Capítulo 24

Evitó coger la autopista en el viaje de vuelta. ¿De vuelta adonde? No lo sabía. Condujo automáticamente, sin una idea consciente de hacia dónde se dirigía. No estaba seguro de lo que acababa de ocurrirle. Mejor dicho, sabía lo que le había ocurrido pero no lo que significaba. No se trataba de algo que hubiera dicho o hecho Lee; era más bien lo que no había dicho, lo que no había hecho. Los cuernos no le habían afectado. De todas las personas con las que había tenido contacto aquel día, Lee era el único que le había dicho a Ig lo que quería decirle. Su confesión había sido una decisión voluntaria, no un impulso irresistible.

Quería abandonar la carretera lo antes posible. Se preguntaba si Lee llamaría a la policía y si les diría que se había presentado en su trabajo trastornado y que le había atacado con una navaja. No, en realidad no creía que lo hiciera. Si podía evitarlo, Lee no metería a la policía en esto. De todas maneras tuvo cuidado de no rebasar el límite de velocidad y estuvo pendiente del espejo retrovisor, en busca de coches de policía.

Le habría gustado estar tranquilo, sentir que dominaba la situación y organizar su huida con la misma sangre fría que el doctor Dre -un tipo duro con nervios de acero-, pero estaba nervioso y le faltaba el aliento. Había llegado al límite del agotamiento emocional. Sus circuitos básicos estaban a punto de colapsarse. No podía seguir de aquella manera. Necesitaba hacerse con el control de lo que le estaba ocurriendo. Necesitaba una puta sierra, una sierra dentada y afilada con la que cortarse aquellos ridículos cuernos.

Ráfagas de sol golpeaban la ventanilla en una repetición hipnótica que le tranquilizaba. Sus pensamientos latían de la misma manera en su cabeza. La navaja multiusos abierta en el suelo, Vera colina abajo en su silla de ruedas, Merrin enviándole destellos con la cruz diez años atrás en la iglesia, su silueta astada en el monitor de seguridad de la oficina del congresista, la cruz dorada brillando en la luz de verano en el cuello de Lee. Y entonces dio un respingo y sus rodillas chocaron con el volante. Se le había ocurrido una idea peculiar y desagradable, una idea imposible: que Lee llevaba la cruz de Merrin, que se la había cogido al cadáver, a modo de trofeo. Claro que Merrin no la llevaba puesta la última noche que pasaron juntos. Pero era su cruz. Era una cruz normal, sin marca alguna que demostrara a quién había pertenecido, y sin embargo estaba seguro de que era la cruz que Merrin llevaba puesta el día que la vio por primera vez.

Se retorció la perilla inquieto, preguntándose si podía ser todo tan fácil, si la cruz de Merrin había desactivado -neutralizado de alguna manera- los cuernos. Las cruces servían para mantener alejados a los vampiros, ¿no? No, eso eran chorradas sin ningún sentido. Aquella mañana había entrado en la casa del Señor y tanto el padre Mould como la hermana Bennett se habían puesto automáticamente a contarle secretos y a pedirle permiso para pecar.

Pero el padre Mould y la hermana Bennett no estaban dentro de la iglesia, sino debajo de ella. El sótano no era un lugar sagrado, sino un gimnasio. ¿Acaso llevaban cruces o alguna vestimenta que les identificara como personas de fe? Recordó la cruz del padre Mould colgando del extremo de la barra de diez kilos apoyada en el banco y la garganta desnuda de la hermana Bennett. ¿Qué me dices de eso, Perrish? No dijo nada y se limitó a conducir.

Dejó atrás un Dunkin' Donuts cerrado a su izquierda y se dio cuenta de que estaba cerca del bosque, no lejos de la carretera que llevaba a la vieja fundición. Estaba a menos de un kilómetro del lugar donde había sido asesinada Merrin, el sitio exacto donde la noche anterior había ido a maldecir, despotricar, mearse encima y después perder el sentido. Era como si todo lo ocurrido en aquel día no fuera más que un gran círculo que terminara por conducirle, inevitablemente, al punto de partida.

