Capítulo 47

Las sombras lamían las paredes, creciendo y decreciendo, y la oscuridad venía en oleadas. El mundo rebosaba y fluía a su alrededor también en olas e Ig luchó por aferrarse a él. Una parte de sí mismo quería dejarse llevar, escapar al dolor, bajarle el volumen a su cuerpo maltrecho. Empezaba a perder la consciencia y el dolor se compensaba con una sensación creciente y placentera de plenitud. Las estrellas navegaban lentamente sobre su cabeza, desplazándose de izquierda a derecha, así que le parecía estar flotando de espaldas en el Knowles, dejándose arrastrar río abajo por la corriente.

Terry se inclinó sobre él, confuso y angustiado.

– Vale, Ig. Estás bien. Voy a llamar a alguien. Tengo que ir al coche y coger el teléfono.

Ig esbozó lo que pensaba que era una sonrisa tranquilizadora e intentó decirle a su hermano que lo único que tenía que hacer era pegarle fuego. La lata de gasolina estaba fuera, apoyada en la pared. Que lo rociara con ella y encendiera una cerilla; estaría bien. Pero no encontró aire suficiente para pronunciar las palabras, le dolía demasiado la garganta para hablar. Lee le había dado un buen repaso.

Terry le apretó la mano e Ig supo, porque sí, que su hermano mayor le había copiado las respuestas en un examen de Geografía de séptimo curso a un chico que se sentaba delante de él en clase. Terry dijo:

– Enseguida vuelvo. ¿Me oyes? Tardo un minuto.

Ig asintió, agradecido a Terry por hacerse cargo de todo. Su hermano le soltó la mano y desapareció.

Ig echó la cabeza atrás y miró la luz rojiza de las velas proyectándose en las viejas paredes de ladrillo. El movimiento cambiante de la luz le reconfortó, acrecentó su sensación de estar fuera de la realidad, flotando. Lo siguiente que pensó fue que si se veía la luz de las velas la puerta del horno debía de estar abierta. Ah, claro, Lee la había abierto para poder ver mejor cuando buscaba la pistola.

Entonces Ig supo lo que estaba a punto de ocurrir, y la conmoción del descubrimiento lo sumió en un estupor profundo e irreal. Terry estaba a punto de ver el teléfono, el teléfono de Glenna, colocado sobre la manta dentro del horno. No debía meter la mano ahí. Terry, que a los catorce años había estado a punto de morir a causa de una picadura de avispa, tenía que mantenerse alejado del horno. Intentó llamarle, gritarle, pero era incapaz de emitir sonido alguno excepto un silbido quebradizo y discordante.

– Un segundo, Ig -dijo Terry desde el otro lado de la estancia. En realidad parecía estar hablando solo-. Aguanta y… ¡Espera! ¡Hemos tenido suerte! Aquí hay un teléfono.

Ig volvió la cabeza y lo intentó de nuevo, intentó detenerle y logró proferir una sola palabra:

– Terry.

Pero a continuación aquella dolorosa sensación de opresión le volvió a la garganta y no pudo decir nada más. Y de todas maneras Terry no le había prestado atención al oír su nombre.

Se inclinó sobre la portezuela para coger el teléfono que estaba sobre la manta abultada. Cuando lo cogió, uno de los pliegues se abrió y Terry vaciló, mirando los anillos de la serpiente allí enroscada, cuyas escamas brillaban como cobre pulido a la luz de las velas. Se escuchó un castañeteo.

La serpiente saltó como un resorte y mordió a Terry en la muñeca con un sonido que Ig oyó aunque estaba a casi un metro de distancia, el sonido que se hace al morder un trozo de carne. El teléfono voló por los aires, Terry gritó y al ponerse en pie se dio en la cabeza con el marco de hierro de la puerta. El impacto le hizo perder el equilibrio. Alargó las manos para evitar caer de bruces en el colchón mientras la mitad inferior de su cuerpo seguía fuera de la portezuela.

Los colmillos de la serpiente seguían clavados en su muñeca. Terry la agarró y tiró de ella y el animal le rasgó la muñeca y, tras retirar los colmillos, se enroscó y le atacó de nuevo, esta vez clavándole los dientes en la mejilla izquierda. Terry logró asirla y tirar de ella, y entonces la serpiente se hizo una bola y le mordió por tercera vez, como un boxeador golpeando un saco en el gimnasio.

