Capítulo 23

La camarera le había dicho que resultaría más interesante si matara a alguien, así que pensó: ¿por qué no a Lee Tourneau?

Era una alegría saber adónde se dirigía, subir al coche con un destino fijo. Las ruedas levantaron polvo cuando arrancó. Lee trabajaba en la oficina del congresista en Portsmouth, en New Hampshire, a cuarenta minutos de allí, y a Ig le apetecía dar una vuelta en coche. Por el camino tendría tiempo de perfilar un plan.

Primero pensó que usaría las manos. Le estrangularía como él había estrangulado a Merrin. Merrin, que quería a Lee, había sido la primera en ir a su casa a consolarle el día en que su madre murió. Ig agarró el volante como si ya estuviera asfixiando a Lee y lo sacudió lo suficientemente fuerte como para hacer temblar la barra de la dirección.

Su segundo pensamiento fue que tenía que haber una barra de hierro en el maletero. Podría ponerse la cazadora -estaba tirada en el asiento trasero- y guardarse la barra dentro de la manga. Cuando tuviera a Lee delante podría dejarla caer hasta la mano y golpearle en la cabeza. Se imaginó el crujido cuando la barra entrara en contacto con el cráneo y tembló de excitación.

Lo que le preocupaba era que sería una muerte demasiado rápida, que Lee podría no llegar a saber nunca quién o qué le había golpeado. En una situación ideal, obligaría a Lee a meterse en el coche y le llevaría a algún lugar para ahogarle. Sujetaría su cabeza debajo del agua y le vería resistirse. Este pensamiento le hizo sonreír y no reparó en que le salía humo por las fosas nasales. Con la luz que entraba a raudales en el coche, parecía sólo neblina de verano.

Después de que Lee perdiera casi por completo la visión del ojo izquierdo, pasó un tiempo tranquilo, sin llamar la atención. Hizo veinte horas de trabajo voluntario para cada una de las tiendas en que había robado, independientemente de lo que se hubiera llevado de ellas, unas deportivas de treinta dólares o una chaqueta de cuero de doscientos. Escribió una carta al periódico detallando cada uno de sus delitos y pidiendo disculpas a los encargados de las zapaterías, a sus amigos, a su madre, a su padre y a la iglesia. Abrazó decididamente la religión y se apuntó a todos los programas que organizaba el Sagrado Corazón. Todos los veranos trabajaba con Ig y Merrin en Camp Galilee.

Y un día cada verano acudía como orador invitado a los servicios matutinos de los domingos de Camp Galilee. Siempre empezaba contando a los niños que había sido un pecador, que había robado y mentido, utilizado a sus amigos y manipulado a sus padres. Les contaba que había estado ciego pero que por fin había visto la luz y, mientras lo hacía, se señalaba el ojo izquierdo. Cada verano soltaba el mismo discurso moralizante. Ig y Merrin le escuchaban desde las últimas filas de la capilla y cada vez que Lee se señalaba el ojo y citaba el himno Amazing Grace a Ig se le ponía la carne de gallina. Se sentía afortunado por conocerle, por participar aunque fuera sólo un poco de su gloria.

Era una historia muy buena y a las chicas les gustaba especialmente. Les gustaba tanto que Lee hubiera sido malvado como el hecho de que se hubiera reformado. Había algo insoportablemente noble en la forma que tenía de admitir las cosas que había hecho, sin asomo alguno de vergüenza ni timidez. Salir con chicas era la única tentación a la que no se resistía.

Le habían aceptado en el seminario de Bangor, en Maine, pero Lee renunció a la teología cuando su madre enfermó, y volvió a casa a cuidarla. En aquel entonces sus padres se habían divorciado y su padre se había mudado con su segunda mujer a Carolina del Sur. Lee se ocupó de su madre; le compraba las medicinas, le cambiaba las sábanas y los pañales y veía con ella la televisión. Cuando no estaba a la cabecera de su cama asistía a clases en la Universidad de New Hampshire, y se licenció en Ciencias de la Información. Los sábados conducía hasta Portsmouth para trabajar en la oficina del último congresista electo de New Hampshire.

