Capítulo 46

En cuanto hubo entrado, los faros del coche iluminaron puertas y ventanas. Cuadrados blancos de luz se proyectaron en las paredes cubiertas de grafitis, revelando mensajes antiguos: «Terry Perrish es gilipollas»; «Paz 79»; «Dios ha muerto». Ig se apartó de la luz, y se situó a un lado de la entrada. Se quitó el abrigo y lo tiró al suelo, en medio de la habitación. Después se agazapó en su esquina y convocó a las serpientes con ayuda de sus cuernos.

Salieron de todos los rincones, cayeron de agujeros en la pared, asomaron de debajo del montón de ladrillos. Reptaron hasta el abrigo, tropezándose unas con otras con la prisa, y la prenda se retorció cuando estuvieron debajo. Después empezó a erguirse. El abrigo se levantó y se enderezó, las hombreras empezaron a cobrar forma y las mangas a moverse, hinchándose como si un hombre invisible estuviera metiendo los brazos por ellas. Por fin, del cuello salió una cabeza con cabellos enredados que se desparramaban sobre los hombros. Parecía un hombre con melena, o tal vez una mujer, sentado en el suelo en el centro de la habitación, meditando con la cabeza inclinada. Alguien que temblaba a un ritmo constante.

Lee hizo sonar la bocina de su coche.

– ¡Glenna! -llamó-. ¿Qué haces, cariño?

– Estoy aquí -contestó Ig con la voz de Glenna. Se agachó justo a la derecha de la puerta-. Joder, Lee, me he torcido el tobillo.

Una puerta de coche se abrió y se cerró. Ruido de pasos sobre la hierba.

– ¡Glenna! -llamó de nuevo Lee-. ¿Qué pasa?

– Estoy aquí sentada, cariño -dijo Ig-Glenna-. Justo aquí.

Lee apoyó una mano en el cemento y tomando impulso cruzó la puerta. Desde la última vez que Ig le había visto había engordado cincuenta kilos y se había afeitado la cabeza, una transformación casi tan asombrosa como que a uno le salgan cuernos. Por un momento Ig no entendió nada, no fue capaz de asimilar lo que veía. Aquél no era Lee; era Eric Hannity, con sus guantes azules de látex sujetando su porra y la cabeza quemada y llena de ampollas. A la luz de los faros la silueta huesuda de su cráneo estaba tan roja como la de Ig. Las ampollas de la mejilla izquierda eran gruesas y grandes y parecían estar llenas de pus.

– Eh, chica -dijo Eric con voz suave, lanzando miradas aquí y allá por la amplia y oscura habitación. No vio a Ig con la horca, agazapado como estaba en un rincón, en la más profunda de las sombras. Sus ojos aún no se habían acostumbrado a la oscuridad y con las luces de los faros enfocándole directamente nunca lo harían. Y Lee tenía que estar fuera, en alguna parte. De alguna manera había imaginado el peligro y se había traído a Eric. Pero ¿cómo sabía Ig eso? Ya no llevaba encima la cruz a modo de protección. No tenía sentido.

Eric dio unos cuantos pasos cortos hacia la figura con abrigo, balanceando su porra obscenamente con la mano derecha.

– Di algo, zorra -dijo.

El abrigo tembló, agito débilmente un brazo y negó con la cabeza. Ig no se movió, estaba conteniendo el aliento. No se le ocurría qué hacer. Había supuesto que sería Lee quien entrara por la puerta, no otra persona. Pensó que lo cierto es que ésa era la historia de su breve vida como demonio. Se había esforzado cuanto sus poderes satánicos le habían permitido para organizar un asesinato limpio y sencillo y sus planes se estaban yendo al garete, como cenizas al viento. Tal vez era siempre así. Tal vez todos los planes del demonio no eran nada comparados con lo que eran capaces de tramar los hombres.

Eric avanzó despacio hasta situarse justo detrás del abrigo. Blandió la porra con ambas manos y asestó un golpe con todas sus fuerzas. El abrigo se desplomó y las serpientes se desparramaron como un gran saco que revienta. Eric dejó escapar un grito de asco y estuvo a punto de tropezarse con sus Timberlands al dar un paso atrás.

– ¿Qué? -gritó Lee desde alguna parte de fuera de la fundición-. ¿Qué ha pasado?

