La comisaría de Harrow Road no tenía muy buena reputación, pero en West Kilburn la policía tenía que lidiar con muchas cosas. Se ocupaban de todo, desde los habituales conflictos socioculturales que se producían en una comunidad multiétnica hasta la delincuencia callejera, las drogas y un mercado negro floreciente. También debían enfrentarse permanentemente a las bandas.
En una zona dominada por las urbanizaciones de viviendas de protección oficial y bloques de pisos mugrientos edificados en los años sesenta, cuando la imaginación arquitectónica estaba moribunda, abundaban las leyendas de policías superados con ingenio y habilidad en lugares como los pasillos entrelazados a modo de túnel del famoso Mozart Estate. En aquella zona de la ciudad, la policía siempre había estado en inferioridad numérica. Y los agentes lo sabían, lo que no mejoraba su mal genio cuando se trataba de satisfacer las necesidades de la población.
Cuando Barbara y Nkata llegaron, se encontraron con una discusión encendida en la recepción. Un rastafari acompañado por una mujer muy embarazada y dos niños exigía la actuación de un agente:
– Quiero que me devuelva el coche, cono. ¿Cree que esta mujer piensa dar a luz en la calle?
– No está en mi mano, señor -afirmó el agente-.Tendrá que hablar con uno de los policías que trabajan en el caso.
– Pues qué mierda -dijo el rasta, y se dio la vuelta. Cogió a su mujer del brazo y se dirigió hacia la puerta-. Hermano -le dijo a Nkata, asintiendo con la cabeza al pasar por delante de él.
Nkata se identificó al agente de la recepción y luego presentó a Barbara. Le dijo que habían ido a ver al sargento Starr. Tenían a un chico en el calabozo de Harrow Road a quien habían señalado como la persona que había apretado el gatillo en un crimen en Belgravia.
– Nos está esperando -dijo Nkata.
Harrow Road había informado a Belgravia, quien había informado a su vez a New Scotland Yard. Se demostró que el soplón de West Kilburn era de fiar. Había dado el nombre de un chico que se parecía al que salía en las imágenes de la cámara de seguridad de Cadogan Lane, y la policía lo había encontrado enseguida. Ni siquiera había huido. Después de la agresión, simplemente había cogido el metro para irse a su casa porque las cámaras de circuito cerrado de la estación de Westbourne Park también habían grabado su cara, pero sin compañero esta vez. No podía haber nada más fácil. Lo único que quedaba por hacer era cotejar sus huellas con las del arma hallada en el jardín próximo a la escena del crimen.
John Stewart le había dicho a Nkata que se ocupara él. Nkata le había pedido a Barbara que lo acompañara. Cuando llegaron, eran las diez de la noche. Podrían haber esperado a la mañana -llevaban trabajando ya catorce horas y los dos estaban rotos-, pero ninguno estaba dispuesto a esperar. Cabía la posibilidad de que Stewart le pasara el trabajo a otra persona, y no querían eso.
El sargento Starr resultó ser un hombre negro, un poco más bajo que Nkata, pero más corpulento. Tenía el aspecto de un púgil de rostro amable.
– Ya hemos detenido a este gamberro por peleas callejeras e incendios provocados. En esas ocasiones, ha señalado a otra parte. Ya saben. No fui yo, cerdos de mierda. -Miró a Barbara como disculpándose por la palabrota. Ella le disculpó con un ademán de cansancio. Starr siguió hablando-: Pero la familia tiene todo un historial de problemas. El padre murió de un disparo en una disputa por drogas en la calle. La madre se fundió el cerebro con algo y lleva una temporada fuera del mundo. La hermana intentó un atraco y acabó delante del juez. Pero la tía con la que viven no quería ni oír hablar de que los niños fueran por mal camino. Tiene una tienda más abajo en la que trabaja todo el día y un novio más joven que la mantiene ocupada en el dormitorio, así que no puede permitirse ver qué pasa delante de sus narices, ya me entiende. Siempre fue cuestión de tiempo. Intentamos decírselo la primera vez que tuvimos al chico aquí, pero no quiso escucharnos. Es la misma historia de siempre.
– ¿Ha dicho que otras veces había hablado? -preguntó Barbara-. ¿Y ahora?
– No le hemos sacado una mierda.
– ¿Nada? -dijo Nkata.
– Ni una palabra. Seguramente ni siquiera nos habría dicho cómo se llama si no lo supiéramos ya.
– ¿Y cómo se llama?
– Joel Campbell.
– ¿Cuántos años tiene?
– Doce.
– ¿Está asustado?
– Sí, mucho. Yo diría que sabe que lo van a encerrar por esto. Pero también conoce los casos de Venable y Thompson. ¿Y quién no? Así que se pasa seis años jugando con ladrillos, pintando con los dedos y hablando con loqueros, y salda las cuentas con la justicia.
Había algo de cierto en aquello. Era el dilema moral y ético de los tiempos que vivimos: qué hacer con los asesinos adolescentes, con los asesinos de doce o menos años.
– Nos gustaría hablar con él.
– Si es que sirve de algo. Estamos esperando a que aparezca la asistente social.
– ¿Ha venido la tía?
– Ha venido y se ha ido. Quiere que lo soltemos enseguida o vamos a tener que darle explicaciones. El chico no va a ninguna parte. Entre la posición de la tía y la nuestra, no había mucho que discutir.
– ¿Abogado?
– Supongo que la tía esta ocupándose de ello.
Les hizo una señal para que le siguieran. De camino a la sala de interrogatorios, salió a su encuentro una mujer que parecía agotada y que llevaba una sudadera, vaqueros y deportivas y que resultó ser la asistente social. Se llamaba Fabia
Bender y le dijo al sargento Starr que el chico había pedido algo de comer.
– ¿Lo ha pedido él, o se lo ha ofrecido usted? -preguntó Starr, lo cual significaba: «¿Por fin ha abierto la boca para decir algo?».
