Capítulo 30

Lee Tourneau permaneció de pie en la orilla mirando cómo la corriente hacía girar lentamente al Gremlin hasta situarlo apuntando río abajo. Sólo la parte trasera sobresalía del agua. El fuego se había extinguido, aunque todavía salía humo blanco de las esquinas del maletero. Se quedó allí con la llave inglesa en la mano mientras el coche se escoraba y se hundía un poco más, siguiendo la corriente. Lo miró hasta que algo deslizándose a sus pies distrajo su atención. Bajó la vista y después saltó con un grito de asco, y le dio una patada a una culebra de agua que había en la hierba y que reptó hasta sumergirse en el Knowles. Lee reculó con una mueca de asco cuando vio una segunda culebra, y después una tercera, que se arrastraban sinuosas hasta el agua, haciendo añicos el reflejo plateado de la luna en la superficie del río. Dirigió una última mirada al coche que se hundía y después se volvió y emprendió el camino colina arriba.

Se había ido ya cuando Ig salió del agua y trepó por la orilla hasta la hierba. Su cuerpo humeaba en la oscuridad. Dio seis pasos temblorosos por el suelo y cayó de rodillas. Mientras se impulsaba de espaldas hacia los helechos escuchó una puerta de coche cerrarse en lo alto de la colina y a Lee poniendo en marcha su Cadillac y alejándose en él. Permaneció allí descansando bajo los árboles que jalonaban la orilla.

Ya no tenía la piel pálida como el vientre de un pez, sino teñida de un rojo oscuro como el de algunas maderas barnizadas. Nunca había respirado con tanta facilidad, nunca había sentido los pulmones tan henchidos de aire. Sus costillas se ensanchaban con cada inhalación. No hacía ni veinte minutos que había oído cómo una de ellas se partía, pero no sentía dolor alguno. Pasó un tiempo antes de que reparara en la leve decoloración causada por contusiones que parecían ya viejas en los costados, la única prueba de que alguien le había atacado. Abrió y cerró la boca moviendo la mandíbula, pero tampoco ésta le dolía, y cuando buscó con la lengua la cavidad de los dientes que había perdido los encontró en su sitio, tersos e intactos. Dobló la mano. Nada tampoco. Veía los huesos del dorso, los nudillos lisos e incólumes. En un primer momento no se había dado cuenta, pero ahora supo que en realidad no había sentido dolor mientras ardía. En lugar de ello había salido del fuego indemne y restablecido. La cálida noche olía a gasolina, a plástico derretido y a hierro quemado, una fragancia que le excitó vagamente, como lo hacía antes el aroma a limones y menta de Merrin. Cerró los ojos y respiró tranquilo unos minutos. Cuando los abrió, había amanecido.

Notaba la piel tirante sobre los huesos y los músculos. Limpia. De hecho nunca se había sentido tan limpio. Supuso que de eso iba el bautismo. La orillas del río estaban pobladas de robles, cuyas anchas hojas temblaban y se mecían contra un cielo de un azul hermoso e imposible, sus bordes brillando con una luz verde dorada.


* * *

Merrin había visto una casa en un árbol cuyas hojas habían brillado exactamente de la misma manera. Ella e Ig empujaban sus bicicletas por un sendero en el bosque, de vuelta del pueblo donde habían pasado la mañana trabajando en un equipo de voluntarios, pintando la iglesia. Ambos vestían camisetas amplias y pantalones cortos salpicados de pintura. Habían recorrido ese sendero muchas veces, a pie y en bicicleta, pero nunca habían visto la casa antes.

Era fácil no verla. Estaba construida a más de cuatro metros del suelo, en la copa amplia y frondosa de un árbol de una especie que Ig no logró identificar, escondida detrás de un millar de hojas de color verde oscuro. Al principio, cuando Merrin la señaló, Ig no pensó siquiera que estuviera allí. Y no estaba. Sólo que de repente sí. Un rayo de sol se abrió paso entre las hojas e iluminó una de sus paredes de madera blanca. Cuando se acercaron y se situaron debajo del árbol lo vieron con más claridad. Era una caja blanca con amplios cuadrados a modo de ventanas de las que colgaban cortinas de nailon barato. Parecía construida por alguien que sabía lo que se hacía, y no por cualquier carpintero improvisado; aunque no tenía nada de especial. No había una escalera para acceder a ella y tampoco hacía falta. Varias ramas bajas hacían las veces de escalones que conducían hasta la trampilla de entrada. Pintada sobre ésta en letras blancas había una frase supuestamente cómica: «Bienaventurado el que traspase el umbral».