Eric aplastó con su bota la cabeza de una serpiente jarretera que se retorcía entre sus pies. Se deshizo con un frágil crujido, como se rompe una bombilla. Eric emitió un quejido de asco, empujó de una patada una culebra de agua y retrocedió hacia donde se encontraba Ig. Vadeaba en un géiser de serpientes y cuando se disponía a salir tropezó con una, que se enroscó alrededor de su tobillo. Eric realizó una pirueta sorprendentemente ágil, girándose ciento ochenta grados, antes de perder el equilibrio y caer sobre una rodilla, mirando a Ig. Se le quedó mirando son sus ojos pequeños y porcinos en su cara grande y quemada. Ig interpuso la horca entre los dos.

– ¡Me cago en Dios! -gritó Eric.

– Y yo contigo -dijo Ig.

– Vete al infierno, cabrón -dijo Eric mientras sacaba algo con una mano. Fue entonces cuando vio el revólver de cañón corto.

Sin pensarlo dos veces dio un salto e hundió la horca en el hombro izquierdo de Eric. Fue como clavarla en el tronco de un árbol, el retemblor del impacto subió por el mango de la horca hasta llegarle a las manos. Una de las púas hizo astillas la clavícula de Eric; otra se le clavó en el deltoides. El revólver se disparó al aire con una explosión semejante a la de un petardo, el sonido de un verano en Estados Unidos. Ig siguió empujando, haciendo que Eric perdiera el equilibrio y cayera de culo. El brazo izquierdo de éste soltó la pistola, que salió volando, y al caer al suelo se disparó otra vez, partiendo en dos a una serpiente ratonera.

Hannity gruñó. Daba la impresión de estar tratando de levantar un inmenso peso. Tenía la mandíbula cerrada y su cara, ya roja de por sí y salpicada de gruesas pústulas blancas, se estaba volviendo carmesí. Dejó caer la porra, levantó el brazo derecho y tiró de la cabeza de hierro de la horca como si quisiera arrancársela del torso.

– Déjalo -dijo Ig-. No quiero matarte. Si te la intentas sacar te harás más daño.

– No estoy… -dijo Eric- intentando… sacármela.

Con gran esfuerzo se volvió hacia la derecha arrastrando la horca por el mango, y con ella a Ig, fuera de la oscuridad hacia la puerta brillantemente iluminada. Ig no supo lo que iba a pasar hasta que pasó, hasta que se encontró perdiendo el equilibrio y arrancado de las sombras. Retrocedió tirando de la horca y por un momento las puntas curvadas desgarraron tendón y carne, luego se soltaron y Eric gritó.

No tenía duda de lo que iba a ocurrir a continuación e intentó llegar hasta la puerta, que lo enmarcó como una diana roja sobre papel negro, pero fue demasiado lento. La explosión del disparo no se hizo esperar y la primera víctima fue el oído de Ig. El revólver escupió fuego y los tímpanos de Ig entraron en colapso. De repente el mundo estaba envuelto en un silencio antinatural e imperfecto. Avanzó a trompicones y se abalanzó sobre Eric, quien profirió una especie de tos áspera y blanda, como un ladrido.

Lee se agarró al marco de la puerta con una mano y, tomando impulso, entró. En la otra mano llevaba una escopeta, que levantó sin prisa. Ig le vio quitar el seguro y distinguió con claridad cómo el casquillo usado saltaba de la recámara y trazaba una parábola en la oscuridad. Trató de saltar trazando él también un arco para convertirse en un blanco móvil, pero algo le sujetó del brazo, Eric. Le había cogido del hombro y se aferraba a él, ya fuera para usarle de muleta o de escudo humano.

Lee disparó de nuevo y alcanzó a Ig en las piernas, que se doblaron bajo su peso. Por un instante pudo sostenerse en pie. Hincó el mango de la horca en el suelo y se apoyó en ella para mantenerse erguido. Pero Eric continuaba sujetándolo por el brazo y él también había sido alcanzado por el disparo, no en las piernas, como Ig, sino en el pecho. Cayó de espaldas arrastrándolo con él.

Ig vio de refilón un retazo de cielo negro y una nube luminiscente donde antes, casi un siglo atrás, había habido un techo. Después cayó de espaldas al suelo con un golpe sordo que le retumbó en todos los huesos del cuerpo.

