Capítulo 16

La siguiente vez que Lee fue a su casa estuvieron jugaron al baloncesto en la parte menos profunda de la piscina hasta que la madre de Ig salió con una bandeja de sándwiches a la plancha de jamón y queso brie. Lydia era incapaz de hacer un sándwich mixto con queso amarillo americano, como las otras madres; tenía que tener cierta distinción, ser de alguna manera un reflejo de su paladar sofisticado y cosmopolita. Ig y Lee se sentaron a comer en las hamacas dejando un charco de agua en el suelo. Por alguna razón alguno de los dos siempre chorreaba cuando estaban juntos.

Lee se mostró educado delante de la madre de Ig, pero cuando ésta se hubo marchado abrió el sándwich y se quedó mirando el queso derretido y lechoso encima del jamón.

– Alguien se ha corrido en mi sándwich -dijo. Ig casi se atragantó de la risa y le entró un ataque de tos que hizo que le doliera el pecho. Al momento Lee le dio una palmada en la espalda, salvándole de sí mismo. Aquello se estaba convirtiendo en un hábito, en parte integral de su relación.

– Para la mayoría de las personas es sólo un sándwich, pero para ti es un arma potencialmente letal. -Lee le miró con los ojos entrecerrados para protegerse del sol y dijo-: Creo que eres la persona más propensa a los accidentes mortales que conozco.

– Soy más resistente de lo que parece -dijo Ig-. Como las cucarachas.

– Me gustó AC/DC -dijo Lee-. Están muy bien como música de fondo si vas a disparar a alguien.

– ¿Y los Beatles? ¿Te daban ganas de pegar un tiro a alguien cuando los escuchaste?

Lee por un momento consideró seriamente la pregunta y después contestó:

– Sí. A mí mismo.

Ig rió de nuevo. El secreto de Lee era que nunca se esforzaba en ser gracioso, ni siquiera parecía ser consciente de que decía cosas divertidas. Tenía un aire de contención, un aura de imperturbabilidad que hacía pensar a Ig en un agente secreto, en una película, desmontando o programando una cabeza nuclear. En otros momentos resultaba tan enigmático -nunca se reía, ni siquiera de sus propios chistes y tampoco de los de Ig- que parecía un científico extraterrestre venido a la Tierra para estudiar las emociones humanas. Un poco como Mork, del planeta Ork.

Aunque se reía, Ig estaba preocupado. Que no te gustaran los Beatles era casi tan malo como no conocerlos.

Lee vio que estaba disgustado y dijo:

– Te los voy a devolver. Tengo que devolvértelos.

– No -dijo Ig-. Quédatelos y escúchalos un poco más. Tal vez encuentres alguna canción que te guste.

– Algunas me gustaron -dijo Lee, pero Ig sabía que estaba mintiendo-. Había una…

Su voz se apagó dejando que Ig tratará de adivinar a cuál de entre tal vez sesenta canciones se podía estar refiriendo.

Y la adivinó:

– ¿La felicidad es un arma caliente?

Lee le apuntó con un dedo, levantó el pulgar y simuló dispararle.

– ¿Y qué me dices del jazz? ¿Te gustó algo?

– Más o menos, no sé. Tampoco es que lo haya escuchado mucho.

– ¿Qué quieres decir?

– Se me olvidaba que estaba puesto. Es como la música de los supermercados.

Ig tuvo un escalofrío.

– ¿Así que cuando seas mayor vas a ser un matón?

– ¿Por qué lo dices?

– Porque sólo te gusta la música con la que se pueda matar.

– No. Sólo tiene que crear ambiente. Se supone que para eso sirve la música, ¿no? Es como el escenario donde hacer algo.

No iba a ponerse a discutir con Lee, pero esa clase de ignorancia le resultaba dolorosa. Con un poco de suerte, después de años de ser amigos íntimos, Lee aprendería la verdad sobre la música: que era el tercer raíl de la vida. La ponías para espantar el aburrimiento del paso de las horas, sentir algo, arder con todas las emociones que era imposible sentir en un día normal de colegio y televisión con el lavaplatos puesto después de cenar. Ig suponía que, al haber crecido en una caravana, Lee se había perdido muchas cosas buenas y que le llevaría unos cuantos años ponerse al día.

– Entonces ¿qué vas a ser de mayor?

Lee terminó lo que le quedaba de sándwich y, con la boca llena, dijo:

– Me gustaría ser congresista.

– ¿En serio? ¿Para qué?

– Me gustaría hacer una ley que diga que las zorras irresponsables que toman drogas deben ser esterilizadas para que no puedan tener hijos que después no van a cuidar -contestó Lee tranquilamente.

Ig se preguntó por qué nunca hablaba de su madre.

Lee se llevó la mano a la cruz que le colgaba del cuello y descansaba justo encima de la clavícula. Pasados unos segundos dijo:

– He estado pensando en ella. En nuestra chica de la iglesia.