Aflojó la marcha y tomó el desvío. El Gremlin traqueteó por el sendero de grava de una sola dirección flanqueado por árboles. A unos quince metros de la autopista, el camino estaba bloqueado por una cadena de la que colgaba un agujereado letrero de «No pasar». Lo rodeó y después se incorporó de nuevo al camino de baches.

Pronto divisó la fundición entre los árboles. Estaba en un claro, en lo alto de una colina, y por tanto debería darle el sol, pero parecía estar en sombra. Tal vez hubiera una nube tapando el sol, pero cuando escudriñó hacia arriba por el parabrisas comprobó que el cielo de la tarde estaba totalmente despejado.

Condujo hasta el límite del prado, rodeando los restos de la fundición, y después detuvo el coche y salió, dejando el motor en marcha.

Cuando Ig era un niño la fundición siempre le había parecido un castillo en ruinas salido de un cuento de los hermanos Grimm, un lugar en el corazón del bosque adonde un príncipe malvado atraería con malas artes a un inocente para matarle, que era exactamente lo que había ocurrido en ese sitio. Fue una sorpresa descubrir, ya siendo adulto, que no estaba en el corazón del bosque, sino tal vez a unos treinta metros de la carretera. Echó a andar hacia el sitio donde habían encontrado el cuerpo de Merrin y donde sus amigos y familiares celebraron el funeral. Conocía el camino, lo había recorrido más de una vez desde su muerte. Varias serpientes le siguieron, pero fingió no reparar en ellas.

El cerezo negro estaba donde lo había dejado la noche anterior. Había arrancado las fotografías de Merrin que colgaban de las ramas y ahora yacían desperdigadas entre hierbas y matojos. La corteza pálida y cubierta de escamas dejaba ver la madera rojiza y medio podrida del tronco. Ig se abrió la bragueta y orinó sobre los matojos, sobre sus propios pies y en la cara de la figurilla de plástico de la virgen María que alguien había encajado en el hueco que formaban dos espesas raíces. Detestaba a aquella virgen con su sonrisa idiota, símbolo de una historia que no significaba nada, servidora de un Dios que no hacía bien a nadie. No tenía ninguna duda de que Merrin había invocado la ayuda de Dios mientras la violaban y mataban, si no de viva voz al menos con el corazón. La respuesta de Dios había sido que, debido a la sobrecarga de las líneas, tendría que permanecer en espera hasta morir.

Miró ahora a la figura de la virgen, después apartó la vista y la miró de nuevo. La santa madre tenía aspecto de haber sido pasto de las llamas. La mitad de su sonrisa beatífica parecía cubierta de costras negras, como una chuchería, una nube, que se hubiera tostado demasiado tiempo en un fuego de campamento. La otra mitad de la cara se había derretido como cera y esbozaba una mueca deforme. Al mirarla, Ig sintió un mareo pasajero, se tambaleó, después de pisar algo redondo y suave que rodó bajo su zapato, y…

… por un momento era de noche y las estrellas giraban sobre su cabeza y él miraba hacia arriba por entre las ramas, apartando las hojas con suavidad y diciendo: «Te veo arriba». ¿Con quién hablaba? ¿Con Dios? Meciéndose sobre los talones en la cálida noche de verano antes de…

… se cayó de culo, estampándose el trasero contra el suelo. Se miró a los pies y vio que había tropezado con una botella de vino, la misma que había llevado allí la noche anterior. Se agachó para cogerla, la agitó y comprobó que todavía quedaba vino. Se levantó y volvió la cabeza, con gesto desconfiado, hacia las ramas del cerezo negro. Se pasó la lengua por la cavidad pastosa y de sabor acre de la boca y después se giró y echó a andar en dirección al coche.

Por el caminó pisó una o dos serpientes, pero continuó ignorándolas. Le quitó el tapón a la botella de vino y dio un trago.

Estaba caliente después de pasar todo el día al sol, pero no le importó. Le sabía al coño de Merrin, una mezcla de aceites y cobre. También sabía a hierba, como si de alguna manera hubiera absorbido la fragancia del verano después de pasar la noche bajo un árbol.

