Capítulo 14

Lee Tourneau estaba otra vez temblando y empapado cuando Ig volvió a verle dos días después. Llevaba la misma corbata, los mismos pantalones cortos y el monopatín debajo del brazo. Era como si nunca hubiera llegado a secarse, como si acabara de salir del Knowles.

La lluvia le había pillado desprevenido. Llevaba el pelo casi blanco pegado a la cabeza y no hacía más que sorber por la nariz. Del hombro le colgaba una cartera de lona empapada que le daba aspecto del típico chico repartidor de periódicos en una tira cómica de Dick Tracy.

Ig estaba solo en casa, algo poco habitual. Sus padres habían ido a Boston a una fiesta en casa de John Williams. Era el último año de la etapa de Williams como director de la Boston Pops y Derrick Perrish iba a actuar con la orquesta en el concierto de despedida. Habían dejado a Terry a cargo de la casa, y éste se había pasado casi toda la mañana en pijama viendo la MTV y hablando por teléfono con una serie de amigos tan aburridos como él. Su tono al principio había sido alegre y perezoso, después alerta y curioso y, por fin, seco y neutro, el que adoptaba para expresar niveles máximos de desprecio. Al pasar por delante del salón, Ig le había visto caminar de un lado a otro de la habitación, síntoma indiscutible de que estaba nervioso. Por último Terry había colgado el teléfono con un golpe y se había largado escaleras arriba. Cuando bajó estaba vestido y tenía en la mano las llaves del Jaguar de su padre. Dijo que se iba a casa de Eric. Lo dijo con tono desdeñoso, como quien se enfrenta a un trabajo sucio, como alguien que al llegar a casa se encuentra los cubos de basura volcados y su contenido desperdigado por el jardín.

– ¿No tendría que acompañarte alguien con carné de conducir? -le preguntó Ig. Terry tenía el provisional.

– Sólo si me paran -respondió Terry.

Salió e Ig cerró la puerta detrás de él. Cinco minutos más tarde la abría otra vez después de que alguien llamara. Había supuesto que se trataría de Terry, que se había olvidado algo y volvía a cogerlo, pero era Lee Tourneau.

– ¿Qué tal la nariz?

Ig se tocó el esparadrapo que le tapaba el puente de la nariz y bajó la mano.

– Nunca la tuve muy bonita. ¿Quieres pasar?

Lee dio un paso cruzando la puerta y se quedó allí mientras se formaba un charco a sus pies.

– Hoy pareces tú el que se ha ahogado -dijo Ig.

Lee no sonrió. Era como si no supiera hacerlo. Como si se hubiera puesto una cara nueva aquella mañana y no supiera usarla.

– Bonita corbata -dijo.

Ig se miró el pecho. Se había olvidado de que la llevaba puesta. Terry había puesto los ojos en blanco cuando Ig bajó de su habitación el martes por la mañana con una corbata anudada alrededor del cuello.

– ¿Qué te has puesto? -había preguntado con sorna.

Su padre estaba en ese momento en la cocina, miró a Ig y después dijo:

– Muy elegante. Tú también deberías ponerte una alguna vez, Terry.

Desde entonces Ig se había puesto corbata todos los días, pero no habían vuelto a hablar del tema.

– ¿Qué vendes? -preguntó Ig señalando la bolsa de lona con la cabeza.

– Cuestan seis dólares -contestó Lee. Abrió la cartera y sacó tres revistas distintas-. Elige.

La primera se titulaba simplemente ¡La Verdad! En la portada había una pareja de novios ante el altar de una iglesia de gran tamaño. Tenían las manos entrelazadas como si estuvieran rezando y la cara alzada hacia la luz oblicua que entraba por las vidrieras policromadas. La expresión de sus caras sugería que ambos habían estado aspirando helio; los dos parecían presa de una alegría maniaca. Detrás de ellos, un alienígena de piel grisácea, alto y desnudo, apoyaba sus manos de tres dedos en las cabezas de los novios, como si estuviera a punto de hacerlas chocar y partirles el cráneo con gran regocijo. El titular de portada decía «¡Casados por alienígenas!». Las otras revistas eran Reforma Fiscal Ya y Las Milicias en la América Moderna.

