Capítulo 19

Vio a Merrin Williams y simuló que no se daba cuenta. Tarea difícil, ya que el corazón le saltaba dentro del pecho, golpeándole las costillas como un borracho furioso que aporreara los barrotes de su celda. Había estado esperando este momento no sólo cada día, sino prácticamente cada hora del día desde que la vio por primera vez, y era casi más de lo que su sistema nervioso era capaz de soportar; tenía los circuitos a punto de explotar. Llevaba pantalones de algodón de color crema y una blusa blanca arremangada. Esta vez llevaba el pelo corto y le miró directamente mientras Ig avanzaba por el pasillo con su familia haciendo como que no la veía.

Lee y su padre entraron pocos minutos antes de que empezara la misa y se sentaron en un banco al lado de Ig, cerca del altar. Lee volvió la cabeza y miró con detenimiento a Merrin, de arriba abajo. Ésta pareció no darse cuenta, tan concentrada como estaba en Ig. Lee movió la cabeza simulando desaprobación antes de girarse de nuevo.

Merrin estuvo observando a Ig durante los cinco primeros minutos de la misa y en todo ese tiempo él no la miró directamente. Tenía las manos juntas y apretadas, las palmas resbaladizas por el sudor, y mantenía los ojos fijos en el padre Mould.

Ella no dejó de mirarle hasta que el padre Mould dijo:

– Oremos.

Se deslizó del banco para ponerse de rodillas y juntó las manos. Entonces fue cuando Ig se sacó la mano del bolsillo. La sostuvo en el cuenco de la mano, localizó un rayo de sol y la apuntó hacia ella. Una cruz de luz dorada y espectral bailó sobre la mejilla de Merrin y se posó en la comisura de uno de los ojos. La primera vez que le envió un destello cerró los ojos, la segunda vez parpadeó y la tercera le miró. Ig sujetaba la joya sin moverse, de modo que en el centro de su mano ardía una cruz dorada de pura luz que se reflejaba en la mejilla de ella. Merrin le miró con inesperada solemnidad, como el radioperador de una película bélica que está recibiendo un mensaje de vida o muerte de un camarada.

Lenta y deliberadamente, Ig empezó a mover la cruz para emitir el mensaje en Morse que había estado memorizando toda la semana. Se le antojaba importante transmitirlo de forma exacta y manejaba la cruz como si fuera una carga de nitroglicerina. Cuando hubo terminado, sostuvo la mirada de la chica por unos segundos y después escondió la cruz en la mano y volvió la vista a otro lado, mientras el corazón le latía con tal fuerza que estaba seguro de que su padre, arrodillado al lado, estaba oyéndolo. Pero su padre rezaba con las manos entrelazadas y los ojos cerrados.

Ambos se cuidaron mucho de volver a mirarse mientras duró la misa. O, para ser más exactos, no se miraron a la cara, pero Ig era consciente de que ella le miraba por el rabillo del ojo mientras él hacía lo mismo, disfrutando de la forma que tenía de ponerse en pie para cantar, echando los hombros hacia atrás. El pelo le brillaba a la luz del sol.

El padre Mould los bendijo a todos y les conminó a amarse los unos a los otros, que era precisamente lo que Ig tenía en mente. Cuando la gente empezó a salir se quedó donde estaba, con la mano de su padre apoyada en el hombro, como siempre. Merrin Williams salió al pasillo seguida también por su padre e Ig supuso que se detendría y le daría las gracias por arreglarle la cruz, pero ni siquiera le miró. Ig abrió la boca para decirle algo y entonces reparó en la mano derecha de ella, con el dedo índice extendido detrás del cuerpo señalando el banco. Fue un gesto tan natural que podía haber estado simplemente balanceando el brazo, pero Ig tenía la seguridad de que le estaba indicando que la esperara.

Cuando el pasillo estuvo despejado, Ig salió y se puso a un lado para que su padre, su madre y su hermano pasaran delante. Pero en lugar de seguirles se volvió y caminó en dirección al altar y el coro. Cuando su madre le miró interrogante, señaló hacia el vestíbulo trasero, donde había unos lavabos. No siempre podía recurrir a la excusa de atarse el cordón del zapato. Su madre siguió andando con una mano apoyada en el brazo de Terry. Éste miró a su hermano con curiosidad, pero se dejó guiar por su madre.