A su lado estaba Eric y tenía la cabeza prácticamente apoyada en su cadera. Había perdido toda la sensibilidad en el hombro derecho y también por debajo de las rodillas. La sangre se agolpaba en su cabeza y el cielo parecía volverse más y más amenazadoramente profundo, pero hizo un esfuerzo desesperado por no desmayarse. Si perdía el conocimiento ahora, Lee le mataría. A este pensamiento le siguió otro: que su lucidez relativa no le iba a servir de nada, pues de todas formas iba a morir allí y en ese mismo momento. Reparó, casi distraídamente, en que seguía sujetando la horca.

– ¡Me has dado, cretino hijo de puta! -aulló Eric, aunque para Ig fue un sonido apagado, como si estuviera oyendo todo con un casco de moto puesto.

– Podría haber sido peor. Podrías estar muerto -le dijo Lee a Eric mientras se colocaba de pie ante Ig y le apuntaba con el cañón de la escopeta a la cara.

Ig arremetió con la horca y el cañón quedó encajado entre dos púas. Tiró hacia la derecha y entonces la escopeta se disparó, acertando a Eric Hannity en pleno rostro. Ig vio la cabeza de Eric explotar como un melón cantalupo lanzado desde una gran altura. La sangre le salpicó la cara; estaba tan caliente que parecía quemar y recordó desesperado aquel pavo de Navidad volando en pedazos con un crujido ensordecedor. Las serpientes se deslizaban restregándose contra la sangre mientras huían hacia los rincones de la habitación.

– ¡Mierda! -exclamó Lee-. Ahora sí que la he cagado. Lo siento, Eric. A quien quería matar es a Ig, te lo juro.

Soltó una carcajada histérica y de lo menos alegre. Después dio un paso atrás, liberando el cañón de la escopeta de las púas de la horca. Bajó el arma, lo que Ig aprovechó para embestirle de nuevo, y hubo un cuarto disparo. La bala salió alta, rebotó en el mango de la horca y lo hizo astillas. El tridente salió girando como una peonza en la oscuridad y se estrelló en algún lugar del suelo de cemento, con lo que Ig se quedó sujetando tan sólo un pedazo de madera inútil.

– ¿Quieres hacer el favor de estarte quieto? -le dijo Lee antes de descorrer de nuevo el seguro de la escopeta.

Retrocedió un poco y cuando estuvo a más o menos a un metro de distancia apuntó una vez más a la cara de Ig y apretó el gatillo. El percutor cayó con un crac seco. Lee levantó el rifle y lo miró con cara de decepción.

– ¿Qué pasa? ¿Es que estos trastos sólo llevan cuatro balas? No es mía, es de Eric. Te habría disparado la otra noche, pero ya sabes, pruebas forenses. Esta vez, sin embargo, no hay de qué preocuparse. Tú matas a Eric, él te mata a ti, yo no intervengo para nada y todo encaja. Lo único que siento es haber usado todas las balas con Eric, porque ahora tendré que matarte a golpes.

Le dio la vuelta a la escopeta, sujetó el cañón con ambas manos y se lo apoyó en el hombro. A Ig le dio tiempo a pensar que Lee debía de haber estado practicando bastante el golf, pues describió un swing limpio con la escopeta que acto seguido le golpeó el cráneo. Uno de los cuernos se quebró con ruido de esquirlas e Ig rodó por el suelo.

Quedó boca arriba; jadeaba y sentía un pinchazo caliente en un pulmón mientras el cielo giraba sobre su cabeza. El cielo daba vueltas, las estrellas caían como copos de nieve en una bola de cristal que alguien acaba de agitar. Los cuernos zumbaron como un gigantesco diapasón. Habían parado el golpe y su cráneo seguía de una pieza.

Lee avanzó hacia él, levantó de nuevo la escopeta y la dejó caer sobre la rodilla de Ig. Éste chilló y se irguió hasta quedar sentado, sujetándose la pierna con una mano. Tenía la sensación de que le había roto la rodilla en tres grandes piezas, como si tuviera tres fragmentos de cristal sueltos bajo la piel. Sin embargo, nada más conseguir sentarse, Lee atacó de nuevo, asestándole un golpe en la cabeza que le hizo caer otra vez de espaldas. El palo de madera que había estado sujetando, la lanza afilada que había sido el mango de la horca, voló de su mano. El cielo seguía girando y escupiendo copos de nieve.