– Las tres por quince dólares -dijo Lee-. Son para recaudar dinero para el banco de comida de los Patriotas Cristianos. ¡La Verdad! es buenísima. Temas de ciencia-ficción sobre los famosos. Hay una historia sobre Steven Spielberg, de cómo llegó a visitar el Área 51, y otra sobre los tíos de Kiss, de cuando iban en un avión que fue golpeado por un rayo y se estropeó el motor. Se pusieron a rezar pidiéndole a Jesucristo que les salvara; entonces Paul Stanley le vio sobre una de las alas y un minuto más tarde el motor se puso en marcha y el piloto consiguió enderezar el avión.

– Los de Kiss son judíos -dijo Ig.

A Lee no pareció preocuparle esta información.

– Sí, me parece que todo lo que publican es falso, pero da igual, era una buena historia.

A Ig esta observación se le antojó notablemente sofisticada.

– ¿Y has dicho que las tres son quince dólares? -preguntó.

Lee asintió.

– Si vendes muchas te pueden dar un premio. De ahí saqué el monopatín que luego soy demasiado cagado para usar.

– ¡Eh! -exclamó Ig, sorprendido por la calma y la rotundidad con que Lee admitía ser un cobarde. Era peor oírselo a él que a Terry en la colina.

– No -dijo Lee impertérrito-. Tu hermano tenía razón. Pensé que podría impresionar a Glenna y a sus colegas haciéndome un rato el chulito, pero cuando estuve en lo alto de la pista me sentí incapaz. Lo único que espero es que si vuelvo a ver a tu hermano no me lo restriegue por los morros.

Ig tuvo un breve pero intenso ataque de odio hacia su hermano mayor.

– ¡Como si él pudiera decir algo! Casi se mea en los pantalones cuando pensó que al llegar a casa le iba a contar a nuestra madre lo que me había pasado de verdad. Mira, para mi hermano, en cualquier situación, siempre está él primero y los demás después. Entra, tengo dinero arriba.

– ¿Vas a comprar una?

– Quiero comprar las tres.

Lee parpadeó sorprendido.

– Entiendo que te interese Las Milicias en la América Moderna porque va de armas y de cómo distinguir un satélite espía de uno normal, pero ¿estás seguro de que quieres Reforma Fiscal Ya?

– ¿Por qué no? Algún día tendré que pagar impuestos.

– La mayoría de la gente que lee esa revista lo que busca es no pagarlos.

Lee siguió a Ig a su habitación, pero se detuvo en el umbral de la puerta y miró a su alrededor con cautela. A Ig esa habitación nunca le había parecido nada del otro mundo -era la más pequeña de las del segundo piso- pero ahora se preguntaba si no tendría el aspecto de un dormitorio de chico rico a los ojos de Lee y si ello jugaría en su contra. Echó un vistazo a la habitación tratando de verla con los ojos de Lee. En lo primero que reparó fue en que la piscina se veía por la ventana y en que la lluvia arrugaba su superficie azul brillante. También estaba el póster con el autógrafo de Mark Knopfler sobre la cama. El padre de Ig había tocado la trompeta en el último álbum de los Dire Straits.

