Capítulo 7

No le quedaba otra opción que irse a casa a ver a sus padres, así que enfiló el coche en esa dirección y condujo hasta allí.

El silencio del coche le desasosegaba. Probó a encender la radio, pero le ponía nervioso, era peor que el silencio. Sus padres vivían a quince minutos a las afueras de la ciudad, lo que le daba tiempo suficiente para pensar. No había tenido tantas dudas sobre cómo reaccionarían desde que pasó la noche en la cárcel, cuando le arrestaron para interrogarle sobre la violación y el asesinato de Merrin.

El detective, un tipo llamado Carter, había empezado el interrogatorio deslizando una foto sobre la mesa que les separaba. Después, solo en su celda, veía la fotografía cada vez que cerraba los ojos. Merrin estaba pálida, tumbada de espaldas sobre un lecho de hojas, con los pies juntos, los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo y los cabellos desparramados. La cara era de un color más oscuro que el suelo, tenía la boca llena de hojas y un reguero de sangre oscura que arrancaba del nacimiento del pelo y le bajaba por uno de los lados de la cara hasta el pómulo. Alrededor del cuello todavía llevaba su corbata, que le cubría pudorosamente el pecho izquierdo. No conseguía alejar la imagen de sus pensamientos. Le atacaba los nervios y le producía calambres en el estómago, hasta que, en un determinado momento -no tenía manera de saber cuándo, pues en la celda no había reloj-, se arrodilló frente al retrete de acero inoxidable y vomitó.

Temía ver a su madre al día siguiente. Aquélla fue la peor noche de su vida y suponía que también la de su madre. Nunca hasta entonces le había dado problemas. Esa noche seguro que no podía dormir, y la imaginaba sentada en la cocina en camisón, ante una infusión que se había quedado fría, pálida y con los ojos enrojecidos. Su padre tampoco podría dormir, se quedaría levantado para estar con ella. Se preguntó si se limitaría a sentarse a su lado en silencio, los dos asustados y quietos, sin otra cosa que hacer más que esperar, o si su padre estaría nervioso y malhumorado, caminando por la cocina, explicándole a su madre lo que iban a hacer, cómo iban a arreglar aquella situación y exactamente quién iba a pagar por lo ocurrido.

Ig estaba decidido a no llorar cuando viera a su madre y no lo hizo. Tampoco lloró ella. Se había maquillado como si hubiera quedado a comer con el comité directivo de la universidad y su rostro alargado tenía una expresión alerta y tranquila. Su padre era el que tenía aspecto de haber llorado y le costaba sostener la mirada. Además le olía mal el aliento.

Su madre le dijo:

– No hables con nadie que no sea el abogado.

Eso fue lo primero que salió de sus labios. Dijo:

– No confieses nada.

Su padre lo repitió:

– No confieses nada.

Después le abrazó y empezó a llorar. Entre sollozos dijo:

– No me importa lo que haya pasado.

Fue entonces cuando Ig supo que le creían culpable. Era algo que no se le había pasado por la imaginación. Al contrario, pensaba que aun si lo hubiera hecho -incluso aunque le hubieran sorprendido in fraganti- sus padres le creerían inocente.

Aquella tarde salió de la comisaría de Gideon y la luz intensa y oblicua de octubre le hizo daño en los ojos. No habían presentado cargos. Nunca le acusaron formalmente de nada, pero tampoco lo descartaron como sospechoso en ningún momento. A día de hoy, seguía siendo «una persona de interés» para la investigación.

Se habían recogido pruebas en el lugar del crimen, tal vez incluso muestras de ADN -Ig no estaba seguro, ya que la policía no había revelado los detalles-, y había estado convencido de que, una vez analizadas, sería exonerado públicamente de toda culpa. Pero hubo un incendio en el laboratorio de Concord y las muestras tomadas del cuerpo de Merrin y en la escena del asesinato se habían echado a perder. Los medios de comunicación se habían cebado con Ig. Era difícil no ser supersticioso, no tener la sensación de que había fuerzas oscuras confabuladas en su contra. Estaba gafado. La única prueba forense que había sobrevivido era una huella de un neumático Goodyear. Los de su Gremlin eran Michelin. Pero esto no era concluyente: no había una prueba sólida que lo incriminara, pero tampoco que demostrara su inocencia. Su coartada -que había pasado la noche solo, durmiendo la mona en su coche en la parte de atrás de un Dunkin' Donuts perdido en medio de ninguna parte- sonaba a excusa barata y desesperada, incluso a sus propios oídos.

