Capítulo 12

Tres días antes de que Ig y Merrin se conocieran, a Sean Philips, un militar retirado que vivía en el norte de Pool Pond, le despertó a la una de la madrugada una detonación penetrante y ensordecedora. Por un momento, todavía adormilado, pensó que estaba de nuevo a bordo del portaaviones Eisenhower y que alguien acababa de lanzar un torpedo. Después escuchó el chirrido de neumáticos y risas. Se levantó del suelo -se había caído de la cama y lastimado la cadera- y retiró la cortina de la ventana a tiempo de ver un Road Runner desvencijado marchándose a toda velocidad. El buzón de correos había saltado por los aires y yacía deforme y humeante en la grava. Estaba tan agujereado que parecía que lo habían ametrallado.

A la tarde siguiente hubo otra explosión, esta vez en los contenedores situados detrás de Woolsworth. La detonación se produjo con gran estruendo y vomitó fragmentos de basura en llamas que volaron a un metro de altura. Después cayó un granizo candente de periódicos y papel de envolver y varios coches que estaban aparcados cerca resultaron dañados.

El domingo en que Ig descubrió el amor -o por lo menos el deseo sexual- con aquella extraña chica sentada al otro lado del pasillo en la iglesia del Sagrado Corazón, hubo una tercera explosión en Gideon. Un gigantesco petardo con una fuerza explosiva equivalente más o menos a un cuarto de cartucho de trinitrotolueno explotó en un retrete de un McDonald's en Harper Street. Voló en pedazos el asiento, resquebrajó la taza y destrozó la cisterna, inundando el suelo y llenando los lavabos de un humo negro y grasiento. Se evacuó el edificio hasta que el jefe de bomberos dictaminó que era seguro volver a entrar. El incidente se publicó en la primera página del Gideon Ledger del lunes en un artículo que concluía con una súplica del jefe de bomberos dirigida a los responsables donde se les pedía que pararan antes de que alguien perdiera los dedos o un ojo.

Había habido explosiones por toda la ciudad durante semanas. Todo empezó un par de días antes de la fiesta del 4 de Julio y continuó después de las vacaciones con una frecuencia cada vez mayor. Terence Perrish y su amigo Eric Hannity no eran los únicos culpables. No habían destruido ninguna propiedad que no fuera la suya y ambos eran demasiado jóvenes como para andar haciendo gamberradas a la una de la mañana, volando buzones de correos.

Y sin embargo…

Y sin embargo Eric y Terry habían estado en la playa en Seabrook cuando el primo de Eric, Jeremy Rigg, entró en la tienda de pirotecnia y salió con una caja de cuarenta y ocho de los antiguos petardos bomba que afirmaba que habían sido hechos a mano en los viejos tiempos, antes de que las leyes sobre seguridad infantil hubieran puesto restricciones al contenido y alcance de los explosivos. Jeremy le había pasado seis a Eric como regalo de cumpleaños retrasado, según decía, aunque el verdadero motivo podía ser que le diera pena, pues el padre de Eric llevaba un año en paro y sufría de mala salud.

Es posible que Jeremy Rigg fuera el paciente cero en el epicentro de una plaga de explosiones y que las numerosas explosiones aquel verano pudieran atribuírsele en su totalidad. O tal vez Rigg compró los cohetes sólo porque otros chicos también lo hacían, porque estaba de moda. Tal vez hubo múltiples focos de infección. Ig nunca llegó a saberlo y para cuando terminó el verano ya no importaba. Era como preguntarse por qué existe el mal en el mundo o adónde va alguien cuando muere. Un interesante ejercicio de filosofía, pero absolutamente inútil, ya que el mal y la muerte se dan independientemente del cómo, el porqué y el para qué. Lo único que importaba era que a principios de agosto tanto Eric como Terry, igual que todos los adolescentes de Gideon, estaban poseídos por la fiebre de volar cosas por los aires.

Los petardos recibían el nombre de cerezas de Eva, aunque eran bolas rojas del tamaño de una manzana, con la textura granulosa de un ladrillo y la silueta de una mujer medio desnuda impresa en uno de los lados. Un bomboncito de pechos respingones y una figura imposible tipo reloj de arena: tetas como balones de playa y cintura de avispa más delgada que los muslos. Como único gesto de pudor, sobre el pubis llevaba lo que parecía ser una hoja de arce, lo que llevó a Eric a afirmar que era una seguidora de los Toronto Maple Leafs y por tanto un putón canadiense que estaba pidiendo a gritos que le hicieran volar las tetas.