– Lo ha pedido él -contestó la mujer-. Más o menos. Ha dicho «hambre». Me gustaría ir a buscarle un sandwich.
– Yo me encargo -dijo-. Estos dos quieren que hable. Ocúpese de ello.
Tras arreglarlo todo, Starr dejó a Nkata y Barbara con Fabia Bender, quien no tenía mucho más que añadir a lo que el sargento ya les había dicho. Les dijo que la madre del chico estaba en un hospital mental en Buckinghamshire, del que llevaba años entrando y saliendo. Durante este nuevo internamiento, sus hijos habían ido a vivir con su abuela. Cuando la anciana se marchó a Jamaica con su novio al que estaban deportando, la tía se ocupó de los niños. En realidad, no era de extrañar que, con unas circunstancias tan inestables, se hubieran metido en líos.
– Está aquí dentro -dijo, y abrió la puerta empujándola con el hombro. La asistente social entró primero-. Gracias, Sherry -le dijo a una agente de uniforme que, al parecer, se había quedado con el chico. La agente se marchó, y Barbara entró en la sala detrás de Fabia Bender. Nkata las siguió y se encontraron cara a cara con el chico acusado del asesinato de Helen Lynley.
Barbara miró a Nkata, y éste asintió con la cabeza. Era el chico que había visto en las imágenes que la cámara de circuito cerrado había grabado en Cadogan Lane y en la estación de metro de Sloane Square: el mismo pelo rizado, la misma cara salpicada de pecas del tamaño de pastas de té. Era tan amenazante como un cervatillo cegado por los faros de un coche. Era menudo y se había mordido las uñas hasta dejárselas en carne viva.
Estaba sentado a la mesa reglamentaria y se sentaron con él, Nkata y Barbara a un lado y el chico y la asistente social en el otro. Fabia Bender le dijo que el sargento Starr había ido a buscarle un sandwich. Alguien le había llevado una coca-cola, aunque no la había probado.
– Joel -le dijo Nkata al chico-. Has matado a la mujer de un policía. ¿Lo sabías? Hemos encontrado un arma cerca. Veremos que las huellas que tiene son las tuyas. Balística demostrará que esa arma fue la utilizada en el homicidio. Las cámaras de circuito cerrado te sitúan en la escena. A ti y a otro tipo. ¿Qué tienes que decir al respecto, hermano?
El chico miró a Nkata un momento. Pareció entretenerse en la cicatriz del navajazo que recorría la mejilla del hombre negro. Cuando no sonreía, Nkata no era ningún osito de peluche. Pero el chico se retrajo -casi podía verse cómo invocaba coraje de otra dimensión- y no dijo nada.
– Queremos un nombre, socio -le dijo Nkata.
– Sabemos que no estabas solo -dijo Barbara.
– El otro tipo era un adulto, ¿verdad? Queremos que nos des un nombre. Es el único modo de avanzar.
Joel no dijo nada. Cogió la coca-cola y cerró las manos en torno a ella, aunque no intentó abrirla.
– ¿Adonde crees que vas a ir por esto, socio? -preguntó Nkata al chico-. ¿Crees que a los tipos como tú los mandamos a Blackpool de vacaciones? A los tipos como tú los encerramos. ¿Por cuánto tiempo? Eso dependerá de lo que nos digas ahora.
Aquello no era verdad necesariamente, pero cabía la posibilidad de que el chico no lo supiera. Necesitaban un nombre e iban a conseguirlo.
Entonces, se abrió la puerta y el sargento Starr regresó. Llevaba en la mano el envase triangular de plástico de un sandwich. Lo sacó y se lo dio al chico, que lo cogió, pero no probó bocado.
Parecía dudar, y Barbara veía que luchaba por tomar una decisión. Tuvo la sensación de que ninguno de ellos podría entender nunca las alternativas que se planteaba el chico. Cuando al fin alzó la vista, fue para hablar con Fabia Bender.
– No voy a chivarme -dijo, y dio un mordisco al sandwich.
Se acabó: era el código social de la calle; y no sólo de la calle, sino también el que dominaba su sociedad. Los niños lo aprendían de sus padres porque era una lección esencial para sobrevivir allá donde fueran. No se delataba a un amigo. Pero aquello les dijo muchas cosas en la sala de interrogatorios. Fuera quien fuese la persona que estaba en Belgravia con el chico, existía una posibilidad sólida de que al menos Joel lo considerara un amigo.
Salieron de la sala. Fabia Bender los acompañó. El sargento Starr se quedó con el chico.
– Imagino que al final nos lo dirá -les aseguró Fabia Bender-. Han pasado pocos días todavía y no ha estado nunca en un centro de menores. Cuando llegue allí, pensará en lo que ha pasado de otro modo. No es estúpido.
Barbara pensó en ello mientras se detenían en el pasillo.
– Pero ha estado aquí por incendios provocados y asalto con robo, ¿verdad? ¿Qué pasó con eso? ¿El juez le dio un tirón de orejas? ¿A tanto llegó, incluso?
La asistente social negó con la cabeza.
– Nunca se presentaron cargos. Supongo que no tenían las pruebas que querían. Lo interrogaron, pero lo soltaron las dos veces.
Así que era el candidato perfecto para algún tipo de intervención social, pensó Barbara, de la clase que se ofrecía en Elephant and Castle.
– ¿Qué le pasó después? -preguntó.
– ¿Qué quiere decir?
– Cuando lo soltaron. ¿Le recomendó para algún programa especial?
– ¿Qué clase de programa?
– De esos diseñados para evitar que los chicos se metan en líos.
– ¿Ha mandado alguna vez a algún chico a un grupo llamado Coloso? -preguntó Nkata-. Está al otro lado del río, en Elephant and Castle.
Fabia Bender negó con la cabeza.
