Capítulo 27

En algún lugar al sur del pueblo detuvo el coche a un lado de la carretera, se bajó y permaneció unos minutos de pie en el arcén, abrazado a sí mismo hasta que se le pasaran los temblores.

Éstos le venían en forma de furiosos espasmos que le sacudían las extremidades, pero conforme pasaba el tiempo se iban haciendo más espaciados. Por fin desaparecieron, dejándole débil y mareado. Se sentía ligero como una hoja de arce que la brisa más leve puede hacer volar. Las langostas zumbaban en una melodía de ciencia ficción, un re alienígena y mortal.

Así pues, estaba en lo cierto. Lee era, de alguna manera, inmune al influjo de los cuernos. Lee no había olvidado que se habían visto el día anterior, como les había ocurrido a los demás; sabía que Ig era una amenaza y quería encontrarle antes de que hallara la manera de llegar hasta él. Ig necesitaba un plan y eso era una mala noticia. Ni siquiera había logrado idear la manera de desayunar y estaba mareado por el hambre.

Volvió al coche y se sentó con las manos sobre el volante, tratando de decidir adonde ir. Entonces recordó, sin saber por qué, que era el ochenta cumpleaños de su abuela y que tenía suerte de estar viva. Lo siguiente que pensó fue que ya era mediodía y que toda su familia habría ido al hospital para cantarle el cumpleaños feliz y comerse la tarta con ella, lo que quería decir que la nevera de su madre estaba indefensa. La casa de los padres es el lugar donde uno está siempre seguro de poder comer caliente cuando no tiene adonde ir.

Claro que tal vez las horas de visita del hospital fueran por la tarde, pensó mientras enfilaba de nuevo la carretera. No había garantías de que la casa fuera a estar vacía. Pero ¿acaso importaba si su familia seguía allí? Podía pasar por delante de ellos, que se olvidarían de haberle visto entrar. Lo que planteaba una pregunta interesante: ¿se olvidaría Eric Hannity de lo que acababa de suceder en el apartamento de Glenna? ¿De que Ig le había abrasado con agua hirviendo? No lo sabía.

Tampoco estaba seguro de poder ver a su familia sin hablar con ellos. Desde luego no a Terry. Tenía que ocuparse de Lee Tourneau, sí, pero también necesitaba hablar con Terry. Sería un error dejarle fuera de aquello, permitir que se escabullera y volviera a su vida. La idea de que Terry regresara a Los Ángeles a seguir tocando sus melodías comerciales en Hothouse y guiñando el ojo a estrellas de cine le llenaba de un intenso odio. Antes de eso el muy cabrón tendría que dar unas cuantas explicaciones. Estaría bien encontrarle solo en casa, aunque eso era demasiado pedir. Una suerte endemoniada.

Consideró aparcar en el camino de incendios, a poco más de un kilómetro de la casa, y caminar hasta la parte trasera, trepar el muro y colarse sin ser visto, pero luego pensó que a tomar por culo, y condujo el Gremlin hasta la misma entrada. Hacía demasiado calor para andarse con cautelas y tenía demasiada hambre.

El Mercedes alquilado de Terry era el único coche en la entrada.

Aparcó junto a él y se quedó sentado con el motor en marcha, escuchando. Una nube de polvo brillante le había perseguido colina arriba y envolvía el coche. Observó la casa y la somnolienta y calurosa quietud de las primeras horas de la tarde. Quizá Terry había dejado su coche y había ido en el de sus padres. Era lo más probable, sólo que sabía que no era así y que Terry estaba en casa.

No se esforzó por no hacer ruido. Al contrario, salió del coche, dio un fuerte portazo y después se detuvo, mirando la casa. Pensó que vería movimiento en el piso de arriba, a Terry retirando una cortina para saber quién había venido, pero no detectó signo alguno de actividad.

Entró. La televisión estaba apagada en el cuarto de estar y el ordenador del despacho de su madre también. En la cocina, los electrodomésticos de acero inoxidable callaban también. Sacó un taburete, abrió la puerta de la nevera y se puso a comer. Se bebió medio cartón de leche fría en ocho grandes tragos y después esperó al inevitable dolor en la sien, la intensa punzada detrás de los cuernos, y a que se le borrara la vista. Cuando se le pasó y pudo ver de nuevo con claridad, descubrió un plato de huevos rellenos a la diabla tapados con papel transparente. Su madre debía de haberlos preparado para el cumpleaños de Vera, pero no iba a necesitarlos, pues supuso que su abuela estaría recibiendo alimentación intravenosa. Se los comió todos directamente con las manos, uno detrás de otro, y decidió que estaban 666 veces más ricos que los que preparaba él cuando vivía con Glenna.

Estaba girando el plato entre las manos como si fuera un volante y rebañándolo con la lengua cuando escuchó una voz masculina murmurar en el piso de arriba. Se detuvo y escuchó con atención. Pasados unos segundos oyó de nuevo la voz. Dejó el plato en el fregadero y cogió un cuchillo de la barra magnética de la pared, el más grande que encontró, que se desprendió con un suave tintineo de aceros entrechocándose. No estaba muy seguro de lo que pensaba hacer con él, sólo de que se sentía mejor teniéndolo en la mano. Después de lo ocurrido en su apartamento había decidido que era un error andar por ahí desarmado. Subió las escaleras. La antigua habitación de su hermano estaba al final del largo pasillo del segundo piso.