Ig se había detenido a mirar la frase -que le hizo sonreír-, pero Merrin no había perdido un instante. Apoyó su bicicleta en los matorrales al pie del árbol e inmediatamente empezó a trepar, saltando de rama en rama con seguridad atlética. Ig se quedó abajo mirándola subir, admirando sus muslos bronceados, suaves y elásticos después de una larga primavera jugando al fútbol. Cuando llegó a la trampilla volvió la cabeza para mirarle. A Ig le costó trabajo apartar la vista de sus piernas y dirigirla a su cara, pero cuando lo hizo, vio que ella sonreía burlona. Sin decir nada, empujó la trampilla y reptó por ella.

Para cuando Ig asomó la cabeza al interior de la casa Merrin ya se estaba desnudando. En el suelo había una pequeña alfombra polvorienta. Una menorá de latón, con nueve velas a medio consumir, reposaba en el extremo de una mesa rodeada por pequeñas figuras de porcelana. En una esquina había una butaca con una mohosa tapicería color musgo. Las hojas se mecían junto a la ventana y proyectaban sus sombras en la piel de Merrin en un movimiento constante, mientras la casa crujía suavemente en su cuna de ramas. ¿Cuál era aquella nana que hablaba de una cuna en las ramas de los árboles? «Ig y Merrin en lo alto de un árbol, besándose». No, no era ésa, «Duérmete niño, el árbol te mece. Mecerse». Cerró la trampilla tras él y colocó la butaca atravesando la entrada, para que nadie pudiera entrar y pillarles desprevenidos. Se desvistió y se dedicó a mecerse con Merrin un rato.

Después Merrin dijo:

– ¿Para qué serán esas velas y esas figuras de porcelana?

Ig avanzó hasta ellas a cuatro patas y Merrin se incorporó rápidamente y le dio una palmada en el culo. Ig rió y se apartó de un salto, riendo.

Se arrodilló junto a la mesa. La menorá estaba apoyada sobre un pedazo de tela sucia con letras estampadas en hebreo. Las velas de la menorá se habían consumido de tal manera que dibujaban un entramado de estalactitas y estalagmitas de cera alrededor del candelabro de latón. Una virgen María de porcelana -en realidad una judía de expresión astuta vestida de azul- estaba hincada de rodillas ante el ángel del Señor, una figura alta y sinuosa envuelta en una túnica casi a modo de toga. Se suponía que buscaba su mano, aunque alguien la había dispuesto de tal manera que en realidad le estaba tocando el muslo y parecía disponerse a sacarle el cirio. El mensajero del Señor la miraba con desaprobación altanera. Un segundo ángel estaba a unos centímetros de los dos con el rostro levantado hacia el cielo dándoles la espalda y tocando una trompeta dorada con expresión contrita.

Algún gracioso había completado la escena con un alienígena de piel grisácea y ojos negros y poliédricos de mosca. Estaba inclinado junto a la virgen y parecía susurrarle algo al oído. No era de porcelana, sino de goma, una figurita inspirada en el personaje de alguna película; Ig pensó que tal vez fuera Encuentros en la tercera fase.

– ¿Qué tipo de escritura es ésta? ¿Lo sabes? -preguntó Merrin arrodillada a su lado.

– Hebreo -contestó Ig-. Es de una filacteria.

– Pues menos mal que estoy tomando la píldora. Porque te has olvidado de ponerte la filacteria.

– Una filacteria no es eso.

– Ya lo sé.

Ig esperó, sonriendo para sus adentros.

– Entonces, ¿qué es?

– Los judíos se las ponen en la cabeza.

– Creía que eso era la kipá.

– Sí, pero esto es otra cosa que también se ponen en la cabeza. O en el brazo, no me acuerdo.

– ¿Y qué dice?

– No lo sé. Es de la Biblia.

Merrin señaló al ángel con la trompeta.

– Se parece a tu hermano.

– Qué va -dijo Ig. Aunque pensándolo bien sí se parecía a Terry cuando tocaba la trompeta, con esa frente despejada y esos rasgos principescos. Aunque Terry no se pondría esa túnica ni muerto, a no ser para una fiesta de disfraces.

– ¿Y qué es todo eso? -preguntó Merrin.

– Un altar.

– ¿Dedicado a qué? -dijo señalando al alienígena con la cabeza-. ¿A E. T., el extraterrestre?