Terry sacó el cuerpo de la trampilla y cayó al suelo de rodillas, sujetando a la serpiente a la altura de la cola. La levantó en el aire y la lanzó contra el suelo, como cuando se golpea un felpudo con una escoba para sacudirle el polvo. El cemento se cubrió de sangre y sesos de serpiente. Terry alejó la serpiente de sí y ésta rodó hasta quedar boca arriba, coleando frenéticamente contra el suelo. Poco a poco el ritmo descendió hasta que sólo movía la cola suavemente atrás y adelante, y se detuvo por completo.

Terry estaba arrodillado junto a la puerta del horno con la cabeza inclinada, como un hombre orante, un devoto penitente en la iglesia de la sagrada y perpetua chimenea. Los hombros le subían y bajaban con cada respiración.

– Terry -consiguió decir Ig.

Pero Terry no levantó la cabeza para mirarle. Si le oía -e Ig no estaba seguro de que así fuera-, no podía responder. Necesitaba concentrarse en llenar otra vez los pulmones de oxígeno. Si estaba teniendo un shock anafiláctico, entonces había que ponerle inmediatamente una inyección de epinefrina, de lo contrario, los tejidos de la garganta, al hincharse, le asfixiarían.

El teléfono de Glenna estaba en algún lugar del horno, a escasos metros de él, pero no sabía dónde lo había dejado caer Terry y no quería arrastrarse por todo el lugar mientras Terry se ahogaba. Se sentía muy débil y no estaba seguro de poder siquiera subir hasta la portezuela, a menos de un metro del suelo. En cambio el bidón de gasolina estaba fuera.

Sabía que ponerse en movimiento sería lo más duro y sólo el hecho de pensar en intentar volverse de costado encendió amplias e intricadas redes de dolor en el hombro y la entrepierna, cien fibras ardiendo. Cuanto más lo pensara, peor sería. Se giró hacia un lado y fue como si tuviera una ganzúa hundida en el hombro y alguien la estuviera retorciendo, empalándole poco a poco. Gritó -no supo que era capaz de gritar hasta ese momento- y cerró los ojos.

Cuando se le pasó el mareo, alargó el brazo bueno, lo apoyó en el suelo y empujó, levantándose unos centímetros. Después volvió a gritar. Intentó darse impulso hacia delante con las piernas, pero no sentía los pies, no sentía nada por debajo del dolor intenso y persistente de las rodillas. Tenía la falda empapada de sangre. Probablemente se había echado a perder.

– Y era mi preferida -susurró con la nariz aplastada contra el suelo-. La que pensaba ponerme para el baile.

Después se rió, una risa áspera y seca que le pareció especialmente desquiciada.

Se irguió unos centímetros más ayudándose de la otra mano y una vez más los cuchillos se clavaron en su hombro izquierdo y el dolor le irradió al pecho. La puerta no parecía más cerca y casi rió ante la aparente futilidad de todo aquello. Se arriesgó a mirar a su hermano, quien seguía arrodillado ante la portezuela, pero la cabeza se le había caído de modo que casi tocaba las rodillas. Desde donde estaba, Ig ya no podía ver lo que ocurría en el interior de la chimenea. Sólo veía la puerta entreabierta y la luz temblona de las velas colándose por ella y…

… había una puerta por la que se colaba una luz temblona.

Estaba muy borracho. No había estado tan borracho desde la noche en que habían matado a Merrin y quería estarlo todavía más. Había orinado sobre la virgen María, había orinado sobre la cruz. Se había orinado copiosamente los pies y se había reído de ello. Con una mano se subía los pantalones y mantenía la cabeza inclinada hacia atrás para intentar beber directamente de la botella cuando la vio, apoyada sobre las ramas enfermas de un viejo árbol seco. Era la parte de debajo de la casa del árbol, a unos cinco metros del suelo, y distinguió el amplio rectángulo de la trampilla de entrada, resaltado por una luz tenue y vacilante que se asomaba por los bordes. Las palabras escritas en la puerta apenas se distinguían en la oscuridad: «Bienaventurado el que traspase el umbral».

– Oooooh -dijo Ig distraído mientras ponía el corcho a la botella y la dejaba caer-. Ahí estás. Ya te veo ahí arriba.

La casa del árbol de la imaginación le había engañado a base de bien -a él y a Merrin, a los dos- escondiéndose de su vista todos aquellos años. Nunca antes había estado allí ni tampoco la había visto las otras veces que había ido a visitar aquel lugar después de que mataran a Merrin. O tal vez siempre estuvo allí, pero él, no se encontraba en la disposición mental adecuada para verla.