Mantuvo la puerta entreabierta con ayuda del cuchillo. Unos años atrás sus padres habían convertido el dormitorio en un cuarto de invitados dejándolo tan impersonal como una habitación de hotel para ejecutivos. Su hermano dormía de espaldas con una mano sobre los ojos. Profirió un murmullo de asco y chasqueó los labios. Ig paseó la mirada por la mesilla de noche y vio una caja de Benadril. Él tenía asma, pero su hermano era alérgico a todo: a las abejas, a los cacahuetes, al polen, al pelo de gato, a New Hampshire y al anonimato. El murmurar y el mascullar se debían a la medicación contra la alergia, que le sumergía en un sueño curiosamente inquieto. Canturreaba pensativo, como si estuviera llegando a conclusiones serías pero importantes.

Caminó con sigilo hasta la cama y se sentó en la mesilla de noche sosteniendo el cuchillo. Sin asomo de furia ni irritación, consideró la posibilidad de hundirlo en el pecho de Terry. Podía imaginarlo con claridad. Primero le sujetaría contra la cama con una rodilla, buscaría un lugar entre dos costillas y clavaría el cuchillo con las dos manos mientras su hermano luchaba por recuperar la consciencia.

No iba a matar a Terry. No podía. Ni siquiera estaba seguro de ser capaz de matar a Lee mientras dormía.

– Keith Richards -dijo Terry con voz clara, e Ig se sorprendió tanto que se puso en pie de un salto-. Estaría genial.

Ig observó a su hermano esperando que retirara la mano de los ojos y se sentara, parpadeando adormilado, pero no estaba despierto, sólo hablaba en sueños. Hablaba de Hollywood, de su puto trabajo, de cómo se codeaba con estrellas de rock, de las audiencias, de modelos espectaculares. Vera estaba en el hospital, Ig había desaparecido y Terry soñaba con los buenos tiempos en la tierra de Hothouse. Por un momento el odio le impidió respirar y sus pulmones lucharon por llenarse de oxígeno. Sin duda Terry tenía un billete de vuelta a la Costa Oeste para el día siguiente; odiaba Villa Paleto y nunca se quedaba allí más tiempo del estrictamente necesario, incluso antes de la muerte de Merrin. No veía razón alguna para dejarle regresar con todos los dedos de la mano. Terry estaba tan grogui que podría cogerle la mano derecha, la que usaba para tocar la trompeta, y cortarle todos los dedos de un solo golpe antes de que se despertara. Si él había perdido a su gran amor, Terry podría pasarse sin el suyo. Que aprendiera a tocar el puto silbato.

– Te odio, egoísta hijo de puta -susurró mientras cogía la muñeca de su hermano y se la retiraba de los ojos, y en ese momento…


* * *

Terry se despierta de pronto y mira a su alrededor adormilado; no sabe dónde está. En un coche que no reconoce en una carretera que no reconoce, llueve con tal fuerza que los limpiaparabrisas no dan abasto, el mundo nocturno está más allá de un borrón de árboles azotados por la tormenta y un cielo negro en ebullición. Se frota la cara con una mano tratando de aclarar sus pensamientos y mira hacia arriba, de algún modo esperando ver a su hermano pequeño sentado junto a él, pero en lugar de ello ve a Lee Tourneau, conduciendo hacia las tinieblas.

Empieza a recordar el resto de la noche; los hechos empieza a encajar lentamente sin seguir un orden particular, como las piezas en una partida de tetris. Tiene algo en la mano izquierda. No es un porro ni cualquier canuto de marihuana, sino un grueso puro de hierba del valle de Tennessee del tamaño de su dedo pulgar. Esta noche ha estado en dos bares y en una fogata en la orilla del río bajo el puente Old Fair Road dando vueltas con Lee. Ha fumado y bebido demasiado y sabe que se arrepentirá por la mañana, que es cuando tiene que llevar a Ig al aeropuerto, porque su hermanito tiene que coger un vuelo a la vieja Inglaterra, Dios salve a la reina. Sólo faltan cuatro horas para que sea por la mañana y no se encuentra en estado de conducir; cuando cierra los ojos tiene la sensación de que el Cadillac de Lee se escora hacia la izquierda como un bloque de mantequilla fundiéndose en una sartén inclinada. Esta sensación de mareo le hace salir de su sopor.

Se sienta y se obliga a concentrarse en lo que hay a su alrededor. Parece que van por una carretera zigzagueante que rodea el pueblo, trazando un semicírculo por la periferia de Gideon, pero eso no tiene ningún sentido. Allí no hay nada excepto la vieja fundición y El Abismo, y no hay razón alguna para ir a ninguno de los dos sitios. Cuando dejaron el río, Terry supuso que Lee le llevaría a casa y se alegraba de ello. Pensar en su cama, con sábanas limpias y su mullido edredón, le había hecho casi estremecerse de placer. Lo mejor de ir a casa era despertarse en su dormitorio de siempre -en su antigua cama, al olor del café haciéndose en la cocina y con el sol entrando entre las cortinas- y saber que tenía todo el día por delante. En cuanto al resto de Gideon, se alegra de haberlo dejado atrás.