Durante aquellos primeros meses desde que volvió a casa de sus padres, éstos le trataron y mimaron como si fuera un niño otra vez. Como si reposara en la cama con gripe y sus padres estuvieran decididos a ayudarlo a ponerse bueno a base de tranquilidad y buenos alimentos. Caminaban de puntillas, como si temieran que el ruido de sus quehaceres cotidianos pudiera trastornarle. Resultaba curioso que demostraran tanta consideración con él cuando al mismo tiempo le creían capaz de hacer cosas tan horribles a una chica a la que ellos también habían querido.

Pero una vez que las pruebas en su contra tuvieron que ser descartadas y la espada de Damocles de la justicia dejó de pender sobre su cabeza, sus padres se habían distanciado y refugiado en sí mismos. Mientras se enfrentaba a un juicio por asesinato le habían querido y se habían mostrado dispuestos a luchar hasta el final por él, pero en cuanto quedó claro que no iría a la cárcel parecieron aliviados de perderlo de vista.

Durante nueve meses siguió viviendo con ellos, pero cuando Glenna le propuso compartir el alquiler no tuvo que pensárselo demasiado. Después de mudarse sólo veía a sus padres cuando iba a visitarles. No quedaban en la ciudad para comer, para ir al cine o de compras, y ellos nunca habían estado en su apartamento. Algunas veces, cuando les visitaba, se encontraba con que su padre estaba fuera, en un festival de jazz en Francia o en Los Ángeles trabajando en la banda sonora para una película. Nunca conocía los planes de su padre con antelación y éste no le llamaba para decirle que estaba fuera de la ciudad.

Mantenía charlas insustanciales con su madre en el porche en las que nunca hablaban de nada importante. Cuando Merrin murió acababa de recibir una oferta de trabajo en Inglaterra, pero lo ocurrido había trastocado su vida por completo. A su madre le dijo que pensaba volver a la universidad, que iba a solicitar plaza en Brown y Columbia. Y era verdad. Tenía los impresos encima del microondas en el apartamento de Glenna. Uno de ellos lo había usado a modo de plato para comerse un trozo de pizza y el otro estaba lleno de marcas de tazas de café. Su madre le seguía la corriente, le animaba y celebraba sus planes sin hacerle preguntas embarazosas, como por ejemplo si ya había concertado entrevistas con las universidades o si pensaba buscar trabajo mientras esperaba a saber si le habían admitido en alguna. Ninguno de los dos quería echar abajo el frágil espejismo de que las cosas estaban volviendo a la normalidad, de que tal vez lo de Ig tenía solución, de que podría seguir adelante con su vida.

En sus visitas esporádicas a casa de sus padres sólo se encontraba realmente a gusto cuando estaba con Vera, su abuela, que vivía con ellos. No estaba seguro ni siquiera de si se acordaba de que le habían arrestado y acusado de violación y asesinato. Pasaba casi todo el tiempo en una silla de ruedas desde que le pusieron una prótesis de cadera que, inexplicablemente, no le había devuelto la capacidad de andar, e Ig solía sacarla a pasear por el camino de grava y atravesaba el bosque al norte de la casa de sus padres hasta Queen's Face, una alta pared de piedra muy popular entre los aficionados al ala delta. En un día cálido y ventoso de julio podía verse a cinco o seis de ellos a lo lejos, planeando y remontando las corrientes de aire en sus cometas de colores tropicales. Cuando iba allí con su abuela y miraba a los pilotos enfrentándose a los vientos que soplaban en la proximidades de Queen's Face, casi le parecía volver a ser el mismo que cuando Merrin estaba viva, alguien a quien le agradaba hacer cosas por los demás, alguien que disfrutaba respirando aire puro.