Empezó como voluntario sin sueldo, pero para cuando su madre murió ya era empleado a tiempo completo y responsable de difundir los aspectos relacionados con la religión del programa del congresista. Mucha gente pensaba que Lee era la principal razón por la que el congresista había sido reelegido. Su oponente, un antiguo juez, había autorizado a una delincuente embarazada a abortar en su primer trimestre, algo que Lee había equiparado con aplicar la pena capital a un nonato. Lee acudió a la mitad de las iglesias del estado a hablar del caso. Se le daba muy bien el púlpito, ataviado con su corbata y su camisa blanca recién planchada, y nunca perdía la oportunidad de admitir que era un pecador, lo que a su público le encantaba.

Su labor en la campaña también había sido la causa de la única pelea que había tenido con Merrin, aunque Ig no estaba seguro de si podía llamársele pelea cuando uno de los participantes no había tenido ocasión de defenderse. Merrin puso verde a Lee con el asunto del aborto, pero éste se lo tomó con calma y dijo:

– Si quieres que deje mi trabajo, Merrin, mañana entregaré la carta de renuncia. No tengo ni que pensarlo. Pero si me quedo tengo que hacer aquello para lo que me contrataron, y pienso hacerlo bien.

Merrin le dijo que no tenía vergüenza. Lee le contestó que en ocasiones pensaba que sólo tenía eso, y Merrin le pidió que no se pusiera en plan trascendental; pero no volvió a sacar el tema.

A Lee siempre le había gustado mirarla. Ig se había dado cuenta a veces de que la observaba cuando se levantaba de la mesa y llevaba puesta una falda. Siempre le había gustado mirarla y a Ig no le importaba. Merrin era suya. Y de todas maneras, después de lo que le había hecho a Lee en el ojo -con el tiempo había llegado a convencerse de que era personalmente responsable de la ceguera parcial de su amigo-, no podía escatimarle una miradita a una mujer guapa. Lee solía decir que el accidente podía haberle dejado completamente ciego y que trataba de disfrutar todas y cada una de las cosas que veía como si fueran la última cucharada de un helado. Tenía un talento especial para decir cosas de ese estilo, para admitir con toda naturalidad sus debilidades y sus errores, sin miedo a que se burlaran de él. Claro que nadie lo hacía, más bien al contrario. Todo el mundo le buscaba. Su éxito de convocatoria era la leche. Tal vez un día decidiera presentarse a unas elecciones. Ya se había rumoreado algo al respecto, aunque Lee se burlaba de todos los que se lo sugerían argumentando, a lo Groucho Marx, que nunca querría formar parte de un club que lo aceptara a él como miembro. Pero Ig recordaba que César también había rechazado el poder tres veces.

Algo le golpeaba las sienes; como un martillo sobre metal caliente, un chasquido agudo y constante. Se desvió de la carretera interestatal y siguió la autopista hasta el parque empresarial donde el congresista tenía sus oficinas, en un edificio con un gran vestíbulo cuneiforme acristalado que sobresalía de la fachada como la proa de un gigantesco y transparente buque cisterna. Condujo hasta la entrada trasera.

El aparcamiento de tejado negro detrás del edificio estaba casi vacío, recociéndose bajo el sol de la tarde. Ig aparcó, cogió la cazadora de nailon azul del asiento trasero y salió del coche. Hacía demasiado calor para llevar chaqueta, pero se la puso de todas maneras. Le agradó notar el sol en la cara y en la cabeza y sentir el calor que despedía el asfalto bajo sus pies. De hecho le produjo un gran placer.

Abrió el maletero y levantó la tapa del compartimento donde estaban las herramientas y la rueda de repuesto. La llanta de hierro estaba sujeta a un panel metálico, pero los tornillos estaban oxidados y al tratar de aflojarlos se hizo daño en las manos. Desistió y echó un vistazo en su kit de emergencias en carretera. Había una bengala de magnesio envuelta en suave papel encerado. Sonrió: una bengala era mucho mejor que una barra de hierro. Le serviría para quemarle a Lee su cara bonita. Dejarle ciego del otro ojo tal vez. Eso podría estar tan bien como matarle. Además, lo de la bengala resultaba mucho más apropiado. ¿No dice la canción que el fuego es el mejor amigo del demonio?

Cruzó el aparcamiento bajo el calor reluciente. Era el verano en que las langostas de diecisiete años salían para aparearse y los árboles de detrás del aparcamiento resonaban con su zumbido vibrante e intenso, como un gigantesco pulmón artificial. Su cabeza se llenó de él; era el sonido de su jaqueca, de su locura, de su furia clarividente. Le vino al pensamiento un fragmento del Apocalipsis: «Y del humo del pozo salieron langostas en la tierra». Las langostas salían cada diecisiete años para aparearse y morir. Lee Tourneau era un insecto, no era mejor que las langostas; de hecho era bastante peor. Ya se había apareado y ahora le había llegado el momento de morir. Ig le ayudaría. Mientras cruzaba el aparcamiento, se escondió la bengala en la manga de la cazadora y la sujetó con la mano derecha.

