Capítulo 41

Era temprano cuando Ig recogió la horca de la fundición y regresó, todavía desnudo, al río. Se metió en el agua hasta las rodillas y permaneció quieto mientras el sol se elevaba en el cielo sin nubes y su luz le calentaba los hombros.

No supo cuánto tiempo había pasado hasta que vio una trucha, a menos de un metro de su pierna izquierda. Vadeaba en el lecho arenoso agitando la cola atrás y adelante y mirando el pie de Ig con expresión estúpida. Éste blandió la horca, cual Poseidón con su tridente, hizo girar el mango en la mano y la lanzó. Acertó a la primera, como si llevara años pescando con lanza, como si hubiera lanzado la horca miles de veces. No era tan diferente del lanzamiento de jabalina, que había enseñado en Camp Galilee.

Cocinó la trucha con su aliento en la orilla del río, expulsando una bocanada de calor directamente desde los pulmones lo suficientemente potente para distorsionar el aire y ennegrecer el pobre pescado, cuyos ojos se volvieron del color de una clara de huevo cocida. Todavía no era capaz de escupir fuego como un dragón, pero suponía que era cuestión de tiempo.

Emitir calor le resultaba sencillo. Todo lo que tenía que hacer era concentrarse en algo que le produjera placer odiar. La mayoría de las veces recurría a lo que había visto dentro de la cabeza de Lee. Cocinando a su madre a fuego lento en el lecho de muerte, cerrando el nudo de su corbata alrededor del cuello de Merrin para obligarla a dejar de gritar. Las vivencias de Lee se agolpaban ahora en su cabeza y era como tener la boca llena de ácido de batería de coche, un amargor tóxico y abrasador que necesitaba escupir.

Después de comer regresó al río para disfrutar observando a las truchas huir de él mientras culebras de agua se deslizaban alrededor de sus tobillos. Se inclinó para mojarse la cara y cuando la levantó estaba chorreando. Se pasó el dorso de una mano demacrada y roja por los ojos para quitarse el agua, pestañeó y miró su reflejo en el río. Tal vez era un efecto del agua, pero los cuernos parecían más grandes y las puntas empezaban a curvarse hacia dentro, como si fueran a encontrarse. Tenía la piel de un color rojo intenso y el cuerpo inmaculado y terso como la piel de una foca, el cráneo liso como el pomo de una puerta. Sólo la perilla, inexplicablemente, no se había quemado.

Movió la cabeza de un lado a otro, estudiando su perfil, y decidió que era la viva imagen de un Asmodeo joven y sátiro.

Su reflejo en el agua ladeó la cabeza y le miró con timidez.

¿Qué haces pescando aquí? -dijo el diablo del agua-. ¿Acaso no eres pescador de hombres?

– ¿Pesca recreativa tal vez? -preguntó Ig.

Su reflejo se retorció de risa, una aullido obsceno y convulso de cuervo divertido, tan súbito como una ristra de cohetes explotando. Ig alzó la cabeza al instante y comprobó que se trataba de un cuervo izando el vuelo desde Coffin Rock y sobrevolando el río corriente abajo. Ig jugueteó con su perilla, su barbita de conspirador, escuchando al bosque y su resonante silencio y entonces fue consciente de otro sonido, de voces que se aproximaban río arriba. Al poco se oyó también, en la distancia, el breve graznido de una sirena de policía.

Subió por la pendiente para vestirse. Todo lo que se había llevado consigo a la fundición había ardido con el Gremlin, pero recordó las ropas cubiertas de rocío olvidadas en las ramas del roble al inicio de la pista Evel Knievel, un abrigo negro manchado con el forro roto, una media negra desparejada y una falda de encaje azul que parecía sacada de un vídeo de Madonna de los ochenta. Tiró de las ropas y metió la falda por las piernas recordando el precepto del Deuteronomio 22:5, que el hombre no vestirá ropa de mujer, porque es abominable para Jehová, tu Dios, cualquiera que hace esto. Ig se tomaba muy en serio sus responsabilidades en tanto futuro señor de los infiernos. Puestos a hacer las cosas, mejor hacerlas bien. Se puso la media negra, pero como la falda le quedaba corta y se sentía ridículo, se enfundó también el abrigo retieso con un forro impermeable y harapiento.