La primera vez que Eric y Terry usaron uno de aquellos petardos fue en el garaje de Eric. Echaron uno en el cubo de la basura y salieron por piernas. La explosión que siguió derribó el cubo, lo hizo rodar por el suelo de cemento y la tapa saltó hasta el techo. Cuando cayó, humeaba y estaba doblada por la mitad, como si alguien hubiera intentado plegarla en dos. Ig no estaba allí pero Terry le contó la historia, añadiendo que los oídos les habían pitado tanto después de la explosión que no se habían escuchado silbar el uno al otro. La cadena de demoliciones prosiguió con otros objetos. Una Barbie tamaño natural, un neumático viejo que echaron a rodar colina abajo con un petardo pegado dentro y una sandía. Ig no estuvo presente en ninguna de estas detonaciones, pero su hermano siempre le contaba lo que se había perdido sin escatimar detalles. Así Ig supo, por ejemplo, que de la Barbie no había quedado nada salvo un pie negruzco que cayó del cielo y chocó contra el techo del coche de Eric, donde bailó una especie de claqué incorpóreo y absurdo, que el olor del neumático quemado te revolvía el estómago y que Eric Hannity estaba demasiado cerca de la sandía cuando explotó y por tanto se puso perdido. Estos detalles fascinaban y atormentaban a Ig y para mediados de agosto estaba deseando presenciar personalmente uno de estos episodios de pirotecnia.

Así que una mañana en que descubrió a Terry en la despensa intentando esconder un pavo congelado de doce kilos de peso en su mochila del instituto enseguida supo para qué era. No le pidió que le dejara acompañarlo ni intentó negociar con él a base de amenazas del tipo «O me dejas ir contigo o se lo cuento a mamá». En lugar de ello observó a su hermano mientras éste forcejeaba con la mochila y después, cuando se hizo evidente que el pavo no cabía, dijo que debían hacer un hatillo. Cogió su chubasquero de la entrada, enrollaron el ave con él y cada uno cogió una manga. Así, cargándolo entre los dos, era fácil transportarlo e Ig no necesitaba pedir nada a su hermano.

Consiguieron llevar el pavo así hasta el lindero del bosque y después, al poco de enfilar el camino que conducía a la antigua fundición, Ig vio un carro de supermercado medio hundido en el barro de la cuneta. La rueda derecha delantera chirriaba estrepitosamente y el carro iba soltando un continuo reguero de óxido, pero sirvió para transportar el pavo durante más de dos kilómetros. Terry obligó a Ig empujarlo.

La vieja fundición era un desgarbado torreón de estilo medieval hecho de ladrillo oscuro. Tenía una chimenea retorcida en uno de los lados y los agujeros de lo que antes habían sido ventanas le daban aspecto de queso gruyere. Estaba rodeada de unas pocas hectáreas de un antiguo aparcamiento ya en desuso, con un pavimento casi desintegrado por tantas grietas, por las que asomaban ásperos matojos de hierba. Aquella tarde el lugar estaba muy concurrido, con niños montando en monopatín entre las ruinas y una fogata en un cubo de basura situado en la parte de atrás. Un grupo de delincuentes juveniles -dos chicos y una chica con aspecto de ir fumada- estaban de pie alrededor de las llamas. Uno de ellos sostenía un palo en el que había insertado lo que parecía un filete deforme. Estaba chamuscado y retorcido y desprendía un humo azul y dulzón.

– Mira -dijo la chica, una rubia mofletuda con acné y vaqueros a la cadera. Ig la conocía. Estaba en su curso. Glenna no sé qué-. Ya tenemos la comida.

– Joder, esto parece el día de Acción de Gracias -dijo uno de los chicos, que llevaba una camiseta con las palabras Autopista al infierno. Hizo un gesto con la mano hacia el fuego del cubo de basura-. Dale caña.

Ig acababa de cumplir los quince y se sentía inseguro en compañía de chicos mayores. La tráquea se le empezó a cerrar, como cuando le daban ataques de asma. Terry en cambio estaba a sus anchas. Dos años mayor y poseedor ya de carné de conducir, tenía un aire de elegancia chulesca y el entusiasmo propio de un showman nato, siempre dispuesto a divertir a su público. Así que habló por los dos. Siempre lo hacía, era su función.

– Parece que la comida está ya hecha -dijo haciendo un gesto con la cabeza hacia el palo-. Se te está quemando la salchicha.

– ¡No es una salchicha! -chilló la chica-. ¡Es una mierda! ¡Gary está asando un zurullo de perro!

La risa la hacía gritar y doblarse en dos. Llevaba unos vaqueros viejos y gastados y un top de una talla demasiado pequeña que parecía de esos que venden a mitad de precio en el Kmart. Pero encima llevaba una bonita chaqueta de cuero negro de corte europeo. No pegaba con el resto del atuendo ni con el tiempo que hacía y lo primero que Ig pensó fue que era robada.

