Capítulo 5

Condujo. No pensó adonde y durante un rato no importó.

Bastaba con seguir moviéndose.

Si había un lugar en el mundo que pudiera considerar su hogar, era su coche, su Gremlin AMC de 1972. El apartamento era de Glenna. Ya vivía allí antes de que él se mudara y seguiría haciéndolo cuando terminaran, cosa que parecía que estaba ocurriendo ahora. Durante un tiempo había vuelto a casa de sus padres, inmediatamente después del asesinato de Merrin, pero no se sintió en casa, ya no pertenecía a ese lugar. Lo único que le quedaba ahora era el coche, que era un vehículo pero también un lugar donde vivir, el espacio donde había transcurrido gran parte de su vida, momentos buenos pero también malos.

Los buenos: hacer el amor con Merrin dentro de él, golpeándose la cabeza con el techo y la rodilla con la palanca de cambios. Los amortiguadores traseros estaban gastados y chirriaban con las sacudidas del coche, un sonido que obligaba a Merrin a morderse el labio para no reírse mientras tenía a Ig entre las piernas. Los malos: la noche en que Merrin fue violada y asesinada junto a la vieja fundición mientras él estaba durmiendo la mona en el coche, odiándola en sueños.

El Gremlin había sido su refugio cuando no tenía adonde ir, cuando no había nada que hacer excepto conducir por Gideon, deseando que algo ocurriera. Las noches en que Merrin tenía que trabajar o estudiar se dedicaba a dar vueltas con su mejor amigo, el alto, delgado y medio ciego Lee Tourneau. Solían conducir hasta el río, donde a veces había una hoguera y gente que conocían, un par de camionetas aparcadas en el malecón, una nevera llena de Coronitas. Se sentaban en el capó del coche y observaban las chispas del fuego elevarse y desaparecer en la noche, las llamas reflejándose en las oscuras y rápidas aguas. Hablaban sobre formas chungas de morir, un tema de conversación que se les antojaba de lo más normal, allí aparcados tan cerca del río Knowles. Ig opinaba que lo peor era morir ahogado, y lo sabía por experiencia. El río le había engullido una vez y le había empujado hacia el fondo, metiéndose en su garganta. Y había sido precisamente Lee Tourneau quien se tiró a salvarlo. Lee opinaba que había una forma peor de morir y que Ig carecía de imaginación. Morir quemado era muchísimo peor que morir ahogado, se mirara por donde se mirara. Pero, claro, es que él había tenido una mala experiencia con un coche en llamas. Así que ninguno hablaba por hablar.

Las mejores noches eran las que pasaban en el Gremlin los tres, Merrin, Lee y él. Lee se metía como podía en el asiento trasero -era galante por naturaleza y siempre dejaba que Merrin se sentara delante con Ig- y después se tumbaba con el dorso de la mano apoyado en la frente, cual Oscar Wilde tendido en su diván, haciéndose el deprimido. Solían ir al autocine Paradise a beber cerveza mientras veían cómo unos locos con caretas de hockey perseguían a adolescentes semidesnudos y les degollaban con una sierra mecánica entre vítores y toques de claxon. Merrin llamaba a estas salidas «citas dobles»; Ig la tenía a ella y Lee tenía su mano derecha. Para Merrin, gran parte de la diversión de salir con los dos era meterse con Lee, pero la mañana en que la madre de éste murió, Merrin fue la primera en ir a su casa y abrazarle mientas lloraba.

Por un brevísimo instante consideró la posibilidad de ir a ver a Lee. Le había salvado en una ocasión; tal vez podría hacerlo de nuevo. Pero entonces se acordó de lo que le había contado Glenna una hora antes, aquella cosa horrible que le había confesado mientras se comía los donuts. Me dejé llevar y le hice una mamada; allí mismo, delante de dos tíos que nos estaban mirando. Trató de sentir lo que se suponía que debería sentir: intentó odiarles a los dos, pero no lo consiguió, ni siquiera un poco. Tenía otros problemas más importantes. Dos problemas que le crecían en la cabeza.

Y además, no era como si Lee le hubiera dado una puñalada por la espalda, robándole a su amada delante de sus propias narices. No estaba enamorado de Glenna y tampoco pensaba que ella estuviera -o lo hubiera estado alguna vez- enamorada de él, y en cambio Glenna y Lee tenían un pasado juntos, habían sido novios hacía mucho tiempo.

