Capítulo 4

La enfermera que le pesó y le tomó la tensión le contó que su ex marido estaba saliendo con una chica que conducía un Saab deportivo amarillo. Sabía dónde lo aparcaba y quería aprovechar la hora de la comida para rayarle la pintura de uno de los lados con las llaves del coche. Quería también ponerle caca de perro en el asiento del conductor. Ig permaneció sentado muy quieto en la camilla, con los puños cerrados y sin hacer ningún comentario.

Cuando la enfermera le retiró el manguito de tomar la tensión, le rozó el brazo desnudo con los dedos y entonces supo que ya había destrozado otros coches, muchas veces. El de un profesor que la había suspendido por copiar en un examen, el de una amiga que se había ido de la lengua después de que le contara un secreto, el del abogado de su ex marido, sólo por el hecho de representarle legalmente. Podía verla, a la edad de doce años, arañando con un clavo uno de los laterales del viejo Oldsmobile de su padres, dibujando una fea raya blanca tan larga como el coche.

La sala de exploración estaba helada, con el aire acondicionado al máximo, y para cuando el doctor Renard entró, Ig temblaba de frío y también de nervios. Agachó la cabeza para enseñarle los cuernos y le dijo al doctor que era incapaz de distinguir lo real de lo irreal. Le dijo que creía que estaba teniendo alucinaciones.

– Le gente no para de contarme cosas -dijo-. Cosas horribles. Cosas que quieren hacer y que nadie admitiría querer hacer. Una niña me acaba de decir que quiere pegarle fuego a su madre cuando esté en la cama. Su enfermera me ha dicho que quiere destrozar el coche de una pobre chica. Tengo miedo, no sé lo que me está pasando.

El doctor le examinó los cuernos arrugando el entrecejo con aspecto preocupado.

– Son cuernos -dijo.

– Ya sé que son cuernos.

El doctor Renard movió la cabeza.

– Y las puntas parecen estar inflamadas. ¿Le duelen?

– Una barbaridad.

– Ajá -dijo el doctor, y se pasó una mano por la boca-. Déjeme medirlos.

Rodeó la base con una cinta métrica y después los midió de sien a sien y de punta a punta. Garabateó algunos números en su cuaderno de recetas. Los palpó con sus dedos callosos, explorándolos con cara de concentración, pensativo, e Ig supo algo que no quería saber. Supo que el doctor Renard unos días atrás había estado de pie a oscuras en su dormitorio, mirando por la ventana bajo una cortina levantada y masturbándose mientras observaba a las amigas de su hija de diecisiete años divirtiéndose en la piscina.

El médico dio un paso atrás. Sus ojos grises denotaban preocupación. Parecía estar sopesando una decisión.

– ¿Sabe lo que me gustaría hacer?

– ¿El qué? -preguntó Ig.

– Rallar oxicodona y esnifar un poco. Me prometí a mí mismo que nunca esnifaría en el trabajo, porque me hace parecer estúpido, pero no sé si seré capaz de esperar seis horas.

Ig tardó unos instantes en darse cuenta de que el médico estaba esperando sus comentarios sobre lo que le acababa de decir.

– ¿Podríamos concentrarnos en lo que me ha salido en la cabeza? -preguntó.

El médico se encogió de hombros. Volvió la cabeza y respiró despacio.

– Escuche -dijo Ig-. Por favor. Necesito ayuda. Alguien tiene que ayudarme.

El médico le miró reacio.

– No sé si esto me está pasando de verdad. Creo que me estoy volviendo loco. ¿Por qué no reacciona la gente cuando ve los cuernos? Si yo viera a alguien con cuernos me mearía en los pantalones.

Que, de hecho, era lo que había pasado cuando se miró en el espejo.

– Cuesta recordar que están ahí -dijo el médico-. Una vez aparto la vista de ellos se me olvida que los tiene; no sé por qué.

– Pero ahora los está viendo.

El doctor asintió.

– ¿Y nunca ha visto nada parecido?

– ¿Está usted seguro de que no debería meterme una raya de oxi? -preguntó el médico. De repente el rostro se le iluminó-. Podríamos compartirla. Colocarnos juntos.

Ig negó con la cabeza.

– Por favor, escúcheme. -El doctor hizo una mueca de desagrado, pero asintió-. ¿Por qué no llama a otros médicos? ¿Por qué no se toma esto más en serio?

– Si le soy sincero -contestó el doctor-, resulta un poco difícil concentrarse en su problema. No dejo de pensar en las pastillas que llevo en el maletín y en esa amiga de mi hija, Nancy Hughes. Dios mío, quiero tirármela. Pero cuando pienso en ello me pongo un poco enfermo. Todavía lleva un aparato dental.

– Por favor -insistió Ig-. Le estoy pidiendo su opinión médica, su ayuda. ¿Qué puedo hacer?

– Putos pacientes -dijo el médico-. Sólo les importan sus propios problemas.

Загрузка...