Capítulo 32

Desde que su madre había muerto, Merrin le llamaba y le enviaba correos electrónicos con mayor frecuencia con la excusa de saber cómo estaba. O tal vez no era una excusa y de verdad pensaba que lo hacía por eso, Lee nunca subestimaba la capacidad de las personas corrientes de engañarse a sí mismas respecto a sus verdaderos deseos. Merrin había internalizado muchos de los principios morales de Ig y Lee pensaba que sólo se aventuraría hasta cierto punto, le daría determinadas pistas pero después sería él quien tendría que tomar la iniciativa. Además, ni siquiera con Ig en Inglaterra tendrían vía libre desde el primer momento. Merrin había decidido que existían una serie de reglas relativas a cómo se comportan las personas de alto estatus social. Habría que convencerla de que, si iba a follar con otra persona, sería siempre en interés de Ig. Esto Lee lo comprendía. Podría ayudarla en ese sentido.

Merrin le dejaba mensajes en casa, en la oficina del congresista. Quería saber cómo estaba, a qué se dedicaba, si estaba viendo a alguien. Le decía que necesitaba una chica, echar un polvo. Le decía que se acordaba mucho de él. No hacía falta darle muchas vueltas para adivinar sus intenciones. Lee creía que a menudo le llamaba tras haberse tomado un par de copas y detectaba en su voz una suerte de sensual pereza.

Entonces Ig se marchó a Nueva York para su curso de orientación con Amnistía Internacional y unos pocos días después Merrin empezó a insistir a Lee para que fuera a visitarla. Su compañera de piso se marchaba, Merrin se iba a quedar con su dormitorio y dispondría del doble de espacio. Había una mesa de tocador que se había dejado en casa de sus padres, en Gideon, y que necesitaba, así que le envió un correo electrónico pidiéndole que se la llevara la siguiente vez que fuera a Boston. Le dijo que sus cosas de Victoria's Secret estaban en el cajón inferior para que no tuviera que molestarse en buscarlas, que le autorizaba a probarse su ropa interior sexy, pero sólo si se hacía fotos y después se las mandaba. Le envió un mensaje de texto diciendo que si le llevaba la mesa le organizaría una cita con una chica rubia como él, una reina de los hielos. Le escribió diciendo que acostarse con ella sería genial, como hacerse una paja delante del espejo sólo que mejor, porque esta vez el reflejo tendría tetas. Le recordó que, ahora que su compañera de apartamento se había marchado, quedaba una habitación libre en su casa, por si llegaba a necesitarla. En suma, le hacía saber que estaría sola.

Para entonces Lee ya había aprendido a interpretar casi a la perfección sus mensajes cifrados. Cuando hablaba de esta otra chica, en realidad se refería a sí misma, a lo que les esperaba juntos. Aun así decidió no llevar la mesa de tocador, no estaba seguro de querer verla mientras Ig seguía en Estados Unidos, incluso si se encontraba a cientos de kilómetros de distancia. Tal vez no fueran capaces de contener sus impulsos, y las cosas serían más fáciles cuando Ig se hubiera marchado.

Lee siempre había supuesto que sería Ig quien dejaría a Merrin. No se le había pasado por la cabeza que fuera ella la que quisiera poner fin a la relación, que pudiera estar aburrida y por fin preparada para ponerle fin, ni que el hecho de que Ig fuera a estar seis meses fuera era su oportunidad de romper con él de una vez por todas. Ig provenía de una familia rica, tenía un apellido con pedigrí, bien relacionado, así que es lógico que fuera él quien tomara la iniciativa de romper. Lee siempre había supuesto que lo haría cuando terminaran el instituto y que entonces le llegaría a él el turno de disfrutar de Merrin. Ésta iba a Harvard y en cambio Ig iba a Dartmouth. La distancia hace el olvido, había supuesto Lee, pero Ig no lo veía igual y cada fin de semana se lo pasaba en Boston follándose a Merrin, como un perro marcando territorio.

Como explicación, a Lee sólo se le ocurría que Ig era presa de un deseo perverso de restregarle a Merrin por las narices. Ig se alegraba de tener a Lee como amigo -devolverle al buen camino había sido su pasatiempo en los años de instituto-, pero quería dejarle claro que su amistad tenía unos límites. No quería que Lee se olvidara de que era él quien se había ganado a Merrin. Como si Lee no lo recordara cada vez que cerraba el ojo derecho y el mundo se convertía en una tenue tierra de sombras, en un lugar donde los fantasmas acechaban en la oscuridad y el sol era una luna fría y distante…

Una parte de él sentía respeto por cómo Ig se la había quitado años atrás, cuando ambos tenían las mismas oportunidades. Simplemente Ig había deseado más que él ese coño pelirrojo y, llevado por su deseo, se había convertido en alguien diferente, alguien astuto y taimado. Con su asma, sus greñas y su cabeza llena de tonterías sacadas de la Biblia, nadie habría supuesto que podía ser tan despiadado y ladino. Lee había permanecido al lado de Ig durante la mayor parte de los diez años transcurridos desde entonces, siguiéndole de cerca. El acto de observarle equivalía para él a tomar lecciones sobre disimulo, sobre cómo parecer inocuo, inofensivo. Enfrentado a un dilema moral, Lee había aprendido que el mejor sistema era preguntarse qué haría Ig en esa situación. La respuesta por lo común era pedir perdón, rebajarse y después entregarse a un acto compensatorio del todo innecesario. De Ig, Lee había aprendido a admitir que estaba equivocado incluso cuando no lo estaba, a pedir perdón cuando no lo necesitaba y a simular que no era merecedor de las cosas buenas que le ocurrían.