La trompeta de Ig estaba sobre la cama, descansando en una funda abierta. Ésta contenía además una variedad de tesoros: un fajo de dinero, entradas para un concierto de George Harrison, una foto de su madre en Capri y la cruz de la chica pelirroja con la cadena rota. Ig había intentado arreglarla con una navaja multiusos sin ningún éxito. Al final la había guardado y acometido una tarea distinta, pero relacionada. Había tomado prestado el volumen de la M de la Enciclopedia británica de Terry y había consultado la entrada referida al alfabeto Morse. Todavía recordaba con exactitud la secuencia de destellos cortos y largos que la chica pelirroja le había dirigido, pero cuando la tradujo, su primer pensamiento fue que se había equivocado. Era un mensaje muy simple, una sola palabra, pero tan chocante que un escalofrío le había recorrido la espalda y el cuero cabelludo. Después había intentado componer una respuesta apropiada, escribiendo a lápiz series de puntos y rayas en las guardas de la «Biblia Neil Diamond», ensayando diferentes contestaciones. Ella le había hablado con ráfagas de luz y tenía la sensación de que debía responderle con el mismo método.

Lee pasó la vista por toda la habitación, deteniéndose aquí y allí, y por fin en cuatro torres de acero llenas de CD que había apoyadas contra la pared.

– Tienes mucha música.

– Pasa.

Lee entró, encorvado por el peso de la cartera de lona.

– Siéntate -le invitó Ig.

Lee se sentó en el borde de la cama, empapando el edredón. Giró la cabeza para mirar por encima del hombro las torres con los CD.

– Nunca he visto tanta música junta. Excepto quizá en la tienda de discos.

– ¿Qué música escuchas tú?

Lee se encogió de hombros. Era una respuesta incomprensible. Todo el mundo escucha algún tipo de música.

– ¿Qué discos tienes?

– No tengo.

– ¿Nada?

– Nunca me ha interesado demasiado, supongo -dijo Lee con voz tranquila-. Además los CD son caros, ¿no?

A Ig le desconcertaba la idea de que hubiera alguien a quien no le interesaba la música. Era lo mismo que no estar interesado en ser feliz. Después reparó en lo último que había dicho Lee -Además los CD son caros, ¿no?- y por primera vez se le ocurrió que tal vez Lee no tuviera dinero para comprar música ni ninguna otra cosa. Pensó en su monopatín nuevo, pero había sido un premio a sus obras de caridad, o eso había dicho. Llevaba corbatas y camisas cortas abotonadas hasta el cuello, pero probablemente su madre le obligaba a ponérselas cuando salía a vender sus revistas, para que tuviera aspecto de chico limpio y responsable. Los chicos pobres a menudo van muy arreglados. Eran los ricos los que vestían de forma desaliñada, combinando cuidadosamente un atuendo desarrapado: vaqueros de diseño de ochenta dólares convenientemente desgastados por profesionales y camisetas de aspecto raído directamente salidas de Abercrombie & Fitch. Luego estaba la asociación de Lee con Glenna y los amigos de Glenna, un grupo que parecía salido de un campamento de caravanas; los chicos bien no pasaban las tardes de verano en la fundición quemando zurullos en una fogata.

Lee levantó una ceja -definitivamente se daba un aire al capitán Spock-, al parecer consciente de la sorpresa de Ig.

– Y tú ¿qué escuchas?

– No sé, un montón de cosas. Últimamente me ha dado por los Beatles. -Con «últimamente» se refería a los últimos siete años-. ¿A ti te gustan?

– No los conozco mucho. ¿Qué tal son?

La posibilidad de que hubiera alguien en el mundo que no conociera a los Beatles dejaba a Ig estupefacto. Dijo:

– Bueno, ya sabes…, los Beatles: John Lennon y Paul McCartney.

– Ah, ésos -dijo Lee, pero por la manera de decirlo se notaba que sólo estaba simulando conocerlos. Aunque sin esforzarse demasiado.

