Capítulo 20

Durante el resto del verano fue habitual encontrarse. En una ocasión en que Ig acompañó a su madre al supermercado, Merrin estaba allí con la suya y terminaron caminando juntos unos pocos metros por detrás de las madres. Merrin cogió una bolsa de cerezas y la compartieron mientras paseaban.

– ¿Eso no es robar? -preguntó Ig.

– No nos pueden acusar si nos comemos las pruebas -dijo Merrin. Escupió un hueso y se lo pasó. Hizo lo mismo con todos los demás, en la confianza de que Ig se desharía de ellos. Cuando Ig llegó a casa había un bulto de olor dulzón del tamaño del puño de un bebé en el bolsillo de sus pantalones.

Y cuando hubo que llevar el Jaguar a la revisión a Masters Auto, Ig se unió a su padre porque sabía que el padre de Merrin trabajaba en el taller. No tenía ninguna razón para creer que la encontraría allí, en una soleada tarde de miércoles, pero allí estaba, sentada en la mesa de su padre columpiando los pies atrás y adelante como si le esperara y estuviera impaciente por verle. Sacaron refrescos de naranja de la máquina y se quedaron charlando en el vestíbulo trasero, bajo el zumbido de los tubos de luz fluorescente. Merrin le dijo que al día siguiente se iba de excursión con su padre a Queen's Face. Ig le contó que el camino pasaba justo por detrás de su casa y ella le sugirió que les acompañara. Tenía los labios naranjas por el refresco. Estar juntos no les suponía esfuerzo alguno, era lo más natural del mundo.

Incluir a Lee también resultó natural. Impedía que las cosas se pusieran demasiado serias. Se apuntó a la caminata a Queen's Face aduciendo que quería explorar una montaña en busca de pistas para el monopatín, aunque se olvidó de llevarlo.

Durante el ascenso Merrin se agarró el cuello de su camiseta y lo separó de su pecho, sacudiéndolo para intentar abanicarse y simulando jadear por el calor.

– ¿No os bañáis nunca en el río? -preguntó señalando hacia el Knowles a través de los árboles. Serpenteaba a lo largo de un denso bosque abajo en el valle, una culebra negra de refulgentes escamas.

– Ig se pasa el día tirándose -dijo Lee e Ig se rió.

Merrin miró a ambos con los ojos entrecerrados e interrogantes, pero Ig se limitó a negar con la cabeza. Lee siguió hablando:

– Te diré algo, es mucho mejor la piscina de Ig. ¿Cuándo vas a invitarla a que venga?

Ig sintió un hormigueo de calor en el rostro al escuchar esta sugerencia. Había fantaseado con esa misma idea muchas, muchas veces -Merrin en biquini- pero cada vez que estaba a punto de sugerírsela se quedaba sin aliento.

Durante aquellas semanas sólo hablaron de la hermana de Merrin, Regan, una vez. Ig le preguntó por qué se habían mudado allí desde Rhode Island y Merrin le contestó encogiéndose de hombros:

– Mis padres estaban muy deprimidos después de la muerte de Regan y mi madre creció aquí. Toda su familia vive aquí. Y nuestra casa ya no parecía un hogar. No sin Regan.

Regan había muerto a los veinte años de un tipo de cáncer de mama poco común y particularmente agresivo. Sólo vivió cuatro meses desde que se lo diagnosticaron.

– Debió de ser horrible -murmuró Ig, una generalidad de lo más estúpida, pero lo único que se sentía seguro diciendo-.

No puedo imaginar cómo me sentiría si Terry muriera. Es mi mejor amigo.

– Eso es lo que yo pensaba de Regan.

Estaban en el dormitorio de Merrin y ésta estaba sentada dándole la espalda y con la cabeza inclinada, cepillándose el pelo. Continuó hablando sin mirarle:

– Pero cuando estaba enferma dijo algunas cosas… verdaderamente crueles. Cosas que nunca había imaginado que pensara de mí. Cuando murió me sentí como si ya no la conociera. Claro, que yo salí bien parada, en comparación con lo que les dijo a mis padres. No creo que pueda perdonarla nunca por lo que le dijo a papá.

Estas últimas palabras las pronunció con suavidad, como si estuvieran hablando de un asunto sin importancia, y después permaneció en silencio.

Pasaron años antes de que volvieran a hablar de Regan. Pero cuando Merrin le contó, algunos días después, que quería ser médica, Ig no necesitó preguntarle qué especialidad pensaba estudiar.

El último día de agosto estuvieron juntos en la campaña de donación de sangre, en la acera de enfrente de la iglesia, en el centro comunitario del Sagrado Corazón, repartiendo vasos de papel con Tang y galletas rellenas. Unos cuantos ventiladores de techo distribuían una suave corriente de aire caliente por la habitación e Ig y Merrin no paraban de beber zumo. Estaba reuniendo fuerzas para invitarla a su piscina cuando entró Terry.