Se acercó a unas puertas de plexiglás impresas con el nombre del honorable congresista de New Hampshire. Eran reflectantes y vio su imagen en ellas: un hombre escuálido y sudoroso con una cazadora cerrada hasta el cuello y aspecto de ir a cometer un delito. Por no hablar de los cuernos. Las puntas le habían desgarrado la carne de las sienes y el hueso de debajo estaba teñido de sangre rosácea. Peor que los cuernos, pensó, era la manera en que sonreía. Si hubiera estado de pie al otro lado de las puertas y se hubiera visto entrar, habría echado el cerrojo y llamado a la policía.

Entró en un silencio refrigerado y mullido. Un hombre gordo con el pelo rapado estaba sentado detrás de una mesa hablando animadamente por un auricular. A la derecha de la mesa había un control de seguridad, donde los visitantes debían pasar por un arco detector de metales. Un agente de policía estaba sentado detrás del monitor de rayos X mascando chicle. Una puerta corredera de plexiglás detrás de la mesa del recepcionista daba a una habitación pequeña apenas amueblada con un mapa de Nueva York pegado a la pared y un monitor de seguridad sobre una mesa. Un segundo agente, un hombre corpulento de anchas espaldas, estaba sentado ante una mesa plegable inclinado sobre unos papeles. Ig no podía verle la cara, pero tenía el cuello grueso y una gran cabeza calva que le resultaban vagamente obscenos.

Aquellos agentes de policía y el detector de metales le pusieron nervioso. Al verlos le vinieron a la cabeza malos recuerdos en el aeropuerto Logan y empezó a sudar por todo el cuerpo. Llevaba más de un año sin visitar a Lee y no recordaba haber tenido que pasar antes por ningún control de seguridad.

El recepcionista dijo: «Adiós, cariño» por el auricular, pulsó un botón de su mesa y miró a Ig. Tenía una cara grande y redonda con forma de luna y probablemente se llamaba Chet o Chip. Detrás de las gafas de montura cuadrada sus ojos brillaban de consternación o de asombro.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó a Ig.

– Sí. ¿Podría…?

Pero entonces algo captó la atención de Ig: el monitor de seguridad de la habitación al otro lado de la ventana de plexiglás. Transmitía una imagen distorsionada de la zona de recepción, de las macetas con plantas, los sillones caros de aspecto inofensivo y de Ig. Sólo que algo ocurría con el monitor, porque Ig se dividía en dos figuras superpuestas que se juntaban y se volvían a escindir. La parte de la pantalla que ocupaba él parpadeaba y bailaba. La imagen primaria de Ig le mostraba tal y como era, un hombre pálido y delgado con grandes entradas, perilla y cuernos curvos.

Pero después había otra imagen secundaria, como una sombra oscura y sin rasgos que aparecía de forma intermitente. En esta segunda versión no tenía cuernos; es decir, era una imagen no de quien era, sino de quien había sido. Era como ver su propia alma tratando de liberarse del demonio al que estaba anclada.

El agente sentado en la habitación desnuda y fuertemente iluminada con el monitor también se había dado cuenta y se había incorporado de la silla para estudiar la pantalla. Ig seguía sin verle la cara; se había girado de tal modo que sólo alcanzaba a verle la oreja y su cráneo blanco y pulido, una bola de cañón hecha de carne y hueso encajada en un cuello grueso y tosco. Pasado un instante, el agente dio un puñetazo en el monitor tratando de corregir la imagen, tan fuerte que por un momento la pantalla se quedó en negro.

– ¿Señor? -dijo el recepcionista.

Ig apartó al vista del monitor.

– ¿Podría avisar a Lee Tourneau por el busca? ¿Le puede decir que está aquí Ig Perrish?

– Necesito ver su carné de conducir y hacerle una tarjeta de identificación antes de dejarle pasar -dijo el recepcionista con voz plana y automática mientras observaba los cuernos fascinado.

Ig miró hacia el control de seguridad y supo que no podría pasar con una bengala de magnesio en la manga.