Subiéndose la cremallera con una mano, se balanceó y empezó a avanzar…

… unos centímetros más por el suelo de cemento. No quería levantar la cabeza para comprobar cuánto había avanzado, temía descubrir que seguía tan lejos de la puerta como unos minutos antes. Alargó el brazo derecho y entonces…

… se agarró a la rama más baja y empezó a trepar. Su pie resbaló y tuvo que asirse con fuerza a una rama para no caer. Esperó a que se le pasara el mareo con los ojos cerrados, con la sensación de que el árbol estaba a punto de caerse con él encima. Después se recuperó y continuó subiendo con la temeridad que da el exceso de alcohol. Muy pronto se encontró sobre una rama que estaba justo debajo de la trampilla y se dispuso a abrirla. Pero ésta tenía algo pesado encima y sólo golpeaba ruidosamente contra el marco.

Alguien habló suavemente desde dentro, una voz que conocía bien.

– ¿Qué ha sido eso? -chilló Merrin.

– ¡Eh! -gritó otra persona, una voz que conocía aún mejor, la suya propia. Desde el interior de la casa del árbol sonaba apagada y distante, pero aun asila reconoció de inmediato-. ¿Hay alguien ahí?

Por un momento fue incapaz de moverse. Ahí estaban al otro lado de la trampilla Merrin y él, los dos jóvenes, ilesos y completamente enamorados. Estaba allí y aún no era demasiado tarde para salvarlos de lo que estaba por venir, así que se levantó con determinación y empujó de nuevo la trampilla con los hombros…

… y abrió los ojos y miró perplejo a su alrededor. Llevaba un buen rato parpadeando, tal vez incluso diez minutos, y tenía el pulso lento y pesado. Antes el hombro izquierdo le ardía, pero ahora estaba frío y húmedo. El frío le preocupó; los cuerpos se enfrían al morir. Levantó la cabeza para orientarse y comprobó que estaba a menos de un metro de la puerta y de la caída de casi cuatro metros en la que no había querido pensar. El bidón de gasolina seguía allí, justo a la derecha. Sólo necesitaba salir por la puerta y…

… podía contarles lo que iba a ocurrir, avisarles. Podía decirle al Ig joven que debía amar mejor a Merrin, confiar en ella, permanecer a su lado, advertirle de que les quedaba poco tiempo de estar juntos. Empujó la trampilla una y otra vez, pero ésta se limitaba a levantarse unos milímetros y a encajarse de nuevo en el marco.

– ¡Parad de una puta vez! -gritó el joven Ig desde dentro de la casa del árbol.

Ig se preparó para embestir una vez más la trampilla y entonces se detuvo, acordándose de cuando estaba al otro lado de la puerta.

Le había dado miedo abrir la trampilla y sólo reunió el suficiente valor para hacerlo cuando aquella cosa que les esperaba fuera dejó de intentar entrar a la fuerza. Y cuando la abrió no había nadie, no había nada fuera.

– Si hay alguien ahí… -dijo el joven Ig desde dentro-, ya te has divertido lo suficiente. Estamos asustados, lo has conseguido. Vamos a salir.

Escuchó cómo apartaban la butaca que obstruía la puerta e Ig empujó la trampilla desde debajo en el momento preciso en que el joven Ig la abría de golpe. Ig creyó ver la sombra fugaz de dos amantes saltando a su lado, pero era sólo un efecto de la luz de las velas, que conferían brevemente vida a la oscuridad.

Había olvidado apagar las velas y cuando metió la cabeza por la puerta abierta vio que seguían encendidas, así que…

… metió la cabeza por la abertura y entró. Dio en el suelo con los hombros y una descarga eléctrica, una explosión, le recorrió el brazo derecho, haciéndole pensar que se lo había fragmentado, roto en pedazos por la fuerza de la detonación. Encontrarían partes de él colgando de los árboles. Rodó hasta situarse de espaldas y abrió bien los ojos.

El mundo temblaba por efecto del impacto y un zumbido átono le llenaba los oídos. Cuando miró el cielo nocturno, fue como ver el final de una película muda: un círculo negro que empezaba a encogerse, a cerrarse sobre sí mismo, borrando el resto del mundo, dejándole…

… solo en la oscuridad de la casa del árbol.

Las velas se habían derretido hasta quedar reducidas a cabos de vela amorfos. La cera había formado columnas gruesas y brillantes, ocultando casi por completo al demonio agazapado a los pies de la menorá. La llama de luz proyectaba sombras por la habitación. La butaca manchada de moho estaba a la izquierda de la trampilla abierta. Las sombras de las figuras de porcelana temblaban en las paredes, los dos ángeles del Señor y el alienígena. La virgen María estaba caída de lado, tal y como recordaba haberla dejado.