Con todo, no era lo que uno le haría a un amigo, pero lo cierto es que él y Lee ya no eran amigos. Después de que mataran a Merrin, Lee había excluido, sin animadversión declarada, como si tal cosa, a Ig de su vida. En los días siguientes a que encontraran el cuerpo de Merrin había habido algunos gestos de solidaridad, pero ninguna promesa de que Lee estaría a su lado, ninguna sugerencia de quedar. Después, en las semanas y los meses que siguieron Ig se dio cuenta de que siempre era él quien llamaba a Lee y nunca al revés, y de que éste no se esforzaba demasiado por mantener una conversación. Lee siempre había hecho gala de cierto desapego emocional, de modo que era posible que Ig no se hubiera dado cuenta al principio de hasta qué punto le habían dejado tirado. Transcurrido un tiempo, sin embargo, las constantes excusas de Lee para no quedar con él empezaron a cobrar significado. Puede que Ig no fuera muy bueno interpretando las intenciones de los demás, pero siempre se le habían dado bien las matemáticas. Lee era ayudante de un congresista de New Hampshire y no podía relacionarse con el principal sospechoso de un crimen sexual. No hubo peleas ni situaciones incómodas. Ig comprendió y lo dejó estar. Lee -el pobre, el mutilado, el estudioso y solitario Lee- tenía un futuro e Ig no.

Tal vez porque se había puesto a pensar en el banco de arena, terminó aparcado cerca de Knowles Road, en el arranque del puente de Old Fair Road. Si estaba buscando un sitio donde ahogarse, no podría haber encontrado otro mejor. El banco de arena se adentraba más de treinta metros en la corriente antes de desaparecer en las aguas profundas, rápidas y azules. Podría llenarse los bolsillos de piedras y meterse dentro. También podía subir al puente y saltar. Para asegurarse, bastaría con lanzarse hacia las rocas en lugar de hacia el río. Sólo de pensar en el golpe se estremeció de dolor. Salió, se sentó en el capó y escuchó el zumbido de los camiones que se dirigían hacia el sur sobre su cabeza.

Había estado allí muchas veces. Como la vieja fundición de la autopista 17, el malecón era un destino al que iba gente demasiado joven para tener un destino. Recordó una de las veces que había estado con Merrin, y cómo les había sorprendido la lluvia y se habían refugiado bajo el puente. Entonces estaban en el instituto. Ninguno de los dos conducía y no tenían un coche en el que meterse. Así que compartieron una cesta mojada de almejas fritas sentados en la cuesta de piedra y matojos bajo el puente. Hacía tanto frío que podían verse el aliento y él envolvió las manos frías y mojadas de ella con las suyas.

Ig había encontrado un periódico de dos días atrás y cuando se cansaron de simular que lo leían, Merrin dijo que deberían hacer algo especial con él. Algo que levantara los ánimos a cualquiera que mirara al río bajo la lluvia. Corrieron colina arriba, bajo la llovizna, a comprar velas de cumpleaños en el Seven Eleven y después corrieron de vuelta. Merrin le enseñó a hacer barcos con las páginas del periódico, encendieron las velas, las metieron dentro y después los botaron, uno a uno, bajo la lluvia y el cielo del atardecer: una larga cadena de pequeñas llamas brillando serenas en la húmeda oscuridad.

– Juntos somos algo grande -le dijo ella pegando tanto sus fríos labios al lóbulo de la oreja de él que su aliento a almeja le hizo estremecerse. Merrin temblaba con un ataque de risa.

– Merrin Williams e Iggy Perrish convirtiendo el mundo en un lugar mejor, barco de papel tras barco de papel.

No vio o no quiso ver cómo los barcos se empapaban con el agua de lluvia y se iban hundiendo a menos de cien metros de la orilla, con las velas extinguiéndose una a una.

Recordar aquel momento y cómo era él cuando estaban juntos hizo detenerse el remolino de pensamientos desbocados que bullía en su cabeza. Quizá por primera vez en todo el día se sintió capaz de hacer inventario y reflexionar sin ser presa del pánico sobre lo que le estaba ocurriendo.

Consideró de nuevo la posibilidad de haber sufrido una ruptura con la realidad, de que todo lo que había experimentado a lo largo de aquel día fuera producto de su imaginación. No sería la primera vez que confundiera fantasía con realidad y sabía por experiencia que era especialmente dado a extrañas alucinaciones religiosas. No olvidaba aquella tarde que pasó en la casa del árbol de la imaginación. En ocho años raro había sido el día en que no había pensado en ello. Claro que si la casa del árbol había sido una fantasía -y ésa era la única explicación posible-, había sido una fantasía compartida. Él y Merrin habían descubierto juntos aquel lugar y lo que ocurrió en él era uno de los hilos secretos que los mantenían unidos, algo sobre lo que estrujarse los sesos cuando se aburrían yendo a algún lado en coche o en mitad de la noche después de que les hubiera despertado una tormenta y no consiguieran volver a dormirse.

– Sé que es posible que varias personas tengan la misma alucinación -dijo una vez Merrin-. Sólo que nunca pensé que pudiera pasarme a mí.