La velada de hoy es el ejemplo perfecto de lo que no se ha perdido al marcharse. Se ha pasado la noche alrededor de una fogata sin sentirse en absoluto parte de lo que ocurría, como si observara la escena desde detrás de un cristal: las camionetas aparcadas en la orilla, los amigos borrachos forcejeando en el bajío mientras sus chicas les animaban a gritos y el cretino de Judas Coyne pinchando como dj, un tío cuya idea de la complejidad musical es una canción tocada a cuatro cuerdas en lugar de tres. Gente de pueblo. Cuando empezó a tronar y cayeron las primeras gotas gruesas y calientes, Terry dio gracias al cielo. No entiende cómo su padre ha podido vivir allí veinte años, él apenas puede soportar setenta y dos horas seguidas en este lugar.

Su principal recurso para aguantar la situación lo lleva escondido en la mano izquierda, y aunque sabe que ya ha superado sus límites, una parte de él está deseando encenderlo y dar otra calada. Y lo haría si la persona sentada a su lado no fuera Lee Tourneau. No es que Lee fuera a quejarse o a castigarle con algo más que una de sus miradas desagradables, pero es que Lee es ayudante del congresista que encabeza la Liga Antidroga, un defensor ardiente de los valores familiares supercristianos, y sería una putada que le pillaran metido en un coche apestando a marihuana.

Lee se había pasado alrededor de las seis y media para despedirse de Ig. Después se quedó jugando al póquer con Ig, Terry y Derrick Perrish. Ig ganó todas las manos y les sacó cuatrocientos dólares. «Toma -había dicho Terry tirando un puñado de billetes de veinte a la cara de su hermano pequeño-. Cuando Merrin y tú estéis disfrutando de vuestra botella de champán postcoital pensad en nosotros, que la hemos pagado». Ig se había reído. Parecía encantado consigo mismo pero también azorado. Se había levantado y había besado a su padre y después también a Terry en uno de los lados de la cabeza, un gesto inesperado que había pillado a éste por sorpresa. «Aparta la lengua de mi oreja», había dicho. Ig se había reído de nuevo y después se había marchado.

«¿Qué piensas hacer el resto de la tarde?», había preguntado Lee después de la marcha de Ig. Terry le había contestado: «No sé… Pensaba ver Padre de familia, si la ponen. ¿Y tú? ¿Tienes algún plan en el pueblo?». Dos horas después estaban en la orilla del río y un amigo del instituto cuyo nombre Terry no lograba recordar exactamente estaba pasándole un porro.

Habían salido teóricamente a tomar unas copas y saludar a las viejas amistades, pero allí en el río, de espaldas a la hoguera, Lee le contó a Terry que al congresista le encantaba su programa de televisión y que quería conocerle. Terry se lo tomó bien, hizo un gesto cortés con la botella de cerveza a Lee y dijo que no había ningún problema, que organizarían un encuentro cualquier día. Había contado con que Lee intentara algo por el estilo y no le molestaba. Al fin y al cabo Lee tiene un trabajo que hacer, igual que él. Y Lee trabaja para que las personas vivan mejor. Terry está al tanto de su colaboración con el proyecto Un hábitat para la humanidad, sabe que Lee dedica tiempo todos los veranos a trabajar con los chicos de ciudad pobres y desamparados del Camp Galilee, con Ig a su lado. Tantos años conviviendo con Lee le hacen sentir a Terry algo culpable. Nunca había sentido la necesidad de salvar al mundo. La única cosa que Terry había querido era encontrar a alguien que le pagara por divertirse tocando la trompeta. Bueno, eso y tal vez una chica a la que le guste divertirse, no una modelo de Los Ángeles de esas que no pueden vivir sin su teléfono móvil o su coche. Una chica real, divertida y a la que además le vaya la marcha. De la Costa Este, que vista vaqueros baratos y a la que le guste la música de Foreigner. El trabajo ya lo tiene, así que está a medio camino de la felicidad.

– ¿Qué coño estamos haciendo aquí? -pregunta ahora Terry mirando la lluvia-. Pensaba que habíamos dado por terminada la noche.

Lee dice:

– Hace cinco minutos pensé que tú ya lo habías hecho, porque estabas roncando. Estoy deseando contar a la gente cómo vi a Terry Perrish babeando en el asiento delantero de mi coche. Les encantará a las chicas. Mi propio cotilleo televisivo.

Terry abre la boca para contestarle -este año se embolsará más de dos millones de dólares, en parte gracias a su capacidad de ser más gracioso que nadie debido a su facilidad de palabra- pero descubre que no tiene nada que decir, que su cabeza está absolutamente vacía de ideas. Así que se limita hacerle la peineta.

– ¿Crees que Ig y Merrin seguirán en El Abismo? -pregunta Terry. Están a punto de pasar por delante del local.