Ig no dijo nada. Fue hasta la torre de CD y examinó su colección de los Beatles tratando de decidir por dónde debería empezar Lee. Primero pensó que por Sgt. Pepper y sacó el CD. Pero entonces se le ocurrió que tal vez a Lee no le gustara, que podría encontrar desconcertantes todas esas trompetas, acordeones y cítaras, esa loca amalgama de estilos, mezclas de rock que se convierten en coros de pub inglés que a su vez se transforman en jazz suave. Era probable que prefiriera algo que le resultara más familiar, como rock and roll. El White Album entonces. Claro que comenzar con el White Album era como empezar a ver una película en los últimos veinte minutos. Entendías el argumento, pero no sabías quiénes eran los personajes o por qué debía importarte lo que les pasara. En realidad los Beatles eran como una historia. Escucharlos era como leer un libro. Había que empezar por Please Please Me. Sacó todos los discos y los puso en la cama.

– Ésos son muchos discos. ¿Cuándo quieres que te los devuelva?

Ig no se había planteado prestárselos hasta que Lee le hizo la pregunta. Lee le había sacado de aquella oscuridad ensordecedora y le había vuelto a llenar el pecho de aire sin recibir nada a cambio. Cien dólares en CD no eran nada. Nada.

– Puedes quedártelos -dijo.

Lee le miró confuso.

– ¿A cambio de las revistas? Las revistas las tienes que pagar en metálico.

– No. No son a cambio de las revistas.

– Entonces, ¿a cambio de qué?

– Por no dejar que me ahogara.

Lee miró la pila de CD y apoyó una mano, indeciso, sobre ella.

– Gracias -dijo-. No sé qué decir. Excepto que estás loco. Y que no tienes por qué hacerlo.

Ig abrió la boca y después la cerró, por un momento abrumado por la emoción, ya que Lee le gustaba demasiado como para responderle con lo primero que se le viniera a la cabeza. Lee le miró de nuevo con curiosidad y asombro y enseguida apartó la vista.

– ¿Tocas lo mismo que tu padre? -preguntó Lee sacando la trompeta de Ig de su funda.

– Mi hermano toca. Yo sé, pero no toco mucho.

– ¿Por qué no?

– No puedo respirar.

Lee le miró sin comprender.

– Lo que quiero decir es que tengo asma y cuando intento tocar me quedo sin aire.

– Supongo que nunca vas a ser famoso, entonces.

No lo dijo con crueldad. Era una mera observación.

– Mi padre no es famoso. Toca jazz. Nadie se hace famoso tocando jazz.

Ya no, añadió para sí.

– Nunca he oído un disco de tu padre. No entiendo mucho de jazz. Es como esa música que sale de fondo en las películas sobre gánsteres, ¿no?

– Normalmente sí.

– Eso sí que me gustaría. Música para una escena de gánsteres, y con esas chicas vestidas con faldas cortas y rectas. Las flappers.

– Exacto.

– Entonces entran los matones con ametralladoras -dijo Lee. Parecía verdaderamente entusiasmado por primera vez desde su llegada-. Matones con sombrero de fieltro, y los barren a tiros. Hacen volar las copas de champán, a gente rica y a otros gánsteres.

Mientras hablaba, simulaba empuñar una metralleta.

– Esa música creo que sí me gusta. Música de fondo para matar gente.

– Tengo algo de eso. Espera.

Ig sacó un disco de Glenn Miller y otro de Louis Armstrong y los puso con los de los Beatles. Después, como Armstrong estaba debajo de AC/DC, pregunto:

– ¿Te gustó Black in Black?

– ¿Eso es un disco?

Ig cogió Black in Black y lo añadió al montón de Lee.

– Tiene una canción que se llama «Disparar por placer». Es perfecta para tiroteos y destrozos.

Pero Lee estaba inclinado sobre la funda de la trompeta examinando los otros tesoros de Ig. Había cogido el crucifijo de la chica pelirroja con la delgada cadena de oro. A Ig le molestó verle tocándolo y le entraron unas ganas repentinas de cerrar la funda… pillándole los dedos a Lee si no se daba prisa en sacar la mano. Descartó ese impulso con energía, como si se tratase de una araña en el dorso de la mano. Le decepcionaba tener esa clase de sentimientos, aunque duraran unos instantes. Lee tenía el aspecto de un niño que ha sobrevivido a una inundación -todavía le goteaba agua fría de la punta de la nariz- e Ig deseó haber pasado por la cocina para prepararle un cacao caliente. Sentía deseos de darle a Lee un bol de sopa y una tostada con mantequilla. Había muchas cosas que quería darle a Lee, pero no precisamente la cruz.