Se puso en marcha, con la falda de encaje azul bailándole en los muslos, abanicando su culo rojo y desnudo, mientras arrastraba la horca por el suelo. No había llegado aún a la línea del bosque cuando vio un destello de luz dorada a su derecha, justo en la hierba. Se volvió buscando su origen y la luz parpadeó de nuevo dos veces, una chispa ardiente entre las hierbas que le enviaba un mensaje urgente e inconfundible: Por aquí, colega, mira aquí. Se inclinó y recogió la cruz de Merrin. Estaba caliente tras haber pasado toda una mañana al sol y su superficie tenía mil arañazos. La sujetó contra la boca y la nariz, imaginando que conservaría el aroma de Merrin, pero no olía a nada. El broche estaba roto de nuevo. Exhaló suavemente sobre ella, calentando el metal para reblandecerlo, y empleó sus uñas puntiagudas para enderezar el delicado bucle de oro. La estudió durante unos segundos y después la levantó y se la colocó alrededor del cuello, ajustando el cierre. Parte de él esperaba que chisporroteara y quemara, que se adhiriera a la carne roja de su pecho y le dejara una ampolla negra en forma de cruz, pero se limitó a descansar suavemente contra su piel. Claro que nada que hubiera pertenecido a Merrin podía hacerle daño. Respiró el dulce aire de la mañana y prosiguió su camino.

Habían encontrado el coche, que había sido arrastrado por la corriente hasta el banco de arena bajo el puente de Old Fair Road, donde los chicos del pueblo hacían anualmente su fogata para celebrar el final del verano. El Gremlin tenía el aspecto de haber intentado navegar río arriba, con las ruedas delanteras hundidas en el blando lecho de arena y la parte trasera sumergida en el agua. Unos cuantos coches de policía y una grúa estaban aparcados cerca de él y otros vehículos -de la policía, pero también de gente del pueblo que se había parado para mirar- estaban dispersos por la explanada de grava bajo el puente. Sobre éste había todavía más coches y gente asomada a la barandilla, mirando hacia abajo. Las radios de la policía crepitaban y murmuraban.

El Gremlin no parecía el de siempre, la capa de pintura había desaparecido por completo y la estructura de debajo estaba negra y completamente quemada. Un policía con botas de agua abrió la puerta del pasajero y del interior salió agua. Un pejerrey se deslizó en la corriente reflejando en sus escamas la luz iridiscente de la mañana y aterrizó en la arena con un plaf. El policía de las botas de goma lo devolvió de una patada al agua, donde se recuperó y desapareció.

Unos cuantos agentes de paisano estaban agrupados en la orilla bebiendo café y riendo sin mirar siquiera el coche. A Ig le llegaron retazos de su conversación, transportada por el claro aire de la mañana.

– ¡… Coño es? ¿Un Civic, pensáis?

– … No sé. Un modelo viejo y hecho una mierda.

– … Alguien decidió empezar la fogata con dos días de antelación.

Despedían un ambiente de buen humor estival y de relajada y masculina indiferencia. Mientras la grúa arrancaba lentamente y echaba a andar, tirando del Gremlin, salió agua de las ventanillas traseras, que estaban hechas añicos. Ig vio que la matrícula trasera se había caído. Seguramente la delantera también. Lee se habría preocupado de quitarlas antes de arrastrar a Ig desde la chimenea de la fundición y meterle en el coche. La policía no sabía lo que había encontrado. Aún no.

Se abrió paso entre los árboles y se situó sobre unas rocas en una pendiente elevada para observar la orilla a través de los pinos, desde unos veinte metros de distancia. No miró abajo hasta que no escuchó un murmullo de risas. Miró por el rabillo del ojo y vio a Sturtz y Posada, de uniforme, de pie el uno junto al otro y sosteniéndose mutuamente la polla mientras orinaban entre los matorrales. Cuando se besaron, Ig tuvo que agarrarse a un árbol para no perder el equilibrio y caer sobre ellos. Se puso de nuevo a cubierto, donde no podían verle.

Alguien gritó:

– ¿Posada? ¿Dónde coño estáis, tíos? Necesitamos a alguien en el puente.

Ig echó otro vistazo mientras se iban. Su intención había sido enfrentarlos, no arrejuntarlos, y sin embargo no le sorprendía lo ocurrido. Era tal vez el precepto más viejo del diablo, que el pecado siempre hace aflorar la parte más humana de las personas, para bien o para mal. Escuchó susurros mientras los dos hombres se abrochaban el pantalón y a Posada reír; después se marcharon.