– Ahora lo veremos -responde Lee-. Estaremos ahí en un minuto.

– ¿Tú estás gilipollas? No pintamos nada ahí. Quieren estar solos, es su última noche juntos.

Lee mira a Terry por el rabillo de su ojo bueno.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho Merrin?

– ¿Decirme el qué?

– Que va a cortar con él. Que es su última noche juntos.

La información ha sacado a Terry de su sopor. Da un respingo como si acabara de sentarse sobre una chincheta.

– ¿De qué coño estás hablando?

– Cree que empezó a salir con él cuando era demasiado joven y quiere conocer a otros tíos.

Terry no da crédito a lo que escucha, está espantado, perplejo. Sin pensarlo, se lleva el porro a los labios y entonces se da cuenta de que no está encendido.

– ¿De verdad que no lo sabías? -pregunta Lee.

– Cuando he dicho que era su última noche me refería a que Ig se marcha mañana a Inglaterra.

– Ah.

Terry mira la lluvia con ojos neutros. Cae tan fuerte que los limpiaparabrisas no dan abasto, así que es como estar en un lavado automático, con el agua formando una cortina tras los cristales. No se imagina a Ig sin Merrin, no se hace a la idea de qué tipo de persona será. La noticia le ha dejado perplejo, así que tarda un tiempo en preguntar lo obvio:

– ¿Y tú cómo te has enterado de todo esto?

– Me lo contó ella -dice Lee-. Tiene miedo a hacerle daño. Este verano he estado mucho por Boston, haciendo gestiones para el congresista, y ella está allí también, así que de vez en cuando quedamos y charlamos. Probablemente la he visto más que Ig este último mes.

Terry observa el mundo acuático exterior y ve una luz rojiza acercarse a la derecha. Ya casi han llegado.

– ¿Y por qué quieres parar ahora aquí?

– Me dijo que me llamaría si necesitaba que la llevara a casa -dice Lee-. Y no me ha llamado.

– Pues eso es que no necesita que la lleves.

– O quizá que está demasiado hecha polvo para llamar. Sólo quiero ver si el coche de Ig sigue aquí o no. El aparcamiento está en la parte de delante, así que no necesitamos ni parar.

Terry no comprende a Lee, no entiende por qué quiere pasar por delante para comprobar si sigue ahí el coche de Ig. Tampoco cree que a Merrin le apetezca estar con ninguno de los dos si la cosa ha terminado mal.

Pero Lee ya ha reducido la velocidad y gira la cabeza hacia el aparcamiento.

– No lo veo… -dijo Lee-. No está… No creo que se haya ido a casa con él…

Parece preocupado… o casi.

Terry es quien la ve, de pie en la lluvia junto a la carretera, refugiada bajo un nogal de copa ancha.

– Ahí está, Lee. Justo ahí.

Merrin parece verles en ese mismo momento y sale de debajo del árbol con un brazo levantado. Con el agua que cae por la ventanilla de su asiento, a Terry le parece verla a través de un espejo de feria, la pintura impresionista de una muchacha con cabellos cobrizos y un puño en alto que al principio parece una vela votiva. Cuando Lee detiene el coche y Merrin se acerca, Terry comprueba que en realidad ha levantado un dedo para llamar la atención mientras abandona el refugio del árbol y echa a correr descalza bajo la lluvia, con los zapatos de tacón negros en la mano.

El Cadillac es un dos puertas y, sin necesidad de que Lee se lo diga, Terry se suelta el cinturón y se levanta de su asiento. Cuando se dispone a pasarse a la parte de atrás Lee le da un codazo en el trasero haciéndole perder el equilibrio, así que, en lugar de sentado, Terry termina en el suelo del coche. Por alguna razón hay allí una caja de herramientas y Terry se golpea con ella en la sien y siente un fuerte dolor. Se sienta y con la mano cerrada se presiona la cabeza lastimada. El movimiento brusco que acaba de hacer le ha dado fuertes ganas de vomitar y se siente como si un gigante hubiera levantado el coche y lo estuviera agitando como un cubilete de dados. Cierra los ojos y lucha por sobreponerse a las intensas náuseas mientras todo gira a su alrededor.

Para cuando se ha recuperado lo suficiente como para abrir los ojos, Merrin está en el coche y Lee tiene la cara vuelta hacia ella. Terry se mira la palma de la mano y ve una gota de sangre brillante. Se ha hecho un buen rasguño, aunque la intensa punzada ya casi ha remitido y sólo le queda un dolor sordo. Se limpia la sangre en el pantalón y levanta la vista.

Es evidente que Merrin acaba de estar llorando. Está pálida y temblorosa, como alguien que se está recuperando de una enfermedad o está a punto de sucumbir a ella, y su primer intento por sonreír resulta patético.

– Gracias por recogerme -dice-. Me habéis salvado la vida.

– ¿Dónde está Ig? -pregunta Terry.

Merrin se vuelve hacia él pero le cuesta mirarle a los ojos y Terry se arrepiente de haber preguntado.

– No…, no lo sé. Se ha ido.

– ¿Se lo has dicho? -pregunta Lee.