Durante un breve espacio de tiempo, cuando tenía dieciséis años, Merrin había sido suya por derecho. Durante unos pocos días había llevado su cruz alrededor del cuello y cuando se la acercaba a los labios se imaginaba besándola con ella puesta; no llevaba nada más, sólo la cruz. Pero después dejó que la cruz y su oportunidad con ella se le escaparan de los dedos porque, aunque ardía en deseos de verla pálida y desnuda en la oscuridad, deseaba más todavía ver algo hacerse añicos, escuchar una explosión lo suficientemente fuerte para ensordecerle; quería ver un coche estallar en llamas. El Cadillac de su madre, tal vez, con ella dentro. Sólo de pensarlo se le aceleraba el pulso y su cabeza se llenaba de fantasías que ni siquiera Merrin podía superar. Así que renunció a ella, la devolvió. Hizo aquel estúpido pacto con Ig que en realidad era un pacto con el diablo. No sólo le había costado la chica, también un ojo. Pensaba que este hecho tenía un significado. Lee había hecho un milagro en una ocasión, había tocado el cielo y atrapado la luna antes de que pudiera caerse y desde entonces Dios le había señalado otras cosas que hacía falta arreglar: coches y cruces, campañas políticas y viejas seniles. Aquello que arreglaba le pertenecía ya para siempre para hacer con ello lo que quisiera. Sólo en una ocasión había renunciado a lo que Dios había puesto en sus manos, y éste le había cegado para asegurarse de que no lo volviera hacer. Y ahora la cruz era suya una vez más, la prueba, si es que la necesitaba, de que estaba siendo guiado hacia algo, de que él y Merrin se habían conocido por una razón. Sentía que era su destino arreglar la cruz y después arreglar de alguna manera a Merrin, tal vez simplemente liberándola de Ig.

Mantuvo las distancias con Merrin durante todo el verano, pero después Ig le puso las cosas fáciles al enviarle un correo electrónico desde Nueva York:


Merrin quiere su tocador pero no tiene coche y su padre tiene que trabajar. Le prometí que te pediría que se lo llevaras tú y me dijo que no eras su esclavo, pero los dos sabemos que lo eres, así que acércaselo la próxima vez que vayas a Boston con el congresista. Además, por lo visto te ha buscado una rubia disponible. Imagina los niños que podríais tener, pequeños vikingos con ojos del color del océano Ártico. Acude, pues, a la llamada de Merrin y no te resistas. Déjala que te invite a cenar. Ahora que yo me marcho tienes que hacerte cargo tú del trabajo suyo.

¿Qué tal lo llevas?

Ig


Tardó horas en entender la última parte del correo; la pregunta ¿Qué tal lo llevas? le tuvo desconcertado toda la mañana, hasta que recordó que su madre había muerto; de hecho llevaba muerta dos semanas. Le interesó más la línea que aludía a hacer el trabajo sucio para Merrin, un mensaje en sí mismo. Aquella noche tuvo sueños sexuales calenturientos; soñó que Merrin estaba desnuda en su cama y él se sentaba sobre sus brazos y la sujetaba mientras le metía a la fuerza un embudo en la boca, un embudo rojo de plástico, y después vertía gasolina dentro de él y ella empezaba a retorcerse como si tuviera un orgasmo. Entonces él encendía una cerilla sujetando la caja de fósforos con los dientes para tener a punto la tira de lija, y la dejaba caer en el embudo. Entonces había un fluosss y un ciclón de llamas rojas salía de la boca del embudo y los ojos sorprendidos de Merrin ardían. Cuando se despertó, comprobó que las sábanas estaban empapadas; nunca antes había tenido un sueño erótico tan intenso, ni siquiera de adolescente.

Dos días más tarde era viernes y acudió a casa de Merrin a recoger la mesa de tocador. Tuvo que transportar una pesada y mohosa caja de herramientas del maletero al asiento trasero para hacerle sitio y aun así necesitó tomar prestadas cuerdas del padre de Merrin para sujetar la puerta y que la mesa no se moviera. A mitad de camino hacia Boston detuvo el coche en un área de descanso y le envió a Merrin el siguiente mensaje:


Llego a Boston esta noche y llevo un mamotreto en el maletero, así que más te vale estar en casa cuando te lo lleve. ¿Andará por ahí mi reina de los hielos? Así la conoceré por fin.


Esperó un buen rato hasta que le llegó la respuesta:


Joder Lee que d puta mdre q vngs a vrm pero dberias hbrme avsdo la reina del hielo trbj sta nche asi tndras q confrmrte cnmgo.

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