Se quedó de pie al otro lado de la habitación buscando con la mirada a Ig y éste levantó una mano para llamar su atención. Terry le hizo un gesto con la cabeza: Ven aquí. El gesto sugería intranquilidad y preocupación. De alguna forma ver allí a Terry resultaba preocupante. No era de los que pasan una tarde de verano en una reunión parroquial si podía evitarlo. Ig sólo fue consciente a medias de que Merrin le seguía cuando cruzó la habitación abriéndose paso entre camillas, donantes con el brazo extendido y vías. Olía a desinfectante y a sangre.

Cuando llegó hasta donde estaba su hermano, éste le agarró el brazo y se lo estrujó hasta hacerle daño. Le empujó por la puerta hasta el vestíbulo, donde podrían hablar a solas. Por las puertas abiertas se colaba el día, caluroso, brillante y lánguido.

– ¿Se lo has dado? -preguntó Terry-. ¿Le has dado el petardo bomba?

Ig no necesitó preguntar a quién se refería. La voz de Terry, penetrante y áspera, le asustó y empezó a notar pinchazos de pánico en el pecho.

– ¿Está bien Lee? -preguntó. Era domingo por la tarde y el día anterior Lee había ido a casa de Gary. Entonces cayó en la cuenta de que no había visto a Lee en misa por la mañana.

– Él y un puñado de idiotas pusieron un petardo cereza en el parabrisas de un coche abandonado. Pero no explotó inmediatamente y Lee creyó que la mecha se había apagado. A veces pasa. Estaba volviendo a comprobarlo cuando el parabrisas explotó y los cristales saltaron por los aires. Joder, le han sacado una esquirla del ojo izquierdo. Dicen que ha tenido suerte de que no le llegara al cerebro.

Ig quiso gritar, pero algo le ocurría en el pecho. Tenía los pulmones embotados como si le hubieran inyectado una dosis de novocaína. Era incapaz de hablar, su garganta no lograba emitir sonido alguno.

– Ig -dijo Merrin con voz calmada. Ya sabía que Ig padecía asma-, ¿dónde tienes el inhalador?

Ig trató de sacárselo del bolsillo y se le cayó al suelo. Merrin lo recogió. Ig se lo metió en la boca e inhaló profundamente. Terry dijo:

– Escucha, Ig, lo del ojo no es lo único. Está metido en un buen lío. He oído que además de la ambulancia también estuvo allí la policía. ¿Te acuerdas de su monopatín? Pues resulta que es robado. Y también han encontrado una cazadora de cuero de doscientos dólares que le había dado a su novia. La policía pidió permiso a su padre para registrar su habitación esta mañana y estaba llena de cosas robadas. Lee trabajó en el centro comercial durante un par de semanas, en la tienda de mascotas, y tenía una llave del pasillo que va por la parte de atrás de las tiendas. Cogió un montón de cosas. Todas esas revistas las robó en Mr. Paperback y después se dedicó a venderlas con el cuento de que estaba recaudando dinero para una ONG inventada. Lo tiene muy negro. Si alguna de las tiendas presenta cargos tendrá que ir al tribunal de menores. En cierto modo, si se queda tuerto de un ojo será una suerte. Tal vez les dé pena y no…

– ¡Dios! -dijo Ig. Sólo había oído Si se queda tuerto de un ojo y Le han sacado una esquirla del ojo izquierdo. Todo lo demás era ruido. Como si Terry estuviera tocando un riff con la trompeta. En cuanto a él, estaba llorando y apretando la mano de Merrin. ¿Cuándo le había cogido Merrin de la mano? No lo sabía.

– Vas a tener que hablar con él -dijo Terry-. Más vale que te asegures de que mantiene la boca cerrada. Si alguien se entera de que tú le diste el petardo bomba o de que yo te lo di a ti… ¡joder, podrían echarme de la banda!

Ig seguía sin poder hablar y tuvo que usar una vez más el inhalador.

– ¿Puedes esperar un momento? -preguntó Merrin secamente-. ¿Dejarle que recupere el aliento?

Terry la miró sorprendido y por un momento permaneció con la boca abierta de asombro. Después la cerró y no dijo nada.

– Vamos, Ig -dijo Merrin-. Vamos fuera.

Ig bajó con ella las escaleras y caminó hacia la luz del sol con piernas temblorosas. Terry se quedó atrás sin hacer ademán de seguirles.

El aire estaba quieto y cargado de humedad y de tensión acumulada. Por la mañana el cielo había estado más despejado, pero ahora se había llenado de nubes, oscuras y grandes como una flota de portaviones. Una racha de viento caliente salida de ninguna parte les azotó. El viento olía a hierro caliente, como los raíles de tren al sol, como las cañerías viejas, y cuando Ig cerró los ojos vio la pista Evel Knievel, las dos tuberías semienterradas que descendían por la pendiente como los raíles de una montaña rusa.