A Merrin le tiembla la barbilla y mira hacia delante, por la ventana, en dirección a El Abismo, pero no responde.

– ¿Qué tal se lo ha tomado? -pregunta Lee.

Terry ve la cara de Merrin reflejada en el cristal, la ve morderse el labio y esforzarse por contener el llanto. Su respuesta a la pregunta de Lee es:

– ¿Podemos irnos?

Lee asiente y pone el intermitente. Después da la vuelta con el coche.

Terry quiere tocarle el hombro a Merrin, quiere tranquilizarla de algún modo, hacerle saber que sea lo que sea lo que haya pasado en El Abismo no la odia, no está enfadado con ella. Pero no la toca, no se atreve. En los diez años transcurridos desde que la conoce siempre se ha mantenido a una distancia amistosa, incluso en su imaginación, ni una sola vez se ha permitido incluirla en sus fantasías sexuales. Eso no tendría nada de malo y, sin embargo, tiene la impresión de que sería un riesgo. ¿Un riesgo de qué? Eso no lo sabe.

Así que en lugar de tocarla dice:

– ¿Quieres mi chaqueta?

Porque Merrin está temblando de pies a cabeza con la ropa empapada.

Por primera vez Lee parece darse cuenta también de que está temblando -lo cual es raro, ya que no ha dejado de mirarla, tanto como a la carretera- y apaga el aire acondicionado.

– Estoy bien -dice Merrin, pero Terry ya se ha quitado la cazadora y se la tiende. Merrin se la pone sobre las rodillas-. Gracias, Terry -dice en voz baja y después añade-: Debes de estar pensando…

– No estoy pensando nada -dice Terry-. Así que tranquila.

– Ig…

– Estoy seguro de que está bien. No te preocupes.

Merrin le dedica una sonrisa triste y agradecida. Después se inclina hacia él y dice:

– ¿Tú estás bien?

Alarga una mano y le roza la ceja, donde se ha golpeado con la caja de herramientas de Lee. Terry reacciona apartando la cara instintivamente. Merrin retira los dedos, cuyas yemas están manchadas de sangre; se mira la mano y después mira de nuevo a Terry.

– Habría que vendarte esa herida.

– Estoy bien. No te preocupes -dice Terry.

Merrin asiente y se da la vuelta. Su sonrisa se borra inmediatamente y parece estar mirando algo que nadie más puede ver. Tiene algo en las manos que dobla y desdobla sin parar: una corbata, la corbata de Ig. Eso es casi peor que verla llorar y Terry tiene que apartar la vista. El efecto sedante de la marihuana ha dejado de hacerle efecto y sólo tiene ganas de tumbarse en algún sitio sin moverse y cerrar los ojos unos minutos. Echarse una pequeña siesta y despertarse fresco y siendo él mismo otra vez. De repente la noche se ha vuelto rancia y necesita alguien a quien echarle la culpa, alguien con quien estar enfadado. Decide que ese alguien será Ig.

Le irrita que se haya largado así dejándola bajo la lluvia, una reacción tan inmadura que resulta cómica. Cómica pero no sorprendente. Merrin ha sido para Ig una amante, un consuelo, una consejera, una barrera defensiva frente al mundo y también la mejor de las amigas. A veces da la impresión de que llevan casados desde que Ig tenía quince años. Pero a pesar de todo ello desde el comienzo siempre fue un amor de instituto. Terry está convencido de que Ig nunca se ha besado, y mucho menos acostado, con otra chica, y le gustaría que su hermano hubiera tenido más experiencias. No se trata de que no quiera que esté con Merrin porque…, bueno, por eso. Sino que el amor requiere de un contexto. Porque la primera relación amorosa es, por su propia naturaleza, inmadura. Y ahora Merrin quiere darles a ambos la oportunidad de crecer un poco. ¿Y qué?

Mañana por la mañana, cuando lleve a Ig al aeropuerto de Logan, estarán a solas y tendrá ocasión de decirle un par de cosas. Le dirá que sus ideas sobre Merrin, sobre su relación -que era algo predestinado, que era la más perfecta de las chicas, que su amor era también perfecto y que juntos eran capaces de hacer pequeños milagros-, era una trampa que terminaría por asfixiarle. Si Ig odiaba ahora a Merrin era sólo porque había descubierto que era una persona de carne y hueso, con defectos y necesidades y deseosa de vivir en el mundo real y no en los sueños de Ig. Que le quería lo suficiente como para dejarle marchar y que él debía estar dispuesto a hacer lo mismo, que si quieres a alguien debes darle alas. Joder, parece un anuncio de Red Bull.

– Merrin, ¿estás bien? -pregunta Lee. Merrin sigue temblando, aunque lo que tiene son más bien convulsiones.

– No. Bueno, sí… Lee, por favor, para el coche. Déjame aquí.

Las dos últimas palabras las pronuncia con reveladora claridad.

El camino a la vieja fundición está un poco más adelante a la derecha y circulan a demasiada velocidad para cogerlo, pero Lee lo hace. Terry se agarra a la parte trasera del asiento de Merrin y ahoga un grito. Los neumáticos del lado del pasajero derrapan en la grava, que sale disparada hacia los árboles, y dejan una marca de casi un metro de longitud.