Cuando subía por la colina que conducía a su casa vio a Vera en el jardín delantero, sentada en su silla de ruedas con un vaso de té helado en una mesita auxiliar junto a ella. Tenía la cabeza ladeada sobre el pecho; estaba dormida, se había quedado traspuesta al sol. Tal vez la madre de Ig había estado sentada con ella, pues sobre la hierba había una manta de viaje arrugada. El sol daba en el vaso de té transformando sus bordes en un aro de luz, en un halo plateado. La escena era de total placidez, pero en cuanto Ig detuvo el coche, el estómago se le encogió. Ahora que había llegado no quería bajarse. Le aterraba enfrentarse a aquellos a quienes había venido a ver.

Salió del coche. No podía hacer otra cosa.

Al lado del sendero de entrada había aparcado un Mercedes negro que no reconoció, con matrícula de Álamo. Era el coche de alquiler de Terry. Ig se había ofrecido a recogerle en el aeropuerto, pero éste le había dicho que no merecía la pena. Llegaría tarde y además quería tener su propio coche, así que quedaron en verse el día siguiente. Por eso Ig había salido con Glenna la otra noche y había terminado borracho y solo en la antigua fundición.

De todos los miembros de su familia, al que menos le asustaba ver era a Terry. Fuera lo que fuera lo que éste le confesara, adicciones secretas o miserias, Ig estaba dispuesto a perdonarle. Se lo debía. Tal vez, de alguna manera, a Terence era a quien había ido a ver realmente. Cuando Ig estaba pasando el peor momento de su vida, Terry había salido cada día en los periódicos asegurando que las acusaciones contra su hermano eran una farsa, un completo disparate, y que su hermano era incapaz de hacer daño a alguien a quien quería. Ig pensaba que si había alguien capaz de ayudarle ahora, sin duda era Terry.

Caminó por el césped hasta donde estaba Vera. Su madre la había dejado mirando a la larga ladera de hierba que descendía hasta desaparecer en un cercado, al final de la colina. Dormía con la cabeza apoyada sobre el hombro, tenía los ojos cerrados y al respirar emitía un leve silbido. Al verla descansar así, Ig se relajó un poco. Al menos no tendría que hablar con ella, no se vería obligado a escucharla mientras le revelaba algún vergonzoso secreto. Era un alivio. Se quedó mirando el rostro delgado, cansado y surcado de arrugas y le invadió un sentimiento de ternura casi dolorosa al recordar las mañanas que habían pasado juntos bebiendo té y comiendo galletas de mantequilla de cacahuete mientras veían El precio justo. Llevaba el pelo recogido en la nuca, pero algunas horquillas se habían soltado y mechones del color de la luna le caían sobre las mejillas. Apoyó con suavidad una mano sobre las de ella sin ser consciente de lo que ese gesto traía consigo.

A su abuela, supo entonces, no le dolía la cadera, pero le gustaba estar en una silla de ruedas de manera que la gente tuviera que llevarla de un lado a otro y estar pendiente de ella en todo momento. Tenía ochenta años y eso le daba derecho a ciertas cosas. En especial le gustaba mangonear a su hija, quien pensaba que su mierda no apestaba porque tenía el dinero suficiente para limpiársela con billetes de veinte dólares, estaba casada con un venido a menos y era madre de una estrella de la telebasura y un asesino depravado. Claro que eso suponía una mejora respecto a lo que había sido antes: una prostituta de medio pelo que había tenido la suerte de cazar a un cliente relativamente famoso con una vena sentimental. A Vera seguía sorprendiéndole que su hija hubiera sido capaz de salir de Las Vegas con un marido y un monedero lleno de tarjetas de crédito en lugar de una sentencia de diez años de cárcel y una enfermedad venérea incurable. En su fuero interno estaba convencida de que Ig conocía el pasado de puta barata de su madre, que ello le había llevado a desarrollar un odio patológico hacia las mujeres y que por eso había matado a Merrin. Estas cosas siempre eran tan freudianas… Y evidentemente esa Merrin no había sido más que una oportunista, contoneándose delante de las narices del chico desde el primer día, a la caza de un anillo de compromiso y la fortuna familiar. Con sus minifaldas y sus camisetas escotadas, Merrin Williams había sido, en opinión de Vera, poco menos que otra puta.

