Capítulo 39

Miró arriba y abajo con el ojo bueno buscándola por todo el aparcamiento, iluminado entero por el brillo extraño e infernal del letrero de neón rojo que lo presidía todo -«El Abismo»-, de manera que hasta la lluvia era roja en la noche brumosa, y allí estaba Merrin, debajo de un árbol.

– Ahí, Lee. Ahí -dijo Terry, pero Lee ya está deteniendo el coche.

Le había dicho que tal vez necesitaría que alguien la llevara a casa desde El Abismo, si Ig se enfadaba mucho después de «la gran charla», y Lee le había prometido que se pasaría por allí a ver si estaba, a lo que ella contestó que no hacía falta, pero lo dijo sonriendo y con expresión agradecida, así que supo que en realidad sí quería. Era algo propio de Merrin: no siempre quería decir lo que expresaba y a menudo decía lo contrario de lo que pensaba.

Cuando la vio, con la blusa empapada y la falda pegada al cuerpo, los ojos enrojecidos por el llanto, se le contrajo el estómago de excitación, al pensar que estaba allí por él, esperándole, deseando estar con él. Seguro que le había ido fatal, que Ig le había dicho cosas horribles; había terminado con ella por fin y no había razón para esperar más. Pensó que si la invitaba a irse con él a su casa había muchas posibilidades de que aceptara, de que dijera que sí con voz mimosa. Conforme detenía el coche, le vio y levantó una mano mientras caminaba hacia la puerta del pasajero. Lee lamentó no haber devuelto a Terry a su casa antes de ir allí, la quería sólo para él. Pensó que si estuvieran solos en el coche tal vez ella se reclinaría sobre él en busca de calor y consuelo y podría pasarle una mano por los hombros, quizá incluso deslizar una mano bajo su blusa.

Quería que se sentara delante, así que volvió la cabeza para pedirle a Terry que se pasara al asiento trasero, pero éste ya se había levantado para hacerlo. Iba hecho polvo, se había fumado la mitad de la producción de México en las dos últimas horas y se movía con la gracia de un elefante anestesiado. Lee alargó el brazo para abrirle a Merrin la puerta del asiento del pasajero y de paso empujó a Terry en el trasero con un codo para ayudarle a moverse. Terry se cayó y Lee escuchó un golpe metálico cuando su cabeza chocó con la caja de herramientas abierta en el suelo del coche.

Merrin entró retirándose los mechones de pelo empapado de la cara. Su cara pequeña con forma de corazón -una cara de niña- estaba mojada, pálida y parecía fría, y a Lee le entró un deseo irrefrenable de tocarla, de acariciarle suavemente la mejilla. Tenía la blusa completamente empapada y se le transparentaba un sujetador con pequeñas rosas estampadas. Antes de darse cuenta ya lo estaba haciendo, estaba alargando la mano para tocarla. Pero entonces desvió la mirada y vio el porro de Terry, gordo como un plátano, en el asiento y se apresuró a cubrirlo con una mano antes de que Merrin lo descubriera.

Entonces fue ella la que le tocó a él, apoyando los dedos gélidos en su muñeca.

– Gracias por recogerme, Lee -dijo-. Me has salvado la vida.

– ¿Dónde está Ig? -preguntó Terry con voz espesa y estúpida, arruinando el momento. Lee le miró por el espejo retrovisor. Estaba encorvado hacia delante con los ojos perdidos y presionándose la sien.

Merrin se llevó una mano al estómago, como si el solo hecho de pensar en Ig le causara dolor físico.

– No…, no lo sé. Se fue.

– ¿Se lo dijiste? -preguntó Lee.

Merrin volvió la cabeza en dirección a El Abismo y Lee vio su reflejo en el cristal; reparó en que la barbilla le temblaba de los esfuerzos por no llorar. Temblaba de pies a cabeza, tanto que las rodillas casi entrechocaban.

– ¿Qué tal se lo ha tomado? -preguntó Lee sin poder evitarlo.

Merrin negó con la cabeza y dijo:

– ¿Podemos irnos?

Lee asintió y condujo hasta la carretera marcha atrás, por donde habían venido. Pensó en la noche que tenía por delante y la vio como una sucesión de pasos ordenados. Primero dejarían a Terry en su casa y después conduciría hasta su casa sin discusión posible. Le diría a Merrin que necesitaba quitarse la ropa mojada y darse una ducha en el mismo tono de voz calmado y decidido en que ella le había mandado a la ducha el día que murió su madre. Y cuando le llevara una copa, descorrería suavemente la cortina para mirarla bajo el chorro de agua; para entonces ya estaría desnudo.

– Eh, chica -dijo Terry-, ¿quieres mi cazadora?