– ¿Quieres probar? -preguntó el chico de la camiseta de Autopista al infierno. Retiró el palo del fuego y se lo ofreció a Terry-. Está en su punto.

– Venga ya, tío -dijo Terry-. Estoy en el instituto y soy virgen, toco la trompeta en una banda y encima la tengo pequeña. Me parece que ya como suficiente mierda.

Los delincuentes juveniles estallaron en carcajadas, tal vez no tanto por las palabras sino por quién las había dicho -un chico delgado y atractivo con una bandana estampada con la bandera de Estados Unidos algo descolorida anudada al cuello sujetando su abundante melena negra- y por cómo las había dicho, en un tono exuberante, como si se estuviera burlando de otra persona y no de sí mismo. Terry usaba los chistes como llaves de yudo, un mecanismo para desviar la atención de los demás de su persona, y si no encontraba otro blanco para sus bromas no tenía problemas en prestarse él mismo para el trabajo, una inclinación que le resultaría muy útil años más tarde, cuando era el entrevistador estrella de Hothouse, suplicando a Clint Eastwood que le diera un puñetazo en la nariz y después le firmara un autógrafo en la nariz rota.

Autopista al infierno miró más allá del asfalto roto, hacia un chico que estaba de pie en el arranque de la pista Evel Knievel.

– Eh, Tourneau. Ya está la comida.

Más risas, aunque la chica, Glenna, de repente pareció incómoda. El chico en lo alto del camino ni siquiera miró hacia donde estaban y siguió con los ojos fijos en la colina sujetando un monopatín bajo el brazo.

– ¿Te vas a tirar o no hay huevos? -gritó Autopista al infierno cuando el chico no contestó.

– ¡Vamos, Lee! -gritó la chica agitando un puño en el aire en señal de ánimo-. ¡Dale caña!

El chico en lo alto del circuito le dirigió una breve mirada desdeñosa y en ese momento Ig le reconoció, recordó haberle visto en la iglesia. Era el joven césar. Aquel día había ido vestido con corbata y ahora también llevaba una, con una camisa de manga corta abotonada hasta el cuello, pantalones cortos color caqui y zapatillas Converse abotinadas sin calcetines. Sólo por llevar el monopatín conseguía dar a su indumentaria un aire vagamente alternativo, en el que el acto de llevar corbata resultaba una pose irónica, del tipo que adoptaría el cantante de un grupo de música punk.

– No se atreve -dijo el otro chico que estaba de pie junto al cubo de basura y tenía el pelo largo-. Joder, Glenna, ¿no ves que es maricón?

– Vete a tomar por culo -dijo Glenna. A los que estaban reunidos en torno al cubo de basura su cara de ofendida les resultó de lo más cómica. Autopista al infierno se rió tan fuerte que el palo tembló y el zurullo asado cayó al fuego.

Terry dio una palmada en el brazo de Ig y se pusieron en marcha. Ig no lamentaba irse, había algo en aquel grupito que le resultaba insoportable. No tenían nada que hacer. Que para esa gente una tarde de verano se redujera a quemar mierda y herir los sentimientos de los demás le resultaba bastante triste.

Se acercaron al chico rubio y lánguido -Lee Tourneau, al parecer- aflojando el paso conforme llegaban a lo alto de la pista Evel Knievel. Aquí la colina descendía abruptamente en dirección al río, un destello azul que se adivinaba entre los negros troncos de los pinos. En otro tiempo había sido un camino de tierra, aunque era difícil imaginar un coche circulando por él debido a lo empinado y erosionado que estaba, una plataforma vertiginosa ideal para dar unas cuantas vueltas de campana. Dos tuberías oxidadas semienterradas asomaban del suelo y entre ellas había un surco de tierra aplanada, una depresión en el terreno brillante y desgastada por el paso de miles de bicicletas y cien mil pies descalzos. Vera, la abuela de Ig, le había contado que en los años treinta y cuarenta, cuando la gente tiraba cualquier cosa al río, la fundición había usado esas cañerías para verter su escoria en el agua. Casi parecían raíles, una vía férrea a la que le faltaba únicamente un carro de mina o de montaña rusa para recorrerla. A ambos lados de las cañerías el circuito estaba cubierto de tierra amontonada apilada y reseca por el sol, salientes rocosos y basura. El camino de tierra prieta entre las cañerías era el mejor sitio por donde bajar e Ig y Terry aflojaron el paso, esperando a que Lee Tourneau se tirara.