– Lo conozco, por supuesto. Y la gente que se encarga de informar sobre sus programas de ayuda a la comunidad también ha venido a hacernos presentaciones.
– ¿Pero…?
– Pero nunca hemos mandado a ninguno de nuestros chicos allí.
– Nunca. -Barbara pronunció la palabra como una afirmación.
– No. Está bastante lejos y estamos esperando a que abran un centro más cercano a esta parte de la ciudad.
Lynley estaba a solas con Helen, y lo había estado durante las dos últimas horas. Se lo había pedido a sus familias respectivas, y éstas habían accedido. Sólo Iris protestó, pero era la que menos tiempo llevaba en el hospital, así que Lynley entendió que le pareciera imposible que le pidieran que se separara de su hermana.
El especialista había venido y se había ido. Vio los cuadros y leyó los informes. Estudió los monitores. Examinó lo poco que había por examinar. Al final, habló con todos porque Lynley así lo quiso. Si se podía decir que una persona pertenecía a otra, Helen le pertenecía a él en virtud de esposa. Pero también era hija, hermana amada, nuera y cuñada querida. Su pérdida los afectaba a todos. No sufría aquel golpe terrible solo, ni tampoco podía decir que la lloraba solo. Así que todos se habían sentado con el médico italiano, el especialista en neurología neonatal que les contó lo que ya sabían.
Veinte minutos no eran mucho tiempo. Veinte minutos describían un periodo en el que podían conseguirse muy pocas cosas en la vida. En efecto, había días en que Lynley ni siquiera podía llegar de su casa a Victoria Street en menos de veinte minutos y, aparte de ducharse y vestirse, o preparar y beberse una taza de té, o fregar los platos después de cenar, o quizás arrancar las flores marchitas a las rosas del jardín, la tercera parte de una hora no proporcionaba el tiempo necesario para hacer gran cosa. Pero, para el cerebro humano, veinte minutos eran una eternidad. Era permanente porque ésa era la naturaleza de la alteración que podía acarrear a la vida que dependía de su funcionamiento normal. Y ese funcionamiento normal dependía de un suministro regular de oxígeno. «Imagínense en el caso de la víctima de un disparo -había dicho el médico-. Imagínense en el caso de Helen.»
La dificultad, por supuesto, era no saber qué pasaba con lo que no podían ver. Podían ver a Helen -a diario, cada hora, momento a momento- sin vida en la cama del hospital. Al bebé -su hijo, su Jasper Félix, a quien sus padres llamaban así de forma divertida al ser incapaces de tomar una decisión definitiva- no podían verlo. Todo lo que sabían era lo que sabía el especialista, y lo que éste sabía dependía de lo que se sabía sobre el cerebro.
Si a Helen no le había llegado oxígeno, al bebé no le había llegado oxígeno. Podían esperar un milagro, pero eso era todo.
– ¿Qué probabilidad hay de que se produzca ese milagro? -preguntó el padre de Helen.
El médico negó con la cabeza. Era comprensivo. Parecía generoso y de buen corazón. Pero no iba a mentirles.
Al principio, cuando el especialista los dejó, nadie miró a nadie. Todos sentían el peso, pero sólo uno de ellos llevaba la carga de tener que tomar una decisión. Lynley sabía que la responsabilidad dependía de él y recaía sobre él. Podían quererlo -lo querían, y él lo sabía-, pero no podían cogerle la taza que tenía en las manos.
Todos hablaron con él antes de marcharse aquella noche, sabiendo de algún modo, sin que nadie se lo dijera, que el momento de la decisión había llegado. Su madre se quedó más tiempo que el resto, se arrodilló delante de su silla y lo miró a los ojos.
– Cualquier cosa que sucede en nuestra vida -dijo en voz baja- guarda relación con el resto de sucesos de la misma. Un momento en el presente tiene un punto de referencia, tanto en el pasado como en el futuro. Quiero que sepas que tú, tal como eres ahora y tal como serás, estás a la altura de este momento, Tommy. Decidas lo que decidas. Lleve eso a lo que lleve.
– He estado preguntándome cómo debo saber qué hacer -dijo él-. Miro su cara e intento ver qué querría Helen que hiciera. Entonces me pregunto si incluso eso es mentira. Si sólo me digo que la estoy mirando e intentando ver qué querría ella que hiciera, cuando en realidad la miro y la miro todo el tiempo porque no puedo enfrentarme al momento en el que ya no podré mirarla nunca más porque no estará ni en cuerpo ni en alma. ¿Sabes? Ahora, incluso así, me da un motivo para seguir adelante. Lo estoy prolongando.
Su madre alargó la mano y le acarició la cara.
– De todos mis hijos -dijo-, siempre fuiste el más duro contigo mismo. Siempre buscabas el modo correcto de comportarte, te preocupaba tanto poder cometer un error… Pero, cariño, los errores no existen. Sólo existen nuestros deseos, nuestras acciones, y las consecuencias que tienen ambos. Sólo existen los hechos, cómo nos enfrentamos a ellos, y qué aprendemos de eso.
– Eso es demasiado fácil -dijo Lynley.
– Al contrario. Es enormemente difícil.
Entonces, lo dejó solo y él fue con Helen. Se sentó junto a la cama. Sabía que por mucho que preparara su mente para ese momento, la imagen de su esposa tal como entonces estaba se desvanecería con el tiempo, igual que la imagen de ella tal como era días atrás también se desvanecería, ya había comenzado a desvanecerse, en realidad, hasta que al final no quedaría nada de ella en su memoria visual. Si quería verla, sólo podría hacerlo en fotografías. Sin embargo, cuando cerrara los ojos, sólo vería oscuridad.
Era la oscuridad lo que le daba miedo. Era todo lo que representaba la oscuridad a lo que no podía enfrentarse. Y Helen estaba en el centro de todo eso. Igual que la no-Helen que aparecería en el preciso instante en que actuara del único modo que sabía que su mujer habría querido.
