Capítulo 34

Lee tenía la esperanza de pasar un rato con Merrin a última hora de la noche, pero acababan de dar las diez cuando entró en New Hampshire y reparó en que tenía un mensaje de voz del congresista. Éste le hablaba con su voz lenta, cansada y migrañosa y decía que esperaba que pudiera pasarse a verle a la mañana siguiente para comentar con él una noticia. La forma en que lo dijo le hizo pensar a Lee que en realidad le gustaría verle aquella noche, así que en lugar de salirse por la I-95 y conducir al oeste hacia Gideon, continuó hacia el norte y tomó la salida a Rye.

Las once. Detuvo el coche en el camino de entrada a la casa del congresista, hecho de conchas marinas trituradas. La casa, una amplia mansión georgiana con un pórtico de columnas, presidía media hectárea de césped inmaculado. Las gemelas del congresista estaban jugando al croquet con sus novios en el jardín delantero, a la luz de los focos. Lee bajó del Cadillac y permaneció junto a él viéndolas jugar, dos muchachas esbeltas y bronceadas con vestidos de verano, una de ellas inclinada sobre el mazo mientras su novio, situado detrás, a su espalda, se ofrecía a ayudarla como excusa para restregarse contra ella. Las risas de las muchachas flotaban en una aire con ligero olor a mar, y Lee se sintió de nuevo en su elemento.

Las hijas del congresista le adoraban y cuando le vieron subir por el camino de entrada corrieron directamente hacia él. Kaley le rodeó el cuello con los brazos y Daley le plantó un beso en la mejilla. Veintiún años, bronceadas y felices, pero ambas habían tenido problemas, silenciados en su momento: excesos con el alcohol, anorexia, una enfermedad venérea. Lee les devolvió el abrazo, bromeó con ellas y les prometió que se uniría a la partida de croquet si podía, pero su piel se estremeció al tocarlas. Parecían chicas sanas y puras, pero en realidad eran tan rancias como cucarachas recubiertas de chocolate; una de ellas masticaba un chicle de menta y Lee se preguntó si no lo haría para disimular olor a cigarrillos, a hierba o incluso a polla. No habría cambiado una noche de sexo con las dos a la vez por una con Merrin, que, en cierto modo, seguía estando limpia, todavía tenía el cuerpo de una virgen de dieciséis años. Sólo se había acostado con Ig, y conociendo a Ig como le conocía Lee, eso apenas contaba. Lo más probable es que hicieran el amor con una sábana colocada entre los dos.

La mujer del congresista le recibió en la puerta, una mujer menuda con el pelo canoso y labios finos congelados en una rígida sonrisa por efecto del bótox. Le tocó la muñeca. A todos les gustaba tocarle, a la mujer y a las hijas, también al congresista, como si Lee fuera un amuleto de la suerte, una pata de conejo. Y de hecho lo era, él lo sabía muy bien.

– Está en el estudio -le dijo-. Se alegrará mucho de verte. ¿Has sabido que te necesitaba?

– Sí. ¿Qué es? ¿Dolor de cabeza?

– Horrible.

– De acuerdo -dijo Lee-. No pasa nada. Ya está aquí el médico.

Sabía dónde estaba el estudio y se dirigió hacia él. Llamó a la puerta pero no esperó a que le invitaran a pasar y la abrió directamente. Todas las luces, excepto la del televisor, estaban apagadas, y el congresista estaba tumbado en el sofá con una toalla húmeda doblada sobre los ojos. En la televisión ponían Hotbouse. El volumen estaba al mínimo, pero Lee vio a Terry Perrish entrevistando a un británico escuálido con chaqueta de cuero negra, una estrella de rock quizá.

El congresista oyó la puerta, levantó una esquina del paño, vio a Lee y esbozó una media sonrisa. Después se colocó de nuevo la toalla sobre los ojos.

– Estás aquí -dijo-. Estuve a punto de no dejarte el mensaje. Sabía que te preocuparías y vendrías a verme esta noche y no quería molestarte un viernes por la noche. Ya te robo demasiado tiempo y deberías estar por ahí con alguna chica.