– No es tu culpa -dijo Merrin-. No te va a echar la culpa. Vamos. La campaña de donación de sangre casi ha terminado. Recojamos nuestras cosas y vayamos a verle. Ahora mismo. Tú y yo.

Ante la idea de ir juntos, a Ig le entró el pánico. Habían hecho un intercambio: el petardo bomba a cambio de Merrin, y sería horrible llevarla con él. Sería como restregárselo por la cara. Lee le había salvado la vida e Ig se lo había pagado quitándole a Merrin, y ahora esto. Lee estaba tuerto, había perdido un ojo, y era culpa suya. Ig se había quedado con la chica y la vida y Lee tenía un fragmento de cristal en el cráneo y la vida arruinada. Tuvo que aspirar con fuerza del inhalador, le costaba trabajo respirar.

Cuando tuvo suficiente aire dijo:

– No puedes venir conmigo.

Parte de él estaba ya pensando que la única manera de expiar su pecado era renunciar a Merrin, pero otra, la misma parte que había cambiado el petardo bomba por la cruz, sabía que no iba a hacerlo. Semanas atrás había tomado una decisión, había hecho un trato, no con Lee sino consigo mismo, de que haría todo lo que fuera necesario para ser el chico de Merrin Williams. Renunciar a ella no le convertiría en el bueno de la película. Ya era demasiado tarde para eso.

– ¿Por qué no? También es mi amigo -dijo Merrin e Ig se sorprendió, primero por la afirmación, después al darse cuenta de que tenía razón.

– No sé lo que va a decir. Puede que esté furioso conmigo. Puede que diga algo sobre… un trato.

En cuanto lo dijo se arrepintió.

– ¿Qué trato?

Ig negó con la cabeza pero Merrin repitió la pregunta.

– ¿Qué trato hicisteis?

– ¿Me prometes que no te vas a enfadar?

– No lo sé. Cuéntamelo y ya veremos.

– Después de encontrar tu cruz se la di a Lee para que la arreglara. Pero decidió quedársela y tuve que cambiársela por algo. Por el petardo bomba.

Merrin frunció el entrecejo.

– ¿Y?

Ig la miró con desesperación, deseando que lo entendiera, pero no lo hacía, así que añadió:

– Quería quedársela para tener una excusa para conocerte.

Por un momento Merrin pareció seguir sin comprender. Después lo vio claro. No sonrió.

– ¿Te crees que lo cambiaste…?

Empezó a hablar pero se detuvo. Al momento siguiente volvió a hablar. Le miraba con un calma fría que daba miedo.

– ¿Te crees que le cambiaste el petardo bomba por mí? ¿Te crees que así funcionan las cosas? ¿Y crees que si Lee me hubiera devuelto la cruz a mí en lugar de a ti ahora él y yo estaríamos…?

Pero tampoco terminó esa frase, porque hacerlo significaría admitir que ella e Ig estaban juntos, algo que ambos daban por hecho pero no se atrevían a decir en voz alta.

Abrió la boca por tercera vez:

– Ig, la cruz la dejé en el banco para ti.

– ¿Que la dejaste…?

– Estaba aburrida. Aburridísima. Y empecé a pensar en todas las mañanas que tendría que pasar asándome de calor en esa iglesia, un domingo detrás de otro con el padre Mould chismorreando sobre mis pecados. Necesitaba hacer algo que me divirtiera. En lugar de escuchar a un tío hablando de los pecados me entraron ganas de cometer yo alguno. Y entonces te vi allí sentado, todo modosito, pendiente del sermón como si fuera interesantísimo, y lo supe. Supe que gastarte una broma sería el principio de horas de diversión.


* * *

Al final, Ig fue solo a ver a Lee. Cuando regresó con Merrin al centro comunitario para recoger las cajas de pizza y vaciar las botellas de zumo, sonó un trueno que duró al menos diez segundos, un ruido sordo y prolongado que se sintió más que se oyó. A Ig le vibraron los huesos como un diapasón. Cinco minutos más tarde la lluvia martilleaba el techo con tal estruendo que tuvo que gritarle a Merrin para hacerse oír, aunque estaba justo al lado de él. Habían pensado que podían ir en bicicleta hasta casa de Lee, pero entonces apareció el padre de Merrin con la camioneta para llevarla a casa y no hubo ocasión de ir juntos a ninguna parte.

Terry se había sacado el carné de conducir dos días antes, tras aprobar el examen a la primera, y al día siguiente llevó a Ig a casa de Lee. La tormenta había derribado árboles, arrancado postes de teléfono del suelo y volcado buzones de correos. Era como si una gran explosión subterránea, una poderosa detonación, hubiera sacudido el pueblo entero y dejado Gideon en ruinas.