Trepó hasta una posición más elevada para tener mejor vista de la orilla y del río, y fue entonces cuando vio a Dale Williams. El padre de Merrin estaba junto a la barandilla del puente con los otros espectadores, un hombre pálido con el pelo muy corto y camisa a rayas de manga corta.

Parecía fascinado por el espectáculo del coche calcinado. Se inclinaba sobre la mohosa barandilla con sus gruesos dedos entrelazados, mirándolo con expresión entre atónita y vacía. Tal vez la policía no supiera lo que habían encontrado, pero Dale sí. Dale entendía de coches, llevaba vendiéndolos veinte años y conocía éste. No sólo se lo había vendido a Ig, sino que le había ayudado a arreglarlo y llevaba seis años viéndolo a la entrada de su casa prácticamente a diario. Ig no lograba imaginar lo que estaría pensando mientras miraba los restos negruzcos del Gremlin en la orilla del río, en el convencimiento de que era el último coche en el que había montado su hija.

Había coches aparcados a lo largo del puente y a los lados de la carretera. Dale estaba en el extremo oriental del puente. Ig empezó a bajar la colina, atajando por entre los árboles en dirección a la carretera.

Dale también se había puesto en movimiento. Durante un buen rato había estado allí quieto, mirando la carcasa calcinada y llena de agua del Gremlin. Lo que le sacó de su ensimismamiento fue ver a un policía -Sturtz- subiendo la pendiente para controlar a la multitud. Dale empezó a abrirse paso entre los curiosos con su pesada figura de carabao, alejándose del puente.

Cuando Ig llegó al borde de la carretera vio el coche de Dale, un BMW sedán; supo que era el suyo por la matrícula del concesionario. Estaba aparcado en el sendero de grava, a la sombra de unos pinos. Ig salió del bosque con determinación y se sentó en el asiento trasero con la horca sobre las rodillas.

Los cristales traseros estaban tintados, pero no importaba. Dale tenía prisa y ni siquiera miró el asiento trasero. Ig supuso que no quería ser visto por allí. Si hubiera que hacer una lista con las personas de Gideon que más deseaban ver a Ig Perrish quemado vivo, Dale estaría seguro entre los cinco primeros. Abrió la puerta y se sentó tras el volante.

Con una mano se quitó las gafas y con la otra se cubrió los ojos. Durante un rato permaneció allí sentado, respirando de forma suave pero irregular. Ig esperó, no quería interrumpirle.

En el salpicadero había algunas fotografías pegadas. Una era de Jesús, la reproducción de un óleo en que aparecía con una barba dorada y su melena también dorada peinada hacia atrás, mirando inspirado al cielo mientras haces de luz dorada se abrían paso entre las nubes a sus pies. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Al lado había una de Merrin con diez años, sentada detrás de su padre en la moto de éste. Llevaba gafas de aviador y un casco blanco con estrellas rojas y líneas azules, y abrazaba a su padre. Una mujer guapa con pelo color cereza estaba de pie detrás de la moto, con una mano apoyada en el casco de Merrin y sonriendo a la cámara. Al principio Ig pensó que se trataba de la madre, pero luego se dio cuenta de que era demasiado joven y que tenía que ser la hermana, la que había muerto cuando vivían en Rhode Island. Dos hijas y las dos muertas. Bienaventurados los que lloran, porque en cuanto levanten cabeza recibirán otra patada en los huevos. Esto no salía en la Biblia, pero tal vez debería.

Cuando Dale se serenó, cogió las llaves, arrancó el coche y enfiló la carretera tras dirigir una última mirada al espejo retrovisor del asiento del pasajero. Se secó las mejillas con las muñecas y se puso las gafas. Después se besó el pulgar y lo acercó a la niña de la fotografía.

– Era su coche, Mary -dijo. Mary es como llamaba a Merrin-. Completamente quemado. Creo que ha muerto, creo que el hombre malo ha muerto por fin.

Ig apoyó una mano en el asiento del conductor y la otra en el del pasajero y después tomó impulso y se deslizó hasta quedar sentado junto a Dale.

– Siento desilusionarte -dijo-. Sólo los buenos mueren jóvenes, me temo.