– Ya lo supongo -dijo Ig tratando de que el comentario sonara divertido pero dándose cuenta de que el tono era áspero e irritado.

Lee no pareció darse cuenta. Tenía la mirada distante, perdida.

– Estoy seguro de que no es de por aquí. Nunca la había visto antes en misa. Probablemente estaba visitando a algún familiar y no volvamos a verla nunca. -Hizo una pausa y siguió-: Se nos ha escapado. -No lo dijo en tono melodramático, sino de humor cómplice.

A Ig la verdad se le atragantó en la garganta, como el trozo de sándwich que le estaba costando tragar. Estaba allí esperando a que él la dijera -Volverá el domingo siguiente-, pero no era capaz. Tampoco podía mentir, no tenía la cara suficiente. Era el peor mentiroso del mundo.

Así que dijo:

– Has arreglado la cruz.

Lee no bajó la vista y se limitó a cogerla con una mano mientras miraba la luz que bailaba sobre la superficie de la piscina.

– Sí. La llevo puesta por si me la encuentro por ahí cuando salgo a repartir las revistas. -Se detuvo y después continuó-: ¿Te acuerdas de las revistas guarras de que te hablé? ¿Las que mi distribuidor guarda en el almacén? Hay una que se llama Cherries con chicas de dieciocho años que se supone que son vírgenes. Son mis preferidas, las chicas tipo «la vecina de al lado». Me gustan las chicas con las que te puedes imaginar lo que sería hacerlo. Claro que las de Cherries no son en realidad vírgenes, se sabe con sólo mirarlas. Llevan un tatuaje en la cadera o demasiada sombra de ojos y tienen nombre de estríper. Sólo se visten de ingenuas para esos reportajes de fotos. En el siguiente se vestirán de policías sexy o de animadoras de un club deportivo y será igual de falso. La chica de la iglesia, ésa sí que es auténtica.

Separó la cruz de su pecho y la frotó con los dedos pulgar y anular.

– A mí lo que me pone es pensar en algo auténtico. No creo que la gente sienta la mitad de las cosas que dice sentir. Sobre todo las chicas, cuando están saliendo con alguien adoptan poses, se visten de una manera sólo para mantener al tío interesado. Como Glenna, que intenta mantener mi interés haciéndome una paja de vez en cuando. Y es porque no le gusta estar sola. En cambio, cuando una chica pierde su virginidad, podrá dolerle, pero es algo real. Te preguntas quién será realmente en ese momento, una vez que se acaban los disimulos. Eso es lo que me pasa con la chica de la iglesia.

Ig se arrepentía de haberse comido medio sándwich. La cruz alrededor del cuello de Lee centelleaba bajo la luz del sol y cuando cerró los ojos aún podía verla, una serie de postimágenes brillantes que transmitían una terrible advertencia. Le estaba empezando a doler la cabeza.

Cuando abrió los ojos dijo:

– Y si lo de la política no funciona, ¿te vas a ganar la vida matando a gente?

– Supongo.

– ¿Y cómo lo harías? ¿Cómo actuarías?

Se preguntaba cómo haría para matar a Lee y quedarse con la cruz.

– ¿De quién estamos hablando? ¿De una colgada que le debe dinero a su camello o del presidente de Estados Unidos?

Ig suspiró profundamente.

– De alguien que sabe la verdad sobre ti. Un testigo de cargo. Si vive, tú vas a la cárcel.

Lee dijo:

– Le quemaría dentro de su coche. Con una bomba. Le espero en la acera al otro lado de la calle, vigilándole mientras entra en el coche. En cuanto arranca, pulso el botón de mi control remoto, así el coche sigue avanzando después de la explosión, convertido en un montón de chatarra en llamas.

– Espera un momento -dijo Ig-, tengo que enseñarte algo.

Se levantó, ignorando la cara de confusión de Lee, y entró en la casa. Tres minutos después salió con la mano derecha cerrada en un puño. Lee le miró con el ceño fruncido mientras Ig volvía a su hamaca.

– Mira esto -dijo Ig mientras abría la mano derecha para enseñarle el petardo.

Lee lo miró con una cara tan inexpresiva como una máscara de plástico, pero no logró engañar a Ig, que estaba empezando a conocerle. Cuando abrió la mano y Lee vio lo que tenía en ella, se puso de pie sin pensar.

– Eric Hannity pagó la apuesta -dijo Ig-. Por esto bajé la cuesta con el carro de supermercado. Viste el pavo, ¿no?

– Estuvo lloviendo pavo del día de Acción de Gracias durante una hora.

– ¿A que sería guay ponerlo en un coche? Me apuesto a que si encuentras un coche abandonado con esto le puedes volar el capó. Terry me ha dicho que son pre-LPI.

– ¿Pre qué?

– Leyes de Protección Infantil. Los petardos que hacen ahora son como pedos en una bañera. Pero éstos no.

