Se despertó en el horno, envuelto en la vieja manta con manchas de orín. Se estaba agradablemente fresco en el suelo de la chimenea y se sintió fuerte y bien. Conforme se le aclaraba la cabeza tuvo un pensamiento, el más feliz de su vida. Lo había soñado todo, todo lo que había ocurrido el día anterior.
Había estado borracho y deprimido, había meado encima de la cruz y de la virgen María, había maldecido a Dios y su propia vida, una furia aniquiladora había hecho presa de él; eso era lo que había pasado. Después, en algún momento que no recordaba, había llegado hasta la fundición y había perdido el conocimiento. El resto había sido una pesadilla particularmente vívida: descubrir que le habían salido cuernos, escuchar todas aquellas horribles confesiones una detrás de otra hasta llegar a la peor de todas, ese secreto horrible e imposible de Terry. Después, quitar el freno de la silla de ruedas y empujar a Vera colina abajo; su visita a la oficina del congresista y su desconcertante enfrentamiento con Lee Tourneau y Eric Hannity, y por último refugiarse allí, en la fundición, escondiéndose en el horno de una muchedumbre de serpientes enamoradas de él.
Suspirando aliviado, se llevó las manos a las sienes. Los cuernos estaba duros como hueso y emitían un calor febril y desagradable. Abrió la boca para gritar, pero alguien se le adelantó.
La puerta de hierro y las paredes curvas de ladrillo amortiguaron el sonido, pero escuchó en la distancia un grito agudo de angustia seguido de una carcajada. Era una niña que gritaba: «¡Por favor! ¡No, para!». Abrió la puerta de hierro del horno con el pulso desbocado.
Cruzó la puerta y salió a la luz clara y limpia de una mañana de agosto. Otro grito de miedo -o dolor- le llegó desde la derecha, a través de una abertura sin puerta que conducía al exterior. En algún lugar de su cerebro detectó una nota gutural y ronca en el grito y comprendió que no era una niña, sino un niño con voz chillona y asustada. Pero no aflojó el paso y corrió descalzo por el suelo de cemento, dejando atrás la carretilla llena de viejas herramientas. Cogió la primera que vio sin detenerse a mirarla, buscando sólo algo con lo que defenderse.
Estaban fuera, en el recinto asfaltado. Tres de ellos estaban vestidos y uno llevaba sólo unos calzoncillos demasiado pequeños y tenía el cuerpo cubierto de manchas de barro. El niño en ropa interior, escuálido y de torso alargado, debía de tener trece años. Los otros eran mayores, de primer o segundo año de instituto.
Uno de ellos, que llevaba la cabeza rapada como una bombilla, estaba sentado encima del chico semidesnudo fumando un cigarrillo. Unos pocos pasos detrás de él había un muchacho gordo con una camiseta de tirantes. Tenía la cara sudorosa y una expresión satisfecha, y daba saltitos alternando el peso del cuerpo de un pie a otro haciendo balancear sus fofas tetillas. El mayor de todos estaba a la izquierda y sostenía por la cola una serpiente jarretera que se retorcía intentando soltarse. Ig la reconoció (imposible pero cierto); era la que le había mirado anhelante el día anterior. Se arqueaba tratando de elevarse lo suficiente para morder al chico que la sujetaba, pero no podía. Este tercer muchacho sostenía en la otra mano unas tijeras de jardinería. Ig estaba detrás de todos, en la puerta, contemplando la escena desde una altura de tres metros.
– ¡Ya vale! -gritó el chico en calzoncillos. Tenía la cara sucia, pero las lágrimas habían trazado surcos de piel rosa bajo la porquería-. ¡Para ya, Jesse! ¡Ya vale!
El chico que fumaba, Jesse, le echó la ceniza en la cara.
– Cierra la puta boca, Zurraspas. Pararemos cuando yo lo diga.