Condujo hasta la fundición traqueteando suavemente por el prado de hierba crecida. Cuando se acercaba al edificio lo recorrió con la vista en busca de señales de vida. Cuando Ig era un niño, un día de verano, en una calurosa tarde de agosto como ésta, la mitad de los niños y niñas de Gideon estarían allí en busca de algo: un cigarrillo fumado a escondidas, un beso robado, un magreo o el dulce sabor de la mortalidad bajando por la pista Evel Knievel. Pero ahora el lugar estaba vacío y aislado bajo la última luz del día. Tal vez desde que mataron allí a Merrin a los chicos había dejado de gustarles aquel lugar. Tal vez pensaban que estaba encantado. Y quizá lo estuviera.

Condujo hasta la parte trasera del edificio y aparcó el coche junto a la pista Evel Knievel, a la sombra de un roble, de cuyas ramas pendían una falda azul de volantes, un calcetín negro y largo y el abrigo de alguien, como si el fruto del árbol fuera ropa mojada de rocío. Delante del coche estaban las cañerías viejas y oxidadas que conducían hasta el agua. Cerró el coche y salió a dar una vuelta.

Llevaba años sin entrar en la fundición, pero seguía en gran medida como la recordaba. Abierta al cielo, con arcos y columnas de ladrillo elevándose hacia la luz rojiza de la tarde. Treinta años de grafitis superpuestos cubrían las paredes. Los mensajes individuales eran en su mayor parte incoherentes, pero tal vez los mensajes tomados por separado carecieran de importancia. Ig tuvo la impresión de que, en el fondo, todos decían los mismo: «Soy». «Fui». «Quiero ser».

Parte de una pared se había derrumbado y tuvo que pasar entre un montón de ladrillos, dejando atrás una carretilla llena de herramientas viejas. Al final de la habitación de mayor tamaño estaba el horno de fundir. La portezuela de hierro de la estufa estaba entreabierta, dejando espacio suficiente para que pasara una persona.

Ig se asomó y miró. Había un colchón y una colección de velas rojas casi consumidas. Una manta sucia llena de manchas que en otros tiempos había sido azul yacía arrugada junto a uno de los lados del colchón y más allá un círculo de luz cobriza dejaba ver los restos calcinados de una hoguera, justo debajo del horno. Cogió la manta y la olió. Apestaba a orina y a humo, y la dejó caer.

De vuelta hacia el coche para coger la botella y el teléfono móvil, no le quedó más remedio que admitir que las serpientes le seguían. Podía oírlo, el siseo que hacían sus cuerpos desplazándose sobre la hierba seca. En total había casi una docena. Agarró un pequeño bloque de cemento que había en el suelo y se lo tiró. Una de las serpientes se apartó sin esfuerzo y ninguna resultó golpeada. Se quedaron quietas mirándole bajo las últimas luces del día.

Trató de no mirar a las serpientes y sí al coche. Entonces una serpiente ratonera de unos setenta centímetros cayó desde lo alto del roble y aterrizó sobre el capó del Gremlin con un golpe metálico. Ig retrocedió gritando y después se lanzó hacia ella y la agarró para hacerla bajar.

Creía que la tenía sujeta por la cabeza, pero en lugar de ello la había cogido demasiado abajo, hacia la mitad del tronco, y el animal se retorció sobre sí mismo y le clavó los dientes en la mano. Fue como si le pusieran una grapa en la yema del dedo pulgar. Gruñó y agitó la mano lanzando la serpiente hacia los arbustos. Después se llevó el dedo a la boca y chupó la sangre. No le preocupaba el veneno: no había serpientes venenosas en New Hampshire. Bueno, eso no era del todo exacto. A Dale Williams le gustaba llevar a Ig y a Merrin de acampada a las White Mountains y les había aconsejado estar atentos a posibles serpientes de cascabel. Pero siempre lo hacía en tono alegre, mostrando sus regordetas mejillas de color rojo intenso, e Ig nunca había oído a nadie más hablar de serpientes de cascabel en New Hampshire.