Al ver a Ig, Dale profirió un graznido de miedo y dio un volantazo. El coche se escoró a la derecha pisando el camino de grava. Ig se precipitó contra el salpicadero y casi se cae al suelo. Escuchó rocas chocando y golpeando los bajos del coche. Después éste se detuvo y Dale salió corriendo carretera arriba, gritando.

Ig se incorporó. No entendía nada. Nadie gritaba ni salía corriendo al ver los cuernos. A veces intentaban matarle, pero nadie gritaba ni corría.

Dale se detuvo en el centro de la carretera mirando por encima del hombro al sedán y emitiendo gorjeos de pájaro. Una mujer en un Sentra le tocó el claxon al pasar: Apártate de la carretera. Dale se tambaleó hasta el arcén, una delgada franja de tierra que terminaba en una zanja llena de hierba. El terreno cedió bajo su pie derecho y cayó rodando.

Ig se situó al volante y condujo despacio detrás de él.

Detuvo el coche mientras Dale se ponía de pie con dificultad. Éste echó de nuevo a correr, ya en la zanja. Ig bajó la ventanilla del pasajero y se inclinó sobre el asiento para llamarle.

– Señor Williams, suba al coche.

Dale no se detuvo, sino que continuó corriendo con la mano en el corazón. La papada le brillaba de sudor y se había hecho un roto en los pantalones.

– ¡Vete de aquí! -gritó con lengua de trapo. Vededeaquía-duda. Tuvo que decirlo dos veces antes de que Ig entendiera que aduda era «ayuda» en el lenguaje del pánico.

Ig miró la estampita pegada al salpicadero como esperando que el amigo Jesús tuviera algún consejo que darle y fue entonces cuando recordó la cruz. La vio colgando entre sus clavículas, descansando ligera en su pecho desnudo. Lee no había podido ver los cuernos mientras llevaba la cruz puesta, así que lo lógico sería que ahora que Ig la llevaba nadie pudiera verlos o sentir sus efectos, lo que era una idea asombrosa, la cura para su mal. A ojos de Dale Williams, Ig era Ig, el violador asesino que había aplastado la cabeza de su hija con una roca y que acababa de salir del asiento trasero de su coche vestido con una falda y armado con una horca. La cruz de oro que pendía de su cuello era lo único que le hacía humano, quemándole ligeramente en la luz de la mañana.

Pero esta humanidad no le servía de nada, ni en esta situación ni en ninguna otra. Desde la noche en que Merrin desapareció le había resultado completamente inútil, una flaqueza, de hecho. Ahora que se había acostumbrado a ello, prefería ser demonio. La cruz era un símbolo del atributo humano por excelencia, la capacidad de sufrir. E Ig estaba harto de sufrir. Si había que clavar a alguien en un árbol, quería ser él quien sostuviera el martillo. Detuvo el coche, se quitó la cruz y la guardó en la guantera. Después se situó de nuevo al volante.

Aceleró para llegar hasta donde estaba Dale y detuvo el coche. Buscó en el asiento trasero, cogió la horca y salió. Dale estaba en la zanja, metido hasta los tobillos en las aguas embarradas. Ig dio dos pasos hacia él y lanzó la horca, que se clavó en la cuneta pantanosa cortando el paso a Dale, quien gritó. Trató de retroceder demasiado rápido y se cayó de culo con gran estrépito. Chapoteó en el barro tratando de ponerse en pie. El palo de la horca asomaba erecto del agua y vibraba por la fuerza del impacto.

Ig bajó a la cuneta con la elegancia de una serpiente reptando entre las hojas y agarró la horca antes de que Dale pudiera ponerse en pie. La arrancó del barro y la apuntó hacia él con las púas por delante. Había un cangrejo ensartado en una de ellas, retorciéndose agónico.

– Basta de correr y métase en el coche. Tenemos mucho de qué hablar.

Dale se sentó jadeando en el barro. Miró el palo de la horca y después a Ig con los ojos entrecerrados. Se llevó una mano sobre ellos a modo de visera.

– Te has quedado sin pelo. -Se detuvo y después añadió, a modo de ocurrencia tardía-: Y te han salido cuernos. Madre mía, ¿qué eres?

– ¿A qué te recuerdo? -preguntó Ig-. Al diablo vestido de azul.

Загрузка...