a St. James, quien debía de estar cerca cuando vio a Judith. Pero no podía detenerse y hablar con ellos. Tenía que moverse, irse, encargarse de la situación tal como tendría que haber hecho desde el principio.
Se dirigió al puente. Necesitaba velocidad. Necesitaba acción. El día era frío, gris y húmedo, y sin duda se avecinaba una tormenta; pero cuando al fin cayeron las primeras gotas justo al entrar en Broadway, las consideró distracciones menores, manchitas en el parabrisas sobre el que ya se había desarrollado un drama del que no quería formar parte.
En la garita, el agente le dio acceso, con la boca abriéndose para hablar. Lynley le saludó con la cabeza, entró y bajó al aparcamiento, donde dejó el Bentley y se quedó un momento bajo la luz tenue, intentando respirar porque sentía como si hubiera retenido el aire en sus pulmones desde que había salido del hospital, dejado a su hermana y devuelto el tabloide acusador a sus manos.
Se dirigió al ascensor. Quería ir a la Torre Dos, a esa aguilera desde donde la vista de los árboles de St. James's Park marcaba el cambio de estaciones. Fue hacia allí. Vio los rostros que surgían como de entre la niebla, y las voces le hablaban, pero era incapaz de distinguir las palabras.
Cuando llegó al despacho del subinspector Hillier, su secretaria le cerró el paso a la puerta.
– Comisario… -dijo Judith Macintosh con su voz más oficiosa y, luego, al parecer, vio algo o entendió algo por primera vez, porque dijo-: Tommy, querido -en un tono tan compasivo que casi no pudo soportarlo-. No deberías estar aquí. Vuelve al hospital.
– ¿Está ahí dentro?
– Sí. Pero…
– Entonces, apártate, por favor.
– Tommy, no quiero tener que llamar a nadie.
– Pues no lo hagas. Judith, apártate.
– Al menos, déjame que le avise. -Se dirigió hacia su mesa cuando cualquier mujer sensata simplemente habría entrado en el despacho de Hillier. Pero hacía las cosas según las reglas, lo cual fue su perdición porque al tener vía libre, Lynley llegó a la puerta, entró y la cerró tras él.
Hillier estaba hablando por teléfono.
– ¿Cuántos por el momento? -estaba diciendo-. Bien. Quiero que se empleen todo los recursos… Por supuesto que será un equipo especial. Nadie atenta contra un policía… -Y entonces vio a Lynley. Dijo al teléfono-: Ahora te llamo. Continuad.
Colgó y se puso en pie. Salió de detrás de la mesa.
– ¿Cómo está?
Lynley no respondió. Notaba el corazón aporreándole las costillas.
Hillier señaló el teléfono.
– Estaba hablando con Belgravia. Están recibiendo voluntarios de toda la ciudad, hombres fuera de servicio, de los turnos, lo que sea. Piden que los asignemos al caso. Han creado un equipo especial. Le hemos dado prioridad máxima. Entraron en acción ayer por la tarde.
– No importa.
– ¿Cómo? Siéntate. Ven. Te pondré una copa. ¿Has dormido? ¿Comido? -Hillier descolgó el teléfono. Marcó un número y dijo que quería sandwiches, café y no, no importa de qué, sólo traedlo a mi despacho enseguida. El café primero. Y le preguntó a Lynley-: ¿Cómo está?
– Está clínicamente muerta. -Era la primera vez que pronunciaba aquellas palabras-. Helen está clínicamente muerta. Mi mujer está clínicamente muerta.
Hillier se quedó planchado.
– Pero me han dicho que era una herida en el pecho… ¿Cómo es posible?
Lynley recitó los detalles, y vio que necesitaba y quería sentir el dolor que suponía enumerarlos uno a uno.
– La herida era pequeña. Al principio no vieron que… -No. Había un modo mejor de decirlo-. La bala atravesó una arteria. Luego partes de su corazón. No sé en qué orden, el camino que siguió, pero supongo que se hace una idea.
– No…
Oh, sí que lo haría. Lo haría.
– Pero -dijo con energía- entonces su corazón aún latía, así que el pecho comenzó a llenársele de sangre. Pero en la ambulancia eso no lo sabían, ¿sabe? Todo tardó mucho. Así que cuando por fin llegaron al hospital, no tenía pulso, no tenía presión sanguínea. Le introdujeron un tubo en la garganta y otro en el pecho, y fue entonces cuando la sangre empezó a salir, a borbotones, así que lo supieron, entonces lo supieron. -Cuando tomó aire lo oyó chirriar en sus pulmones y sabía que Hillier también lo había oído. Y detestó aquello por lo que revelaba y por cómo podían utilizarlo en su contra.