Había estado diciéndoselo desde el principio. ¿O incluso esa convicción era mentira?
No lo sabía. Bajó la cabeza hasta el colchón y rezó para que hubiera alguna señal. Sabía que buscaba algo que hiciera que el camino fuera más fácil de recorrer. Pero para cosas así no existían las señales. Servían de guía, pero no allanaban el camino.
Su mano estaba fría cuando la tocó allí donde descansaba sobre la cama. Cerró los dedos y le pidió que moviera los suyos tal como habría hecho si sólo estuviera dormida. Se imaginó que movía los párpados y abría los ojos, y oyó que decía: «Hola, cariño»; pero cuando levantó la cabeza, estaba igual que antes: respirando porque la ciencia médica había evolucionado hasta ese punto; muerta porque no había evolucionado más.
Debían estar juntos. La voluntad del ser humano quizás habría deseado otra cosa. La voluntad de la naturaleza no era tan imprecisa. Helen lo habría comprendido, aunque no lo hubiera expresado así. «Déjanos marchar, Tommy», habría dicho ella. En el fondo, ella siempre había sido la mujer más sabia y práctica.
Cuando se abrió la puerta un rato después, estaba listo.
– Es la hora -dijo.
Sintió que se le hinchaba el corazón como si se lo arrancaran del cuerpo. Los monitores murieron. El ventilador calló. El silencio de la despedida invadió la habitación.
Cuando Barbara y Nkata regresaron a New Scotland Yard, ya había llegado la noticia. Las huellas del chico estaban en el cañón y la empuñadura del arma, y la prueba de balística demostraba que la bala había salido de la misma pistola. Comunicaron su propio informe a John Stewart, quien escuchó imperturbable. Era como si creyera que, de haber ido él a la comisaría de Harrow Road, las cosas habrían sido distintas y le habría sacado al chico el nombre del otro asesino por la fuerza. Qué coño sabía él, que le dijo lo que habían averiguado del chico y de Coloso gracias a Fabia Bender, pensó Barbara.
– Quiero contárselo al comisario, señor -dijo para terminar. Cuando vio que la expresión de Stewart sugería que se temía algo malo, cambió sus palabras-. Me gustaría contárselo, quiero decir. Cree que lo que le pasó a Helen está relacionado con esta investigación, que el asesino la encontró por el artículo de The Source. Necesita saber que… Le daré una cosa menos en la que pensar, supongo.
Stewart pareció examinar la situación desde todos los puntos de vista antes de acceder al fin. Pero tenía que terminar el papeleo relacionado con su visita a Harrow Road, y debía hacerlo antes de ir al hospital Saint Thomas.
Era la una y media de la madrugada cuando por fin se dirigió exhausta a su coche. Entonces, el maldito Mini se ahogó y se quedó sentada con la cabeza apoyada en el volante, deseando que el maldito motor funcionara como era debido. Dentro de su cabeza, oyó la misma advertencia procedente de alguna dimensión automotora mística que le sugería que llevara el coche al taller antes de que se averiara para siempre.
– Mañana, ¿vale? Mañana -farfulló, y esperó que aquella promesa bastara.
Bastó: el motor arrancó al fin.
A aquellas horas de la noche, las calles de Londres estaban prácticamente vacías. Ningún taxista en su sano juicio intentaría conseguir clientes en Westminster, y los autobuses pasaban con menos frecuencia. De vez en cuando pasaba algún coche, pero en su mayoría las calles estaban tan desiertas como las aceras, donde los vagabundos se refugiaban en los portales. Por tanto, llegó deprisa al hospital.
Mientras conducía, se dio cuenta de que quizá Lynley no estaba, que quizá se había marchado a casa para intentar dormir un poco, en cuyo caso no iría a molestarle. Pero cuando llegó y se detuvo en un apartadero en Lambeth Palace Road, vio el Bentley estacionado al fondo del aparcamiento. Estaba con Helen, tal como había supuesto.
Pensó de pasada en el riesgo de apagar el motor del Mini después de lograr que se pusiera en marcha. Pero era necesario correr el riesgo, porque quería ser ella quien le contara a Lynley lo del chico. Sentía la necesidad de mitigar ni que fuera una pequeña parte de la culpa que soportaba, así que giró la llave del contacto y esperó a que el Mini dejara de hipar.
Cogió el bolso y se bajó del coche. Justo cuando iba a dirigirse hacia la entrada, lo vio. Salía del hospital; al verlo -cómo caminaba con los hombros encorvados-, supo el estado de alteración permanente en el que se encontraba. Entonces, dudó. ¿Cómo acercarse a un amigo tan querido? ¿Cómo acercarse a él en un momento tan devastador? Al final, creyó que no podría hacerlo. Porque, después de todo, ¿qué importaba en realidad, ahora que su vida había quedado destrozada?
Lynley cruzó cansinamente el aparcamiento hacia el Bentley. Allí, levantó la cabeza. No hacia ella, sino a un punto en el aparcamiento que Barbara no podía ver. Era como si alguien lo hubiera llamado. Y, luego, una figura salió de la oscuridad y, después de eso, las cosas pasaron muy deprisa.
Barbara vio que la figura iba vestida toda de negro. Se acercó a Lynley. Llevaba algo en la mano. Lynley miró a su alrededor. Luego, se volvió rápidamente hacia su coche. Pero no llegó más lejos, porque la figura lo alcanzó y apretó el objeto que sostenía contra su cuerpo. El comisario tardó menos de un segundo en caer al suelo, y la mano que sostenía el objeto volvió a atacarlo con éste. Su cuerpo se sacudió, y la figura de negro levantó la cabeza. A pesar de la distancia, Barbara vio que estaba mirando a Robbie Kilfoyle.
