Capítulo 29

Un estruendo penetrante y metálico lo despertó. Se sentó en la oscuridad, que olía a hollín, frotándose los ojos; el fuego llevaba horas apagado. Escudriñó en la oscuridad tratando de ver quién había abierto la escotilla y entonces una llave inglesa le golpeó en la boca tan fuerte que le obligó a ladear la cabeza. Cayó a cuatro patas y se le llenó la boca de sangre. Notaba unos bultos sólidos contra la lengua y al escupir un hilo de sangre viscosa cayeron al suelo tres dientes.

Una mano enfundada en un guante de cuero negro entró en la chimenea, le sujetó por el pelo y le arrastró fuera del horno. Su cabeza chocó con la escotilla de acero y resonó estridente, como un gong. Trató de ponerse en pie con una flexión y una bota con puntera de acero le golpeó en el costado. Los brazos cedieron y dio con la barbilla en el suelo de cemento. Los dientes le entrechocaron como una claqueta: Escena 666, toma uno. ¡Acción!

Su horca. La había apoyado contra la pared justo fuera del horno. Rodó por el suelo y alargó el brazo hacia ella. Sus dedos rozaron el mango y la herramienta cayó al suelo con gran estrépito. Cuando fue a cogerla Lee le aplastó la mano con la bota y escuchó los huesos quebrarse con un crujido, como cuando alguien parte un puñado de higos secos. Volvió la cabeza para mirar a Lee en el mismo momento en que éste le atacaba otra vez, golpeándole justo entre los cuernos. En su cabeza explotó un resplandor blanco, llamas de fósforo refulgente, y el mundo desapareció.


* * *

Abrió los ojos y vio el suelo de la fundición deslizarse debajo de él. Lee le agarraba por el cuello de la camisa y tiraba de él arrastrándole de rodillas por el suelo de cemento. Tenía las manos delante del cuerpo, sujetas por las muñecas con algo que parecía cinta aislante. Trató de ponerse en pie y sólo consiguió patalear débilmente. Un chirrido infernal de langostas lo llenaba todo y tardó unos segundos en comprender que el sonido estaba dentro de su cabeza, porque de noche las langostas guardan silencio.

Cuando se estaba dentro de una fundición era un error pensar en términos de dentro y fuera. No había techo, por tanto el interior era, en realidad, exterior. Pero cruzaron una puerta e Ig tuvo la sensación de que, de alguna manera, habían salido a la noche, aunque seguía notando cemento y polvo bajo las rodillas. No podía levantar la cabeza, pero tenía la impresión de estar en un espacio abierto, de haber dejado los muros atrás. Escuchó el ronroneo del Cadillac de Lee desde algún lugar. Estaban detrás del edificio, pensó, no lejos de la pista Evel Knievel. Movió la lengua pesadamente dentro de la boca, como una anguila nadando en sangre, y con la punta tocó una cuenca vacía donde antes había habido un diente.

Si iba a intentar usar los cuernos contra Lee más le valía empezar ahora, antes de que él hiciera lo que hubiera ido a hacer. Pero cuando abrió la boca para hablar le sacudió una nueva oleada de dolor y tuvo que hacer esfuerzos para no gritar. Tenía la mandíbula rota, hecha añicos probablemente. La sangre le salía a borbotones entre los labios y sólo pudo emitir un gemido sordo de dolor.

Estaban al principio de unas escaleras de cemento y Lee respiraba pesadamente. Se detuvo.

– Joder, Ig -dijo-. Nunca pensé que fueras a pesar tanto. No estoy hecho para este tipo de cosas.

Le dejó caer escaleras abajo. Primero se golpeó en el hombro y después en la cara; fue como si se le rompiera la mandíbula otra vez, y entonces no pudo evitarlo y gritó, profiriendo un ruido ahogado y arenoso. Rodó hasta el final de las escaleras y quedó tumbado boca abajo, con la nariz pegada al suelo.

Una vez en esa posición permaneció completamente inmóvil -no moverse le parecía importante, lo más importante del mundo- esperando a que las negras punzadas de dolor cedieran, al menos un poco. A lo lejos oyó pisadas de botas en los escalones de cemento y después sobre tierra. Oyó abrirse la puerta de un coche y después cerrarse. Las pisadas de botas avanzaban en su dirección y escuchó un pequeño tintineo seguido de un chapoteo, sin conseguir identificar ninguno de los dos sonidos.