– Siéntate -dijo Hillier-. Por favor. Necesitas sentarte.
Eso no, pensó. Nunca.
– Pregunté qué habían hecho por ella en Urgencias -dijo-. Bueno, esas cosas se preguntan, ¿no cree? Me dijeron que la habían abierto allí mismo y que habían visto uno de los agujeros que había hecho la bala. El médico lo taponó con el dedo para impedir que la sangre siguiera saliendo, ¿se lo imagina?, y yo quería ser capaz de imaginarlo porque tenía que saberlo, ¿sabe? Tenía que comprender, porque si respiraba, aunque fuera superficialmente… Pero me dijeron que la irrigación sanguínea del cerebro era insuficiente. Y que cuando consiguieron controlarla… Oh, ahora respira a través de una máquina y su corazón late de nuevo, pero su cerebro… El cerebro de Helen está muerto.
– Santo cielo. -Hillier fue a la mesa de reuniones. Retiró una silla e hizo un gesto que indicaba que quería que Lynley se sentara-. Lo siento muchísimo, Thomas.
Su nombre no, pensó. No podía soportar oír su nombre.
– Nos encontró, ¿sabe? -dijo-. Lo entiende, ¿verdad? A ella. A Helen. La encontró. La encontró. Lo sabe. Sabe cómo pasó, ¿verdad?
– ¿Qué quieres decir? ¿De qué estás hablando?
– Estoy hablando del artículo. Estoy hablando de su periodista incrustado. Estoy hablando de poner vidas en manos de…
– No. -Hillier alzó la voz. Sin embargo, no parecía que le moviera la ira, sino la desesperación. Un esfuerzo desesperado por contener una marea que no podía impedir que subiera.
– Me llamó después de que saliera publicado el artículo. La mencionó. Le dimos una llave, un mapa, lo que sea, y encontró a mi mujer.
– Es imposible -dijo Hillier-. Yo mismo leí el artículo. Era imposible que pudiera…
– Había docenas de maneras. -Él también había alzado la voz, su ira alimentada por la negación del otro-. Desde el momento en que comenzó a jugar con la prensa, creó esas maneras. La televisión, los tabloides, la radio, los periódicos serios. Usted y Deacon, los dos, creyeron que podrían utilizar a los medios como dos políticos astutos, y mire adonde nos ha llevado. ¡Mire adonde nos ha llevado!
Hillier levantó las dos manos, con las palmas hacia fuera: la señal universal para detenerse.
– Thomas. Tommy -dijo-. Esto no es… -Calló. Miró hacia la puerta, y Lynley casi pudo leer la pregunta en su mente: «¿Dónde está ese maldito café? ¿Dónde están los sandwiches? ¿Dónde hay una distracción útil, por el amor de Dios?, que tengo un loco en mi despacho». Dijo-: No quiero discutir contigo. Tienes que estar en el hospital. Tienes que estar con tu familia. Necesitas a tu familia…
– ¡No tengo familia, joder! -Al fin, la presa cedió-. Está muerta. Y el niño… El niño… Quieren tenerla conectada a las máquinas durante al menos dos meses. Más si es posible. ¿Lo entiende? Ni viva, ni muerta, y el resto de nosotros mirando… Y usted… Maldito sea. Usted nos ha llevado a esta situación. Y no hay forma…
– Para. Para. El dolor te está enloqueciendo. No hagas ni digas… Porque lo lamentarás…
– ¿Qué coño más tengo que lamentar? -La voz se le rompió de un modo espantoso, y no soportó que se le rompiera ni lo que eso revelaba. Ya no era un hombre, sino una especie de lombriz expuesta a la sal y al sol retorciéndose, retorciéndose, porque esto era el fin, sin duda esto era el fin y no había esperado…
No le quedaba más remedio que arremeter contra Hillier. Abalanzarse sobre él, agarrarlo, obligarle… en algún sitio…
Unos brazos fuertes le cogieron. Desde detrás, así que no era Hillier. Oyó una voz en su oído.
– Dios santo. Tiene que salir de aquí. Tiene que venir conmigo. Tranquilo, amigo. Tranquilo.
Pensó en Winston Nkata. ¿De dónde había salido? ¿Había estado allí todo el tiempo, sin que se diera cuenta?
– Llévatelo -dijo Hillier, que con una mano temblorosa sostenía un pañuelo en la cara.
Lynley miró al sargento. Era como si Nkata estuviera detrás de un velo brillante. Pero incluso entonces, Lynley aún pudo ver su rostro antes de que sus brazos lo rodearan.
– Venga conmigo, jefe -le murmuró Winston al oído-. Venga conmigo.