Todo había sucedido en tres segundos, quizá menos. Kilfoyle cogió a Lynley por las axilas y lo arrastró hacia lo que Barbara debería haber visto si no hubiera estado tan centrada en Lynley. Bien oculta entre las sombras, había una furgoneta con la puerta corrediza abierta. Un segundo después, ya había metido a Lynley dentro.
– Hostia puta, joder -dijo Barbara, sin arma y, por un momento, sin saber en absoluto hacia dónde ir. Miró al Mini buscando algo que pudiera utilizar… Cogió el móvil para pedir ayuda. Marcó el primer 1 y, al otro lado del aparcamiento, la furgoneta arrancó.
Se agachó para entrar en el coche. Lanzó el bolso y el móvil dentro, sin completar la llamada. Marcaría el siguiente 1 y el 2 dentro de un momento, pero mientras tanto tenía que ponerse en marcha, tenía que seguirlo y anunciar a gritos por el móvil la dirección que había tomado para que mandaran una unidad armada, porque la furgoneta, la maldita furgoneta, se movía, cruzaba el aparcamiento. Era roja, como habían sospechado, y en el lateral estaban las letras despintadas que habían visto en la grabación.
Barbara metió la llave en el contacto y la giró. El motor chirrió. No arrancó. Enfrente, la furgoneta se dirigió a la salida. Sus luces la iluminaron. Barbara se agachó porque Robbie tenía que pensar que tenía vía libre; así avanzaría a velocidad lenta, constante y confiada. Entonces podría seguirlo y llamar a los hombres de grandes y bonitas pistolas para que redujeran a ese inútil excremento humano antes de que le hiciera daño a alguien que lo era todo para ella, alguien que era su amigo, su mentor, y que en ese momento no se defendería, pues no le importaba defenderse, y pensaría: «Haz conmigo lo que quieras», y no podía consentir que le pasara eso a Lynley.
El coche no arrancó. No arrancaría. Barbara se oyó chillar. Se bajó de un salto. Dio un portazo. Cruzó el aparcamiento corriendo. Pensó en que Lynley iba en dirección al Bentley, estaba cerca del Bentley, así que cabía la posibilidad…
Y le habían caído las llaves al desplomarse. Le habían caído las llaves. Las cogió con un sollozo de agradecimiento que se obligó a dominar. Segundos después, estaba en el Bentley. Le temblaban las manos. Tardó siglos en introducir la llave en el contacto, pero el coche arrancaba y ella intentaba ajustar el asiento a una posición que le permitiera llegar al acelerador y al freno, porque Lynley tenía las piernas largas y medía casi treinta centímetros más que ella. Metió la marcha atrás y retrocedió y rezó para que el asesino fuera prudente, prudente, prudente, porque lo último que quería era llamar la atención con su forma de conducir.
Había girado a la izquierda. Ella hizo lo mismo. Aceleró el motor del enorme coche, y éste avanzó veloz como un pura sangre bien entrenado; soltó tacos mientras conseguía controlar el vehículo, controlar sus reacciones, controlar el cansancio que ya no era cansancio sino un subidón de adrenalina y la necesidad de detener de una vez por todas a ese hijo de puta, prepararle una sorpresita al cabrón, mandar a cien policías si era necesario, todos armados para que pudieran asaltar su puto matadero móvil, y no podía hacer daño a Lynley mientras la furgoneta estuviera en movimiento, así que sabía que podía estar tranquila hasta que parara. Pero tenía que hacer saber a la policía hacia dónde se dirigía, así que en cuanto vio al fin la furgoneta de Kilfoyle cruzando el puente de Westminster, fue a coger el móvil. Y se dio cuenta de que se lo había olvidado en el Mini, con el bolso, lo había dejado allí tirado cuando se había metido en el coche, sin haber completado la llamada al 112.
– ¡Mierda! ¡Mierda! -gritó y supo que, salvo que se produjera un milagro, estaba sola. «Solos tú y yo, nena.» La vida de Lynley pendía de un hilo. «Se trata de eso, ¿verdad? Voy a ser el plato fuerte, maldito cabrón, esto va a poner tu asqueroso nombre en letras de neón, matarías al poli que te estaba buscando y le harías lo que les había hecho a los otros y en su estado actual no podía defenderse y en el estado que estaba en el aparcamiento no se molestaría en luchar para salvarse y lo sabes, ¿verdad?, igual que sabías dónde encontrarlo, cabrón, porque habías leído los periódicos y habías visto la tele y ahora sí que ibas a divertirte de verdad.»
No sabía dónde estaban. Al hijo de puta se le daban bien los atajos para evitar el tráfico, pero era lógico, porque iba en bicicleta y se conocía las calles, se conocía los recovecos, se conocía toda la maldita ciudad.
Se dirigían al noreste. Era lo único que podía decir. Se acercó todo lo que se atrevió sin perderlo de vista. Condujo con las luces apagadas, algo que él no podía hacer si quería aparentar normalidad y que iba del punto A al punto B con toda la inocencia del mundo a aquellas horas, que serían las dos de la madrugada, o incluso más tarde. No podía arriesgarse a parar en una cabina telefónica, ni a abordar a un transeúnte -si hubiera habido alguno- y exigirle que le dejara utilizar su móvil. Lo único que podía hacer era seguir persiguiendo y pensar febrilmente en lo que podría hacer cuando llegara a donde coño estuvieran yendo. Allí era donde debía de haber matado a sus víctimas, y luego transportado sus cadáveres. ¿Dónde tenía pensado dejar el de Lynley? Pero aquello no pasaría, por más que el comisario lo aprobara en su estado actual, porque ella no lo permitiría, porque si bien ese hijo de puta tenía de su parte las armas, ella tenía la sorpresa y pensaba utilizarla. Sólo que cuál era esa sorpresa, aparte de su presencia, que no iba a significar nada de nada para ese cabrón con su pistola eléctrica, sus cuchillos, su cinta aislante, sus cuerdas, sus aceites y sus marcas en la frente.