Sólo que no lo hizo. No tenía la menor intención. Dejó el monopatín en el suelo -tenía una cobra pintada y ruedas grandes y nudosas- y lo empujó atrás y adelante con un pie, como para asegurarse de que rodaba bien. Después se agachó, lo cogió y simuló comprobar una de las ruedas.

Los delincuentes juveniles no eran los únicos que le acosaban. Eric Hannity y un puñado de chicos más estaban al pie de la colina mirando hacia él y lanzándole alguna que otra pulla. Uno le conminó a gritos a que se dejara de mariconadas y se tirara de una vez. Desde el cubo de basura Glenna gritó de nuevo:

– ¡Dale duro, vaquero!

Pero a pesar de la chulería su voz delataba desesperación.

– Esto es lo que hay -le dijo Terry a Lee Tourneau-: puedes elegir entre acabar lisiado o ser un pringado cobarde.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Lee.

– Lo que quiero decir es: ¿te vas a tirar o no? -explicó Terry con un suspiro.

Ig, que había bajado muchas veces por el circuito en su mountain bike, dijo:

– No pasa nada. No tengas miedo. La tierra entre las tuberías está muy lisa y…

– No tengo miedo -dijo Lee, como si Ig le estuviera acusando.

– Pues entonces tírate -dijo Terry.

– Una de las ruedas se atasca -dijo Lee.

Terry rió. Una risa mezquina.

– Vamos, Ig.

Ig empujó el carro de supermercado y lo colocó entre las cañerías. Lee miró el pavo y frunció el ceño en señal de interrogación, pero no dijo nada.

– Lo vamos a volar -dijo Ig-. Ven a verlo.

– El carro tiene un asiento para bebés -dijo Terry-. Por si necesitas que te llevemos.

Era un comentario cruel e Ig dirigió una mirada comprensiva a Lee, pero la cara de éste tenía una expresión neutra, digna del capitán Spock en el puente de mando del Enterprise. Se hizo a un lado sujetando el monopatín contra el pecho para dejarles pasar.

Los chicos les estaban esperando al final de la pista. También había un par de chicas, más mayores, tal vez incluso universitarias. No estaban en la orilla con los chicos, sino tomando el sol en Coffin Rock, con pantalones vaqueros cortos y biquini.

Coffin Rock era un islote a unos doce metros de la orilla, una gran piedra blanca que brillaba bajo el sol. Los kayaks de las chicas descansaban en una franja arenosa que se internaba río arriba. La visión de aquellas chicas tumbadas en la roca hizo a Ig amar el mundo. Dos morenas -muy bien podían ser hermanas- con cuerpos bronceados y musculosos y piernas largas estaban sentadas hablando entre sí en voz baja y observando a los chicos. Incluso de espaldas a Coffin Rock, Ig era consciente de ellas, como si las chicas y no el sol fueran la fuente principal de la luz que iluminaba la orilla.

Alrededor de una docena de chicos se habían congregado para asistir al espectáculo. Estaban sentados con estudiada indiferencia en las ramas de los árboles que colgaban sobre el agua o a horcajadas en sus bicicletas simulando un aburrimiento displicente. Era otro de los efectos secundarios de las chicas sobre la roca. Cada uno de los chicos quería parecer mayor que el resto, en realidad demasiado mayor para estar allí. Si con sus miradas ariscas y su pose de superioridad lograban sugerir que sólo estaban allí porque tenían que cuidar de un hermano pequeño, mejor que mejor.

Como Terry sí estaba cuidando de su hermano pequeño, posiblemente tenía derecho a sentirse feliz. Sacó el pavo congelado del carro de supermercado y caminó con él hacia Eric Hannity, quien salió de detrás de una roca cercana sacudiéndose el polvo de los pantalones.

– Vamos a cocinar a esa zorra -dijo.

– Me pido un muslo -dijo Terry, y algunos de los chicos no pudieron contener la risa.

Eric Hannity era de la edad de Terry, un salvaje brusco y sin modales, malhablado y con unas manos ásperas capaces de parar un gol, lanzar una caña de pescar, reparar un motor sencillo y dar una paliza. Era un superhéroe y encima su padre era ex soldado y además había sido herido, no en un tiroteo, sino en el curso de un incidente en el cuartel. Otro oficial en su tercer día, había dejado caer por accidente una 30.06 cargada y el disparo había alcanzado a Bret Hannity en el abdomen. Ahora tenía un negocio de cromos de béisbol, aunque Ig había pasado con él el tiempo suficiente para sospechar que en realidad a lo que se dedicaba era a pelearse con su compañía de seguros por una indemnización de cien mil dólares que supuestamente tenía que llegarle cualquier día, pero que no acababa de materializarse.