– Dígale que le espero aquí fuera. Dígale que le interesa verme.

– Lo dudo -dijo el recepcionista-. No puedo imaginar que le interese a nadie. Es usted horrible. Tiene cuernos y es usted un horror. Mirándole pienso que ojalá no hubiera venido hoy a trabajar. De hecho he estado a punto de no venir. Una vez al mes me regalo un día de salud mental y me quedo en casa. Me pongo las bragas de mi madre y me pego un buen calentón. Para ser una vieja tiene bastante buen material. Un corsé de satén negro con ballenas y correas, una pasada.

Tenía los ojos vidriosos y saliva en las comisuras de los labios.

– Me hace gracia que lo llame precisamente «un día de salud mental» -dijo Ig-. Avise a Lee Tourneau, ¿quiere?

El recepcionista se giró noventa grados dándole parcialmente la espalda. Pulsó un botón y murmuró algo al auricular. Escuchó un momento y después dijo:

– De acuerdo. -Se volvió hacia Ig con la cara redonda cubierta de sudor-. Va a estar reunido toda la mañana.

– Dígale que sé lo que ha hecho. Con esas mismas palabras. Dígale a Lee que si quiere hablar de ello le esperaré cinco minutos en el aparcamiento.

El recepcionista le miró inexpresivo, después asintió y volvió a darle la espalda. Hablando al auricular, dijo:

– ¿Señor Tourneau? Dice… Dice que…, ¿que sabe lo que ha hecho? -En el último momento había transformado la afirmación en pregunta.

Sin embargo Ig no oyó qué más dijo, porque al momento escuchó una voz que le hablaba al oído, una voz que conocía bien pero que no había oído en varios años.

– ¡El cabrón de Iggy Perrish! -dijo Eric Hannity.

Se volvió y vio al policía calvo que había estado sentado frente al monitor de seguridad en la habitación al otro lado de la ventana de plexiglás. A los dieciocho años Eric parecía un adolescente salido de un catálogo de Abercrombie & Fitch, grande y musculoso, con pelo castaño rizado y corto. Le gustaba andar descalzo, las camisas desabrochadas y los pantalones vaqueros caídos. Pero ahora que tenía casi treinta años, su rostro había perdido toda definición y se había convertido en un bloque de carne, y cuando empezó a caérsele el pelo había optado por afeitárselo antes que enzarzarse en una batalla perdida de antemano. Ahora lucía una calva espléndida; de haber llevado un pendiente en una oreja podría haber interpretado a Mr. Proper en un anuncio de televisión. Había elegido, tal vez inevitablemente, una profesión similar a la de su padre, un oficio que le garantizaba la autoridad y la cobertura legal necesarias en caso de que decidiera hacer daño a alguien. En los tiempos en que Ig y Lee todavía eran amigos -si es que lo habían sido de verdad alguna vez-, Lee había mencionado que Eric era el jefe de seguridad del congresista. También dijo que se había ablandado mucho. Incluso habían salido a pescar juntos un par de veces. «Claro que de cebo usa los hígados de los manifestantes que previamente ha destripado -le había dicho Lee-. Para que te hagas una idea».

– Eric -dijo Ig separándose de la mesa-, ¿qué tal estás?

– Encantado -respondió Eric-. Encantado de verte. ¿Y tú qué, Ig? ¿Qué es de tu vida? ¿Has matado a alguien esta semana?

– Estoy bien -dijo Ig.

– Pues no lo pareces. Tienes pinta de haberte olvidado de tomar la pastilla.

– ¿Qué pastilla?

– Seguro que tienes alguna enfermedad. Hace una temperatura de treinta y seis grados fuera, pero llevas puesta una cazadora y estás sudando como un cerdo. Además te han salido cuernos y eso sí que no es normal. Claro que si fueras una persona sana no le habrías partido al cara a tu novia para luego dejarla en el bosque. ¡Esa zorra pelirroja! -dijo Hannity mirando a Ig con una expresión de placer-. Desde entonces soy fan tuyo, ¿lo sabías? No estoy de coña. Siempre he sabido que tu adinerada familia terminaría por cagarla. Especialmente tu hermano, con todo su puto dinero, saliendo en la televisión con modelos en biquini sentadas en sus rodillas con cara de no haber roto un plato en toda su vida. Y luego vas tú y haces lo que hiciste y entierras en tal cantidad de mierda a toda tu familia que no van a poder quitársela de encima en toda su vida. Me encanta. No sé cómo puedes superar eso. ¿Qué tienes pensado?