Caminó con paciencia hasta el otro lado de la cama y metió la mano en la funda para coger su fajo de billetes, metiendo el hombro de manera que a Lee no le quedaba más remedio que ponerse de pie y apartar la mano de la cruz. Ig contó varios billetes de cinco y diez dólares.

– Por las revistas -dijo.

Lee dobló el dinero y se lo metió en el bolsillo.

– ¿Te gusta ver fotos de felpudos?

– ¿Felpudos?

– De coños. -Lo dijo con la mayor naturalidad, como si continuaran hablando de música.

Ig se había perdido la transición.

– Claro. ¿A quién no?

– Mi distribuidor tiene todo tipo de revistas y en su almacén he visto algunas cosas raras. Alguna para flipar. Hay una revista toda de mujeres embarazadas.

– ¡Agh! -exclamó Ig, entre asqueado y divertido.

– Vivimos tiempos turbulentos -dijo Lee sin demostrar gran desaprobación-. También hay una de mujeres mayores. Todavía Salida es muy fuerte, todo tías de más de sesenta años tocándose el coño. ¿Tienes algo de porno? -La cara de Ig era la respuesta a la pregunta-. Déjame verlo.

Ig sacó un juego de tragabolas del armario, al fondo del cual había una docena de juegos de mesa apilados.

– El tragabolas -fijo Lee-. Qué bien.

Ig no le comprendió al principio. Nunca lo había pensado. Había escondido allí sus revistas porno porque nadie jugaba ya al tragabolas y no porque el juego tuviera algún tipo de significado simbólico.

Lo colocó sobre la cama y levantó la tapa y el juego. Sacó también la bolsa de plástico que contenía las bolas. Debajo había un catálogo de Victoria's Secret y el ejemplar de Rolling Stone con Demi Moore desnuda en la portada.

– Eso es material bastante blando -dijo Lee-. Ni siquiera tendrías que esconderlo, Ig.

Apartó el Rolling Stone y descubrió un número de X-Men debajo, aquel en el que sale Jean Grey en la portada vestida con un corsé negro. Sonrió plácidamente.

– Éste es bueno. Porque Phoenix al principio es tan bueno y cariñoso, y luego de repente… ¡zas! Sale el cuero negro. ¿Eso es lo que te pone? ¿Tías buenas que llevan el demonio dentro?

– No me pone nada en particular. De hecho no sé cómo ha llegado eso hasta aquí.

– A todo el mundo le pone algo -dijo Lee, y por supuesto tenía razón. Ig había pensando prácticamente lo mismo cuando Lee le dijo que no sabía qué música le gustaba-. Pero meneársela con cómics…, eso no es sano. -Lo dijo tranquilamente, con cierto tono comprensivo-. ¿Nunca te ha hecho nadie una paja?

Por un momento la habitación pareció agigantarse en torno a Ig, como si se encontrara en el interior de un balón que se estuviera llenando de aire. Se le pasó por la cabeza que Lee se estaba ofreciendo a hacer el trabajo. En ese caso le diría que no tenía nada en contra de los gays, pero que él no lo era.

Sin embargo Lee siguió hablando:

– ¿Te acuerdas de la chica que estaba conmigo el lunes? Me ha hecho una. Cuando terminé soltó un gritito, lo más raro que he oído en mi vida. Ojalá lo hubiera grabado.

– ¿En serio? -preguntó Ig, aliviado e impresionado al mismo tiempo-. ¿Hace mucho que es tu novia?