Eric y Terry llevaron el pavo congelado hasta el tocón de un árbol viejo que estaba podrido en el centro, formando un agujero. Eric empujó el pavo con el pie hasta que entró. Había el espacio justo, y la grasa y la piel del animal sobresalían por los bordes. Los dos huesos rosados de las patas, envueltos en carne cruda, estaban apretados uno junto al otro de forma que la cavidad del pavo donde debía ir el relleno se fruncía en un gran pliegue.

Eric sacó sus últimos dos petardos del bolsillo y dejó uno aparte, sin hacer caso del chico que lo cogió y de los otros que se reunieron en torno a él, observándolo entre murmullos apreciativos. Ig pensó que había hecho aquel gesto precisamente para despertar tal reacción. Terry cogió el petardo y lo metió en el pavo. La mecha, de más de quince centímetros, sobresalía obscenamente del agujero del trasero del pavo.

– Más os vale poneros a cubierto -dijo Eric- si no queréis daros un baño de pavo. Y devolvedme el otro petardo. Como alguien se vaya con él este pájaro no va a ser el único que acabe con uno en el culo.

Los chicos se dispersaron y se agazaparon bajo el terraplén, resguardándose detrás de los árboles. A pesar de sus esfuerzos por simular indiferencia, se respiraba un aire de nerviosa expectación.

La chicas de la roca también demostraban interés, conscientes de que estaba a punto de ocurrir algo. Una de ellas se puso de rodillas y formando una visera con la mano miró hacia Terry y Eric. Ig deseó con una punzada de dolor que existiera alguna razón para que le mirara también a él.

Eric apoyó un pie en el borde del tocón y sacó un mechero, que encendió con un chasquido. La mecha empezó a escupir chispas blancas. Terry y Eric se quedaron allí un momento, mirando pensativos hacia abajo, como si dudaran de si había prendido bien. Después empezaron a retroceder, pero sin prisa. Estuvo muy bien llevado, una pequeña actuación de estudiada tranquilidad. Eric había aconsejado a los demás que se pusieran a cubierto y todos habían obedecido corriendo. Comparados con ellos, Terry y Eric parecían imperturbables y con nervios de acero, quedándose allí para prender la mecha y después retirándose con toda tranquilidad de la zona de la explosión. Dieron veinte pasos pero no se agacharon ni se escondieron detrás de nada y continuaron mirando hacia el pavo. La mecha chisporroteó durante tres segundos y después se paró. Y no ocurrió nada.

– Mierda -dijo Terry-. Igual se ha mojado.

Dio un paso hacia el tocón.

Eric le sujetó el brazo.

– Espera. A veces…

Pero Ig no pudo escuchar el resto de la frase. Nadie pudo. El pavo de doce kilos de Lydia Perrish explotó con un chasquido ensordecedor, un sonido tan intenso, tan repentino y penetrante que las chicas de la roca chillaron, igual que muchos de los chicos. Ig también habría gritado, pero la explosión parecía haberle dejado sin aire en los pulmones y sólo logró emitir un silbido.

El pavo voló en pedazos envuelto en llamas. Parte del tocón también salió volando y trozos de madera surcaron el aire. El cielo se abrió y de él cayó una lluvia de carne. Huesos todavía recubiertos de carne cruda y temblorosa cayeron golpeando las hojas de los árboles y rebotando en el suelo. Jirones de pavo chapotearon en el río. Después circularon historias según las cuales las chicas de Coffin Rock habían acabado decoradas con trozos de pavo crudo, empapadas en sangre de ave de corral, como la tía esa de la película Carrie, pero eran puras exageraciones. Los fragmentos de pavo que llegaron más lejos cayeron a más de seis metros de la roca.

Ig notaba los oídos como si se los hubiera taponado con algodón. Alguien gritó de emoción a lo lejos, o al menos eso pensó, Pero cuando se volvió a mirar vio a una chica chillando de pie casi detrás de él. Era Glenna, con su sorprendente chaqueta de cuero y su top ajustado. Estaba junto a Lee Tourneau y le agarraba dos dedos con una mano. La otra la tenía levantada con el puño cerrado, en un gesto triunfal algo palurdo. Cuando Lee se dio cuenta se soltó de su mano sin decir palabra.