Se volvió para contemplar su séquito de reptiles. En ese momento ya había al menos veinte.

– ¡A tomar por culo de aquí! -les gritó.

Las serpientes se quedaron inmóviles, mirándole entre la hierba con ojos ávidos, rasgados y dorados, y a continuación empezaron a desperdigarse, deslizándose entre los matojos. Le pareció ver una mirada de decepción en los ojos de algunas mientras se alejaban.

Caminó hacia la fundición y trepó por una puerta situada a varios centímetros del suelo. Una vez dentro se volvió para echar un último vistazo al crepúsculo. Había una serpiente que había desobedecido sus órdenes y le había seguido de vuelta a las ruinas. Era una serpiente jarretera de suaves colores que reptaba en círculos inquieta bajo la ventana, con la mirada hambrienta de una groupie bajo el balcón de su ídolo del rock, loca por ser vista y reconocida.

– ¡Vete a hibernar a alguna parte!

Tal vez fueron imaginaciones suyas, pero la serpiente pareció aumentar la velocidad con la que trazaba círculos hasta entrar en éxtasis. Le hizo pensar en el esperma subiendo por el canal del parto en un frenesí erótico desatado, una asociación que le desconcertó. Se dio la vuelta y se alejó de allí tan rápido como fue capaz sin echar a correr.


* * *

Se sentó en el horno con la botella. A cada trago de vino que daba, la oscuridad que le rodeaba se abría y expandía, creciendo en tamaño. Cuando se hubo bebido todo el merlot y ya no tenía sentido seguir chupando la botella, se chupó el dolorido pulgar.

No consideró la posibilidad de dormir en el Gremlin, conservaba malos recuerdos de la última vez que lo había hecho y, de todas maneras, no quería despertarse con una manta de serpientes encima.

Pensó en tratar de encender las velas, pero no estaba seguro de si merecía la pena ir hasta el coche para coger el mechero. No le apetecía caminar a oscuras entre un montón de serpientes y estaba seguro de que seguían allí fuera.

Se le ocurrió que tal vez habría un mechero o una caja de cerillas por alguna parte y se metió la mano en el bolsillo para coger el teléfono móvil, pensando que su luz le ayudaría a buscar. Pero al hacerlo se encontró algo en el bolsillo además de su teléfono, una delgada caja de cartulina que parecía…, aunque no podía ser, de hecho era…

Una caja de cerillas. La sacó del bolsillo y se quedó mirándola mientras un escalofrío le recorría la espalda, no sólo porque no fumaba y no sabía de dónde había salido aquella caja.

En la tapa estaba escrito «Cerillas Lucifer» en letras negras góticas y había una silueta de un diablo negro dando un salto con la cabeza inclinada hacia detrás, una perilla rizada en la barbilla y cuernos puntiagudos.

Y entonces estaba allí otra vez, tentadoramente cerca, todo lo ocurrido la noche anterior, lo que había hecho, pero cuando estaba a punto de recordarlo se le escapó de nuevo. Era algo tan escurridizo, tan difícil de aferrar como una serpiente entre la hierba.

Abrió la pequeña caja de cerillas Lucifer. Unas pocas docenas de fósforos con cabezas negras violáceas de aspecto malvado. Cerillas gruesas, de las que se usan en la cocina. Olían a huevos que empiezan a pudrirse y pensó que eran viejas, tan viejas de hecho que sería un milagro si lograba prender una. Arrastró una por la tira de lija y prendió inmediatamente con un siseo.

Empezó a encender velas. Había seis en total, dispuestas en una especie de semicírculo. Al momento empezaron a proyectar una luz rojiza en los ladrillos y vio su propia sombra creciendo y menguando contra el techo abovedado. Cuando bajó la vista comprobó que la cerilla se le había extinguido entre los dedos. Se frotó el pulgar y el índice y vio desintegrarse los restos del palillo. El pulgar ya no le dolía allí donde la serpiente le había mordido. En la penumbra casi ni distinguía la herida.