– No es esa clase de relación. No somos novios. Sólo se pasa por mi casa de vez en cuando para hablar de los tíos y de la gente que se porta mal con ella en el colegio y esas cosas. Sabe que mi puerta está siempre abierta.

Ig casi rió al escuchar esta última afirmación, que supuso irónica, pero se contuvo. Lee parecía hablar en serio. Continuó:

– Las pajas que me hace son una especie de favor. Y menos mal, porque creo que acabaría machacándole el cráneo, con esa manía que tiene de cotorrear todo el tiempo.

Lee depositó con cuidado el X-Men en la caja e Ig recogió el tragabolas y lo volvió a meter en el armario. Cuando regresó a la cama, Lee tenía la cruz en la mano; la había cogido de la funda de la trompeta. Al verlo a Ig se le cayó el alma a los pies.

– Esto está chulo -dijo Lee-. ¿Es tuyo?

– No -respondió Ig.

– Ya lo suponía. Parece un collar de chica. ¿De dónde lo has sacado?

Lo más fácil habría sido decir que pertenecía a su madre, pero a Ig le crecía la nariz cada vez que decía una mentira y además Lee le había salvado la vida.

– De la iglesia -dijo consciente de que Lee deduciría el resto. No entendía por qué al decir la verdad sobre algo tan insignificante tenía la sensación de estar cometiendo un error catastrófico. Decir la verdad nunca era malo.

Lee había enroscado los dos extremos de la cadena alrededor de su dedo índice, de forma que la cruz se balanceaba sobre la palma de su mano.

– Está rota -dijo.

– Por eso la encontré.

– ¿Es de una pelirroja? ¿Una chica de nuestra edad más o menos?

– Se la dejó olvidada y pensaba arreglársela.

– ¿Con esto? -pregunto Lee tocando la navaja multiusos con la que Ig había estado intentando manipular el broche-. Con esto es imposible. Para arreglarla necesitas unos alicates de punta fina. Mi padre tiene toda clase de herramientas. Yo la arreglaría en cinco minutos. Se me da bien arreglar cosas.

Lee miró a Ig por fin y éste se dio cuenta de que no hacía falta que le preguntara lo que quería hacer. Sólo la idea de darle la cadena le ponía enfermo y empezó a notar una presión en la garganta, como cuando estaba a punto de darle un ataque de asma. Pero sólo había un respuesta que le permitiría sentirse como una persona decente y generosa.

– Claro -dijo Ig-. Llévatela y mira a ver si puedes arreglarla.

– Vale -dijo Lee-. Si la arreglo se la devolveré el domingo que viene.

– ¿No te importa?

Ig se sentía como si alguien le hubiera clavado un cigüeñal en la boca del estómago y estuviera dándole a la manivela, estrujándole poco a poco las entrañas.

Lee asintió:

– Claro que no. Me encantará. Te estaba preguntando por lo que te pone. Ya sabes, el tipo de chica que te gusta. A mí me gustan como ella. Tiene algo, no sé. Estoy seguro de que nunca ha estado desnuda delante de ningún tío, aparte de su padre. ¿Sabes que vi cómo se le rompía? El collar, digo. Estaba de pie junto al banco justo detrás de ella e intenté ayudarla. Está buena pero es un poco creída. Aunque la verdad es que casi todas las tías buenas se lo tienen creído hasta que las desvirgan. Porque es lo más valioso que tienen, lo que hace que los chicos las persigan y estén pensando en ellas, imaginándose que pueden ser el primero. Pero cuando alguien las desvirga ya se pueden relajar y portarse como chicas normales. Pero en serio, gracias por darme esto, así tengo una excusa para entrarla.

– No hay problema -dijo Ig con la sensación de que le había entregado algo mucho más importante que una cruz y una cadena de oro. Era justo. Lee se merecía algo bueno después de salvarle la vida y que nadie se lo reconociera. Lo que le extrañaba era por qué sentía que no era justo.