Ig se esforzaba por impedir que le temblaran las piernas. Hannity le miraba amenazador. Pesaba casi cincuenta kilos más que él y debía de sacarle quince centímetros.

– Sólo he venido a darle un recado a Lee.

– Ya sé qué puedes hacer para superarlo -dijo Eric como si no le hubiera oído-, presentarte en la oficina de un congresista con la intención de hacer una locura y llevar un arma escondida debajo de la cazadora. Porque llevas un arma, ¿no? Por eso te has puesto la chaqueta, para esconderla. Tienes un arma, así que te voy a pegar un tiro y saldré en la primera página del Boston Herald por cargarme al hermano loco de Terry Perrish. No estaría mal, ¿eh? La última vez que vi a tu hermano me ofreció entradas gratis para su espectáculo por si alguna vez iba a Los Ángeles. Así le restregaría en la cara lo mierda que es. Lo que me gustaría es ser el gran héroe que te pegue un tiro en la cara antes de que mates a nadie más. Después en el funeral le preguntaría a Terry si la oferta de las entradas sigue en pie; sólo para ver la cara que pone. Así que venga, Ig, acércate al detector de metales para que pueda tener una excusa para volarte esa cara de retrasado mental.

– No voy a ver a nadie. Voy a esperar fuera -dijo Ig mientras retrocedía hacia la puerta, consciente de un sudor frío en las axilas. Tenía las palmas de las manos pegajosas. Cuando empujó la puerta con un hombro la bengala se resbaló y, por un horrible momento, creyó que iba a caerse al suelo delante de Hannity, pero consiguió agarrarla con el pulgar y mantenerla en su sitio.

Mientras salía a la luz del sol, Eric le miraba con una expresión de hambre casi animal.

Pasar del frío del edificio de oficinas al calor asfixiante de la calle le hizo sentirse momentáneamente mareado. El cielo se volvió de un color intenso, luego palideció y más tarde se oscureció de nuevo.

Cuando había decidido ir a la oficina del congresista sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Parecía sencillo, parecía lo correcto. Ahora en cambio se daba cuenta de que había sido una equivocación. No iba a matar a Lee Tourneau con una bengala -lo que en sí era una idea cómicamente absurda-. Lee ni siquiera iba a salir a hablar con él.

Para cruzar el aparcamiento apretó el paso, asustándolo al ritmo de los latidos de su corazón. Tenía que marcharse de allí tomando carreteras secundarias hasta Gideon. Encontrar un lugar donde pudiera estar solo y en silencio, donde pudiera pensar. Una parte de él creía que había muchas posibilidades de que, en ese momento, Eric Hannity hubiera reunido refuerzos y pensaba que si no salía de allí enseguida era probable que no pudiera hacerlo. (Otra parte, sin embargo, le susurraba al oído: Dentro de diez minutos Eric ni siquiera se acordará de que has estado aquí. No ha estado hablando contigo, sino con su demonio interior).

Tiró la bengala dentro del Gremlin y cerró el maletero de un portazo. Ya estaba en la puerta del conductor cuando oyó a Lee que le llamaba.

– ¿Iggy?

La temperatura interna de Ig cambió al escuchar la voz de Lee, descendió varios grados, como si se hubiera bebido demasiado rápido una bebida fría. Se volvió y le divisó entre las olas de calor que despedía el asfalto, un figura arrugada y distorsionada que aparecía y desaparecía intermitentemente. Un alma, no un hombre. El pelo corto y rubio parecía en llamas, blanco y caliente. Junto a él estaba Eric; su cabeza calva emitía destellos y tenía los brazos cruzados sobre su grueso pecho, con las manos escondidas bajo las axilas.

Eric se quedó a la entrada de las oficinas, pero Lee echó a andar hacia Ig, dando la impresión de no estar caminando sobre el suelo, sino por el aire, de estar flotando como un cuerpo gaseoso entre el asfixiante calor diurno. Conforme se acercó, sin embargo, su forma cobró solidez y dejó de parecer un espíritu fluido y sin sustancia para convertirse simplemente en un hombre con los pies en el suelo. Llevaba pantalones vaqueros y una chaqueta blanca, un uniforme de obrero que le daba más aspecto de carpintero que de portavoz político. Cuando estuvo cerca se quitó las gafas de espejo. En el cuello le brillaba una cadena de oro.