Se preguntó qué hora sería. No tenía reloj, pero sí un móvil, así que lo encendió y comprobó que eran casi las nueve. Tenía poca batería y cinco mensajes. Se llevó el teléfono a la oreja y los escuchó.

El primero: «Ig, soy Terry. Vera está en el hospital. Se le soltó el freno de la silla de ruedas, rodó colina abajo y se estampó contra la cerca. Tiene suerte de estar viva. Tiene la cara hecha una mierda y se ha roto dos costillas. La han metido en la UCI y es demasiado temprano para emborracharse. Llámame». Un clic y fin de la conversación. Ni una sola mención a su encuentro aquella mañana en la cocina, pero eso no le sorprendió. Para Terry era como si no hubiera ocurrido.

El segundo: «Ig, soy tu madre. Ya sé que Terry te ha contado lo de Vera. La mantienen inconsciente y con un goteo de morfina, pero al menos está estable. He hablado con Glenna. No estaba segura de dónde estabas. Llámame. Ya sé que hemos hablado antes, pero tengo la cabeza hecha un lío y no me acuerdo de cuándo ni de qué hablamos. Te quiero».

Ig se rió al escuchar aquello. ¡Las cosas que decía la gente y el poco esfuerzo que les costaba mentir, a los demás y a ellos mismos!

El tercer mensaje: «Hola, hijo, soy tu padre. Supongo que ya te has enterado de que la abuela Vera ha rodado por la colina como un camión sin frenos. Me fui a echar la siesta y cuando me desperté había una ambulancia a la entrada de casa. Deberías hablar con tu madre, está muy disgustada. -Tras una pausa su padre añadió-: «He tenido un sueño de lo más raro en el que salías tú».

El siguiente era de Glenna: «Tu abuela está en urgencias. Se le descontroló la silla de ruedas y chocó contra una valla en tu casa. No sé dónde estás ni lo que estás haciendo. Tu hermano ha pasado por aquí a buscarte. Si escuchas este mensaje ponte en contacto con tu familia. Deberías ir al hospital. -Eructó suavemente-. Perdón. Esta mañana me comí uno de esos donuts del supermercado y me parece que estaban malos. Si es que un donut de supermercado puede caducar. Me lleva doliendo el estómago todo el día. -Se detuvo de nuevo y después añadió-: Te acompañaría al hospital pero no conozco a tu abuela y apenas a tus padres. Hoy estaba pensando precisamente en que es raro que no les conozca. O no. Tal vez no es nada raro. Eres el tío más encantador del mundo, Ig. Siempre lo he pensado. Pero en el fondo creo que siempre te ha avergonzado estar conmigo, después de todos los años que pasaste con ella. Porque ella era sana, buena y nunca metía la pata y en cambio yo no hago más que meter la pata y estoy llena de vicios. Así que no te culpo por avergonzarte de mí. Por si te sirve de algo yo tampoco tengo una gran opinión de mí misma. Pero estoy preocupada por ti, tío. Cuida de tu abuela.

Y cuídate tú también».

Este mensaje le pilló desprevenido, o tal vez fue su reacción al mismo lo que le cogió por sorpresa. Había estado preparado para despreciarla, para odiarla, pero no para acordarse de por qué le gustaba. Glenna había sido de lo más generosa con su apartamento y su cuerpo y no le había echado en cara su autocompasión ni su obsesión enfermiza con su novia muerta. Y era cierto. Ig había estado con ella porque le hacía sentirse ligeramente superior. Glenna era lo que se dice un desastre. Tenía un tatuaje de un conejito de Playboy que no recordaba haberse hecho -estaba demasiado borracha- y contaba historias de peleas en conciertos y de cómo la policía la había rociado con gas lacrimógeno. Había pasado por media docena de relaciones fallidas, todas ellas malas. Un hombre casado, un traficante de hachís que la maltrataba, un tío que se dedicaba a sacarle fotos y a enseñárselas a su amigos.

Y Lee, claro.