– Sabía que te encontraría aquí -dijo Lee-. No podías mantenerte alejado, ¿eh?

Hizo un esfuerzo por levantar la cabeza y mirar hacia arriba. Lee estaba de cuclillas junto a él. Llevaba unos vaqueros oscuros y una camisa blanca con las mangas enrolladas, dejando ver sus antebrazos delgados y fuertes. Tenía el semblante sereno, casi alegre. Con una mano y gesto ausente jugueteaba con la cruz que reposaba en los rizos rubios del pelo de su pecho.

– He sabido que te encontraría aquí desde que Glenna me llamó hace un par de horas. -Por un momento se asomó una sonrisa a las comisuras de sus labios-. Cuando llegó a su apartamento se lo encontró patas arriba, con el televisor roto y todo por los suelos. Me llamó inmediatamente. Estaba llorando, Ig. Se siente fatal. Tiene la impresión de que de alguna manera te enteraste de nuestro…, ¿cómo llamarlo?…, nuestro encuentro secreto en el aparcamiento, y de que ahora la odias. Tiene miedo de que hagas alguna locura. Yo le dije que me preocupaba más lo que pudieras hacerle a ella que a ti mismo y que debería pasar la noche en mi casa. ¿Quieres creer que me dijo que no? Me dijo que no tenía miedo de ti y que necesitaba hablar contigo antes de que ella y yo pasáramos a mayores. ¡La pobre! Es una buena chica, ¿sabes?

Siempre ansiosa por agradar a todo el mundo, muy insegura y bastante putón. Es lo segundo más parecido a un ser humano de usar y tirar que he visto en mi vida. El primero eres tú.

Ig se olvidó de su mandíbula destrozada e intentó decirle a Lee que se mantuviera alejado de Glenna. Pero cuando abrió la boca, todo lo que salió de ella fue otro grito. El dolor le irradiaba desde la mandíbula acompañado de una sensación de oscuridad que se concentraba en los límites de su campo visual y después le envolvía por completo. Exhaló, expulsando sangre por la nariz, e intentó sobreponerse, espantando la oscuridad con un esfuerzo de voluntad sobrehumano.

– Eric no se acuerda de lo que pasó en casa de Glenna esta mañana -dijo Lee con una voz tan tenue que a Ig le costó trabajo oírle-. ¿Y eso por qué, Ig? No se acuerda de nada excepto de que le tiraste una cacerola de agua hirviendo a la cara y casi se desmaya. Pero en el apartamento algo pasó. ¿Una pelea? Algo, desde luego. Me habría traído a Eric conmigo esta noche -estoy convencido de que le gustaría verte muerto- pero tal y como tiene la cara… Se la has quemado a base de bien. Un poco más y habría tenido que ir a un hospital e inventarse algún cuento para explicar cómo se había quemado. De todas maneras, no debería haber ido al apartamento de Glenna. A veces pienso que ese tío no tiene ningún respeto por la ley. -Rió-. Quizá sea mejor así, quiero decir, que no haya venido. Este tipo de cosas se hacen mejor sin testigos.

Tenía las muñecas apoyadas en las rodillas y la llave inglesa colgaba de su mano izquierda, cinco kilos de hierro enmohecido.

– Casi puedo entender que Eric no se acuerde de lo que pasó en casa de Glenna. Un cacerolazo en la cabeza puede provocar amnesia. Pero no consigo explicarme lo que pasó cuando fuiste ayer a la oficina del congresista. Tres personas te vieron llegar. Chet, nuestro recepcionista; Cameron, encargado de la máquina de rayos X, y Eric. Cinco minutos después de que te marcharas ninguno de ellos recordaba que habías estado allí, hasta que les enseñé el vídeo. Sólo yo. Ni siquiera Eric se lo creía hasta que no le enseñé la grabación. Hay imágenes en las que los dos aparecéis hablando, pero no supo decirme de qué. Y hay otra cosa. El vídeo…, algo raro le pasa. Es como si la cinta estuviera defectuosa… -Se calló y permaneció en silencio unos segundos, pensativo-. La imagen está distorsionada, pero sólo a tu alrededor. ¿Qué le hiciste a la cinta? ¿Y a ellos? ¿Y por qué a mí no afecta? Eso es lo que me gustaría saber.