Ig le soltó la muñeca como si ésta fuera un cable de alta tensión pelado. Se le escapó un grito y, tambaleándose, dio un paso atrás. Su abuela se revolvió en su silla y abrió un ojo.

– Ah -dijo-, eres tú.

– Lo siento. No quería despertarte.

– Ojalá no lo hubieras hecho. Quería dormir. Era más feliz durmiendo. ¿Creías que me apetecería verte?

Ig notó un intenso frío que le llenaba el pecho. Su abuela miró hacia otro lado.

– Cuando te miro me dan ganas de morirme.

– ¿En serio? -preguntó.

– Ya no puedo ver a mis amigas. Tampoco puedo ir a la iglesia. Todo el mundo se queda mirándome. Todos saben lo que hiciste. Me dan ganas de morirme. Y encima te presentas aquí y me sacas de paseo. Odio cuando me sacas de paseo y la gente nos ve juntos. No sabes qué esfuerzos hago para disimular que te odio. Siempre me diste mala espina. Esa manera de jadear después de correr. Siempre respirabas por la boca, como un perro, sobre todo cuando había niñas guapas cerca. Y siempre has sido lento. Mucho más lento que tu hermano. He intentado decírselo a Lydia. No sé cuántas veces he podido decirle que no eras trigo limpio. Se negaba a escucharme y ahora mira lo que ha pasado. Y todos tenemos que vivir con ello.

Se tapó los ojos con la mano y le temblaba la barbilla. Conforme se alejaba Ig, la escuchó llorar.

Cruzó el porche delantero y entró por la puerta abierta a la oscuridad del recibidor. Por un momento pensó en subir a su antigua habitación y echarse en la cama. Tenía ganas de estar un rato solo, en la fresca penumbra, rodeado de sus pósteres de conciertos y sus libros de la infancia. Pero entonces, al pasar delante del despacho de su madre, oyó un ruido de papeles y se giró automáticamente para mirarla.

Lydia estaba inclinada sobre su escritorio, pasando páginas. De vez en cuando sacaba una del montón y la metía en su cartera de piel. Así inclinada, se le marcaba el trasero debajo de la falda del traje de raya diplomática. Su padre la había conocido cuando trabajaba de bailarina en Las Vegas y aún conservaba unas nalgas de vedete. Ig recordó lo que había leído en la mente de Vera, la convicción secreta de que su madre había sido una puta y cosas peores, pero acto seguido desechó la idea, con la certeza de que se trataba de una fantasía senil. Su madre trabajaba en el concejo estatal de arte de New Hampshire, leía novelas rusas e incluso cuando era vedete llevaba sólo plumas de avestruz.

Cuando Lydia vio a Ig mirándola desde el umbral de la puerta, el maletín se le deslizó de la rodilla. Intentó sujetarlo, pero no llegó a tiempo y los papeles cayeron en cascada al suelo. Unos pocos lo hicieron lentamente, planeando sin prisa, del mismo modo en que caen los copos de nieve, e Ig pensó de nuevo en la gente que volaba en ala delta. Había gente que subía hasta Queen's Face para tirarse al vacío. Era un lugar muy apreciado por los suicidas. Tal vez ésa debería ser su siguiente parada.

– Iggy -dijo su madre-, no sabía que ibas a venir.

– Ya lo sé. He estado dando vueltas con el coche y no se me ocurría otro lugar adonde ir. He tenido una mañana infernal.

– Ay, cielo -dijo frunciendo el ceño con expresión cariñosa.

Llevaba tanto tiempo sin recibir muestras de afecto de nadie y estaba tan necesitado de ellas que la mirada de su madre le dejó tembloroso y casi sin fuerzas.

