Se detuvo un minuto entero en el umbral de su habitación.
No entró ni se tumbó en la cama, como había pensado hacer. Le volvía a doler la cabeza, en las sienes, en la base de los cuernos. Por el rabillo del ojo sentía palpitar la oscuridad al mismo ritmo que su pulso.
Necesitaba descansar más que nada en el mundo. Quería que se acabara toda aquella locura. Necesitaba la caricia fría de una mano en su frente. Quería que Merrin volviera, quería llorar hundiendo la cara en su regazo y notar sus dedos acariciándole la nuca. Todos sus recuerdos de paz estaban asociados a ella. La brisa de una tarde de julio, tumbados en la hierba junto al río. Un día lluvioso de octubre, bebiendo sidra en el cuarto de estar de ella envueltos en una manta. Su nariz fría junto a la oreja.
Recorrió la habitación con la vista y observó los detritos de su vida acumulados. Vio la funda de su vieja trompeta sobresaliendo un poco desde debajo de la cama, la cogió y la apoyó en el colchón. Dentro estaba el instrumento plateado. Estaba brillante y las llaves suaves, como desgastadas por el uso.
Y en efecto lo estaban. Incluso cuando supo que debido a la debilidad de sus pulmones no podría tocar nunca más, por razones que ya no lograba entender había seguido practicando. Cuando sus padres le mandaban a la cama se ponía a tocar en la oscuridad. Tumbado de espaldas bajo las sábanas, recorría las llaves con los dedos. Tocaba a Miles Davis, a Wynton Marsalis y a Louis Armstrong. Pero la música estaba sólo en su cabeza. Porque aunque colocaba los labios en la boquilla, no se atrevía a soplar, por miedo a invocar la oleada de vértigo y de nieve negra. Todas esas horas practicando sin un propósito útil se le antojaban una absurda pérdida de tiempo.
En un súbito ataque de furia vació el contenido de la funda. Cogió la trompeta y toda su parafernalia -lengüetas, aceite para engrasar las llaves, boquilla de repuesto- y lo lanzó contra la pared. Lo último que cogió fue la sordina, una Tom Crown que parecía un adorno navideño de gran tamaño hecha de cobre bruñido. Hizo ademán de tirarla pero los dedos se negaban a abrirse, no le dejaban lanzarla. Era un objeto bellamente fabricado, pero no era ésa la razón por la que continuaba aferrándola. En realidad no sabía por qué lo hacía.
Lo que se hacía con una Tom Crown era encajarla en la campana de la trompeta para ahogar el sonido. Si se usaba correctamente producía un gemido lascivo e insinuante. Ig la miró con el ceño fruncido. En su cabeza había un pensamiento que no lograba identificar. No se trataba de una idea, todavía no. Más bien una noción confusa, que iba y venía. Algo que tenía que ver con las trompetas, con sus parientes las cornetas, los antepasados de éstas, los cuernos, y con la manera de sacarles el máximo partido.
Dejó la sordina y volvió su atención a la funda de la trompeta. Sacó el acolchado de gomaespuma, metió una muda de ropa y después se puso a buscar su pasaporte. No porque estuviera pensando en salir del país, sino porque quería llevarse todo lo importante, de forma que no tuviera que regresar.
El pasaporte estaba metido entre las páginas de la Biblia en edición de lujo que guardaba en el primer cajón del armario, la versión autorizada del rey Jacobo encuadernada en piel blanca y con la palabra de Dios inscrita en letras doradas. Terry la llamaba «Biblia Neil Diamond». La había ganado de pequeño participando en un juego de preguntas y respuestas en la escuela dominical. Cuando se trataba de preguntas sobre la Biblia, Ig se sabía todas las respuestas.
Sacó el pasaporte del libro sagrado y después se detuvo a mirar una columna de puntos y líneas borrosas escritas en lápiz en las guardas. Era la clave del código Morse. Ig la había copiado al final de la «Biblia Neil Diamond» hacía más de diez años. En una ocasión pensó que Merrin le había mandado un mensaje en Morse, y pasó dos semanas componiendo una respuesta empleando el mismo código. Seguía escrita allí, en una sucesión de círculos y guiones, su plegaria favorita de cuantas contenía el libro.
Metió la Biblia también en la funda de la trompeta. Seguro que contenía algún consejo útil para una situación como la suya, un remedio homeopático para casos de «diablitis» aguda.
Era hora de irse, antes de encontrarse a nadie más, pero al pie de las escaleras notó la boca seca y pastosa y descubrió que le costaba trabajo tragar. Se dirigió a la cocina y bebió del grifo. Cogió agua con las manos y se mojó la cara. Después se agarró a la pila, agachó la cabeza y la sacudió como hacen los perros. Se secó con un paño de cocina y disfrutó de su tacto áspero con la piel sensible y aterida. Finalmente tiró el paño y se volvió. Su hermano estaba de pie detrás de él.