Los arbustos arañan el guardabarros. El Cadillac traquetea por los surcos de tierra, todavía a demasiada velocidad mientras la autopista desaparece a sus espaldas. Más adelante hay una cadena cortando el paso. Lee pisa a fondo el freno, da un volantazo y el coche derrapa. Se detiene con los faros delanteros rozando la cadena, tensándola de hecho. Merrin abre su puerta, saca la cabeza y vomita. Una vez. Otra. Qué cabrón Ig. En este momento Terry le odia.

Tampoco siente gran simpatía hacia Lee, conduciendo de esa manera. Se han detenido por completo y, sin embargo, una parte de él se siente como si siguieran moviéndose, escorándose a la derecha. Si tuviera el porro a mano lo tiraría por la ventana -la sola idea de metérselo en la boca le repugna, sería como tragarse una cucaracha viva-; sólo que no recuerda qué ha hecho con él, no parece tenerlo ya en la mano. Se toca de nuevo el rasguño en la sien y hace un gesto de dolor.

La lluvia golpea lentamente el parabrisas. Sólo que no es lluvia, ya no. Únicamente gotas de agua que caen de las ramas de los árboles. No hace ni cinco minutos diluviaba con tal fuerza que la lluvia rebotaba al tocar el suelo pero, como suele ocurrir con las tormentas de verano, se ha marchado tan rápido como ha venido.

Lee sale del coche, lo rodea y se agacha junto a Merrin. Le murmura algo con voz serena, razonable. Sea lo que sea que le contesta ella, no parece gustarle. Repite su ofrecimiento y esta vez la respuesta de Merrin resulta audible y su tono de voz poco amistoso.

– No, Lee. Quiero irme a casa, quitarme esta ropa mojada y estar sola.

Lee se levanta, camina hasta el maletero, lo abre y busca algo en su interior. Una bolsa de gimnasia.

– Tengo ropa de deporte. Una camiseta, un chándal. Están secos y abrigan. Y además no están vomitados.

Merrin le da las gracias y sale a la noche húmeda, extraña, pastosa y asfixiante y se pone la cazadora de Terry sobre los hombros. Alarga la mano para coger la bolsa pero Lee la retiene por un instante.

– Tenías que hacerlo. Era una locura pensar… que cualquiera de los dos podíais…

– Sólo quiero cambiarme, ¿vale?

Merrin coge la bolsa y echa andar camino abajo, cruza delante de los faros del coche con la falda pegada a las rodillas y la blusa transparente por la intensa luz. Terry se sorprende mirándola fijamente y se obliga a apartar la vista. Es entonces cuando descubre que Lee también la está mirando. Por primera vez se pregunta si tal vez el bueno de Lee Tourneau no ha estado siempre colgado de Merrin, o si al menos la desea. Merrin sigue camino abajo, primero iluminada por el haz de luz que proyectan los faros y después pisando la grava y desapareciendo en la oscuridad. Es la última vez que Terry la ve con vida.

Lee está de pie junto a la puerta del pasajero, mirándola. Da la impresión de no saber si meterse o no en el coche. Terry quiere decirle que se siente, pero no consigue reunir fuerzas. El también se queda mirando a Merrin un tiempo y después no lo puede soportar. No le gusta el modo en que la noche parece respirar, hinchándose y contrayéndose. Los faros alumbran la esquina de la explanada que hay bajo la fundición y no le gusta el modo en que la hierba húmeda se agita en la oscuridad, en un continuo y desasosegante movimiento. Puede oírla a través de la puerta abierta. Sisea como las serpientes del zoológico. Y además sigue teniendo esa sensación en el estómago de estar deslizándose hacia un lado, hacia algún lugar al que no quiere ir. El dolor en la sien izquierda no contribuye a mejorar las cosas. Sube los pies y se tumba en el asiento trasero.

Así está mejor. La tapicería marrón jaspeada también se mueve, como una nube de leche en una taza de café al removerlo, pero no pasa nada. Es una visión agradable cuando se está fumado, algo que da seguridad, y no como la hierba mojada meciéndose estática en la noche.

Necesita algo en lo que pensar, algo tranquilizador, una fantasía agradable que sosiegue su mente confusa. La productora está preparando la lista de invitados para la siguiente temporada, la combinación habitual de famosos y viejas glorias, de blancos y negros. Mos Def y Def Leppard, los Anguilas, los Cuervos y demás animales que componen el bestiario de la cultura pop, pero lo que a Terry le hace verdaderamente ilusión es que vaya Keith Richards, que estuvo en el Viper Room con Johnny Depp unos meses atrás y le dijo a Terry que el programa le parecía una puta gozada, que le encantaría ir, joder, a ver si le invitaban de una puta vez y ¿por qué coño habéis tardado tanto? Eso sería la leche, tener a Richards y darle la última media hora del programa sólo para él. Los ejecutivos de la Fox se cabrean cada vez que Terry cambia el formato habitual del programa y lo convierte en un concierto -le dicen que con eso le regala medio millón de espectadores a Letterman- pero por lo que a él respecta le pueden chupar a Keith Richards su polla nudosa y desgastada por el uso.