El ojo derecho de Lee era exactamente del mismo color que el azul tostado del cielo de agosto. El daño que había sufrido en el izquierdo no le había producido la clásica catarata que parece formar un película delgada y lechosa sobre la retina. La de Lee era una catarata cortical que se asemejaba a un rayo de luz azul palidísima, una fea estrella blanca insertada en el negro de su pupila. El ojo derecho estaba despierto y vigilante, mirando fijamente a Ig, pero el otro bizqueaba ligeramente y parecía escudriñar el horizonte. Lee afirmaba que veía con él, aunque de forma borrosa. Decía que era como mirar por una ventana cubierta de jabón. Con el ojo derecho parecía observar atentamente a Ig. Con el izquierdo era imposible saber qué miraba.

– Me han dado tu recado -dijo Lee-. Así que te has enterado.

Ig se sorprendió, no había supuesto que, aunque fuera bajo la influencia de los cuernos, Lee admitiría lo que había hecho con tal franqueza. También le desarmó la media sonrisa tímida de disculpa en el rostro de Lee, una expresión de azoramiento casi, como si violar y matar a la novia de Ig no hubiera sido más que una torpeza achacable a la falta de modales, como dejar una mancha de barro en una alfombra nueva.

– Me he enterado de todo, hijo de puta -dijo Ig.

Lee palideció y sus mejillas se tiñeron de grana. Levantó la mano izquierda con la palma hacia fuera, como pidiendo tiempo.

– Ig, no voy a darte ninguna excusa. Sé que estuvo mal. Había bebido demasiado, Merrin tenía aspecto de necesitar un amigo y las cosas se salieron de madre.

– ¿Eso es todo lo que tienes que decir sobre tu comportamiento? ¿Que las cosas se salieron de madre? Sabes que he venido a matarte.

Lee le observó un instante, después miró sobre su hombro a Eric Hannity y luego otra vez a Ig.

– Dado tu historial, Ig, no deberías hacer esas bromas. Después de lo que has pasado con lo de Merrin, tienes que andarte con ojo con lo que dices en presencia de un representante de la ley. Sobre todo si es alguien como Eric, que no entiende muy bien la ironía.

– No estoy siendo irónico.

Lee se llevó la mano a la cadena de oro alrededor del cuello y dijo:

– Por si te sirve de consuelo, me siento fatal. Y parte de mí se alegra de que te hayas enterado. No la necesitas en tu vida, Ig. Estás mejor sin ella.

Sin poderlo evitar, Ig dejó escapar un quejido ahogado de furia y miró a Lee. Esperaba que éste retrocediera, pero se quedó donde estaba y se limitó a mirar de nuevo a Eric, quien asintió. Entonces Ig miró a Eric… y se detuvo. Por primera vez reparó en que la funda de su pistola estaba vacía. La razón era que había cogido el revólver y lo tenía escondido bajo la axila. Ig no podía ver el arma pero notaba su presencia, podía sentir su peso como si la estuviera sosteniendo él mismo. No dudaba además de que Eric la usaría. Estaba deseando disparar al hermano de Terry Perrish y salir en los periódicos -«Policía heroico mata el presunto violador y homicida»- y si Ig tocaba un pelo a Lee le daría la excusa que necesitaba. Los cuernos harían el resto, obligando a Hannity a satisfacer sus más bajos impulsos. Así era como funcionaban.

– No sabía que la quisieras tanto -dijo por fin Lee mientras respiraba pausada y regularmente-. Dios, Ig, esa tía era basura. Vale, no era mala persona, pero Glenna siempre ha sido basura. Creía que sólo vivías con ella para no tener que volver a la casa de tus padres.

Ig no tenía ni idea de qué estaba hablando Lee. Por un momento el día pareció detenerse, incluso el estruendo de las langostas pareció desaparecer. Entonces comprendió, recordó lo que Glenna le había contado aquella mañana, la primera confesión que habían inspirado los cuernos. Le parecía imposible que hubiera sido aquella misma mañana.

– No estoy hablando de Glenna -dijo-. ¿Cómo puedes pensar que estoy hablando de ella?

– ¿De quién hablas entonces?

Ig no lo entendía. Todos confesaban. En cuanto le veían, en cuanto veían sus cuernos empezaban a largar secretos, no podían evitarlo. El recepcionista quería ponerse las bragas de su madre y Eric Hannity estaba buscando una excusa para matarle y salir en los periódicos. Ahora le tocaba a Lee y lo único que admitía era que se había dejado hacer una mamada por una tía borracha.