Como Ig no respondió, levantó la llave y le pinchó con ella en el hombro.

– ¿Me estás escuchando, Ig?

Ig había escuchado todo lo que le había dicho Lee, se había estado preparando mientras éste hablaba, reuniendo las fuerzas que le quedaban para salir corriendo. Había recogido las rodillas debajo del cuerpo, había recuperado el aliento y esperaba el momento adecuado, que ya había llegado. Se levantó empujando la llave a un lado y se lanzó contra Lee, golpeándole en el pecho con un hombro y haciéndole caer de espaldas. Levantó las manos y rodeó con ellas la garganta de Lee… y en el preciso instante en que tocó su piel gritó de nuevo. Entró por un instante en la cabeza de Lee y fue como estar a punto de ahogarse en el río Knowles otra vez. Se hundía en un torrente negro que lo arrastraba a un lugar frío y tenebroso y le obligaba a seguir moviéndose. Ese único momento de contacto le bastó para saber todo aquello que no había querido saber, que quería haber olvidado, desaprendido.

Lee seguía teniendo la llave y la usó para golpear a Ig en el estómago, lo que le causó un violento ataque de tos. Trastabilleó, pero justo cuando iba a caer de lado, sus dedos se aferraron a la cruz de oro, que colgaba con una cadena del cuello de Lee y que se rompió sin hacer ruido. La cruz salió volando y se perdió en la oscuridad.

Lee salió de debajo de él y logró ponerse de pie. Ig estaba a cuatro patas luchando por respirar.

– Intenta estrangularme, saco de mierda -dijo Lee y le dio una patada en un costado. Una costilla crujió e Ig se estrelló de cara contra el suelo con un aullido de dolor.

Lee le dio una segunda patada y una tercera. Esta última le dio en la parte baja de la espalda y le causó un espasmo de dolor que le irradió a los riñones y los intestinos. Algo le mojó la nuca. Saliva. Luego Lee se detuvo unos segundos y ambos aprovecharon para recuperar el resuello.

Por fin Lee dijo:

– ¿Qué coño es eso que te ha salido en la cabeza? -parecía verdaderamente sorprendido-. Joder, ¿son cuernos?

Ig temblaba por el dolor que sentía en la espalda, el costado, la cara, la mano. Arañó el suelo con la mano izquierda, excavando surcos en la tierra negra, aferrándose a un atisbo de lucidez, luchando por no perder el sentido. ¿Qué acababa de decir Lee? Algo sobre los cuernos.

– Eso era lo que salía en el vídeo -dijo Lee-. Cuernos. Me cago en la puta. Y yo pensando que la cinta estaba defectuosa. Pero el problema eras tú. El caso es que ayer me pareció verlos cuando te miraba con mi ojo malo. Sólo veo sombras con él pero cuando te miré, pensé: Joder… -Se llevó dos dedos a la garganta desnuda-. Mira tú.

Cuando Ig cerró los ojos vio una sordina dorada Tom Crown insertada en una trompeta para amortiguar el sonido. Por fin había encontrado una sordina para los cuernos. La cruz de Merrin había interceptado su señal, había trazado un círculo protector alrededor de Lee que los cuernos no podían traspasar. Sin ella Lee era por fin vulnerable a los cuernos. Claro que ya era demasiado tarde.

– Mi cruz -dijo Lee todavía con la mano en el cuello-. La cruz de Merrin. La has roto cuando tratabas de estrangularme. Eso ha sido innecesario, Ig. ¿Es que crees que disfruto haciendo esto? Pues no. La persona a la que me gustaría hacerle esto es una chica de catorce años que vive en la casa contigua a la mía. Le gusta tomar el sol en su jardín trasero y a veces la miro desde la ventana de mi dormitorio. Parece una guinda, con su biquini de la bandera estadounidense. Pienso en ella de la misma manera en que pensaba en Merrin. Pero no voy a hacerle nada, sería demasiado arriesgado. Somos vecinos y sospecharían de mí. Donde tengas la olla no metas la polla. A no ser que… ¿Crees que tengo alguna posibilidad de hacerlo sin que sospechen de mí? ¿Tú qué opinas, Ig? ¿Crees que debería ir a por ella?