– No lo sé. Tal vez esas figuras sean importantes para alguien. Quizá están ahí como recuerdo de alguien. O alguien las puso para tener un lugar donde rezar.

– Eso creo yo también.

– ¿Quieres rezar? -preguntó Ig sin pensar, y a continuación tragó saliva, pues sentía que había formulado una petición obscena, algo que Merrin podría encontrar ofensivo.

Ella le miró con los ojos entornados y le sonrió con cierta picardía y por primera vez se le ocurrió que Merrin le consideraba un poco loco. Ella paseó la mirada por la casa, deteniéndose en la ventana, con sus vistas a las hojas ondulantes y amarillas, observando la luz del sol, que pintaba las desgastadas paredes; después se volvió hacia él y asintió.

– Claro -dijo-. Es mucho mejor que rezar en la iglesia.

Ig juntó las manos, agachó la cabeza y abrió la boca para hablar, pero Merrin le interrumpió.

– ¿No vas a encender las velas? -preguntó-. ¿No crees que deberíamos crear una atmósfera de respeto? Acabamos de portarnos como si este sitio fuera un plato de cine porno.

Había una caja combada y sucia en un cajón poco profundo que contenía cerillas con extrañas cabezas negras. Ig encendió una, que prendió con un siseo y una chispa blanca. La fue llevando de una mecha a otra, encendiendo cada una de las velas de la menorá. Aunque se dio tanta prisa como pudo, la llama le quemó los dedos al prender la novena vela. Merrin gritó mientras la apagaba:

– ¡Dios, Ig! ¿Estás bien?

– Perfectamente -dijo agitando los dedos. Y lo estaba. No le había dolido lo más mínimo.

Merrin cerró la caja de cerillas e hizo ademán de guardarlas. Entonces dudó y se quedó mirándolas.

– Ajá -dijo.

– ¿Qué?

– Nada -contestó, y cerró el cajón.

A continuación inclinó la cabeza y juntó las manos en actitud de espera. A Ig le pareció que le faltaba el aliento al verla así, al mirar su piel firme, blanca y desnuda, sus pechos suaves y su mata roja de pelo. Nunca se había sentido tan desnudo en toda su vida, ni siquiera la primera vez que se desvistió delante de ella. Al verla así, esperando pacientemente a que formulara una plegaria, le sobrevino una oleada de emoción, de un amor casi más intenso de lo que era capaz de soportar.

Así desnudos, juntos, rezaron. Ig pidió a Dios que les ayudara a ser buenos el uno con el otro y a ser amables con los demás.

Le pedía a Dios que les protegiera de todo mal cuando notó que la mano de Merrin se movía sobre su muslo, deslizándose suavemente hacia su entrepierna. Tuvo que concentrarse mucho para poder terminar la plegaria, cerrando con fuerza los ojos. Cuando hubo terminado dijo: «Amén». Merrin se volvió hacia él y repitió en un susurro: «Amén», al tiempo que posaba sus labios en los de él y le atraía hacia sí. Hicieron de nuevo el amor y cuando terminaron se quedaron dormidos el uno en brazos del otro, los labios de Ig en la nuca de Merrin.

Cuando Merrin se incorporó -apartando el brazo de Ig y excitándole de nuevo con el gesto- parte del calor del día se había marchado y la casa del árbol estaba oscura. Merrin se encorvó cubriéndose los pechos desnudos con un brazo, buscando a tientas sus ropas.

– Mierda -dijo-. Tenemos que irnos. Mis padres nos esperaban para cenar y se estarán preguntando dónde estamos.

– Vístete. Voy a apagar las velas.

Se inclinó sobre la menorá para soplar las velas y un extraño escalofrío, angustioso y desagradable, le recorrió el cuerpo.

Una de las figurillas de porcelana le había pasado desapercibida. Era el demonio. Estaba apoyado en la base de la menorá y, al igual que la casa del árbol bajo el manto de hojas, era fácil de pasar por alto, medio oculto como estaba detrás de la hilera de estalactitas de cera que colgaban de las velas. Lucifer estaba convulso por la risa, con sus puños rojos y escuálidos cerrados y la cabeza vuelta hacia el cielo. Parecía estar bailando sobre sus pezuñas de macho cabrío. Sus ojos amarillos expresaban un placer delirante, una especie de éxtasis.