Pensó en lo que le había confesado sobre Lee aquella mañana. Lee había sido el primer chico que le gustó, que había robado para ella. No imaginaba que pudiera sentirse sexualmente posesivo respecto a Glenna -nunca había pensado que la relación entre los dos fuera a ninguna parte ni que fuera en forma alguna exclusiva; eran compañeros de piso que follaban y no una pareja con futuro- pero la imagen de Glenna de rodillas delante de Lee y éste metiéndole la polla en la boca le inspiraba un asco que rayaba en el horror moral. La idea de Lee Tourneau acerca de Glenna le ponía enfermo y le asustaba, pero no tenía tiempo de pensar en ello. Terry le hablaba de nuevo al oído.

«Seguimos en el hospital -dijo-. En serio, estoy más preocupado por ti que por Vera. Nadie sabe dónde estás y no contestas al puto teléfono. Glenna dice que no te ha visto desde ayer por la noche. ¿Os peleasteis o qué? No tenía muy buen aspecto». Terry hizo una pausa y cuando habló de nuevo sus palabras parecían haber sido medidas y seleccionadas con un cuidado fuera de lo normal: «Sé que he hablado contigo en algún momento desde que llegué, pero no recuerdo si hicimos planes. No lo sé, me pasa algo en la cabeza. Cuando oigas este mensaje llámame. Dime dónde estás». Ig pensó que eso era todo y que Terry colgaría ahora el teléfono, pero en lugar de ello escuchó cómo su hermano tomaba aliento vacilante y después decía con una voz ronca que delataba miedo: «¿Por qué no me acuerdo de lo que hablamos la última vez que nos hemos visto?».


* * *

Cada vela proyectaba su sombra contra el techo abovedado de ladrillo, de manera que seis diablos de aspecto anodino se apiñaban sobre Ig, dolientes vestidos de negro congregados en torno a un ataúd. Se balanceaban de un lado a otro al son de un canto fúnebre que sólo ellos oían.

Ig se metió la barba en la boca y la mordisqueó mientras pensaba en Glenna con preocupación, preguntándose si Lee la visitaría esa misma noche buscándole a él. Pero cuando la llamó le saltó el contestador directamente. No dejó mensaje, pues no sabía qué decir: Oye, cariño, esta noche no me esperes… Quiero mantenerme alejado hasta que decida qué hacer con estos cuernos que me han salido en la cabeza. Ah, por cierto, no le chupes la polla a Lee hoy. No es un buen tío. Si no cogía el teléfono es que ya estaba dormida. Así pues, mejor dejarlo así. Lee no echaría la puerta abajo con un hacha, pues querría eliminar la amenaza que suponía Ig corriendo el mínimo riesgo posible.

Se llevó la botella a los labios pero no quedaba nada. Se la había terminado hacía un rato y estaba vacía. Eso le cabreó. Ya era bastante malo vivir exiliado del resto de la humanidad como para encima tener que hacerlo sobrio. Se volvió para tirar la botella y entonces se quedó mirando la puerta abierta del horno.

Las serpientes habían logrado llegar hasta la fundición y eran tantas que al verlas se quedó sin aliento. ¿Cien quizá? Desde luego podía ser, aquella maraña cambiante que avanzaba hacia la puerta del horno, sus ojos negros brillantes y ávidos a la luz de las velas. Tras dudar un instante terminó de tirar la botella y ésta chocó contra el suelo delante de la fila de serpientes, haciéndose añicos. La mayoría de las serpientes se alejaron reptando y desaparecieron detrás de pilas de ladrillos o por alguna de las muchas puertas. Algunas, sin embargo, sólo retrocedieron unos centímetros y después se detuvieron, mirándole con una expresión casi acusadora.

Cerró la puerta de golpe, dejándolas fuera, se tiró sobre la cama sucia y se cubrió con la manta. Sus pensamientos eran un guirigay de ruidos furiosos, de voces gritándole, confesándole sus pecados y pidiéndole permiso para cometer más, y temió que no encontraría la manera de conciliar el sueño. Pero el sueño le encontró a él, le cubrió la cabeza con una capucha negra y asfixió su conciencia. Durante seis horas muy bien podría haber estado muerto.

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