Ig miró a su alrededor. Sólo unas cuantas horas, no años, habían transcurrido desde que estuvo en aquella habitación por última vez.

– ¿Qué sentido tiene? -preguntó. Al principio pensó que estaba hablando consigo mismo-. ¿Por qué traerme aquí si no puedo ayudarles?

Mientras hablaba se sentía más y más furioso. Sentía tensión en el pecho, una extraña opresión. Algunas de las velas humeaban y la habitación olía a cera derretida.

Tenía que haber una razón, algo que se suponía que debía hacer, encontrar. Tal vez algo que habían dejado allí olvidado. Miró la mesa con las figuras de porcelana y reparó en que el pequeño cajón estaba abierto unos milímetros. Caminó hasta él y lo abrió pensando que dentro habría algo, algo que pudiera usar, que le diera alguna información. Pero no había nada, a excepción de una caja de cerillas rectangular. Un diablo negro saltaba en la tapa con la cabeza echada hacia atrás, riendo. Tenía escritas las palabras «Cerillas Lucifer» en tipografía florida y decimonónica. La cogió y la miró fijamente, después cerró el puño como queriendo estrujarla. Pero no lo hizo. En lugar de ello permaneció allí con las cerillas en la mano observando las figurillas de porcelana… hasta que sus ojos repararon en el trozo de tela debajo de ellas.

La última vez que había estado en la casa del árbol, cuando Merrin aún estaba viva y el mundo era un lugar bueno, las palabras escritas en la tela estaban en hebreo y no había comprendido lo que significaban. Pero a la luz temblorosa de las velas las floridas letras negras bailaban como sombras fijadas mágicamente a un papel, desplegando un sencillo mensaje:


LA CASA DEL ÁRBOL DE LA IMAGINACIÓN

EL ÁRBOL DEL BIEN Y DEL MAL

VIEJA CARRETERA DE LA FUNDICIÓN, 1

GIDEON, NEW HAMPSHIRE, 03880


REGLAS Y SALVEDADES:

COGE LO QUE QUIERAS MIENTRAS ESTÉS AQUÍ

LLÉVATE LO QUE NECESITES AL MARCHAR

DI «AMÉN» AL SALIR

NO ESTÁ PROHIBIDO FUMAR

L. MORNINGSTAR, PROPIETARIO


Ig no estaba seguro de comprender aquello tampoco ahora, aunque era capaz de leerlo. Lo que quería es a Merrin y nunca la recuperaría y, a falta de eso, lo único que deseaba era quemar aquel puto lugar, y como no estaba prohibido fumar, antes de darse cuenta había barrido la mesa con una mano, derribando la menorá encendida y las figuras de porcelana. El alienígena se tambaleó y rodó hasta el suelo. El ángel que tocaba la trompeta, el que se parecía a Terry, cayó en el cajón entreabierto. El segundo ángel, el que estaba junto a la virgen María con aire de fría superioridad, cayó sobre la mesa con un golpe seco y su cabeza altanera se desprendió del cuerpo.

Ig se volvió furioso…

… y vio el bidón de gasolina donde lo había dejado, apoyado contra la pared de piedra, a la derecha de la entrada. Se arrastró a través de un frondoso matorral y alargó la mano hasta tocar la lata con un sonido metálico y un chapoteo. Encontró el asa y la agarró. Le sorprendió comprobar que pesaba mucho, como si estuviera llena de cemento líquido. Palpó la parte de arriba en busca de las cerillas Lucifer y las colocó a un lado.

Permaneció inmóvil unos segundos, haciendo acopio de fuerzas para el acto final. Los músculos de su brazo derecho temblaban y no estaba seguro de poder llevar a cabo lo que necesitaba hacer. Por último decidió que estaba preparado para intentarlo y, con gran esfuerzo, levantó el bidón y le dio la vuelta.

La gasolina cayó sobre él como una lluvia vaporosa y brillante. La sintió en el hombro herido con un repentino escozor. Gritó, y un hongo de humo gris salió de sus labios. Los ojos le lloraban. El dolor era tan insoportable que tuvo que tirar el bidón y doblarse. Temblaba de pies a cabeza, enfundado en aquella ridícula falda azul, con unas sacudidas violentas que amenazaban con convertirse en convulsiones. Movió a tientas la mano derecha sin saber muy bien qué buscaba hasta que encontró la caja de cerillas Lucifer en el suelo.