El silencio se llenó de otros sonidos. Gritos, aullidos, risas. En cuanto hubieron caído del cielo los últimos restos de pavo los chicos salieron de sus escondites y empezaron a dar saltos. Algunos cogieron trozos de hueso, los tiraron al aire y simularon agacharse para esquivarlos, recreando el momento de la detonación. Otros se subieron a las ramas bajas de los árboles, como si hubieran pisado una mina y salido despedidos por los aires. Se columpiaban atrás y adelante aullando. Un chico se puso a bailar, por alguna razón simulaba tocar la guitarra, aparentemente sin saber que tenía un jirón de piel de pavo en el pelo. Parecía la escena de un documental sobre antropología. Por un momento los chicos, la mayoría de ellos al menos, parecían haberse olvidado de que tenían que impresionar a las chicas de la roca. En cuanto el pavo explotó, Ig había mirado hacia el río para comprobar que estaban bien. Ahora seguía mirándolas mientras se ponían de pie riendo y conversando animadamente entre ellas. Una hizo un gesto con la cabeza río abajo y después caminó hacia el banco de arena donde estaban los kayaks. No tardarían en irse.

Ig pensó qué podría inventarse para evitar que se fueran. Tenía el carro de supermercado y lo empujó unos pocos metros por el camino de bicicletas y después de nuevo colina abajo subido en las ruedas traseras, sólo por la necesidad de hacer algo, pues siempre pensaba mejor si se movía. Se tiró una vez y después otra, tan concentrado estaba en sus pensamientos que apenas era consciente de lo que hacía.

Eric, Terry y los otros chicos se habían congregado alrededor de los restos humeantes del árbol para inspeccionar los daños. Eric enseñó el último petardo que le quedaba.

– ¿Qué vas a volar ahora? -preguntó alguien.

Eric arrugó el ceño pensativo pero no contestó. Los chicos que estaban a su alrededor empezaron a hacer sugerencias y pronto estuvieron todos gritando. Alguien se ofreció a traer un jamón, pero Eric negó con la cabeza.

– Ya hemos hecho algo con carne.

Otro dijo que deberían meter el petardo en uno de los pañales usados de su hermana pequeña y un tercero apuntó que sólo si ella también estaba dentro, lo que suscitó risas generalizadas.

Después alguien repitió la pregunta. -¿Qué vas a volar ahora?- y esta vez hubo silencio mientras Eric tomaba una decisión.

– Nada -dijo y se metió el petardo en el bolsillo.

Los chicos emitieron ruidos de decepción pero Terry, que se sabía muy bien su papel, hizo un gesto de aprobación.

Entonces empezaron las ofertas. Un chico dijo que se lo cambiaba por las películas porno de su padre; otro por las películas caseras que hacía su padre.

– En serio, tío, mi madre es un putón en la cama -dijo, y los chicos casi se cayeron al suelo de la risa.

– Las posibilidades de que os dé mi último petardo -dijo Eric mientras apuntaba hacia Ig con el dedo pulgar- son las mismas de que un maricón de vosotros se suba al carro de supermercado y baje la colina montado en él desnudo.

– Yo me tiro -dijo Ig-. Desnudo.

Las cabezas se volvieron hacia él. Estaba a varios metros del grupo de muchachos que rodeaban a Eric y al principio nadie pareció saber quién había hablado. Después hubo risas y silbidos de incredulidad. Alguien le tiró a Ig un muslo de pavo. Éste lo esquivó y el muslo le pasó por encima de la cabeza. Cuando se enderezó vio a Eric mirándole fijamente mientras se pasaba el último petardo de una mano a la otra. Terry estaba de pie justo detrás de Eric. Tenía una expresión glacial y sacudió la cabeza de forma casi imperceptible, como diciendo: Ni se te ocurra.

– ¿Vas en serio? -preguntó Eric.

– ¿Me darás el petardo bomba si bajo la colina subido al carro sin ropa?

Eric lo miró pensativo con los ojos entrecerrados.

– Toda la cuesta. Y desnudo. Si el carro no llega abajo del todo pierdes. Me importa un huevo si te partes la crisma.

– Tío -dijo Terry-, no te voy a dejar hacerlo. ¿Qué coño quieres que le diga a mamá cuando te rompas la cabeza?

Ig esperó a que se acallaran las risas antes de responder simplemente:

– No pienso hacerme daño.

Eric dijo:

– Trato hecho. Esto no me lo pierdo.

– Esperad un momento -dijo Terry riendo y agitando una mano en el aire. Corrió sobre la tierra seca hasta Ig, rodeó el carro y lo cogió del brazo. Cuando se agachó para hablarle al oído sonreía, pero habló con voz baja y áspera-: ¿Quieres irte a tomar por culo? No vas a bajar por esa cuesta con la polla al aire. Vamos a parecer dos retrasados mentales.

– ¿Por qué? Nos hemos bañado desnudos aquí y la mitad de esos chicos ya me han visto sin ropa. La otra mitad -dijo Ig mirando a la concurrencia- no sabe lo que se ha perdido.

– No tienes ninguna posibilidad de bajar la cuesta en este trasto sin caerte. Joder, es un carro de supermercado. Tiene unas ruedas así.