A pesar del dolor taladrante que le irradiaban su costilla rota, la mandíbula hinchada y la mano destrozada, percibió que algo había cambiado en la voz de Lee. Que ahora parecía hablar para sí mismo, como en una ensoñación. Los cuernos estaban empezando a hacer su efecto en él, como lo habían hecho con todas las demás personas.

Sacudió la cabeza y profirió a duras penas un sonido que expresaba negación. Lee pareció decepcionado.

– No es una buena idea, ¿verdad? Te diré algo, sin embargo. Estuve a punto de venir aquí con Glenna hace un par de noches. No sabes las ganas que tenía. Cuando salimos juntos de la Station House Tavern estaba borracha como una cuba y dispuesta a que la llevara a casa en mi coche, así que pensé que en lugar de ello podría traérmela aquí y follarme sus tetas gordas, después abrirle la cabeza a golpes y dejarla tirada. Te lo habrían atribuido a ti también. Ig Perrish actúa de nuevo, asesina a otra de sus novias. Pero entonces va Glenna y me hace una mamada en el aparcamiento, delante de tres o cuatro tíos, y ya no pude seguir con el plan. Demasiados testigos nos habían visto juntos. En fin, otra vez será. Lo bueno de las chicas como Glenna, chicas con antecedentes y tatuajes, chicas que beben y fuman demasiado, es que desaparecen continuamente y seis meses más tarde nadie se acuerda ni siquiera de su nombre. Y esta noche…, esta noche por fin te tengo a ti, Ig.

Se inclinó y, agarrándole de los cuernos, le arrastró entre los matojos. Ig no tenía fuerzas ni para patalear. La sangre le manaba de la boca y la mano derecha le latía como un corazón.

Lee abrió la puerta delantera del Gremlin y, cogiéndole por las axilas, le metió dentro. Ig cayó de bruces sobre los asientos y las piernas le quedaron colgando en el aire. El esfuerzo de meterle en el coche hizo que Lee se tambaleara -también él estaba cansado, Ig podía notarlo- y estuvo a punto de caer también dentro del coche. Apoyó una mano en la espalda de Ig para recuperar el equilibrio mientras le mantenía sujeto apoyando una rodilla en su trasero.

– Eh, Ig, ¿te acuerdas del día en que nos conocimos? Aquí, en la pista Evel Knievel. Si te hubieras ahogado entonces, yo me habría tirado a Merrin cuando todavía era virgen y seguramente no habría pasado nada de todo esto. Aunque no estoy seguro. Incluso entonces era una perra frígida. Hay algo que quiero que sepas, Ig. Todos estos años me he sentido culpable. Bueno, culpable exactamente no. Porque no sé cuántas veces te lo dije y tú nunca me creías. Saliste del agua tú solo, yo ni siquiera te golpeé en la espalda para ayudarte a respirar. En realidad te di una patada por accidente, cuando trataba de escapar. Había una serpiente gigantesca justo a tu lado. Odio las serpientes, les tengo fobia. Oye, igual fue la serpiente la que te sacó del agua. Desde luego era lo suficientemente grande, como una puta manguera de incendios. -Le dio una palmadita con una mano enguantada en la cabeza-. Bueno, ya está. Por fin lo sabes todo. Ya me siento mejor, así que lo que dicen debe de ser cierto. Eso de que la confesión es buena para el alma.

Se levantó, agarró a Ig por los tobillos y le empujó las piernas hasta meterlas dentro del coche. Una parte de Ig, la que estaba más cansada, se alegraba de estar a punto de morir allí precisamente. Casi todos los momentos felices de su vida los había pasado dentro del Gremlin. En él había hecho el amor con Merrin, habían tenido sus mejores conversaciones, le había cogido la mano mientras daban largos paseos por la noche, los dos sin hablar, disfrutando del silencio compartido. La sentía ahora cerca, tenía la impresión de que, si levantaba la cabeza, la vería en el asiento del pasajero alargando una mano para acariciarle la cabeza.

Escuchó movimiento a sus espaldas y después esa mezcla de tintineo y chapoteo que por fin consiguió identificar. Era el sonido de un líquido llenando una lata metálica. Acababa de conseguir incorporarse sobre los codos cuando sintió que algo le salpicaba la espalda, mojándole la camisa. Un olor penetrante a gasolina inundó el interior del coche haciéndole lagrimear.