Harmon Gates era un laberinto de calles residenciales, con casa pintadas de colores cítricos, garajes adosados de dos plazas y alguna que otra piscina en el jardín trasero. La madre de Lee, la enfermera, una mujer en la cincuentena, estaba a la puerta de la casa de estilovictoriano de los Tourneau, apartando ramas de su Cadillac con expresión irritada. Terry dejó a Ig y le dijo que le llamara a casa cuando quisiera que fuera a buscarle.

Lee tenía un dormitorio grande en el sótano. Su madre acompañó a Ig escaleras abajo y le abrió la puerta a una oscuridad cavernosa, iluminada sólo por el brillo del televisor.

– Tienes visita -dijo con voz neutra.

Dejó pasar a Ig y cerró la puerta detrás de él para que pudieran estar solos.

Lee estaba sin camisa, sentado en el borde de la cama agarrado al somier. En la televisión ponían un episodio viejo de Benson, aunque Lee había bajado el volumen del todo y el aparato sólo emitía luz y figuras en movimiento. Una venda le tapaba el ojo izquierdo y gran parte del cráneo, ocultándole prácticamente la cabeza. No miró directamente a Ig ni al televisor, sino al suelo.

– Está oscuro esto -dijo Ig.

– La luz del sol me da dolor de cabeza -dijo Lee.

– ¿Qué tal el ojo?

– No lo saben.

– ¿Hay alguna posibilidad…?

– Creen que no perderé toda la visión.

– Qué bien.

Lee siguió sentado e Ig esperó.

– ¿Te han contado todo?

– No me importa -dijo Ig-. Me sacaste del río. Eso es todo lo que necesito saber.

Ig no fue consciente de que Lee estaba llorando hasta que se le escapó un sollozo. Lloraba como quien está siendo víctima de un pequeño acto de sadismo, un cigarrillo apagado en el dorso de la mano. Se acercó y al hacerlo tropezó con una pila de CD.

– ¿Quieres que te los devuelva? -preguntó Lee.

– No.

– Entonces, ¿qué quieres? ¿Tu dinero? No lo tengo.

– ¿Qué dinero?

– El de las revistas que te vendí. Las que robé.

Esta última palabra la pronunció casi con una amargura exuberante.

– No.

– Entonces, ¿por qué estás aquí?

– Porque somos amigos.

Ig se acercó un poco más y emitió un quejido suave. Lee estaba sangrando. La sangre le había empapado el vendaje y le caía por la mejilla izquierda. Lee se llevó dos dedos a la cara con gesto ausente. Cuando los retiró estaban rojos.

– ¿Estás bien? -preguntó Ig.

– Si lloro me duele. Tengo que aprender a no sentirme mal por las cosas.

Respiraba con fuerza, subiendo y encogiendo los hombros.

– Tenía que habértelo contado. Todo. Fue una putada venderte esas revistas, mentirte sobre para qué las vendía. Cuando te conocí mejor quise contarte la verdad, pero era demasiado tarde. Así no es como se trata a los amigos.

– No quiero hablar de eso. Ojalá no te hubiera dado el petardo bomba.

– Olvídalo -dijo Lee-. Yo la quería. Fue decisión mía, así que no te preocupes por eso. Sólo intenta no odiarme. En serio, necesito que por lo menos alguien no me odie.

No hacía falta que lo dijera. La visión de la sangre empapando el vendaje hizo que a Ig le temblaran las rodillas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no pensar en cómo había bromeado con Lee sobre el petardo bomba, hablando de todas las cosas que podían volar juntos con él. Cómo se las había arreglado para alejar a Merrin de Lee, quien se había tirado al agua para sacarle cuando se estaba ahogando, una traición para la que no había expiación posible.

Se sentó junto a Lee.

– Te va a decir que no salgas más conmigo por ahí.

– ¿Quién? ¿Mi madre? No, se alegra de que haya venido.

– No, tu madre no. Merrin.

– ¿De qué hablas? Quería venir conmigo. Está preocupada por ti.

– ¿Ah sí?

Lee hablaba con voz temblona, como si le hubiera entrado un ataque de frío. Después dijo:

– Ya sé por qué ha pasado esto.

– Fue un accidente de mierda, eso es todo.

Lee negó con la cabeza.

– Ha sido para recordarme.

Ig calló esperando a que siguiera, pero Lee no dijo nada.

– ¿Recordarte qué?

Lee luchaba por contener las lágrimas. Se limpió la sangre de la mejilla con el dorso de la mano dejando un borrón largo y oscuro.

– ¿Recordarte qué? -repitió Ig, pero Lee temblaba por el esfuerzo para reprimir los sollozos y nunca llegó a contestar la pregunta.

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