La llave de cruceta en el maletero del Bentley. A eso se reducía todo, y ¿qué se suponía que tenía que hacer ella con eso? ¿Ni se te ocurra tocarlo o te machaco la cabeza con la llave mientras esquivo la pistola eléctrica y te abalanzas sobre mí con el cuchillo de trinchar? ¿Cómo iba a funcionar eso?
Más adelante, Robbie giró una vez más y pareció que era la última. Habían conducido y conducido, veinte minutos como mínimo. Justo antes de doblar, cruzaron un río que no era el Támesis. Luego pasaron por delante de un almacén al aire libre en el extremo noreste del río, y Barbara pensó: «Tiene un puto garaje donde hace el trabajo, tal como habíamos pensado en algún punto del camino que nos ha traído a este desgraciado momento».
Pero pasó de largo el almacén con su hilera de garajes a lo largo del río y, en lugar de parar allí, se detuvo en un aparcamiento que había justo después. Era grande, enorme, comparado con el del hospital Saint Thomas. Encima había un cartel que al fin le dijo dónde estaban: el palacio de hielo del valle del Lea. Essex Wharf. Estaban en el río Lea.
El palacio de hielo era una pista de patinaje cubierta que parecía una vieja barraca prefabricada. Se encontraba a unos cuarenta metros de la carretera, y Kilfoyle condujo hacia la izquierda, donde el aparcamiento describía una curva pronunciada que presentaba dos claras ventajas para el asesino: estaba cubierta de arbustos de hoja perenne, y la farola que debía iluminarla estaba rota.
Cuando la furgoneta estuvo aparcada, quedó totalmente oculta en las sombras. Nadie que pasara por allí con el coche la vería desde la calle.
Las luces de la furgoneta se apagaron. Barbara esperó un momento para ver si Kilfoyle pensaba salir. Si sacaba a su víctima a rastras y hacía su trabajo entre los arbustos… Sólo que ¿cómo podía quemarle a alguien las manos entre los arbustos? No. Lo haría dentro. No le hacía falta salir de su matadero móvil. Sólo tenía que encontrar un sitio en el que seguramente nadie oyera ningún ruido procedente de la furgoneta. Haría su trabajo y se marcharía.
Eso significaba que ella tenía que hacer antes su trabajo.
Había detenido el Bentley junto a la acera, pero comenzó a entrar lentamente en el aparcamiento. Observó y esperó alguna clase de señal, como, por ejemplo, un movimiento mínimo del vehículo porque Kilfoyle se movía por su interior. Barbara se bajó del coche, aunque lo dejó en marcha. Buscaba algo, cualquier cosa que pudiera utilizar. Recordó que la sorpresa era lo único que tenía. ¿Cuál era entonces la mayor sorpresa que podía darle a ese cabronazo?
Repasó los detalles fervientemente, lo que sabían y todo lo que habían intentado adivinar. Los ataba, o sea que eso sería lo que estaría haciendo en ese preciso instante. Para el viaje en la furgoneta, habría colocado a Lynley donde pudiera atacarlo con la pistola eléctrica cuando le pareciera que volvía en sí. Pero entonces lo estaría atando. Y en ese acto estaba la esperanza de la salvación. Porque si bien las cuerdas inmovilizaban a Lynley, también lo protegían. Y eso era lo que quería.
La protección le dio la respuesta.
Lynley era consciente de su incapacidad de ordenarle a su cuerpo que se moviera. Lo que le faltaba era la capacidad de hacer llegar el mensaje al cerebro. Nada era natural. Tenía que pensar en mover el brazo en lugar de moverlo simplemente, pero tampoco se movía. Lo mismo le sucedía con las piernas. Notaba la cabeza demasiado pesada, y en algún lugar sus músculos recibían la orden de cortocircuitarse. Era como si tuviera las terminaciones nerviosas en guerra.
También era consciente de la oscuridad y del movimiento. Cuando logró enfocar los ojos en algo, también fue consciente del calor. El calor acompañaba el movimiento -no el suyo, por desgracia-, y a través de una neblina vio que no estaba solo. Había una figura en la penumbra, y él estaba tumbado, mitad sobre un cuerpo y mitad sobre el suelo de la furgoneta.
Sabía que era una furgoneta. Sabía que era la furgoneta. En el instante en el que habían susurrado su nombre desde las sombras, y se había dado la vuelta y pensado que era un periodista, el primero en entrevistar al no-marido y no-padre en el que acababa de convertirse, una parte de su cerebro le dijo que algo no iba bien. Entonces vio la linterna en la mano extendida y supo a quién estaba mirando. Después de eso, recibió la descarga de corriente y todo acabó.
Cuando por fin se detuvo la furgoneta, no sabía cuántas veces había recibido el ataque de la pistola eléctrica durante el viaje que los llevó donde estaban. Lo que sí sabía era que la regularidad de las descargas sugerían que quien se las administraba sabía cuánto tiempo permanecía desorientada la víctima.
Cuando la furgoneta se detuvo y el motor se apagó, el hombre que se había llamado a sí mismo Fu subió a la parte de atrás, con la linterna-pistola eléctrica en la mano. De nuevo la aplicó al cuerpo de Lynley con la eficiencia de un doctor que pone una inyección necesaria, y la siguiente vez que Lynley volvió en sí y por fin sintió que sus músculos volvían a pertenecerle, vio que estaba atado a la pared interior de la furgoneta, colgado de las axilas y las muñecas. Las ataduras parecían tiras de cuero, pero podían ser cualquier cosa. No las veía.
Lo que sí veía era a la mujer, la fuente del calor que había sentido antes. Estaba atada en el suelo de la furgoneta, con los brazos abiertos a modo de crucifixión horizontal. La cruz misma también estaba allí, representada por una tabla sobre la que estaba tumbada. Un trozo de cinta aislante le tapaba la boca. Tenía los ojos abiertos y aterrorizados.