El cri-cri de los grillos y el zumbido de los motores de los coches que circulaban por la autopista en la noche de agosto llegaban muy débilmente. La mano temblona dejó escapar varias cerillas. Cogió una de las pocas que quedaban y la pasó por la tira de lija de la caja. Se prendió con una chispa blanca.

Las velas se habían caído al suelo y habían rodado en varias direcciones. La mayoría seguían encendidas. El alienígena de caucho gris descansaba sobre una de ellas y una lengua blanca de fuego le derretía y ennegrecía uno de los lados de la cara. Uno de los ojos negros ya se había fundido, dejando en su lugar una cuenca vacía. Tres velas más habían terminado junto a la pared, bajo la ventana, cuyas cortinas de color blanco inmaculado ondeaban suavemente con la brisa de agosto.

Ig agarró las cortinas y tiró de ellas hasta arrancarlas de la ventana. Después las acercó a las velas encendidas. El fuego trepó por el nailon hasta amenazar con quemarle las manos. Las dejó caer sobre la butaca.

Algo chisporroteaba y crujía bajo sus pies, como si hubiera pisado una bombilla. Miró al suelo y se dio cuenta de que había pisado el diablo de porcelana. El cuerpo estaba hecho añicos pero la cabeza seguía intacta, rebotando en el suelo de tablones. Esgrimía una sonrisa demente, mordiéndose la perilla.

Ig se agachó y recogió la cabeza del suelo. Permaneció allí, en la casa del árbol en llamas, examinando las facciones corteses y apuestas de Satán, las pequeñas agujas que hacían las veces de cuernos. Lenguas de fuego trepaban por las paredes y el humo negro se acumulaba bajo el techo. Las llamas devoraron la butaca y la mesa. El pequeño diablo parecía mirarle con placer, con aprobación. Sentía respeto por un hombre capaz de provocar un buen incendio. Pero la labor de Ig había terminado y era el momento de pasar a otra cosa. El mundo estaba lleno de incendios esperando que alguien los provocara.

Hizo rodar la figurilla unos instantes entre los dedos y después la colocó de nuevo en la mesa pequeña. Cogió la virgen María, besó su pequeño rostro y dijo: «Adiós, Merrin». La puso de pie.

Cogió el ángel que había estado frente a ella. La expresión de su cara antes había sido autoritaria e indiferente, una cara de mírame y no me toques, yo soy más santo que nadie, pero ahora había perdido la cabeza. Ig se la colocó en su sitio, pensó que María estaría mejor con alguien que tenía pinta de saber divertirse.

El humo le quemaba los pulmones y le hacía llorar. Notaba la piel tirante por el calor; tres copas de fuego. Se dirigió hacia la trampilla, pero antes de salir la levantó parcialmente para leer lo que estaba escrito dentro; recordaba muy bien que había algo escrito con pintura blanca: «Bienaventurado serás al salir». Sintió deseos de reír, pero no lo hizo y en lugar de ello pasó la mano por la suave madera de la trampilla y dijo: «Amén». Después salió.

Con los pies apoyados en la ancha rama que estaba justo debajo de la trampilla se detuvo para echar un último vistazo a su alrededor. La habitación era el ojo de un huracán de fuego y los nudos de la madera chisporroteaban con el calor. La butaca rugía y silbaba. Con todo, se sentía satisfecho consigo mismo. Sin Merrin, aquel lugar ardía. Y por lo que a él respectaba, lo mismo podía hacer el resto del mundo.

Cerró la trampilla y empezó a bajar cuidadosamente por el árbol. Necesitaba descansar.

No. Lo que en realidad necesitaba era echar la mano al cuello de la persona que se había llevado a Merrin de su lado. ¿Qué decía aquel trozo de tela en la casa del árbol de la imaginación? Que se llevara lo que necesitara al salir. Así que aún había esperanza.

Se detuvo una sola vez, a medio camino del descenso, para recostarse contra el tronco del árbol y restregarse con las palmas de las manos las sienes, donde empezaba a acumularse un dolor sordo y peligroso, una sensación de presión, como si algo puntiagudo estuviera a punto de rasgarle la carne. Dios, si ya se sentía así ahora, no quería ni pensar en el resacón del día siguiente.

Suspiró sin reparar en el pálido humo que salía de su nariz y continuó bajando por el árbol, mientras sobre su cabeza el cielo ardía.

Miró la cerilla encendida durante exactamente dos segundos -tres…, dos…, uno…- hasta que el fuego bajó por sus dedos, entró en contacto con la gasolina e Ig estalló en llamas con un fluosss y un siseo hasta explotar como un gigantesco petardo.

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