Lee le golpeó entre las piernas con la escopeta con toda la fuerza de la que fue capaz, acertándole en los testículos. Ig no pudo chillar, le faltaba aire. Se retorció tumbándose de costado y doblado sobre sí mismo. Un grueso nudo de dolor le subía desde la entrepierna alcanzándole las entrañas y los intestinos, expandiéndose como aire tóxico que inflaba un globo y desembocando en una náusea abrasadora. El cuerpo entero se le tensó mientras trataba de no vomitar, cerrándose como un puño.

Lee tiró la escopeta, que cayó al suelo junto a Eric. Después empezó a caminar por la habitación buscando algo. Ig era incapaz de hablar, apenas conseguía hacer llegar aire hasta los pulmones.

– ¿Qué ha hecho Eric con su pistola? -preguntó Lee en tono pensativo-. Me tenías engañado, Ig. Es increíble cómo consigues manipular la mente de las personas. Cómo consigues que olviden cosas. Dejarles la mente en blanco, hacerles oír voces. De verdad que creí que era Glenna. Venía de camino cuando me llamó desde la peluquería para mandarme a tomar por culo. Más o menos con esas palabras. ¿Te lo puedes creer? Le dije: «Vale, yo me voy a tomar por culo, pero ¿cómo has logrado desatascar el coche?». Y me contestó: «¿Se puede saber de qué me estás hablando?». Te imaginarás cómo me sentí. Tenía la impresión de estar volviéndome loco, como si al mundo entero se le hubiera ido la pinza. La misma sensación que tuve hace tiempo, Ig, cuando era pequeño. Me caí de una valla y me hice daño en la cabeza, y cuando me levanté la luna temblaba como si estuviera a punto de descolgarse del cielo. Intenté contártelo una vez, cómo conseguí arreglarla. La luna. Puse los cielos en orden y voy a hacer lo mismo contigo.

Ig escuchó abrirse la puerta del horno con un chirrido de bisagras y por un instante albergó un atisbo de esperanza. La serpiente se haría cargo de Lee. Cuando entrara en el horno le mordería. Pero entonces le escuchó alejarse, sus tacones pisando de nuevo el suelo de cemento. Sólo había abierto la portezuela, quizá para tener más luz para buscar la pistola.

– Llamé a Eric. Le dije que pensaba que estabas aquí, tramando algo, y que debíamos tomar cartas en el asunto. Le dije que, puesto que habíamos sido amigos, debíamos darte un tratamiento especial. Ya conoces a Eric, no tuve que esforzarme mucho para convencerle, ni tampoco decirle que se trajera las armas. Eso lo decidió él solito. ¿Sabes que no había disparado un arma en toda mi vida? Ni siquiera la había cargado. Mi madre siempre decía que las armas las carga el diablo y se negaba a tener una en casa. ¡Anda, mira! Bueno, mejor que nada…

Escuchó a Lee recoger algo del suelo con un arañazo metálico. Las náuseas habían cedido un poco y era capaz de respirar, a intervalos cortos. Pensó que si conseguía descansar un minuto más tendría fuerzas para sentarse, para hacer un último esfuerzo. También pensó que en menos de un minuto tendría cinco balas del calibre treinta y ocho en la cabeza.

– Estás lleno de sorpresas, Ig -dijo Lee, ya de vuelta-. La verdad es que hace un par de minutos, cuando nos estabas gritando con la voz de Glenna, realmente pensé que eras ella, aunque sabía que era imposible. Te salen genial las voces, aunque nada puede superar aquello de salir como si tal cosa de dentro de un coche en llamas.

Se detuvo. Estaba de pie frente a Ig y sostenía no la pistola, sino la horca. Dijo:

– ¿Cómo pasó? ¿Cómo te convertiste en esto? ¿De dónde has sacado los cuernos?

– Merrin.

– ¿Qué pasa con ella?

Ig hablaba con voz débil y temblorosa, poco más que un susurro.

– Sin Merrin en mi vida… me convertí en esto.

Lee se agachó y, apoyado sobre una rodilla, miró a Ig con lo que parecía ser genuina compasión.

– Yo también la quería, ya lo sabes. El amor nos ha convertido a los dos en demonios, supongo.

Ig abrió la boca para hablar y Lee le puso una mano en el cuello, y todas las maldades que había cometido le bajaron por la garganta como un compuesto químico gélido y corrosivo.

– No. Creo que sería un error dejarte decir nada más -dijo Lee levantando la horca por encima de su cabeza y apuntando con los dientes al pecho de Ig.

El sonido de la trompeta fue un berrido agudo y ensordecedor, como cuando se va a producir un accidente de coche. Lee levantó la cabeza para mirar hacia la entrada, donde estaba Terry haciendo equilibrios sobre una rodilla con la trompeta apoyada en los labios.