A Zurraspas ya le habían quemado varias veces con cigarrillos. Ig vio que en el pecho tenía pequeños puntos rojos y brillantes de tejido inflamado. Jesse apuntaba con el cigarrillo encendido cada uno de ellos, sosteniéndolo a apenas unos milímetros de la piel de Zurraspas. La brasa encendida dibujó lo que parecía ser un triángulo.
– ¿Sabes por qué he hecho un triángulo? -preguntó Jesse-. Así es como los nazis marcaban a los maricones. Es tu marca. No pensaba hacerte tanto daño, pero tuviste que ponerte a gritar como un cerdo. Y además te huele el aliento a polla fresca.
– ¡Ja! -gritó el chico gordo-. Muy bueno, Jesse.
– Ya sé cómo quitarte el olor a polla -dijo el muchacho de la serpiente-. Hay que lavarle la boca.
Mientras hablaba levantó las tijeras, las colocó detrás de la cabeza de la serpiente y con una mano le cortó la cabeza de un tajo. La cabeza romboidal rebotó en el suelo de asfalto. Sonaba dura, como una pelota de caucho. El tronco se convulsionó y se retorció, rizándose y estirándose en una serie de fuertes espasmos.
– ¡Eeeeeh! -grito el gordito dando saltos-. ¡La has descapitado, Rory! ¡Joder!
Rory se agachó junto a Zurraspas. La sangre manaba a borbotones del cuello de la serpiente.
– Chupa -dijo Rory blandiendo la serpiente delante de la cara de Zurraspas-. Chúpala y Jesse te dejará en paz.
Jesse rió y dio una calada a su cigarrillo, tan honda que la brasa adquirió un color rojo intenso y venenoso.
– ¡Ya basta! -dijo Ig.
Su voz le parecía irreconocible. Era una voz profunda y resonante que parecía salir del fondo de una chimenea. Cuando habló, el cigarrillo que Jesse tenía en la boca estalló como un petardo y saltó por los aires en una ráfaga blanca.
Jesse gritó y se tropezó con Zurraspas, cayéndose al suelo. Ig saltó desde la plataforma de cemento hasta la hierba y hundió el mango de la herramienta que llevaba en la mano en el estómago del chico gordo. Fue como tratar de pinchar un neumático, pues la herramienta rebotó y su asa tembló. El chico gordo tosió y dio unos pasos atrás.
Ig se volvió y apuntó con la herramienta al chico que se llamaba Rory. Éste soltó la serpiente, que al caer sobre el asfalto empezó a retorcerse desesperadamente, como si tratara de escabullirse.
Rory se puso en pie lentamente, dio un paso atrás y pisó un montón de planchas de madera apiladas, latas viejas y cables de alambre oxidados. Perdió el equilibrio y se quedó sentado, mirando hacia donde Ig señalaba: una vieja horca con tres púas curvas y enmohecidas.
Ig notaba una punzada en los pulmones, una sensación de desgarro como la que precedía a sus ataques de asma. Exhaló tratando de aliviar la presión del pecho. Le salía humo de las fosas nasales y por el rabillo del ojo vio al chico en calzoncillos arrodillarse y limpiarse la cara con las dos manos, temblando como un flan.
– Quiero largarme de aquí -dijo Jesse.
– Yo también -dijo el chico gordo.
– Que Rory se quede aquí y muera -dijo Jesse-. ¿Es que ha hecho algo alguna vez por nosotros?
– Por su culpa tuve que quedarme después del colegio durante dos semanas por inundar el baño del instituto, y ni siquiera había atascado yo los retretes -dijo el chico gordo-. Sólo le había acompañado. Así que que le den por culo. ¡Quiero vivir!
– Entonces será mejor que echéis a correr -les dijo Ig.
Jesse y Gordito se dieron la vuelta y salieron corriendo hacia el bosque.
Ig bajó la horca y clavó las puntas en la tierra, se apoyó en el mango y miró al chico sentado sobre el montón de basura. Rory no hizo intento alguno de levantarse, sino que le devolvió la mirada con los ojos muy abiertos, fascinado.