Empleaba el tono suave y afectuoso de un hombre en su lecho de muerte hablando a su hijo predilecto. No era la primera vez que Lee le oía hablarle así, ni la primera vez que le cuidaba durante una de sus migrañas. Los dolores de cabeza del congresista estaban directamente relacionados con la recaudación de fondos y los malos resultados de las encuestas, que últimamente habían llegado a manos llenas. Menos de doce personas en todo el estado lo sabían, pero a principios del año entrante el congresista iba a anunciar que se presentaba como candidato a gobernador frente a la titular en el cargo, que había obtenido una victoria aplastante en las últimas elecciones pero que desde entonces había perdido numerosos votos. Cada vez que la gobernadora subía tres puntos en las encuestas el congresista tenía que tomarse un ibuprofeno y echarse en la cama. Nunca antes había necesitado tanto el apoyo de Lee.

– Ése era el plan -dijo éste-. Pero me ha dado plantón y tú eres igual de guapo, así que lo comido por lo servido.

El congresista resolló de risa. Lee se sentó en la mesita baja, en diagonal a él.

– ¿Quién se ha muerto? -preguntó.

– El marido de la gobernadora -contestó el congresista.

Lee vaciló y después dijo:

– Espero que estés de broma.

El congresista levantó de nuevo la esquina del paño.

– Tiene esclerosis lateral amiotrófica. Se la acaban de diagnosticar. Mañana habrá rueda de prensa y la semana que viene hacen veinte años de casados. ¿Qué te parece?

Lee había venido preparado para oír hablar de pésimos números en las encuestas internas, o de que el Portsmouth Herald iba a publicar alguna historia fea sobre el congresista (o sus hijas; de ésas había habido ya unas cuantas). Pero ésta necesitó unos segundos para procesarla.

– Dios -dijo.

– Y que lo digas. La cosa empezó porque le temblaba un pulgar, pero ahora son las dos manos. Por lo visto la enfermedad ha progresado bastante rápido. No sabes nada de ella, ¿verdad?

– No, señor.

Se quedaron en silencio mirando el televisor.

– El padre de mi mejor amigo en el colegio la tenía -dijo el congresista-. El pobre hombre se pasaba el día sentado en una butaca frente al televisor, temblando como un flan y hablando como si el Hombre Invisible estuviera estrangulándole. No sabes qué pena me daba. No quiero ni pensar en cómo me sentiría si una de mis hijas cayera enferma. ¿Quieres rezar conmigo por ellas, Lee?

No te imaginas lo poco que me apetece, pensó Lee. Pero se arrodilló al lado de la mesita, juntó las manos y esperó. El congresista se arrodilló junto a él e inclinó la cabeza. Lee cerró los ojos para concentrarse y pensar en la noticia sobre la gobernadora. Para empezar, subirían sus índices de aprobación. Las tragedias personales siempre se traducían en unos cuantos miles de votos. En segundo lugar, la atención sanitaria había sido siempre uno de los puntos fuertes de su programa, y esta noticia le vendría al pelo para convertir la campaña en algo personal. Por último, ya era lo suficientemente duro presentarse contra una mujer y no parecer chovinista o machista, pero enfrentarse a una que encima estaba cuidando heroicamente de su marido enfermo ¿qué consecuencias tendría sobre la campaña? Dependería tal vez de los medios de comunicación, del enfoque que decidieran dar a la noticia. Pero ¿había algún enfoque posible que no terminara dando ventaja a la gobernadora? Tal vez. Lee decidió que al menos había una posibilidad por la que valía la pena rezar, al menos una forma de arreglar aquello.

Después de un rato el congresista suspiró, dando por terminado el tiempo de oración. Siguieron arrodillados el uno junto al otro en amigable silencio.

– ¿Crees que no debería presentarme? -preguntó el congresista-. ¿Por una cuestión de decencia?

– Que su marido esté enfermo es una cosa -dijo Lee-, pero su programa político es otra bien distinta. No se trata de ella, sino de los votantes del estado.

El congresista se estremeció y dijo:

– Me siento avergonzado sólo de pensarlo. Como si lo único que importara fuera mi ambición política. El pecado de soberbia, Lee, el pecado de soberbia.

– No podemos saber lo que va a pasar. Tal vez decida retirarse para cuidar de su marido y no se presente a las elecciones. En ese caso, mejor tú que ningún otro candidato.