Al verlo, a Ig se le puso la carne de gallina. Debería formar parte de la escena kitsch dispuesta ante sus ojos y sin embargo no era así, y lo odió, era algo terrible de ver, un gesto cruel por parte de quien lo hubiera dejado allí. De repente deseó no haber rezado en aquel lugar y casi se echó a temblar de frío, como si la temperatura dentro de la casa del árbol hubiera descendido varios grados. El sol se había escondido detrás de una nube y la habitación estaba sombría y gélida. Un viento áspero azotaba las ramas.

– Es una pena que nos tengamos que ir -dijo Merrin a su espalda subiéndose los pantalones-. ¿No te encanta cómo huele el aire?

– Sí -contestó Ig aunque con una voz inesperadamente brusca.

– Adiós a nuestro trocito de cielo -dijo Merrin. Y entonces alguien golpeó la trampilla con un ruido tan fuerte que ambos gritaron.

La puerta chocó contra la butaca que atravesaba la entrada, con tal fuerza que el árbol entero pareció temblar.

– ¿Qué ha sido eso? -chilló Merrin.

– ¡Eh! -gritó Ig-. ¿Hay alguien ahí?

La trampilla chocó de nuevo contra la butaca y ésta se desplazó unos centímetros, pero siguió taponando la entrada. Ig miró histérico a Merrin y ambos se apresuraron a vestirse. Ig se embutió a toda prisa sus pantalones mientras ella se abrochaba el sujetador. La trampilla pegó de nuevo contra la silla, esta vez más fuerte que antes. Las figurillas en el extremo de la mesa saltaron y la virgen María cayó al suelo, mientras el demonio oteaba con avidez desde su caverna de cera.

– ¿Qué ha sido eso? -chilló Merrin.

– ¡Eh! ¿Hay alguien ahí? -gritó Ig con el corazón a punto de salírsele del pecho.

Niños -pensó-, tienen que ser unos putos niños. Pero no lo creía. Si eran niños, ¿por qué no se reían? ¿Por qué no salían corriendo de allí riendo histéricos?

Estaba vestido y preparado, y agarró la butaca para apartarla; entonces se dio cuenta de que tenía miedo. Se detuvo mirando a Merrin, que estaba paralizada, con las zapatillas en la mano.

– Vamos -le susurró-. A ver quién está ahí fuera.

– No quiero.

Y era verdad. El corazón se le encogió ante la sola idea de apartar la silla y dejar entrar a cualquier persona (o cosa) que hubiera fuera.

Lo peor era que se había quedado repentinamente callado. Quienquiera que hubiera estado empujando la trampilla había dejado de hacerlo y esperaba a que ellos la abrieran por voluntad propia.

Merrin terminó de ponerse las zapatillas y asintió con la cabeza.

Ig dijo en voz alta:

– Si hay alguien ahí…, ya te has divertido lo suficiente. Estamos asustados, lo has conseguido.

– No le digas eso -susurró Merrin.

– Vamos a salir.

– Dios -cuchicheó Merrin-. No le digas eso tampoco.

Intercambiaron miradas. Ig tenía cada vez más miedo y no quería abrir la puerta, tenía un convencimiento irracional de que si lo hacía dejaría entrar algo que les haría a los dos un daño irreparable. Y al mismo tiempo sabía que no podía hacer otra cosa. Así que le hizo a Merrin un gesto afirmativo con la cabeza y empujó la silla; al hacerlo reparó en que había algo más escrito en el interior de la trampilla, grandes letras mayúsculas pintadas de blanco; pero no se detuvo a leerlo y empujó directamente la puerta. Saltó sin querer darse tiempo para pensar, agarrándose al borde de la trampilla y con las piernas por delante, con la esperanza de empujar a quienquiera que estuviera en la rama, y a tomar por culo si se partía el cuello. Había dado por supuesto que Merrin esperaría a que él saliera primero, que era su papel como hombre protegerla, pero vio que estaba saliendo al mismo tiempo que él y que de hecho había sido la primera en sacar un pie.

El corazón le latía con tal fuerza que el mundo entero parecía saltar y girar a su alrededor. Se sentó en una rama junto a Merrin con los brazos todavía sujetos a la trampilla. Examinó el suelo bajo sus pies con respiración jadeante. Merrin también jadeaba. No había nadie. Se concentró, esperando oír ruido de pisadas, gente corriendo, aplastando los matorrales a su paso, pero sólo oyó el viento y las ramas arañando las paredes de la casa del árbol.

Bajó de las ramas y caminó en círculos alrededor del árbol buscando entre los arbustos y en el camino señales de presencia humana, pero no encontró nada. Cuando regresó junto al árbol, Merrin seguía subida en él, sentada en una de las ramas largas que había debajo de la casa.