– Dime qué es lo peor que has hecho nunca, Rory -le ordenó Ig-. Quiero saber si esto es lo más bajo que has caído o si has hecho cosas peores.
Hablando automáticamente, Rory dijo:
– Robé cuarenta dólares a mi madre para comprar cerveza y mi hermano mayor, John, la pegó cuando dijo que no sabía lo que había pasado con el dinero. Johnny pensaba que estaba mintiendo, que se lo había gastado en tarjetas de rasca y gana, y yo no dije nada porque tenía miedo de que me pegara a mí también. La manera en que la golpeó fue como oír a alguien dar patadas a una sandía. Todavía no tiene bien la cara y cada vez que le doy un beso de buenas noches me dan ganas de vomitar.
Mientras hablaba una mancha oscura empezó a cubrirle la entrepierna de sus vaqueros cortos.
– ¿Me vas a matar?
– Hoy no -dijo Ig-. Vete. Estás libre.
El olor de la orina de Rory le horrorizó, pero no dejó que se le notara en la cara.
Rory se puso de pie. Las piernas le temblaban visiblemente. Dio un paso hacia a un lado y empezó a alejarse en dirección a los árboles, caminando de espaldas con la vista fija en la horca que sostenía Ig. No miraba por dónde iba y casi se choca con Zurraspas, que seguía sentado en el suelo vestido sólo con los calzoncillos y unas deportivas con los cordones desatados. Sostenía un bulto de ropa contra el pecho y observaba a Ig como miraría a una cosa muerta y enferma, una carcasa consumida por la enfermedad.
– ¿Te ayudo a levantarte? -le preguntó Ig dando un paso hacia él.
Al verlo, Zurraspas se puso en pie de un salto y retrocedió unos pasos.
– Aléjate de mí.
– No dejes que te toque -dijo Rory.
Ig buscó los ojos de Zurraspas y dijo, con la voz más paciente de la que fue capaz:
– Sólo intentaba ayudar.
Zurraspas tenía el labio superior arqueado en una mueca de desprecio, pero sus ojos tenían ya la expresión aturdida y distante que empezaba a serle familiar a Ig, la mirada que decía que los cuernos estaban empezando a apoderarse de él, a ejercer su influencia.
– No has ayudado -dijo Zurraspas-. Lo has estropeado todo.
– Te estaban quemando -dijo Ig.
– ¿Y qué? A todos los de primer curso que entran en el equipo de natación les hacen una marca. Sólo tenía que chupar esa serpiente y demostrar que me gusta la sangre; después sería uno de ellos. Pero has llegado tú y lo has estropeado todo.
– Largaos de aquí inmediatamente. Los dos.
Rory y Zurraspas salieron corriendo. Los otros dos chicos les esperaban junto a los árboles y cuando Rory y Zurraspas les alcanzaron, se quedaron hablando unos instantes en la oscuridad perfumada por los abetos.
– ¿Qué era eso? -preguntó Jesse.
– Da miedo -dijo Rory.
– Quiero largarme de aquí y olvidarlo -dijo el chico gordo.
Entonces Ig tuvo una idea y, adelantándose, les llamó:
– No. No olvidéis. Recordad que hay algo aquí que da miedo. Que todo el mundo lo sepa. Decidles a todos que se mantengan alejados de la vieja fundición. Desde ahora este sitio es mío.
Se preguntó si entre sus nuevos poderes figuraría el de convencerles de que no olvidaran, puesto que todo el mundo parecía olvidarse de él. Podría ser muy persuasivo en otras cosas, así que tal vez lo consiguiera con ésta también.
Los chicos le miraron absortos un instante más y después el gordo echó a correr y los otros le siguieron. Ig les miró hasta que hubieron desaparecido. Después ensartó la serpiente descabezada en una de las púas de la horca -la sangre continuaba manando del cuello abierto- y la llevó hasta la fundición, donde la enterró bajo un montón de ladrillos.