Juntó los dedos pulgar e índice formando un pequeño círculo.

– Sí que la tengo -dijo Ig.

Terry entreabrió los labios enseñando los dientes con una sonrisa que sugería furia y frustración. Pero sus ojos…, sus ojos delataban miedo. En la imaginación de Terry, Ig ya se había dejado la cara en la ladera de la colina y yacía hecho un ovillo a mitad del camino. Ig sintió por él un ramalazo de afectuosa compasión. Terry era un tío guay, mucho más guay de lo que él llegaría a ser nunca, y sin embargo estaba asustado. El miedo constreñía su visión, de forma que no podía ver más que la parte mala de aquella situación. Ig no era así.

Eric intervino:

– Déjale tirarse si quiere. No eres tú el que va a acabar despellejado. Él probablemente sí, pero tú no.

Terry siguió discutiendo unos segundos con Ig, no con palabras sino con la mirada. Lo que le hizo apartar la vista fue una suave carcajada desdeñosa. Lee Tourneau se había vuelto para susurrar algo a Glenna tapándose la boca con la mano. Pero por alguna razón la ladera de la colina estaba en silencio y todos le oyeron:

– Más nos vale no estar aquí cuando llegue la ambulancia a recoger a ese pringado.

Terry se giró hacia él temblando de furia.

– No te vayas. Quédate ahí con ese monopatín que eres demasiado cagado para montar y disfruta del espectáculo. Así podrás ver lo que son un par de huevos. Toma nota.

El grupo de chicos rompió a reír. Las mejillas de Lee estaban encendidas y se habían vuelto del rojo más intenso que Ig había visto nunca en un rostro humano, el color del demonio en unos dibujos animados de Disney. Glenna le dirigió una mirada entre dolorida y disgustada y después se alejó un paso de él, como si estar al lado de un tío tan poco enrollado fuera contagioso.

Aprovechando que estaba distraído con las risas de los chicos, Ig se escabulló de la mano de Terry y situó el carro en dirección a lo alto de la colina. Lo empujó a través de los matojos que crecían en el borde del sendero porque no quería que los otros chicos subieran detrás de él y supieran lo que él sabía, vieran lo que él veía.

No quería dar a Eric Hannity la oportunidad de echarse atrás. Su público se apresuró a seguirle entre empujones y gritos.

No había llegado muy lejos cuando las ruedecillas del carro se engancharon en un arbusto y giraron bruscamente hacia un lateral. Intentó enderezarlo con todas sus fuerzas mientras escuchaba un nuevo estallido de carcajadas a su espalda. Terry caminaba a buen paso a su lado y agarró la parte delantera del carro y lo enderezó mientras negaba con la cabeza y susurraba para sí: ¡Dios! Ig siguió empujando el carro hacia delante.

Unos cuantos pasos más y estuvo en la cima de la colina. Había tomado una decisión, así que no había motivos para sentir vergüenza. Soltó el carro y, tirando de la cintura de sus pantalones, se los bajó junto con los calzoncillos, enseñando a los chicos que estaban colina abajo su culo pálido y huesudo. Hubo gritos de conmoción y de exagerado desagrado. Cuando se enderezó, Ig sonreía. Se le había acelerado el corazón, pero sólo un poco, como alguien que pasa de caminar a emprender una ligera carrera, tratando de coger un taxi antes de que se lo quiten. Se sacó los pantalones sin quitarse las zapatillas y después hizo lo mismo con la camiseta.

– Así me gusta -dijo Eric Hannity-, que no seas tímido.

Terry rió -una risa levemente histérica- y miró hacia otro lado. Ig se volvió hacia su público. Tenía quince años y estaba desnudo, con los huevos y la polla al aire. El sol de la tarde le quemaba los hombros. El aire olía al humo procedente del cubo de basura, donde Autopista al infierno seguía con su colega de pelo largo.

Autopista al infierno levantó una mano con el dedo índiceyel meñique hacia arriba, formando el símbolo de los cuernos del demonio, y gritó:

– Eso es, cariño. Haznos un numerito cachondo.

Por alguna razón estas palabras afectaron a los chicos más que ninguna de las cosas que se habían dicho hasta entonces, tanto que algunos se doblaron de risa y parecieron quedarse sin respiración, como por efecto de algún tipo de toxina suspendida en el aire. Por su parte, Ig estaba sorprendido de lo relajado que se sentía desnudo a excepción de las deportivas. No le importaba estar sin ropa delante de otros chicos, y las chicas de Coffin Rock sólo le verían fugazmente antes de que se sumergiera en elrío, lo cual no le preocupaba, al contrario, le producía un alegre cosquilleo de excitación en la boca del estómago. Claro que había una chica que ya le estaba mirando, Glenna. Estaba de puntillas detrás de los otros espectadores con la boca abierta de par en par en una mezcla de incredulidad y diversión. Su novio, Lee, no estaba con ella. No les había seguido colina arriba, por lo visto no había querido ver unas pelotas de verdad.