Lee le dirigió una mirada irritada por el espejo retrovisor. Había estado tan absorto pensando en Merrin en la ducha que se había medio olvidado de que Terry seguía allí. Le invadió un frío ramalazo de odio hacia el falso, divertido, famoso, guapo y básicamente retrasado mental de Terry, que se había aprovechado de su mínimo talento, de las relaciones de su familia y de un apellido famoso para hacerse rico y follarse a las tías más buenas del país. Se le antojaba lógico tratar de exprimirlo, ver si había alguna manera de poner algo de su glamour al servicio del congresista, o al menos sacarle algún dinero. Pero lo cierto es que Terry nunca le había gustado demasiado; le consideraba un bocazas exhibicionista que le había humillado delante de Glenna Nicholson el día en que se conocieron. Le ponía enfermo verle ponerse en plan baboso con la novia de su hermano cuando no hacía ni diez minutos que habían roto, como si estuviera autorizado, como si tuviera derecho a ello. Apagó el aire acondicionado, maldiciéndose interiormente por no haber pensado en ello antes.

– Estoy bien -dijo Merrin, pero Terry ya le estaba ofreciendo la chaqueta-. Gracias, Terry -dijo en un tono tan agradecido y desvalido que le entraron ganas de abofetearla.

Merrin tenía sus virtudes, pero básicamente era una mujer como todas las demás, a la que el estatus y el dinero excitaban y volvían sumisa. De no haber sido por el fondo de inversiones y el apellido familiar, dudaba de que se hubiera fijado alguna vez en Ig Perrish.

– De-debéis estar pensando…

– No estamos pensando nada. Relájate.

– Ig…

– Estoy seguro de que Ig está bien. No te preocupes.

Seguía tiritando. Mucho. Lo que en realidad le excitaba era ver cómo le temblaban los pechos. Pero entonces Merrin se volvió y extendió una mano hacia el asiento trasero.

– ¿Estás bien?

Cuando retiró la mano, Lee vio que tenía sangre en las yemas de los dedos.

– Habría que vendarte eso.

– Estoy bien, no os preocupéis -dijo Terry, y entonces Lee quiso abofetearle a él. Pero en lugar de ello pisó a fondo el acelerador, impaciente por dejar a Terry en su casa, por quitárselo de en medio lo antes posible.

El Cadillac subía y bajaba, deslizándose por la carretera mojada y bamboleándose en las curvas. Merrin se arrebujó en la cazadora de Terry mientras seguía tiritando con fuerza, sus ojos brillantes y doloridos sobresaliendo de entre una mata de pelo enredado, rojo pajizo y húmedo. De repente sacó una mano y la apoyó en el salpicadero, con el brazo recto y rígido, como si estuvieran a punto de salirse de la carretera.

– Merrin, ¿estás bien?

Negó con la cabeza.

– No…, sí. Lee, por favor, para. Para aquí.

Hablaba en un hilo de voz rebosante de tensión.

Se dio cuenta de que estaba a punto de vomitar. La noche se arrugaba a su alrededor, se le iba de las manos. Merrin estaba a punto de vomitar en su Cadillac, un pensamiento que, para ser sinceros, le anonadaba. Lo que más había disfrutado de la enfermedad de su madre y de su muerte había sido que le dejó como único dueño del Cadillac, y si Merrin vomitaba dentro se iba a poner furioso. Era imposible hacer desaparecer el olor a vómito de un coche.

Vio el desvío a la vieja fundición a la derecha y giró para tomarlo, a demasiada velocidad. La rueda delantera derecha patinó en la tierra al borde de la carretera y el coche se escoró violentamente hacia el lado contrario, lo menos indicado si se lleva a una chica a punto de vomitar en el asiento del pasajero. Reduciendo la velocidad enfiló la abrupta pista forestal, mientras los arbustos golpeaban los costados del coche y éste levantaba nubes de grava. Los faros iluminaron una cadena que atravesaba el camino y se aproximaba hacia ellos a gran velocidad y Lee continuó pisando el freno, haciendo detenerse el coche poco a poco, con suavidad. Por fin se detuvo con un gemido del motor y el parachoques casi incrustado en la cadena.

Merrin abrió la puerta y empezó a vomitar con una fuerte arcada que sonó como una tos. Lee puso el coche en punto muerto. Él también estaba temblando, pero de ira, y tuvo que hacer un esfuerzo por recuperar la serenidad. Si iba a meter a Merrin en la ducha aquella noche, tendría que ser paso a paso y llevándola de la mano. Podía hacerlo, podía llevarla a donde ambos estaban destinados a terminar, pero para ello necesitaba controlarse, controlar aquella noche que amenazaba con echarse a perder. Hasta ahora nada había ocurrido que no se pudiera enderezar.