Se dio la vuelta y luchó por incorporarse. Lee terminó de rociarle, agitó la lata para vaciar del todo su contenido y la tiró a un lado. Los fuertes vapores hicieron parpadear a Ig y el aire a su alrededor se impregnó de olor a gasolina. Lee sacó una cajita del bolsillo. Al salir de la fundición había cogido las cerillas Lucifer de Ig.

– Siempre he querido hacer esto -dijo mientras encendía la cerilla y la tiraba por la ventanilla abierta.

El fósforo encendido rebotó en la frente de Ig y cayó. Éste tenía las manos atadas con cinta aislante por las muñecas, pero delante del cuerpo, así que pudo atrapar la cerilla mientras caía. Fue un acto reflejo, lo hizo sin pensar. Por un solo instante -sólo uno- tuvo en las manos una llama brillante y dorada.

Después su cuerpo se tiñó de rojo, convertido en una antorcha humana. Gritó pero no oyó su voz, porque fue entonces cuando el interior del coche prendió, con un fluosss que pareció succionar todo el oxígeno del aire. Vio a Lee de refilón tambaleándose detrás del coche cuando las llamas iluminaron su cara de asombro. Aunque se había preparado para ello le pilló desprevenido. El Gremlin se había convertido en una gran torre de fuego.

Ig trató de abrir la puerta y salir, pero Lee se adelantó y la cerró de una patada. El plástico del salpicadero se ennegreció y el parabrisas empezó a derretirse. A través de él veía la noche, la caída de la pista Evel Knievel, al final de la cual, en algún lugar, estaba el río. Tanteó a ciegas entre las llamas hasta encontrar la palanca de cambios y la puso en punto muerto. Con la otra mano quitó el freno de mano. Al retirar la mano de la palanca se desprendieron con ella trozos pegajosos de plástico fundidos con piel.

Miró de nuevo por la ventanilla abierta del lado del conductor y vio a Lee apartándose del coche. El infierno sobre ruedas alumbró su rostro pálido y perplejo. Después vio cómo lo dejaba a sus espaldas y también dejaba atrás árboles a gran velocidad conforme el Gremlin se precipitaba colina abajo. No necesitaba los faros para ver lo que tenía delante, el interior del coche emanaba una luz suave y dorada, era un carro de fuego que proyectaba un resplandor rojizo en la oscuridad y, sin saber por qué, le vino a la cabeza el verso del himno góspel: «Dulce carro, guíame a casa».

Las copas de los árboles se cerraron sobre el coche y los arbustos lo zarandearon. Ig no había regresado a la pista desde aquel día en el carro de supermercado, hacía más de diez años, y nunca la había bajado de noche ni en un coche, quemándose vivo. Pero a pesar de todo conocía el camino, la sensación de estar descendiendo le decía que estaba en la pista. La pendiente se volvió más y más inclinada conforme bajaba hasta que pareció que el coche se había precipitado desde lo alto de un acantilado. Los neumáticos traseros se despegaron del suelo y después bajaron otra vez de golpe con gran estruendo. La ventanilla del asiento del pasajero explotó por efecto del calor y las hojas de los árboles zumbaban al paso del coche. Ig sujetaba el volante, aunque no recordaba en qué momento lo había cogido. Notaba cómo se reblandecía al tacto, derritiéndose como uno de los relojes de Dalí, plegándose sobre sí mismo. La rueda delantera del lado del conductor chocó con algo y notó cómo intentaba librarse del obstáculo haciendo escorarse el coche a la derecha. Pero maniobró con el volante y logró mantenerla dentro de la pista. No podía respirar. Todo era fuego.

El Gremlin rebotó en la pequeña pendiente de tierra al final de la pista y salió catapultado hacia el cielo por encima del agua, igual que un cometa, dejando una estela de humo, como un cohete. El impulso separó las llamas frente a Ig, como si unas manos invisibles hubieran descorrido un telón rojo. Vio un torrente de agua que avanzaba hacia él, como una carretera asfaltada en mármol negro brillante. El Gremlin cayó con una gran sacudida que hizo estallar el parabrisas delantero y después todo fue agua.

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