– No has visto a nadie -le dijo. No era una pregunta.

– No. Debe de haber sido un lobo malo.

Creía que debía bromear, pero seguía inquieto y con los nervios de punta.

Si Merrin sentía lo mismo, no lo demostró. Dirigió una última mirada afectuosa a la casa del árbol y cerró la puerta. Saltó de las ramas y levantó su bicicleta tirando del manillar. Echaron a andar, dejando atrás ese momento de terror con cada paso que daban. El camino aún estaba iluminado por los últimos y cálidos rayos de sol e Ig notó de nuevo el cosquilleo placentero satisfecho que sigue al acto amoroso. Era agradable caminar junto a ella, con las caderas casi tocándose y el sol a su espalda.

– Tenemos que volver mañana -dijo Merrin, y casi simultáneamente Ig dijo:

– Ese sitio tiene mucho potencial, ¿no crees?

Ambos rieron.

– Deberíamos poner unos cuantos pufs -dijo Ig.

– Una hamaca. Es el sitio ideal para poner una hamaca -añadió Merrin.

Caminaban en silencio.

– Tal vez una horca también -dijo Merrin.

Ig se trastabilló, como si en lugar de mencionar una horca, Merrin le hubiera pinchado con una, clavándole las púas por detrás.

– ¿Por qué una horca?

– Para espantar a esa cosa. Por si vuelve e intenta entrar cuando estemos desnudos.

– Vale -dijo Ig con la boca seca sólo de pensar en hacer el amor con ella de nuevo sobre el suelo de madera, mecidos por la brisa fresca-. Lo haremos.

Pero dos horas más tarde estaba de vuelta en el bosque solo, recorriendo deprisa el camino que salía del pueblo. Durante la cena había recordado que ninguno de los dos había apagado las velas de la menorá y desde entonces había estado angustiado, imaginando el árbol en llamas, las hojas ardiendo y prendiendo los robles de alrededor. Corría aterrorizado por la posibilidad de oler humo en cualquier momento.

Pero sólo aspiró las fragancias estivales de la hierba recalentada por el sol y el murmullo distante y fresco del río Knowles, ladera abajo. Pensó que sería capaz de encontrar el lugar exacto donde estaba la casa y cuando calculó que se encontraba cerca aflojó el paso. Buscó entre los árboles la pálida luz de las velas y no vio otra cosa que la oscuridad aterciopelada de la noche de junio. Trató de encontrar el árbol, ese enorme árbol de corteza escamosa de una especie que no conocía, pero por la noche era difícil distinguir un árbol frondoso de otro y además el sendero no parecía el mismo que durante el día. Por fin supo que había caminado demasiado y emprendió el regreso a casa, respirando con fuerza y con paso lento. Recorrió de nuevo el camino dos, tres veces, pero no encontró indicio alguno de la casa del árbol. Decidió que el viento habría apagado las velas o bien éstas se habían extinguido solas. Después de todo, siempre había estado algo obsesionado con los incendios forestales. Las velas estaban bien insertas en una menorá de hierro y, a menos que se hubiera volcado, era difícil que hubieran incendiado algo. Encontraría la casa del árbol en otro momento.

Sólo que no fue así. Ni con Merrin ni solo. La buscó una docena de tardes, recorriendo el camino principal y todos los secundarios, por si acaso hubieran tomado uno sin darse cuenta aquel día. Buscó la casa del árbol con una paciencia metódica, pero no estaba por ninguna parte. Era como si la hubieran imaginado, de hecho ésa fue precisamente la conclusión a la que llegó Merrin, una hipótesis absurda que ambos aceptaron. La casa había estado allí sólo durante una hora un día en particular, cuando la necesitaron, cuando buscaban un lugar donde quererse, y después había desaparecido.

– ¿La necesitábamos? -preguntó Ig.

– Bueno -repuso Merrin-, yo desde luego sí, estaba más salida que el pico de una mesa.

– La necesitábamos y apareció. Una casa del árbol imaginaria. El templo de Ig y Merrin -dijo Ig. Tan ridícula como sonaba, la idea le hizo estremecerse con un placer supersticioso.

– Es la mejor teoría que se me ocurre -dijo Merrin-. Como en la Biblia. No siempre consigues lo que quieres, pero si necesitas algo realmente, por lo general lo encuentras.

– ¿Y en qué parte de la Biblia está eso? -preguntó Ig-. ¿En el Evangelio según Keith Richards?

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