Le dijo a Lee que volviera otro día que hiciera bueno para bañarse en la piscina y Lee dijo que de acuerdo. Al hablar, a Ig le parecía estar escuchando una voz extraña, procedente de algún lado de la habitación. La radio, tal vez.

Lee estaba dirigiéndose hacia la puerta con su cartera al hombro cuando Ig se dio cuenta de que se había dejado los CD.

– Llévate los discos -dijo. Se alegraba de que Lee se marchara ya. Quería tumbarse un rato en la cama y descansar.

Lee miró los CD y dijo:

– No tengo dónde escucharlos.

Ig se pregunto hasta qué punto sería pobre Lee, si vivía en un apartamento o tal vez en una caravana, si por la noche lo despertaban gritos y portazos, o la policía, que había ido a arrestar a su vecino por pegar otra vez a su novia. Otra razón más para no guardarle rencor por haberse llevado la cruz. Odiaba no sentirse bien por Lee, no alegrarse del hecho de darle algo, pero lo cierto es que no podía, porque estaba celoso.

La vergüenza le hizo volverse y rebuscar en su mesa. Cogió el walkman portátil que le habían regalado por Navidad y unos auriculares.

– Gracias -dijo Lee cuando se lo dio-. No tienes por qué regalarme todo esto. No hice nada. Estaba ahí y eso…

A Ig le sorprendió la intensidad de su reacción, una punzada de alivio, una oleada de afecto por aquel chico pálido y flaco que apenas sabía sonreír. Cada minuto de vida que le quedaba por delante era un regalo que Lee le había hecho. La presión del estómago desapareció y pudo volver a respirar con normalidad.

Lee metió el reproductor portátil, los auriculares y los CD en su cartera antes de colgársela al hombro. Desde una ventana del piso de arriba Ig le observó bajar por la pendiente subido en el monopatín bajo la lluvia mientras las gruesas ruedas trazaban surcos de agua en el brillante asfalto.


* * *

Veinte minutos más tarde escuchó el Jaguar detenerse junto a la casa con ese sonido que tanto le gustaba, ese suave zumbido al acelerar que parecía salido de una película de acción. Volvió a la ventana del piso de arriba y miró hacia el coche negro esperando que de un momento a otro las puertas se abrieran y su hermano saliera acompañado de Eric Hannity y algunas chicas entre risas y humo de cigarrillos. Pero Terry salió solo y permaneció un rato junto al coche. Después caminó despacio hacia la puerta, como si le doliera la espalda y fuera un hombre mayor que llevara horas en la carretera en lugar de haber ido y vuelto a la ciudad.

Ig estaba bajando las escaleras cuando entró su hermano con los cabellos revueltos y brillando por el agua. Al comprobar que Ig le miraba le dirigió una sonrisa fatigada.

– Eh, tío -dijo-, tengo algo para ti.

Y le lanzó una cosa redonda y oscura del tamaño de una manzana.

Ig la cogió con las dos manos y después miró la silueta blanca de la chica desnuda con la hoja de arce tapándole el pubis. El petardo bomba pesaba más de lo que había imaginado, tenía una textura áspera y la superficie estaba fría.

– Tu recompensa.

– Ah -dijo Ig-. Gracias. Con todo lo que pasó supuse que Eric se había olvidado de pagar su apuesta.

De hecho hacía días que Ig había aceptado que Eric Hannity no iba a pagar, que se había partido la nariz para nada.

– Ya, bueno. Se lo he recordado.

– ¿Hay algún problema?

– Ahora que ya ha pagado no. -Terry se quedó callado con una mano apoyada en el poste de la escalera. Después siguió-: No quería dártela diciendo que cuando bajaste llevabas las zapatillas puestas o una gilipollez del estilo.

– ¡Qué cutre! Es lo más cutre que he oído en mi vida -dijo Ig.

Terry no contestó y siguió frotando el dedo pulgar contra el poste de la escalera.