– Merrin -dijo con voz áspera-. Estoy hablando de lo que le hiciste a Merrin.

Lee ladeó la cabeza sólo un poco, lo suficiente para apuntar con la oreja derecha hacia el cielo, como un perro atento a un ruido lejano. Después emitió un suspiro suave y sacudió la cabeza muy levemente.

– Me he perdido, Ig. ¿Qué se supone que le he hecho a…?

– Matarla, hijo de puta. Sé perfectamente que fuiste tú. La mataste y obligaste a Terry a guardar silencio.

Lee dirigió a Ig una mirada larga y contenida. Después volvió la vista hacia Eric para asegurarse, según pensó Ig, de si estaba lo suficientemente cerca como para oír la conversación. No lo estaba. Entonces Lee volvió la vista a Ig y cuando lo hizo su cara no delataba sentimiento alguno. El cambio fue tal que Ig casi gritó de nuevo, una reacción cómica, un diablo asustado de un hombre cuando se suponía que debía ser al contrario.

– ¿Terry te ha contado eso? -preguntó Lee-. Porque si lo ha hecho es un mentiroso.

Lee parecía ser inmune a los cuernos de algún modo que Ig no lograba comprender. Era como si hubiera un muro y los cuernos no pudieran penetrarlo. Ig se concentró en hacerlos funcionar y por un instante notó en ellos una oleada de calor, sangre y presión, pero no duró mucho. Era como intentar tocar una trompeta llena de trapos: por mucho que te esfuerces, no suena.

Lee siguió hablando:

– Espero que no le haya contado esa historia a nadie más. Y espero que tú tampoco.

– Todavía no, pero pronto todo el mundo sabrá lo que hiciste.

¿Veía al menos los cuernos? No los había mencionado. Ni siquiera parecía haberlos mirado.

– Será mejor que no -dijo Lee, y contrajo los músculos de los extremos de la mandíbula mientras se le ocurría una idea-. ¿Estás grabando esto?

– Sí -dijo Ig, pero tardó demasiado en reaccionar y, de todas formas, era la respuesta incorrecta. Nadie que estuviera intentando cazar a alguien admitiría estar grabando una conversación.

– No. No lo estás. Nunca has sabido mentir, Ig -dijo Lee con una sonrisa. Con la mano izquierda acariciaba la cadena de oro del cuello y tenía la derecha metida en el bolsillo-. Es una pena. Si estuvieras grabando esta conversación, podría servirte de algo. Pero tal y como están las cosas no creo que puedas probar nada. Tal vez tu hermano dijera algo cuando estaba borracho, no lo sé. Pero fuera lo que fuera, olvídalo. Yo que tú no lo iría repitiendo por ahí. Esas cosas siempre terminan mal. Piénsalo: ¿te imaginas a Terry yendo a la policía con el cuento de que yo maté a Merrin sin ninguna prueba, sólo su palabra contra la mía y además teniendo en cuenta que ha estado callado un año entero? ¿Sin pruebas que respalden su acusación? Porque no hay ninguna, Ig, no queda nada. Si va a la policía, en el mejor de los casos será el fin de su carrera. Y en el peor tal vez terminemos los dos en la cárcel, porque te juro que no pienso ir solo.

Lee se sacó la mano del bolsillo y se frotó el ojo bueno con un nudillo, como para limpiarlo de una mota de polvo que se le hubiera metido. Por un momento cerró el ojo derecho y miró a Ig sólo con el malo, un ojo atravesado con rayos blancos. Y por primera vez Ig comprendió lo terrible de aquel ojo, lo que siempre había tenido de terrible. No era que estuviera muerto, simplemente estaba… ocupado en otros asuntos. Como si hubiera dos Lee Tourneau. El primero era el hombre que había sido su amigo durante más de diez años, alguien capaz de admitir que era un pecador ante una audiencia infantil y que donaba sangre a la Cruz Roja tres veces al año. El segundo Lee era una persona que observaba el mundo a su alrededor con la misma empatía que una trucha.

Cuando se hubo sacado lo que fuera que tenía en el ojo, dejó caer la mano derecha a un lado del cuerpo. Avanzó de nuevo e Ig retrocedió, quedándose a una distancia prudencial. No estaba seguro de por qué retrocedía, no entendía por qué de repente mantenerse alejado unos cuantos metros de Lee se había vuelto una cuestión de vida o muerte. Las langostas zumbaban en los árboles con un runrún feo y enloquecedor que llenaba la cabeza de Ig.