En cuanto Lee apartó la vista, Ig tomó impulso y se lo quitó de encima. Le agarró por las solapas del abrigo y le embistió en el torso, hundiéndole los cuernos en el estómago. El impacto le reverberó en la espina dorsal. Lee gruñó mientras dejaba escapar todo el aire que tenía dentro.

Los cuernos parecían succionados por el abdomen de Lee y resultaba difícil sacarlos. Ig se retorció de un lado a otro perforándole más y más. Lee cerró los brazos alrededor de la cabeza de Ig, tratando de apartarlo, y éste le embistió de nuevo, venciendo la resistencia elástica de su vientre. Olía a sangre mezclada con otro olor, un hedor a basura podrida, tal vez a intestino perforado.

Lee apoyó las manos en los hombros de Ig y empujó, tratando de liberarse de los cuernos, que hicieron un ruido húmedo y de succión al soltarse, el sonido que hace una bota al salir del barro.

Lee se dobló y se volvió de costado con las manos sobre el estómago. Por su parte, Ig no aguantaba más tiempo sentado y se desplomó en el suelo. Seguía frente a Lee, que estaba casi en posición fetal, abrazándose a sí mismo, con los ojos cerrados y la boca abierta de par en par. Ya no gritaba, no conseguía reunir el aliento necesario para hacerlo, como tampoco pudo ver la gigantesca serpiente ratonera que se deslizó a su lado. El animal buscaba un sitio donde esconderse, donde refugiarse del caos. En ese momento giró la cabeza y lanzó a Ig una mirada desesperada con sus ojos de papel dorado.

Ahí -le dijo Ig con la mente mientras señalaba con la mandíbula a Lee-. Escóndete. Ponte a salvo.

La serpiente se detuvo y miró a Lee y después otra vez a Ig. Éste creyó distinguir en su mirada una inconfundible gratitud. Después el animal se giró, deslizándose con elegancia entre el polvo que cubría el suelo de cemento, y reptó directamente hacia la boca abierta de Lee.

Éste abrió los ojos, el bueno y el malo al mismo tiempo. Le brillaban de puro horror. Intentó cerrar la boca, pero al morder el cuerpo de ocho centímetros de diámetro de la serpiente sólo consiguió asustarla, que agitara la cola con furia y se internara con gran rapidez en la garganta de Lee. Éste gimió, se atragantó y retiró las manos de su maltrecho vientre para intentar detenerla, pero tenía las palmas empapadas de sangre y el resbaladizo animal se le escabulló entre los dedos.

Mientras esto ocurría, Terry se acercaba corriendo a su hermano.

– ¿Ig? ¿Estás…?

Pero cuando vio a Lee revolviéndose en el suelo se detuvo en seco y le miró.

Lee se tumbó de espaldas, gritando, aunque le resultaba difícil emitir sonido alguno con una serpiente en la garganta. Daba patadas contra el suelo y su rostro iba adquiriendo un color casi negro, mientras las sienes se le surcaban de venas hinchadas. El ojo malo, el ojo de la perdición, seguía vuelto hacia Ig y le miraba con una expresión rayana en el asombro. Aquel ojo era un agujero negro sin fin que contenía una escalera de caracol de humo pálido que conducía a un lugar donde las almas podían ir, pero del que nunca regresaban. Dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo. De su boca abierta sobresalían aún al menos veinte centímetros de serpiente ratonera, la mecha larga y oscura de una bomba humana. La serpiente por su parte estaba inmóvil, parecía consciente de que le habían mentido, de que había cometido un grave error tratando de esconderse en el estrecho y húmedo túnel de la garganta de Lee. Ya no podía avanzar más ni tampoco salir, e Ig sintió lástima de ella. No era una forma agradable de morir, atascada en el garganta de Lee Tourneau.

El dolor había vuelto, le nacía en las entrañas y se irradiaba a la entrepierna, al hombro destrozado y a las rodillas rotas, cuatro afluentes contaminados vertiendo sus aguas en un profundo embalse de tormento. Cerró los ojos y trató de concentrarse en controlar el dolor. Entonces, por unos instantes, todo fue silencio en la vieja fundición, con el hombre y el demonio yaciendo el uno junto al otro; aunque la cuestión de decidir cuál era cuál muy bien podría ser objeto de un debate teológico.

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