Sentir terror era bueno, logró pensar Lynley. El terror era mucho mejor que la resignación. Mientras la observaba, ella pareció notar su mirada y volvió la cabeza. Vio que era la mujer de Coloso, pero en el estado en el que se encontraba, no recordaba su nombre. Aquello le sugirió que Barbara Havers había tenido razón desde el principio, a su manera inimitable, testaruda y empecinada. El asesino que estaba en la furgoneta con ellos era uno de los hombres que trabajaba en Coloso.
El hombre, Fu, estaba preparándolo todo, fundamentalmente se preparaba él. Había encendido una vela, se había quitado la ropa y estaba untándose el cuerpo desnudo con una sustancia -sería el aceite de ámbar gris, ¿no?- que sacó de un frasquito marrón. A su lado estaba la cocina que Muwaffaq Masoud les había descrito en Hayes. Calentaba una sartén grande que desprendía un leve aroma a carne previamente quemada.
En realidad, estaba tarareando. Para él, aquello era el pan nuestro de cada día. Estaban en sus manos, y manifestar poder y ejecutarlo era lo que quería de la vida.
En el suelo de la furgoneta, la mujer emitió un sonido de dolor desde debajo de la cinta aislante. Fu se volvió al oírlo y, con la luz, Lynley vio que tenía un rostro agradable que le resultaba vagamente familiar; tenía esa típica cara inglesa de nariz muy puntiaguda, barbilla redondeada y mejillas carnosas. Podría haber sido cien mil hombres en la calle, pero la tensión lo había mutado de algún modo; así pues, no era un tipo anodino con un trabajo corriente que se marchaba a casa para reunirse con su esposa y sus hijos todas las noches en una casa adosada de algún lugar, sino que era lo que las circunstancias de la vida le habían llevado a ser: alguien a quien le gustaba matar.
– No te habría elegido, Ulrike -dijo Fu-. Me caes bastante bien. La verdad es que cometí un error al mencionar a mi padre. Pero cuando comenzaste a pedir coartadas -y era bastante evidente que eso era lo que hacías, por cierto-, supe que tenía que decirte algo que te dejara satisfecha. Quedarme en casa solo no habría estado a la altura de las circunstancias, ¿verdad? Eso de estar solo te habría picado la seguridad. -La miró con expresión afable-. Es decir, habrías insistido, quizás incluso se lo habrías contado a la pasma. Y entonces, ¿dónde estaríamos?
Sacó el cuchillo. Lo cogió de una pequeña encimera donde el hornillo de gas calentaba alegremente la sartén y también la furgoneta. Lynley notaba el calor ondulando hacia él.
– Quería que fuera uno de los chicos. Pensé en Mark Connor. Lo conoces, ¿verdad? Ese al que le gusta merodear por la recepción con Jack. Un violador en gestación, en mi opinión. Necesita que lo metan en cintura, Ulrike. Todos lo necesitan. Son unos cabronazos, sí. Necesitan disciplina, y nadie se la da. Hace que te preguntes qué clase de padres tienen. Los padres, ¿sabes?, son esenciales para el desarrollo. ¿Me disculpas un momento?
Se volvió de nuevo hacia el hornillo. Levantó la vela y la acercó a varios puntos de su cuerpo. A Lynley se le ocurrió que estaba presenciando un ritual hierático, y que la intención era que él lo observara, como un fiel en una iglesia.
Quería hablar, pero también tenía la boca tapada con cinta aislante. Puso a prueba las ataduras que le sujetaban las muñecas a un lateral de la furgoneta. Eran inamovibles.
Fu se dio la vuelta de nuevo. Mostraba con naturalidad su desnudez, su cuerpo brillante allí donde lo había untado con aceite. Levantó la vela y vio que Lynley lo miraba. Volvió a coger algo de la encimera.
Lynley pensó que sería la linterna, para aturdirlo una vez más, pero era un frasquito marrón, no el que había utilizado, sino otro que sacó de un pequeño armario y que alzó para asegurarse de que Lynley lo veía.
– Algo nuevo, comisario -dijo-. Después de Ulrike, me pasaré al perejil. El triunfo, ¿sabe? Y habrá motivo para ello. Para el triunfo. Para mí, quiero decir. ¿Para usted? Bueno, imagino que no tiene muchos motivos por los que sentirse eufórico en estos momentos, ¿verdad? Aun así, siente curiosidad, ¿y quién puede culparle? Quiere saber, ¿verdad? Quiere entender. -Se arrodilló junto a Ulrike, pero miró a Lynley-. Adulterio. Hoy en día no la encarcelarían por eso, pero servirá. Le habrá tocado (¿íntimamente, Ulrike?), así que, como los demás, sus manos llevan la mancha del pecado. -Miró a Ulrike-. Supongo que lo lamentas, ¿verdad, cielo? -Le alisó el pelo-. Sí, sí. Lo lamentas. Te liberaré. Te lo prometo. Cuando acabe, tu alma volará hacia el cielo. Me quedaré con algo de ti… Un corte aquí y otro allí, y serás mía… Pero entonces ya no lo notarás. No notarás nada.
Lynley vio que la joven se había echado a llorar. Forcejeó con furia para soltarse, pero el esfuerzo sólo la dejó exhausta. Fu la contempló con placidez, y le alisó el pelo una vez más cuando acabó de moverse.
– Tiene que pasar -le dijo amablemente-. Intenta entenderlo. Y ten presente que me caes bien, Ulrike. De hecho, todos me caían bastante bien. Tienes que sufrir, por supuesto, pero la vida es eso: sufrir con lo que nos dan. Y esto es lo que te han dado a ti. El comisario será testigo. Y luego también pagará por sus propios pecados. Así que no estás sola, Ulrike. Eso puede servirte de consuelo, ¿verdad?