– Era tu amiga, Lee -dijo mientras retrocedía hacia el coche-. Confiaba en ti y la violaste, la mataste y la dejaste tirada en el bosque. ¿Cómo fuiste capaz?

– En una cosa te equivocas, Ig -dijo Lee con voz suave y calmada-. No fue una violación. Es lo que te gustaría creer, pero lo cierto es que Merrin quería que la follara. Llevaba meses buscándome, enviándome mensajes, juegos de palabras. Calentándome la polla a tus espaldas. Estaba esperando a que te largaras a Londres para que pudiéramos enrollarnos.

– No -dijo Ig mientras por la cara le subía un calor malsano que procedía de detrás de los cuernos-. Tal vez se acostara con otro, pero desde luego no contigo, Lee.

– Te dijo que quería acostarse con otras personas. ¿A quién te crees que se refería? En serio, no sé qué pasa con tus novias que tarde o temprano terminan chupándome la polla -dijo con una sonrisa enseñando los dientes en la que no había un atisbo de humor.

– Estoy seguro de que se resistió.

– Seguramente no me vas a creer, Ig, pero quería que la forzara, que asumiera el mando y la obligara a hacerlo. Tal vez lo necesitaba, era la única forma de superar sus inhibiciones. Todos tenemos un lado oscuro y ése era el suyo. Cuando me la follé, se corrió, ¿sabes? Se corrió a base de bien. Creo que era una de sus fantasías. Que un tipo la violara en el bosque. Que le diera un poco de caña.

– ¿Y que después la matara de una pedrada en la cabeza? -preguntó Ig. Para entonces había rodeado el Gremlin hasta llegar a la puerta del pasajero y Lee le había seguido paso a paso-. ¿Eso también formaba parte de su fantasía?

Lee dejó de avanzar y se detuvo.

– Eso tendrás que preguntárselo a Terry. Esa parte le tocó a él.

– Eso es mentira -dijo Ig.

– Pero es que no hay ninguna verdad. Ninguna que importe, al menos -dijo Lee sacándose la mano izquierda de dentro de la camisa. Sostenía una cruz de oro que brilló al sol. Se la metió en la boca y la chupó durante un instante, después la dejó caer y dijo-: Nadie sabe lo que pasó aquella noche. Si fui yo quien le aplastó la cabeza con una roca o fue Terry, o tú… Nadie sabrá nunca lo que ocurrió realmente. No tienes ninguna prueba y yo no estoy dispuesto a hacer un trato con ninguno de los dos. Así que ¿qué es lo que quieres?

– Quiero verte morir tirado en el suelo, asustado y desvalido -dijo Ig-. Como murió Merrin.

Lee sonrió como si Ig le hubiera hecho un cumplido.

– Entonces, adelante -dijo-. Vamos, mátame.

Se abalanzó hacia Ig y éste abrió de golpe la puerta del pasajero, interponiéndola entre los dos.

La puerta golpeó a Lee con un ruido seco y algo cayó al asfalto, cataclonc. Ig vio lo que parecía una navaja multiusos con un filo de siete centímetros rodar por el suelo. Lee se tambaleó y dejó escapar un aullido exhalando con fuerza. Ig aprovechó la oportunidad para subir al coche y reptar hasta el volante. Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta del pasajero.

– ¡Eric! -gritó Lee-. ¡Eric, tiene una navaja!

Pero el Gremlin arrancó con un chirrido ronco e Ig pisó el acelerador antes incluso de estar sentado. El Gremlin salió disparado y la puerta del pasajero se cerró de golpe. Ig miró por el espejo retrovisor y vio a Eric Hannity atravesar corriendo el aparcamiento empuñando la pistola con el cañón apuntando al suelo.

Los neumáticos traseros arañaron el asfalto, haciendo saltar chispas que brillaron bajo la luz del sol como pepitas de oro. Mientras se alejaba, Ig miró de nuevo por el retrovisor y vio a Lee y a Eric de pie envueltos en una nube de polvo. Lee tenía el ojo derecho cerrado de nuevo y agitaba una mano para intentar ver. En cambio el ojo derecho, medio ciego, estaba abierto y miraba fijamente a Ig con una extraña fascinación.

Загрузка...