El problema de pensar que los cuernos no eran más que una alucinación persistente e inquietante, un ataque de locura que llevaba tiempo amenazando con sobrevenirle, era que no tenía más remedio que enfrentarse a la realidad que tenía delante. De nada servía decirse que estaba todo en su cabeza si continuaba sucediendo. No hacía falta que se lo creyera; no creérselo no cambiaba las cosas. Los cuernos seguían allí cada vez que levantaba la mano para tocarlos. Incluso si no se los tocaba, notaba la fría brisa de la ribera del río en las puntas, doloridas y sensibles. Tenían la solidez convincente y concreta del hueso.

Perdido en sus pensamientos, no oyó el coche de policía que se acercaba colina abajo hasta que se detuvo detrás del Gremlin y el conductor puso en marcha brevemente la sirena. El corazón le dio un vuelco y se volvió con rapidez. Uno de los policías se asomaba por la ventanilla desde el asiento del pasajero del coche.

– ¿Qué pasa contigo, Ig? -dijo el poli, que no era cualquier poli, sino que se llamaba Sturtz.

Llevaba una camisa de manga corta que dejaba ver sus brazos musculosos de piel bronceada por la continua exposición al sol. Era una camisa ajustada y Sturtz era un hombre atractivo. Con su pelo rubio peinado por el viento y los ojos ocultos detrás de unas gafas de espejo parecía salido de un anuncio de cigarrillos.

Su compañero, Posada, al volante, intentaba presentar el mismo aspecto, pero sin mucho éxito. Era demasiado delgado y la nuez le sobresalía más de la cuenta. Ambos llevaban bigote, pero el de Posada era fino y ligeramente ridículo, y le daba un aspecto de maître francés en una comedia de Cary Grant.

Sturtz sonrió. Siempre se alegraba de verle. Ig nunca se alegraba de ver a un agente de policía, pero ponía especial cuidado en evitar a Sturtz y a Posada, quienes, desde la muerte de Merrin, habían tomado la costumbre de seguirle, haciéndole parar si conducía a tres kilómetros por encima del límite de velocidad y registrando su coche, multándole por tirar basura, por estar sin hacer nada, por vivir.

– Nada nuevo. Sólo estoy aquí de pie -contestó.

– Llevas ahí de pie media hora -le dijo Posada mientras su compañero salía del coche-. Hablando solo. La mujer que vive ahí abajo ha hecho entrar en casa a sus hijos porque la estabas asustando.

– Pues imagínate si llega a saber quién es -dijo Sturtz-. Nuestro querido vecino pervertido sexual y sospechoso de asesinato.

– En su defensa hay que decir que no ha asesinado a ningún niño.

– Todavía no -dijo Sturtz.

– Ya me voy -dijo Ig.

– Tú te quedas -dijo Sturtz.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Posada.

– Quiero trincarle por algo.

– ¿Por qué?

– No sé. Lo que sea. Quiero encasquetarle algo. Una bolsa de coca, un arma sin licencia, cualquier cosa. Es una pena que no tengamos nada. Estoy deseando cargarle un marrón.

– Cuando hablas así me dan ganas de plantarte un beso en los morros -dijo Posada.

Sturtz asintió, en apariencia indiferente a tal declaración de amor. Entonces fue cuando Ig se acordó de los cuernos. Ya estaban otra vez, como con el médico y la enfermera, como con Glenna y con Allie Letterworth.

– Lo que de verdad me apetece -dijo Sturtz- es trincarle por algo y que se resista. Tener una excusa para partirle los dientes a ese desgraciado.

– Sí, me encantaría verte hacerlo -dijo Posada.

– ¿Tenéis idea de lo que estáis diciendo? -preguntó Ig.

– No -contestó Posada.

– Más o menos -dijo Sturtz, y guiñó los ojos como si estuviera intentando leer algo de lejos-. Estamos hablando de si deberíamos detenerte sólo para divertirnos un rato, pero no sé por qué.

– ¿No sabes por qué queréis detenerme?

– Sí, eso sí lo sé. Lo que quiero decir es que no sé por qué estamos hablando de ello. No es algo que discutamos normalmente.

– ¿Por qué queréis detenerme?

– Por la cara de maricón que tienes siempre. Esa cara de maricón me cabrea, porque no me gustan los mariposones -le dijo Sturtz.

– Y yo tengo ganas de trincarte porque puede que te resistas y entonces Sturtz te hará agacharte sobre el capó y te pondrá las esposas -dijo Posada-. Eso me dará algo en qué pensar esta noche mientras me hago una paja, sólo que os imaginaré desnudos.

– ¿Así que no es porque penséis que maté a Merrin? -preguntó Ig.

Sturtz dijo:

– No, ni siquiera creemos que lo hicieras. Eres demasiado gallina. Habrías confesado.