Lynley vio que al hombre le daba placer jugar con ella, un placer físico real. Sin embargo, parecía avergonzado. Sin duda eso provocaría que se sintiera como uno de los «otros», y eso no le gustaría: el indicio de que era un ser humano retorcido como todos los demás psicópatas que había habido antes que él, al excitarse sexualmente con el terror y el dolor ajenos. Cogió los pantalones y se los puso, ocultando su falo.
Pero pareció que el hecho de excitarse lo alteraba. Se puso serio y olvidó la charla amistosa. Afiló el cuchillo. Escupió en la sartén para comprobar si estaba caliente. De un estante, cogió un trozo de cuerda fina -un extremo en cada mano- y tiró de ella con pericia, como para comprobar su resistencia.
– A trabajar, pues -dijo cuando estuvo preparado.
Barbara examinó lo furgoneta desde el extremo más alejado del aparcamiento, a unos sesenta metros de distancia. Intentó pensar en cómo sería el interior. Si había matado y rajado a los chicos dentro del vehículo -algo de lo que estaba convencida-, necesitaría espacio, espacio para poder tumbar a alguien, lo cual significaba la parte trasera de la furgoneta. Era evidente, ¿no? Pero ¿cómo estaban estructurados estos malditos vehículos? ¿Dónde estaban los puntos más vulnerables, y dónde los más seguros? No lo sabía. Y no tenía tiempo de averiguarlo.
Volvió a subir al Bentley y ajustó el asiento, hacia atrás esta vez, tan atrás como se podía. Aquello le dificultaría la conducción, pero no iba muy lejos.
Se abrochó el cinturón.
Aceleró el motor.
– Lo siento, señor -dijo, y metió la marcha para arrancar.
– Ya hemos celebrado el juicio, ¿verdad? -le dijo Fu a Ulrike-. Y veo admisión y arrepentimiento en tus lágrimas. Así que pasaremos directamente al castigo, cielo. Con el castigo viene la purificación, ¿sabes?
Lynley miró mientras Fu retiraba la sartén del hornillo. Vio que sonreía amablemente a la mujer, que forcejeaba. El también forcejeó, pero fue en vano.
– No -les dijo Fu a los dos-. Empeoraréis las cosas. -Y luego se dirigió a Ulrike-. De todos modos, cielo, créeme lo que te digo: me va a doler más a mí que a ti.
Se arrodilló a su lado y dejó la sartén en el suelo.
Le cogió la mano, la desató y la agarró con fuerza. Se quedó pensando un momento y luego la besó.
Y el lateral de la furgoneta explotó.
El airbag saltó. El coche estaba lleno de humo. Barbara tosió y buscó a tientas y desesperadamente la hebilla del cinturón. Logró soltarla y se bajó del coche tambaleándose, con el pecho dolorido y expectorando para despejar los pulmones. Cuando recuperó el aliento, miró el Bentley y vio que lo que ella creía que era humo en realidad era una especie de polvo. ¿Del airbag? Quién sabía. Lo importante era que no había fuego, ni en el Bentley ni en la furgoneta, aunque ninguno de los dos estaba igual que antes.
Había apuntado a la puerta del conductor. Le había dado justo en el centro. Los sesenta y un kilómetros por hora habían funcionado. La velocidad había destrozado la parte delantera del Bentley y mandado la furgoneta a los arbustos. Lo que en ese momento tenía enfrente era la parte trasera del vehículo; su única ventana negra la miraba.
El tenía las armas; ella, la sorpresa. Avanzó para ver qué había causado la sorpresa.
La puerta corrediza estaba en el lado del pasajero. Estaba abierta.
– Policía, Kilfoyle -gritó Barbara-. Estás acabado. Sal.
No hubo ninguna respuesta. Tenía que estar inconsciente.
Se movió con cautela. Miró a su alrededor mientras caminaba. Estaba oscuro como boca de lobo, pero se le estaban acostumbrando los ojos. Los arbustos eran densos, se retorcían hacia el aparcamiento, y Barbara los atravesó para dirigirse a la puerta abierta de la furgoneta.
Vio unas figuras; dos, inexplicablemente, y una vela ardiendo en el suelo. La puso derecha e iluminó el lugar con un resplandor que le permitió encontrarlo. Lynley colgaba sin fuerzas de los brazos y las muñecas, atado como un trozo de carne al lateral de la furgoneta. Ulrike Ellis estaba inmovilizada en el suelo. Se había meado encima. El aire apestaba a orina.
Barbara pasó por encima de ella y llegó a Lynley. Vio que estaba consciente y, con la voz entrecortada, dio gracias a Dios. Le arrancó la cinta aislante que le tapaba la boca.
– ¿Le ha hecho daño? ¿Está herido? ¿Dónde está Kilfoyle, señor? -le preguntó llorando.
– Ocúpate de la mujer, la mujer -le dijo Lynley, y Barbara lo dejó para ir con ella. Vio que junto a Ulrike había una sartén y por un momento pensó que el cabrón la había golpeado con ella y que estaba muerta. Pero cuando se arrodilló y le buscó el pulso, comprobó que era rápido y constante. Le arrancó la cinta de la boca. Le desató la mano izquierda.
– Señor, ¿dónde está? ¿Está aquí? ¿Dónde…?
La furgoneta dio un bandazo.
– ¡Detrás de ti! -gritó Lynley.
Y ahí estaba el cabrón. Otra vez en la furgoneta y avanzando hacia ella. Maldita sea, ¿no tenía algo en la mano? Parecía una linterna, pero no creía que lo fuera porque no estaba encendida, y daba igual porque Kilfoyle estaba abalanzándose sobre ella y…
Barbara cogió lo único que tenía a su alcance. Se puso en pie de un salto justo cuando Robbie arremetía contra ella. El hombre falló y cayó hacia delante.
Ella tuvo más suerte.
Blandió la sartén y le golpeó en la nuca.
Kilfoyle cayó sobre Ulrike, pero no importaba. Barbara volvió a golPearlo por si acaso.