El congresista se estremeció de nuevo.

– No deberíamos hablar así. Al menos no esta noche, no me parece ético. Se trata de la salud, de la vida de un hombre, y si decido o no presentarme a gobernador carece por completo de importancia comparado con eso.

Se meció hacia delante mirando fijamente el televisor. Se pasó la lengua por los labios y dijo:

– Si decide retirarse, tal vez sería una irresponsabilidad no presentarme.

– Desde luego -dijo Lee-. ¿Te imaginas que no te presentas y sale elegido Bill Flores? Enseguida empezarían a impartir educación sexual en las escuelas infantiles, a repartir condones a niños de seis años. A ver, que levante la mano el que sepa deletrear «sodomía».

– Para -dijo el congresista, pero se reía-. Eres malo.

– De todas maneras no piensan anunciarlo hasta dentro de cinco meses -dijo Lee-. Y en un año pueden pasar muchas cosas. La gente no va a votarla sólo porque su marido esté enfermo. Una esposa enferma no ayudó a John Edwards en su estado. En todo caso le perjudicó. Daba la impresión de que anteponía su carrera política a la salud de su mujer.

Ya le daba vueltas a la idea de que podría causar peor impresión una mujer dando discursos mientras su marido tenía espasmos en una silla de ruedas junto al estrado. Sería una mala imagen y ¿de verdad la gente votaría para seguir viendo ese espectáculo durante dos años más por televisión?

– La gente vota guiada por el programa político y no por las simpatías personales.

Vaya mentira. La gente votaba según lo que le dictaban sus instintos. Por ahí había que enfocarlo entonces. Usar de modo indirecto al marido para presentar a la gobernadora como una esposa fría y poco fina. Todo tenía solución.

– Para cuando empieces tu campaña la novedad de la noticia se habrá pasado y la gente estará deseando cambiar de tema.

Pero Lee no estaba seguro de que el congresista le prestara atención. Miraba la televisión con los ojos entrecerrados. Terry Perrish estaba hundido en su butaca haciéndose el muerto, con la cabeza inclinada en un ángulo antinatural. Su invitado, el cantante de rock inglés escuálido con la chaqueta de cuero negra, le hacía el signo de la cruz.

– ¿Terry Perrish no era amigo tuyo?

– Más bien su hermano, Ig. Son gente estupenda, la familia Perrish. Me ayudaron mucho en mi adolescencia.

– No los conozco personalmente.

– Creo que son más bien demócratas.

– La gente vota a sus amigos antes que a un partido -dijo el congresista-. Tal vez todos podríamos ser amigos.

Le dio a Lee un golpe en el hombro, como si acabara de ocurrírsele una idea; parecía haberse olvidado de la migraña.

– ¿No estaría bien anunciar mi candidatura a gobernador en el programa de Terry Perrish el año que viene?

– Desde luego que sí -contestó Lee.

– ¿Crees que se puede hacer?

– Si te parece, la próxima vez que esté de visita me lo llevaré por ahí -dijo Lee-. Y le hablaré de ti; a ver qué pasa.

– Estupendo -dijo el congresista-. Haz eso. Correos una buena juerga; yo pago. -Suspiró-. Siempre me levantas el ánimo, Lee. Soy un hombre bendecido con muchos bienes, lo sé muy bien. Y tú eres uno de ellos.

Le miró con ojos brillantes, de abuelito bondadoso. Ojos de Santa Claus que podía poner en cualquier momento que fuera necesario.

– ¿Sabes, Lee? No eres demasiado joven para presentarte al Congreso. En un par de años mi escaño estará libre, de una u otra manera. Tienes grandes cualidades. Eres bueno y honesto. Tienes un pasado de redención por Cristo y sabes contar chistes.

– Creo que no; de momento estoy contento con lo que hago, trabajando para ti. No creo que esté llamado a ocupar un cargo político. -Y sin empacho alguno añadió-: No creo que sea lo que el Señor me tiene destinado.

– Es una pena -dijo el congresista-. Le vendrías estupendamente al partido y no tienes ni idea de lo alto que podrías llegar. Venga, hombre, date una oportunidad. Podrías ser nuestro futuro Ronald Reagan.

– Bah, no creo -dijo Lee-. Preferiría ser Karl Rove.

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