Posada rió. Sturtz añadió:

– Apoya las manos en el techo del coche. Quiero echar un vistazo. Voy a mirar en la parte de atrás.

Fue un alivio poder apartar la vista de ellos y estirar los brazos para apoyar las manos en el techo del coche. Posó la frente contra el cristal de la ventanilla del pasajero y su frescor lo calmó.

Sturtz caminó hasta el maletero del coche y Posada se quedó detrás de Ig.

– Necesito las llaves -dijo Sturtz.

Ig levantó la mano del techo del coche y se dispuso a sacarlas del bolsillo.

– Mantén las manos sobre el coche -dijo Posada-. Yo las cogeré. ¿En qué bolsillo?

– El derecho -dijo Ig.

Posada deslizó una mano en el bolsillo de Ig y metió un dedo en el llavero. Sacó las llaves y se las tiró a Sturtz. Éste las agarró al vuelo y abrió el maletero.

– Me gustaría meterte otra vez la mano en el bolsillo -dijo Posada-. Y dejarla ahí. No sabes qué esfuerzo me cuesta no abusar del poder que me da ser policía en estas situaciones. Nunca imaginé hasta qué punto mi trabajo consistiría en poner las esposas a tíos macizos semidesnudos. Y tengo que admitir que no siempre he sido bueno.

– Posada -dijo Ig-, en algún momento deberías hacer saber a Sturtz lo que sientes por él.

Al decirlo sintió un dolor pulsátil en los cuernos.

– Ah, ¿sí? -preguntó Posada. Parecía sorprendido, pero también curioso-. A veces lo he pensado, pero luego… estoy seguro de que me partiría la cara.

– De eso nada. Estoy convencido de que está deseando que lo hagas. ¿Por qué crees que se deja siempre el primer botón de la camisa sin abrochar?

– Sí, ya me había dado cuenta de que siempre lo lleva abierto.

– Deberías bajarle la cremallera y hacerle una mamada. Sorprenderle. Ponerle a cien. Probablemente está esperando a que des tú el primer paso. Pero no hagas nada hasta que yo me haya ido, ¿vale? Para algo así se necesita intimidad.

Posada se colocó las manos delante de la boca y exhaló, comprobando el olor de su aliento.

– Mierda -dijo-, hoy no me he lavado los dientes. -Después chascó los dedos-. Pero hay chicles en la guantera.

Se dio la vuelta y caminó deprisa hacia el coche de policía murmurando para sí.

La puerta del capó se cerró de un golpe y Sturtz regresó junto a Ig.

– Ojalá tuviera un motivo para arrestarte. Ojalá me hubieras puesto la mano encima. Podría mentir y decir que me has tocado. Que te me has insinuado. Siempre me has parecido medio maricón, con esos andares afeminados y esa mirada que parece que estás a punto de echarte a llorar. No me puedo creer que Merrin te dejara meterte en sus pantalones. Quien fuera que la violó seguramente le echó el primer buen polvo de toda su vida.

Ig se sentía como si se hubiera tragado una brasa de carbón encendida y se le hubiera quedado atascada, detrás del pecho.

– ¿Qué harías si un tío te tocara? -preguntó.

– Le metería la porra por el culo. A ver si le gustaba. -Se detuvo a pensar un momento y añadió-: A no ser que estuviera borracho. Entonces seguramente dejaría que me la mamara.

Hizo una nueva pausa antes de preguntar, con un tono de voz un tanto esperanzado:

– ¿Es que piensas tocarme para que así pueda meterte…?

– No -contestó Ig-. Pero creo que tienes razón en lo que dices de los gays, Sturtz. Hay que poner límites. Si dejas que un maricón te toque, pensará que tú también eres maricón.

– Ya sé que tengo razón, no necesito que me lo digas. Así que fin de la conversación. Te puedes largar. No quiero verte merodeando debajo de ningún puente nunca más. ¿Entendido?

– Sí.

– De hecho, sí quiero verte merodeando por aquí. Con drogas en la guantera. ¿Lo pillas?

– Sí.

– Vale, que quede claro. Ahora largo.

Sturtz dejó caer las llaves del coche de Ig en el suelo. Ig esperó a que se alejara antes de agacharse a recogerlas y se sentó al volante del Gremlin. Echó un último vistazo al coche de policía por el espejo retrovisor. Sturtz estaba sentado en el asiento del copiloto sujetando unos papeles con las dos manos y fruncía el ceño tratando de decidir qué escribir. Posada estaba girado en su asiento, con el rostro vuelto hacia su compañero y una expresión mezcla de deseo y glotonería. Se pasó la lengua por los labios y después agachó la cabeza, desapareciendo detrás del salpicadero y de su campo de visión.

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