Al poco tiempo sus pensamientos vuelan. Perrish está tocando con Keith Richards en un festival, unas ochenta mil personas que por alguna razón se han congregado en la fundición. Están tocando Simpatía por el diablo y Terry ha accedido a ser el vocalista porque Mick está en Londres. Se acerca al micrófono y le dice al público, que da saltos extasiado, que es un hombre de gusto y dinero, lo cual es un verso de la canción pero también la verdad. Entonces Keith Richards levanta su Telcaster y empieza tocar su blues del diablo. Su solo de guitarra bronco y estridente es lo menos parecido a una canción de cuna, pero a Terry le basta para conciliar un sueño entrecortado.


* * *

Se despierta una vez, brevemente, cuando están de vuelta en la carretera y el Cadillac se desliza a gran velocidad por la suave cinta transportadora de la noche. Lee conduce y el asiento del copiloto está vacío. Terry ha recuperado su cazadora y la lleva extendida cubriéndole los brazos y el regazo, algo que ha debido de hacer Merrin al regresar al coche, un gesto de consideración típico de ella. Aunque la chaqueta está empapada y sucia, hay algo pesado que la mantiene pegada a su regazo, algo encima de ella. Terry busca a tientas y coge una piedra mojada del tamaño y la forma de un huevo de avestruz, con briznas de hierba y porquería pegadas. Esa piedra significa algo -Merrin la ha dejado allí por algún motivo- pero Terry está demasiado aturdido y mareado para entenderlo. Deja la piedra en el suelo del coche. Tiene adherida una sustancia pegajosa, como baba de caracol, y Terry se limpia los dedos en la camiseta, estira la cazadora de modo que le cubra los muslos y vuelve a recostarse.

Todavía le late la sien derecha, donde se golpeó al caer hacia atrás. La nota dolorida y cuando se la toca con el dorso de la mano izquierda comprueba que está sangrando de nuevo.

– ¿Merrin está bien? -pregunta.

– ¿Qué? -dice Lee.

– Merrin, quiero saber si nos hemos ocupado de ella.

Lee conduce un rato sin decir nada. Luego contesta:

– Sí.

Terry asiente, satisfecho, y dice:

– Es una buena chica. Espero que arregle las cosas con Ig.

Lee se limita a conducir.

Terry siente que vuelve a sumirse en el sueño en que comparte escenario con Keith Richards ante un público extasiado que actúa para él tanto como él actúa para ellos. Entonces, cuando se encuentra en el límite mismo de la consciencia, se escucha a sí mismo formular una pregunta que ni siquiera tenía en la cabeza:

– ¿Qué es esta piedra?

– Es una prueba.

Terry asiente -parece una respuesta razonable- y dice:

– Bien. No queremos ir a la cárcel si podemos evitarlo.

Lee se ríe. Es un sonido áspero y gangoso, parecido a la tos -como un gato con una bola de pelo en la garganta-, y Terry se da cuenta de que nunca le ha oído reírse antes y no le gusta demasiado. Después pierde de nuevo la consciencia. Esta vez, sin embargo, no le esperan sueños agradables y frunce el sueño mientras duerme, con la expresión de un hombre que trata de encontrar una palabra especialmente difícil en un crucigrama, una palabra que debería saber pero que no le viene a la cabeza.

Transcurrido algún tiempo, abre los ojos y se da cuenta de que el coche no se mueve. De hecho, el Cadillac lleva un rato aparcado. No tiene ni idea de por qué lo sabe, sólo que es así.

La luz ha cambiado. Todavía no ha amanecido, pero la noche se bate ya en retirada, ha recogido casi todas las estrellas y se dispone a guardarlas. Nubes gruesas, pálidas y montañosas, jirones de la tormenta de la noche anterior, flotan a la deriva contra un fondo negro. Terry puede ver bien el cielo si mira por una de las ventanillas laterales. Puede oler la aurora, su fragancia a hierba impregnada de lluvia y a tierra caliente. Cuando se endereza en el asiento comprueba que Lee ha dejado entreabierta la puerta del conductor.

Busca en el suelo su cazadora. Debe de estar ahí, en algún lugar; supone que se le ha resbalado de las rodillas mientras dormía. Encuentra la caja de herramientas, pero no la chaqueta. El asiento del copiloto está plegado hacia delante y Terry sale del coche.

Al alargar los brazos para estirar la espalda le cruje la espina dorsal. Después se queda quieto con los brazos tendidos hacia la noche, como un hombre clavado a una cruz invisible.

Lee está sentado fumando en las escaleras de entrada de la casa de su madre, que ahora es su casa. Terry recuerda que la enterraron seis semanas atrás. No puede ver la cara de Lee, sólo la brasa anaranjada de su Winston. No sabe por qué, pero ver a Lee sentado en el porche esperándole le produce desazón.

– Menuda nochecita -dice Terry.

– Aún no ha terminado. -Lee da una calada a su cigarrillo y la brasa se ilumina, permitiendo a Terry ver parte del rostro de Lee, la parte mala, la que tiene el ojo muerto. En la penumbra del amanecer el ojo es blanco y ciego, una esfera blanca rellena de humo-. ¿Qué tal la cabeza?