– De todas maneras espero que no os pelearais. Es sólo un petardo.

– De eso nada. ¿No viste lo que le hizo al pavo?

Ésta le pareció a Ig una respuesta extraña, señal de que su hermano no le había entendido. Terry le dirigió una sonrisa entre culpable y comprensiva, y dijo:

– No sabes lo que pensaba hacer con él. Hay un chico en el instituto al que Eric odia. Yo le conozco de la banda. Un tío legal, Ben Townsend. El caso es que su madre trabaja en una aseguradora. Contestando el teléfono o algo así. Así que Eric le odia.

– ¿Sólo porque su madre trabaja en una compañía de seguros?

– Sabes que el padre de Eric no está bien, ¿verdad? Que no puede coger peso, no puede trabajar y tiene problemas… Le cuesta hasta cagar. Es una pena. Se supone que iba a cobrar el dinero de un seguro, pero todavía no han visto un duro y me temo que nunca lo van a ver. Así que Eric quiere vengarse con alguien y la ha tomado con Ben.

– ¿Sólo porque su madre trabaja en la compañía de seguros que está puteando a su padre?

– ¡No! -exclamó Terry-. Ésa es la cosa. ¡La madre trabaja en otra compañía completamente distinta!

– Pues es absurdo.

– Desde luego. Pero no te rompas la cabeza intentando encontrarle algún sentido, porque no lo tiene. Eric quiere usar el petardo para volar algo de Ben y me llamó para ver si quería ayudarle.

– ¿Qué quería volar?

– Su gato.

Ig se sintió como si él mismo hubiera volado en pedazos, presa de un horror que bordeaba el asombro.

– Bueno, a lo mejor eso es lo que Eric ha dicho, pero seguro que te estaba tomando el pelo. ¡Venga ya! ¿Un gato?

– Cuando se dio cuenta de lo cabreado que estaba, hizo como que estaba bromeando. Y no me dio el petardo hasta que le amenacé con contarle a su padre lo que habíamos estado haciendo. Entonces me lo tiró a la cara y me mandó a tomar por culo. Sé de buena tinta que su padre ha practicado varios actos de brutalidad policial en el culo de Eric.

– ¿Aunque no tiene fuerzas ni para cagar?

– No puede cagar, pero sí manejar un cinturón. En serio, espero que Eric nunca llegue a ser policía. Es igualito que su padre. Ya sabes, del tipo «Tiene derecho a guardar silencio mientras le pisoteo la cabeza…».

– ¿Y le habrías contado a su padre lo de…?

– ¿Qué? Para nada. ¿Cómo le iba a contar lo que hemos hecho si yo también estaba implicado? Sería faltar a la regla de oro del chantaje.

Terry guardó silencio un momento y luego añadió: -Eric es una mala persona. Y siempre que he estado con él me he sentido mala persona. Tú no estás en la banda, así que no puedes saberlo, pero es complicado gustar a las tías o que los tíos te respeten cuando tu principal habilidad es tocar América la bella a la trompeta. Me gustaba cómo nos miraba la gente, por eso iba con Eric. Lo que no sé es por qué iba él conmigo. Quizá sólo porque tengo dinero y conozco a gente famosa.

Ig hizo rodar la bomba entre sus dedos con la sensación de que debería decir algo, sólo que no se le ocurría nada. Cuando por fin habló fue para decir algo de lo menos apropiado: -¿Qué se te ocurre que podría volar con esto?

– No tengo ni idea, pero no lo hagas sin mí, ¿eh? Espérate unas cuantas semanas a que me haya sacado el carné y entonces iremos a Cape Cod con más gente. Podemos hacer una fogata en la playa y tal vez encontremos algo.

– La última gran explosión del verano -dijo Ig. -Exacto. Lo ideal sería arrasar algo que se vea desde el espacio. Pero si no podemos, al menos cargarnos algo importante y bonito que luego no se pueda reemplazar -dijo Terry.

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