Salió y caminó hasta el otro lado del coche mientras la lluvia le mojaba la espalda y los hombros de la camisa. Merrin tenía los pies apoyados en el suelo y la cabeza entre las piernas. La tormenta empezaba a perder fuerza y la lluvia golpeaba en silencio las hojas que pendían sobre el camino.

– ¿Estás bien? -preguntó.

Merrin asintió y Lee siguió hablando:

– Vamos a llevar a Terry a su casa y después te vienes conmigo a la mía y me cuentas todo lo que ha pasado. Te pondré una copa y podrás desahogarte. Hará que te sientas mejor.

– No, gracias. Ahora mismo quiero estar sola. Necesito pensar.

– No quiero que te quedes sola esta noche. En tu estado sería lo peor que puedes hacer. Además, en serio, tienes que venir a mi casa. Te he arreglado la cruz y quiero ponértela.

– No, Lee. Quiero irme a casa, ponerme ropa seca y tranquilizarme un poco.

Tuvo otra oleada de irritación. Típico de Merrin pensar que podían posponer aquello indefinidamente, como si pudiera esperar que la recogiera en El Abismo y la llevara a donde ella quisiera sin darle nada a cambio. Pero apartó este sentimiento. La miró con su blusa y su falda mojadas, tiritando, y caminó hasta el maletero del coche. Sacó su bolsa de gimnasia y se la ofreció.

– Tengo ropa de deporte. Una camiseta y un pantalón. Están secos y limpios.

Merrin vaciló, después agarró la bolsa por las asas y salió del coche.

– Gracias, Lee -dijo sin mirarle a los ojos.

Lee no soltó la bolsa, sino que se aferró a ella -y a Merrin- por un instante, impidiendo que desapareciera en la oscuridad para cambiarse.

– Tenías que hacerlo y lo sabes. Era una locura pensar que tú…, que cualquiera de los dos…

Merrin dijo tirando de la bolsa:

– Sólo quiero cambiarme, ¿vale?

Se volvió y se alejó con paso rígido y la falda pegada a los muslos. Al pasar delante del coche, los faros iluminaron su blusa, que se transparentaba como papel de cera. Pasó por encima de la cadena y continuó avanzando hacia la oscuridad, camino arriba. Pero antes de desaparecer se volvió y miró a Lee con el ceño fruncido y una ceja levantada en señal de interrogación. O de invitación. Sígueme.

Lee encendió un cigarrillo y se lo fumó de pie junto al coche, preguntándose si debería seguirla, dudando si internarse en el bosque con Terry mirando. Pero transcurridos un minuto o dos comprobó que éste se había tumbado en el asiento trasero con una mano sobre los ojos. Se había dado un buen golpe en la sien derecha y antes de eso ya estaba bastante colocado, más cocido que una gamba de Nochevieja, de hecho. Era curioso, encontrarse allí junto a la fundición, como el día en que conoció a Terry Perrish y éste hizo volar un gigantesco pavo por los aires con Eric Hannity. Se acordó del porro de Terry y lo buscó en el bolsillo. Tal vez un par de caladas le asentarían el estómago a Merrin y la volverían menos arisca.

Observó a Terry unos minutos más, pero cuando comprobó que no se movía tiró la colilla del cigarro en la hierba húmeda y echó a andar por el camino en busca de Merrin. Siguió los surcos de grava trazando una curva y después una pequeña pendiente, y allí estaba la fundición, perfilada contra un cielo de furiosas nubes negras. Con su gigantesca chimenea, parecía una fábrica de pesadillas a granel. La hierba mojada relucía y se agitaba con el viento. Pensó que tal vez Merrin había ido a cambiarse dentro del torreón de ladrillo en ruinas y envuelto en sombras, pero entonces la escuchó llamarle desde la oscuridad, a su izquierda.

– Lee -dijo.

La vio a pocos metros del camino.

La bolsa de gimnasia estaba a sus pies y las ropas mojadas dobladas y puestas a un lado, con los zapatos de tacón encima. Había algo metido en uno de ellos, parecía una corbata, doblada varias veces. ¡Cómo le gustaba a Merrin doblar cosas! A veces Lee tenía la impresión de que llevaba años doblándole a él en pliegues cada vez más pequeños.

– No tienes ninguna camiseta. Sólo pantalones de chándal.

– Es verdad. Se me había olvidado -dijo caminando hacia ella.

– Pues vaya mierda. Dame tu camisa.

– ¿Quieres que me desnude?

Merrin trató de sonreír, pero sólo consiguió suspirar con impaciencia.

– Perdona, Lee, pero… no estoy de humor.

– Claro que no. Lo que necesitas es una copa y alguien con quien hablar.

Le enseñó el porro y sonrió, porque sentía que debía sonreír en ese momento.

– Vamos a mi casa y si hoy no estás de humor lo dejamos para otro día.

– ¿De qué hablas? -preguntó Merrin frunciendo el ceño, con las cejas muy juntas-. Quiero decir que no estoy de humor para bromas. ¿De qué estás hablando tú?

Lee se inclinó y la besó. Los labios de Merrin estaban fríos y húmedos. Se estremeció y dio un paso atrás, sorprendida. La cazadora se deslizó de sus manos, pero la sujetó para interponerla entre los dos.

– ¿Qué estás haciendo?

– Sólo quiero que te sientas mejor. Si estás triste es en parte culpa mía.

– Nada es culpa tuya.

Merrin le miraba con los ojos muy abiertos y expresión desconcertada. Pero poco a poco iba cayendo en la cuenta de lo que ocurría. Parecía una niña pequeña. Era fácil mirarla y olvidarse de que tenía veinticuatro años y no era una jovencita virgen de dieciséis.

– No he roto con Ig por ti. No tiene nada que ver contigo.

– Excepto que ahora podemos estar juntos. ¿No era ése el motivo de todo este numerito?

Merrin dio otro paso atrás tambaleándose, con una expresión de suspicacia cada vez mayor y la boca abierta como disponiéndose a gritar. Sólo que no gritó. Se rió, una sonrisa forzada e incrédula. Lee hizo una mueca de dolor. Por un momento fue como oír a su madre riéndose de él. Deberías pedir que te devuelvan el dinero.

– Joder -dijo Merrin-. Joder, Lee, coño. No es el momento para esa clase de bromas.

– Estoy de acuerdo.

Merrin le miró. La sonrisa pálida y confusa se le había borrado de la cara y ahora tenía la boca desfigurada con una mueca. Una fea mueca de asco.

– ¿Eso es lo que crees? ¿Qué he cortado con Ig para poder follar contigo? Eres su amigo. Mi amigo. ¿Es que no entiendes nada?

Lee dio un paso hacia ella y le puso la mano en el hombro, pero Merrin le empujó. Esto sí que no se lo esperaba; se le enredó un zapato en una raíz y cayó al suelo de culo.

Miró a Merrin y sintió cómo algo crecía en su interior: una especie de rugido atronador que avanzaba por un túnel. No la odiaba por todo lo que le estaba diciendo, aunque desde luego era muy fuerte. Después de provocarle durante meses -años en realidad- ahora le ponía en ridículo por desearla. Lo que en realidad le enfurecía era la expresión de su cara. Esa mirada de asco, con los dientecillos afilados asomando bajo el labio superior.

– ¿Entonces de qué me estabas hablando? -preguntó pacientemente, sintiéndose ridículo allí, sentado en el suelo-. ¿De qué hemos estado hablando todo este mes? Pensaba que querías tirarte a otros tíos. Pensaba que había cosas de ti, sentimientos a los que por fin querías enfrentarte. Sentimientos hacia mí.

– Dios -dijo Merrin-. Madre mía, Lee.

– Pidiéndome que te llevara a cenar por ahí, mandándome mensajes guarros sobre una supuesta rubia que ni siquiera existe. Llamándome a todas horas para saber a qué me dedico, si estoy bien.

Alargó una mano y la apoyó en el montón de ropa de Merrin, preparándose para ponerse de pie.

– Estaba preocupada por ti, gilipollas. Se acababa de morir tu madre.

– ¿Te crees que soy idiota? La mañana en que murió te dedicaste a ponerme como una moto, restregándote contra mi pierna con el cadáver en la habitación de al lado.

– ¿Cómo dices?

Hablaba en voz alta, aguda, histérica. Estaba haciendo demasiado ruido y Terry podría oírla, preguntarse por qué discutían. Lee asió la corbata metida en el zapato y cerró el puño mientras se ponía en pie. Merrin siguió hablando:

– ¿Te refieres a que estabas borracho y te di un abrazo y empezaste a toquetearme? Te dejé porque te vi hecho polvo, Lee, eso es todo. To-do.

Se había echado a llorar otra vez. Se cubrió los ojos con una mano y la barbilla le temblaba. Con la otra mano seguía sujetando la cazadora.

– Esto es una mierda. ¿Cómo has podido pensar que quería cortar con Ig sólo para follar contigo? Antes muerta, Lee. Antes muer-ta. ¿Lo pillas?

– Ahora sí -dijo Lee y le arrancó la chaqueta de las manos, la tiró al suelo y le colocó el nudo de la corbata alrededor del cuello.

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