Ig permaneció esperándola en el sombrío vestíbulo que conducía al despacho del padre Mould. No tardó en aparecer, y para entonces la iglesia estaba prácticamente vacía. Le buscó en la nave pero no le vio, e Ig permaneció en la oscuridad, observándola. La chica caminó hasta la capilla lateral y encendió una vela, se santiguó, se arrodilló y se puso a rezar. E1 pelo le caía tapándole la cara, así que Ig pensó que no le veía cuando salió a su encuentro. No se sentía como si estuviera caminando hacia ella. Le sostenían unas piernas que no eran las suyas. Era como si lo transportaran, como si estuviera de nuevo subido al carro de supermercado, esa misma sensación en el estómago, vértigo mezclado con náuseas, la sensación de estar a punto de caer por un precipicio, de dulce peligro.

No la interrumpió hasta que no levantó la cabeza y los ojos.

– Hola -dijo mientras se ponía de pie-. Encontré tu cruz. Te la dejaste olvidada. Cuando no te vi el domingo pasado me preocupé, pensé que no podría devolvértela.

Mientras hablaba, le alargó la cruz. Ella cogió la cruz y la fina cadena de oro de la mano de él y la sostuvo en la suya.

– La has arreglado.

– No -dijo Ig-. Mi amigo Lee Tourneau la arregló. Se le da bien reparar cosas.

– Ah -dijo ella-. Pues dale las gracias de mi parte.

– Puedes dárselas tú misma si sigue por aquí. También viene a esta iglesia.

– ¿Me ayudas a ponérmela? -preguntó ella. Le dio la espalda, se levantó el pelo e inclinó la cabeza hacia delante, dejando la nuca al descubierto.

Ig se secó las manos en el pecho y después abrió la cadena y se la pasó con suavidad alrededor del cuello. Esperaba que no se diera cuenta de que le temblaban las manos.

– Conoces a Lee, ¿sabes? -dijo Ig a falta de otro tema de conversación-. Estaba sentado detrás de ti el día que se te rompió la cadena.

– ¿Ese chico? Intentó volver a ponérmela cuando se me rompió. Pensé que quería estrangularme con ella.

– Yo no te estoy estrangulando, ¿verdad?

– No.

Le estaba costando trabajo cerrar el broche. Estaba demasiado nervioso, pero ella esperó pacientemente.

– ¿Por quién has encendido una vela? -preguntó.

– Por mi hermana.

– ¿Tienes una hermana?

– Ya no -dijo con una voz seca que no dejaba traslucir emoción alguna.

Ig notó una punzada de rabia. No tenía que haber preguntado.

– ¿Descifraste el mensaje? -soltó, deseoso de cambiar de tema de conversación.

– ¿Qué mensaje?

– El que te estaba enviando con la cruz. En Morse. Tú sabes Morse, ¿no?

Ella rió, una risa inesperadamente escandalosa que casi hizo que Ig dejara caer la cadena. Al instante siguiente sus dedos encontraron el camino y pudo abrochar la cadena. Ella se volvió. Le impresionó que estuviera tan cerca. Si levantaba una mano podría tocarle los labios.

– No. Fui a las Girl Scouts un par de veces, pero me borré antes de aprender nada interesante. Además, ya sé todo lo que hace falta saber sobre acampadas. Mi padre trabajó en el Servicio Forestal. ¿Qué mensaje me estabas transmitiendo?

Estaba aturdido. Había planeado toda la conversación con antelación, con gran cuidado, imaginando todo lo que le preguntaría ella y cada respuesta que le daría. Pero ahora eso no servía de nada.

– Entonces, ¿el otro día no me estabas enviando un mensaje?

Ella rió de nuevo.

– Sólo estaba comprobando durante cuánto tiempo podía mandarte destellos antes de que te dieras cuenta de su origen. ¿Qué mensaje pensaste que te estaba mandando?

Pero Ig no podía contestar a eso. La tráquea se le estaba cerrando de nuevo y la cara le ardía horriblemente. Se dio cuenta de lo ridículo que era haber supuesto que ella le estaba enviando un mensaje, por no hablar de que se había convencido de que la palabra que le estaba transmitiendo era «nosotros». Ninguna chica en el mundo enviaría ese mensaje a un chico con el que jamás había hablado. Ahora le resultaba obvio.