– ¿Y cómo los ha conseguido si son ilegales?

– Lo ilegal es sólo fabricarlos nuevos, pero éstos son de una caja vieja.

– ¿Y es lo que piensas hacer? ¿Buscar un coche abandonado y hacerlo explotar?

– No. Mi hermano me ha dicho que espere hasta que vayamos a Cape Cod en el fin de semana del Día del Trabajo. Me va a llevar en cuanto tenga el carné.

– Supongo que no es asunto mío -dijo Lee-, pero no sé por qué tiene que opinar.

– Tengo que esperar. Eric Hannity no pensaba dármelo porque decía que cuando bajé la cuesta llevaba puestas las zapatillas, pero Terry le dijo que eso era una gilipollez y consiguió que Eric se lo soltara. Así que se lo debo, y Terry quiere esperar hasta que vayamos a Cape Cod.

Por primera vez en su breve amistad, Lee parecía irritado. Torció el gesto, se revolvió en la hamaca, como si de repente algo se le clavara en la espalda. Dijo:

– Es una estupidez que los llamen cerezas de Eva. Deberían llamarse manzanas de Eva.

– ¿Por qué?

– Por la Biblia.

– La Biblia sólo dice que comieron fruta del árbol de la sabiduría. No dice que fuera una manzana. Podía haber sido una cereza.

– Yo esa historia no me la creo.

– No -dijo Ig-, yo tampoco. ¿Qué pasa con los dinosaurios?

– ¿Crees en Jesús?

– ¿Por qué no? Hay tanto escrito sobre él como sobre César.

Miró de reojo a Lee, que se parecía tanto a César que su perfil podía estar perfectamente en un denario de plata. Sólo le faltaba la corona de laurel.

– ¿Te crees lo de que hacía milagros? -preguntó Lee.

– Puede ser. No lo sé. Si el resto es verdad, ¿importa ese detalle?

– Yo hice un milagro una vez.

A Ig no le sorprendió demasiado esta afirmación. Su padre decía que una vez había visto un ovni en el desierto de Nevada, mientras estaba allí bebiendo con el batería de Cheap Trick. En lugar de preguntarle a Lee qué milagro había hecho, dijo:

– ¿Moló?

Lee asintió. Sus ojos azules tenían una mirada perdida, un poco desenfocada.

– Arreglé la Luna cuando era un niño pequeño. Y desde entonces se me ha dado bien arreglar otras cosas. Es lo que mejor se me da.

– ¿Cómo que arreglaste la Luna?

Lee guiñó un ojo, levantó una mano en dirección al cielo, simuló coger una luna imaginaria entre los dedos pulgar e índice y la giró mientras emitía un pequeño chasquido.

– Así está mejor.

A Ig no le apetecía charlar de religión, quería hablar de explosiones.

– Va a ser alucinante cuando encienda la mecha de esto -dijo mientras la mirada de Lee volvía al petardo que Ig sujetaba en la mano-. Voy a mandar a alguien de vuelta con Dios. ¿Alguna sugerencia?

La forma en que Lee miraba el petardo le hizo pensar en un hombre sentado en un bar bebiendo alcohol y observando a una chica quitarse las bragas en el escenario. Eran amigos desde hacía poco tiempo, pero ya habían establecido una pauta de comportamiento. Era el momento en que Ig debía ofrecerle el petardo, como había hecho con el dinero, los CD y la cruz de Merrin Williams. Pero no lo hizo y Lee no podía pedírselo. Ig se dijo a sí mismo que no se lo daba a Lee porque le había avergonzado con su último regalo, el montón de CD. Pero la verdad era otra. Sentía la necesidad de tener algo que Lee no tuviera, una cruz de su propiedad. Más tarde, cuando Lee se hubiera marchado, se arrepentiría de su actitud, un joven rico con piscina guardándose sus tesoros frente a un chico sin madre que vivía en una caravana.

– Podrías meterlo en una calabaza -sugirió Lee.

Ig contestó:

– Demasiado parecido al pavo.

Y enseguida se enzarzaron en una discusión, Lee sugiriendo cosas e Ig considerando las posibilidades.

Hablaron de las ventajas de lanzar el petardo bomba al río para ver si podían matar peces, de tirarlo en un retrete para ver si se formaba un géiser de mierda, de usar una catapulta para lanzarlo al campanario de la iglesia y comprobar el tipo de vibración que causaba al explotar. A las afueras del pueblo había un gran letrero que decía: «Almacén Rodaballo Salvaje. Barcas y equipos de pesca». Lee dijo que sería la pera poner el petardo en las letras de «Rodaballo» y convertirlas en «Rabo Salvaje». Tenía un montón de ideas.

– Estás empeñado en descubrir qué tipo de música me gusta. Pues te lo voy a decir: me gusta el ruido de cosas explotando y de cristales rotos. Eso sí que es música para mis oídos.

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