– Me está pasando algo horrible, mamá -dijo sin apenas voz. Por primera vez en toda la mañana se sintió a punto de llorar.

– Ay, cielo -repitió su madre-, ¿y no podías haber ido a otro sitio?

– ¿Perdón?

– No tengo ganas de escuchar tus problemas.

La punzada que había sentido detrás de los ojos empezó a remitir y las ganas de llorar se marcharon tan rápido como habían venido. Los cuernos le latían con una sensación dolorosa, no del todo desagradable.

– Pero es que tengo problemas.

– Pues no quiero oírlos. No quiero saber nada.

Se arrodilló y empezó a recoger los papeles y a meterlos en el maletín.

– ¡Madre! -dijo Ig.

– ¡Cuando hablas me dan ganas de cantar! -gritó su madre dejando el maletín y tapándose los oídos con las manos-. ¡La, la, la, la! No quiero oírte cuando te pones a hablar. Quiero quedarme sin respirar hasta que desaparezcas.

Tomó aire con fuerza y contuvo la respiración, hinchando los carrillos.

Ig cruzó la habitación hasta ella y se agachó, obligándola a mirarle. Su madre estaba en cuclillas con las manos en los oídos y la boca firmemente cerrada. Ig cogió el maletín y empezó a meter papeles.

– ¿Así es como te sientes cuando me ves?

Su madre asintió con furia. Los ojos le brillaban mientras le miraba fijamente.

– Te vas a asfixiar, mamá.

Su madre siguió mirándole unos instantes y después abrió la boca y tomó una gran bocanada de aire. Le miró mientras metía los papeles en el maletín.

Cuando habló, lo hizo con un hilo de voz aguda y rápidamente, comiéndose las palabras:

– Quiero escribirte una carta, una bonita carta con letra bonita en mi papel de cartas especial para decirte cuánto te queremos tu padre y yo y cuánto sentimos que no seas feliz y que sería mejor para todo el mundo que te fueras.

Ig terminó de meter los papeles en el maletín y se quedó agachado, sujetándolo sobre las rodillas.

– ¿Irme adónde?

– ¿No querías irte de excursión a Alaska?

– Con Merrin.

– ¿Y conocer Viena?

– Con Merrin.

– ¿Y estudiar chino en Pekín?

– Merrin y yo habíamos hablado de ir a Vietnam y dar clases de inglés, pero no creo que hubiéramos llegado a hacerlo nunca.

– No me importa adonde vayas siempre que no tenga que verte una vez a la semana. Siempre que no tenga que oírte hablar de ti mismo como si no pasara nada, porque sí pasa y las cosas nunca se van a arreglar. Me hace sentirme desgraciada y necesito ser feliz otra vez, Ig. -Le dio el maletín-. Ya no quiero que seas mi hijo -continuó su madre-. Es demasiado duro. Me gustaría haber tenido sólo a Terry.

Ig se inclinó hacia delante y la besó en la mejilla. Al hacerlo fue consciente del rencor que le había guardado durante años por las estrías que le había causado su embarazo. Había arruinado su silueta de Playboy. Terry había sido un bebé menudo, considerado, que había dejado intactas su piel y su figura, pero Ig lo había jodido todo. Una vez, antes de tener hijos, un jeque del petróleo en Las Vegas le había ofrecido cinco mil dólares por pasar una sola noche con ella. Aquéllos sí que habían sido buenos tiempos. Dinero fácil y cómodo.

– No sé por qué te he dicho todo eso -dijo Lydia-. Me odio a mí misma. Nunca he sido una buena madre.

Después pareció darse cuenta de que la había besado y se pasó la palma de la mano por la mejilla. Se habían esforzado por contener las lágrimas, pero cuando tomó conciencia del beso sobre su piel sonrió.

– Me has besado. ¿Eso quiere decir que te marchas? -dijo con voz temblorosa y esperanzada.

– Nunca estuve aquí -contestó Ig.

Загрузка...