– Te decía: «Esto es tuyo» -contestó por fin, decidiendo que lo mejor que podía hacer era no ignorar la pregunta que ella le acababa de hacer. Además era mentira, aunque sonara a verdad. Le había estado transmitiendo una sola palabra, también corta: «Sí».

– Gracias, Iggy.

– ¿Cómo sabes mi nombre? -preguntó, y se sorprendió al verla ruborizarse de repente.

– Se lo pregunté a alguien -contestó ella-. Ya no me acuerdo por qué. Yo…

– Y tú eres Merrin.

Ella le miró sorprendida, con ojos interrogantes.

– Se lo pregunté a alguien -dijo Ig.

Merrin miró hacia la puerta.

– Mis padres deben de estar esperándome.

– Vale.

Para cuando llegaron al patio, Ig sabía que los dos estaban juntos en Inglés a primera hora, que Merrin vivía en Clapham Street y que su madre la había apuntado de voluntaria en la campaña de donación de sangre que la iglesia había organizado para final de mes. Ig estaba también apuntado.

– Pues no te vi en la lista -dijo ella.

Bajaron tres peldaños más y entonces Ig cayó en la cuenta de que eso significaba que había buscado su nombre en la lista. La miró y vio que sonreía para sí, enigmática.

Cuando salieron, el sol brillaba con tal fuerza que por un momento Ig no vio más que un fuerte resplandor. Distinguió algo borroso que avanzaba a su encuentro, levantó las manos y atrapó una pelota de fútbol americano. Cuando el resplandor desapareció vio a su hermano con Lee Tourneau y otros chicos -incluso Eric Hannity- y al padre Mould desplegándose por la hierba. El padre Mould gritaba:

– ¡Aquí, Ig!

Sus padres estaban junto a los de Merrin y Derrick Perrish y el padre de Merrin charlaban alegremente, como si las familias se conocieran desde hacía años. La madre de Merrin, una mujer delgada con labios finos y pálidos, tenía una mano sobre los ojos a modo de visera y sonreía a su hija con cierta expresión forzada. El día olía a asfalto caliente, a coches recalentados y a césped recién cortado. Ig, que no tenía grandes dotes atléticas, echó el brazo atrás y lanzó la pelota, que trazó un arco perfecto y llegó girando hasta las manos grandes y callosas del padre Mould. Éste la levantó sobre la cabeza y echó a correr por la hierba vestido con camisa de manga corta y alzacuellos.

El partido duró más de media hora, padres, hijos y cura persiguiéndose los unos a los otros por la hierba. A Lee le reclutaron de quarterback; no era tampoco un gran atleta, pero daba el pego, tumbándose de espaldas cuan largo era, con cara impertérrita y la corbata sobre el hombro. Merrin se quitó los zapatos y se puso a jugar, la única chica. Su madre dijo:

– Merrin Williams, te vas a poner perdidos los pantalones y después no habrá quién quite las manchas de hierba.

Pero su padre agitó la mano en el aire y dijo:

– Déjala divertirse un rato.

Se suponía que estaban jugando a rugby sin placaje, pero Merrin placó a Ig en todas las jugadas, tirándose a sus pies hasta que se convirtió en una especie de chiste que hacía reír a todo el mundo, Ig derrotado por esta chica de dieciséis años de complexión esquelética. Nadie se rió ni se divirtió más que el propio Ig, que se esforzó cuanto pudo por darle a Merrin ocasiones de derribarle.

– En cuanto empiecen a pasar la pelota deberías poner ya culo en tierra -le dijo la quinta o la sexta vez que le placó-. Porque no puedo pasarme todo el día tirándote. ¿Entiendes? ¿De qué te ríes?

Ig se estaba riendo y Merrin estaba arrodillada sobre él con su pelo haciéndole cosquillas en la nariz. Olía a limones y a menta. La cadena le colgaba del cuello y de nuevo le enviaba destellos, transmitiendo un mensaje de felicidad innegable.

– Nada -contestó-. Sólo de que te recibo alto y claro.

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