Ig empujó el carro de supermercado y maniobró con él hasta colocarlo en posición de salida. Aprovechó el momento de caos para prepararse para el descenso. Nadie reparó en el cuidado con que alineó el carro con las tuberías semienterradas.

Lo que Ig había descubierto al recorrer pequeñas distancias subido al carro en el arranque de la colina era que las dos cañerías viejas y oxidadas que sobresalían del suelo distaban algo más de medio metro la una de la otra aproximadamente, el espacio justo para acomodar las ruedas traseras del carro. Había casi treinta centímetros de espacio a ambos lados, y cuando una de las dos ruedas delanteras se torcía e intentaba desviar al carro de su trayectoria, chocaba contra una tubería y se enderezaba. Había muchas posibilidades de que al descender por la empinada pendiente el carro chocara con una piedra y saltara. Pero no se desviaría ni tampoco volcaría. No podía desviarse de su trayectoria. Rodaría entre las cañerías igual que un tren sobre raíles.

Seguía sujetando su ropa bajo el brazo, así que se volvió y se la lanzó a Terry.

– No te vayas a ninguna parte con ella. Enseguida habré terminado.

Ahora que había llegado el momento e Ig sujetaba el manillar del carro preparándose para despegar vio unas cuantas caras de alarma entre los chicos que miraban. Algunos de los más mayores y de aspecto más sensato esbozaban una media sonrisa burlona pero sus ojos expresaban preocupación, conscientes por primera vez de que tal vez alguien debía poner fin a aquella situación antes de que las cosas llegaran demasiado lejos e Ig resultara herido. Se le ocurrió entonces que si no lo hacíaya, alguien podría poner alguna objeción.

– Nos vemos ahora -dijo, y antes de que nadie pudiera tratar de detenerle empujó el carro hacia delante y se encaramó a la parte trasera.

Era como un estudio de perspectiva, las dos tuberías descendiendo colina abajo y acercándose paulatinamente hasta un punto final, la bala y el cañón de la escopeta. Prácticamente desde el momento mismo en que se subió al carro tuvo la sensación de zambullirse en un silencio casi eufórico, donde tan sólo se oía el chirrido de las ruedas y el tamborileo y el chasquido metálico del armazón de acero. Vio pasar a gran velocidad el río Knowles con su superficie negra destellando al sol. Las ruedas giraban hacia la derecha y después a la izquierda, chocaban contra las tuberías y enseguida se enderezaban, tal y como Ig había imaginado.

Llegó un momento en que el carro iba demasiado deprisa para que él pudiera hacer otra cosa que sujetarse fuerte. No había posibilidad de parar, de bajarse. No había contado con que cogería velocidad tan rápido. El viento cortaba su piel desnuda y le quemaba, ardía en su descenso como un Ícaro en llamas. El carro chocó con algo, una piedra cuadrada, y el costado izquierdo se levantó del suelo. Era el final, iba a volcar a mucha velocidad, concretamente no sabía a cuánta, y su cuerpo desnudo saldría despedido sobre los barrotes del carro y la tierra lo lijaría hasta despellejarlo y rompería sus huesos en mil pedazos, igual que los huesos del pavo en la súbita explosión. Pero por fortuna la rueda delantera rozó la curva de la cañería e inmediatamente corrigió la trayectoria. El sonido de las ruedas girando más y más deprisa se había transformado en un silbido sin melodía, en un pitido lunático.

Cuando levantó la cabeza vio sólo el final del sendero con las tuberías estrechándose hasta terminar justo antes de la rampa de tierra que le proyectaría directamente sobre el agua. Las chicas estaban en el banco de arena junto a sus kayaks. Una de ellas le apuntaba con el dedo. Se imaginó volando sobre sus cabezas, como en la canción infantil: Tiro-riro-rí, el gato y el violín. Hasta la luna brincó Ig.

El carro llegó chirriando entre las cañerías y saltó desde la rampa como un cohete propulsado en la torre de lanzamiento. Chocó con la pendiente de tierra y salió despedido hacia el cielo. La luz del sol recibió a Ig como un guante de béisbol que recoge una pelota lanzada con suavidad, le mantuvo sujeto un instante y después el carro voló por los aires. Su estructura metálica le golpeó en la cara y el cielo le soltó, dejándole caer en la oscuridad.

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