Terry se lleva la mano a la herida de la sien y después la deja caer.

– Bien. No es nada.

– Yo también he tenido un accidente.

– ¿Qué accidente? ¿Estás bien?

– Yo sí, pero Merrin no.

– ¿Qué quieres decir?

De súbito Terry es consciente de que tiene el cuerpo empapado en un sudor pegajoso y de resaca, una sensación de desagradable humedad. Se mira y ve que tiene la camiseta llena de manchas negras de dedos, barro o algo parecido, y recuerda vagamente haberse limpiado la mano en ella. Cuando vuelve la vista hacia Lee siente miedo de lo que éste va a decirle.

– Fue un accidente, en serio -dice Lee-. No me di cuenta de lo grave que era hasta que fue demasiado tarde.

Terry le mira, esperando una explicación.

– Vas demasiado deprisa, colega. ¿Qué ha pasado?

– Eso es lo que tenemos que decidir. Tú y yo. Eso es de lo que quiero hablar contigo. Tenemos que ponernos de acuerdo en lo que vamos a contar antes de que la encuentren.

Terry reacciona de forma lógica y se ríe. Lee es famoso por su peculiar sentido del humor, y si fuera ya de día y no se encontrara tan mal, seguramente lo apreciaría. Aunque su mano derecha no cree que Lee sea gracioso. La mano derecha de Terry ha cobrado vida propia y está palpando los bolsillos de sus pantalones en busca del móvil.

Lee dice suavemente:

– Terry, ya sé que esto es horrible. Pero no estoy de broma. Tenemos un problema, y gordo. Ninguno de los dos es culpable, -esto no ha sido culpa de nadie-, pero estamos metidos en el mayor de los líos posibles. Fue un accidente, pero van a decir que nosotros la matamos.

Terry quiere reír de nuevo, pero en lugar de eso dice:

– Para.

– No puedo. Tienes que oír esto.

– No está muerta.

Lee da otra calada, su cigarrillo se ilumina y su ojo de humo mira a Terry.

– Estaba borracha y empezó a tirarme los tejos. Supongo que quería vengarse de Ig. Se había quitado la ropa y se me echó encima y cuando la empujé para que se apartara… No quería hacerlo. Tropezó con una raíz o algo así y al caer se dio contra una piedra… Yo no quería. Me alejé de ella y cuando volví a verla… Fue horrible. No sé si me vas a creer, pero antes me dejaría arrancar el ojo bueno que hacerle daño a propósito.

Cuando Terry respira, no inhala oxígeno, sino terror; éste le llena los pulmones como si fuera un gas o una toxina trasmitida en el aire. El suelo parece ceder bajo sus pies. Necesita llamar a alguien, tiene que encontrar su teléfono, encontrar ayuda. Se trata de una situación que precisa de alguien sereno y con autoridad, alguien que sepa qué hacer en casos de emergencia. Vuelve al coche y se inclina sobre el asiento trasero en busca de su cazadora. Su teléfono debe de estar en algún bolsillo, pero la cazadora no está donde pensaba. Ni tampoco en el asiento delantero.

Al notar la mano de Lee en la nuca, Terry da un respingo, emite un sollozo ahogado y se aparta.

– Terry -dice Lee-, tenemos que decidir lo que vamos a decir.

– No tenemos que decidir nada. Necesito mi teléfono.

– Puedes llamar desde casa, si quieres.

Terry aparta a Lee con el brazo y camina hacia el porche. Lee tira el cigarrillo y le sigue, sin demasiada prisa.

– Si quieres llamar a la policía no pienso detenerte. Iré contigo a la fundición a encontrarme con ellos -dice Lee-. A enseñarles dónde está. Pero antes de que descuelgues el teléfono te conviene saber lo que voy a decirles, Terry.

Terry sube las escaleras de un par de saltos, atraviesa el porche, abre la puerta mosquitera y empuja la de entrada a la casa. Camina a tientas por el vestíbulo delantero. Si hay un teléfono ahí, no puede verlo en la oscuridad. La cocina está a la izquierda.

– Estábamos todos muy borrachos -dice Lee-. Nosotros estábamos borrachos y tú colocado. Pero Merrin era la que iba peor. Eso será lo primero que les diré. Que desde el momento en que se subió al coche empezó a entrarnos a los dos. Ig la había llamado puta y estaba decidida a demostrar que lo era.

Terry sólo escucha a medias. Se desplaza con rapidez por una sala de estar para invitados, y se golpea la rodilla con el respaldo de una silla. Recupera el equilibrio y se dirige hacia la cocina. Lee le sigue hablando con una voz increíblemente serena:

– Nos pidió que paráramos el coche para poder cambiarse de ropa y después nos hizo un numerito aprovechando los faros del vehículo. Tú no dijiste ni una palabra durante todo el tiempo, sólo la mirabas y la escuchabas hablar de lo que le esperaba a Ig por haberla tratado de aquella manera. Primero se enrolló conmigo y después te atacó a ti. Estaba tan borracha que no se daba cuenta de lo enfadado que estabas. