De camino a la iglesia le sudaban las manos, se sentía raro y pegajoso. Tenía el estómago revuelto. Sabía la razón, y era una ridiculez, ni siquiera sabía su nombre y jamás había hablado con ella.
Aunque le había enviado señales. Una iglesia llena de gente, gran parte de la cual eran chicos de su edad, y sin embargo le había mirado a él y le había enviado un mensaje con su cruz de oro brillante. Incluso ahora no entendía por qué había renunciado a ella, por qué se la había dado a otra persona como si fuera un cromo de béisbol o un CD. Se dijo que Lee era un chico pobre y solitario que vivía en una caravana y estaba necesitado de alguien, que estas cosas sucedían porque así debía ser. Trató de sentirse bien por lo que había hecho, pero en lugar de ello en su interior iba creciendo una muralla de oscuro horror. No lograba imaginar qué le había empujado a dejar que Lee se llevara la cruz. Hoy la traería. Se la daría y ella le daría las gracias y se quedarían hablando después de misa. Ya les veía caminando juntos; cuando pasaban a su lado la pelirroja miraba hacia él, pero sin gesto alguno de reconocerle y con la cruz, ya arreglada la cadena, brillando sobre su garganta.
Lee estaba allí, en el mismo banco, y se había colgado la cruz del cuello. Fue lo primero en que reparó Ig y su reacción fue pura bioquímica. Como si se hubiera bebido de un trago una taza de café ardiendo. La sangre le circulaba con furia, como estimulada por una sobredosis de cafeína.
El banco que estaba delante de Lee permaneció vacío hasta pocos momentos antes de que empezara la misa, y entonces tres señoras corpulentas ocuparon el sitio donde se había sentado la chica una semana antes. Lee e Ig se pasaron la mayor parte de los veinte primeros minutos alargando el cuello buscándola, pero no estaba allí. Su pelo, esa gruesa ristra de trenzas cobrizas, no podía pasar desapercibido. Finalmente Lee miró a Ig desde el otro lado del pasillo y encogió los hombros en un gesto cómico, e Ig le devolvió el gesto, como si fuera cómplice de Lee en sus intentos por establecer contacto con la chica del código Morse.
Sin embargo, no lo era. Cuando llegó el momento de rezar inclinó la cabeza, pero su plegaria no tenía nada que ver con el padrenuestro. Lo que pidió fue recuperar la cruz. No le importaba que aquello estuviera mal. Lo deseaba más de lo que había deseado nada jamás, más incluso de lo que había deseado respirar cuando se encontraba perdido en aquella vorágine mortal de aguas negras y almas rugientes. No conocía su nombre, pero sabía que los dos estaban destinados a divertirse juntos, a estar juntos; los diez minutos en los que ella le había lanzado destellos a la cara habían sido los mejores diez minutos que jamás había pasado en la iglesia. Hay cosas a las que no se puede renunciar, independientemente de lo que le debas a alguien.
Cuando terminó la misa, Ig permaneció con la mano de su padre apoyada en el hombro viendo a la gente salir. Su familia era siempre de los últimos en marcharse de cualquier lugar concurrido, ya fuera una iglesia, un cine o un estadio de béisbol. Lee Tourneau pasó junto a ellos y agachó la cabeza en dirección a Ig en un gesto de resignación que parecía decir: Unas veces se gana y otras se pierde.
En cuanto el pasillo estuvo despejado Ig cruzó hasta el banco donde una semana atrás se había sentado la chica y, una vez allí, se arrodilló y simuló atarse el zapato. Su padre volvió la vista pero Ig le indicó con un gesto que siguieran, que él los alcanzaría. Se aseguró de que hubieran salido todos antes de dejar de atarse el zapato.
Las tres damas corpulentas que habían ocupado el banco en el que había estado sentada la chica del código Morse seguían allí, recogiendo sus bolsos y envolviéndose en sus chales de verano. Cuando levantó los ojos se dio cuenta de que las había visto antes. Estaban con la madre de la chica el último domingo, formando un mismo grupo, y entonces Ig se había preguntado si serían sus tías. Incluso era posible que una de ellas se hubiera ido en el mismo coche de la chica después de misa. No estaba seguro. Quería pensar que sí, pero sospechaba que estaba dejándose llevar por los deseos más que por un recuerdo real.
– Perdone…-dijo.
– ¿Sí? -preguntó la señora que estaba más cerca de él, que llevaba el pelo teñido de un marrón metálico.
Ig señaló el banco con un dedo y negó con la cabeza.
– Había aquí una chica. El domingo pasado. Se olvidó algo y pensaba devolvérselo. ¿No era una chica pelirroja?
La mujer no respondió y permaneció quieta, aunque el pasillo estaba lo bastante despejado como para que pudiera salir. Al cabo Ig se dio cuenta de que estaba esperando que la mirara. Cuando lo hizo y vio cómo le examinaba, con los ojos entrecerrados y expresión de complicidad, se le aceleró el pulso.
– Merrin Williams -dijo la mujer-, y sus padres sólo vinieron a la ciudad el fin de semana pasado para tomar posesión de su nueva casa. Lo sé porque yo se la vendí y también les traje a esta iglesia. Ahora están de vuelta en Rhode Island, haciendo las maletas. Estarán aquí el domingo que viene. Estoy segura de que les veré muy pronto, así que, si quieres, les puedo devolver lo que dices que Merrin se olvidó aquí.
– No -dijo Ig-. No hace falta.
– Ya -dijo la mujer-. Prefieres dárselo tú mismo, me parece. Te lo noto en la cara.
– ¿El qué me nota?
– Te lo diría -contestó la mujer-, pero estamos en una iglesia.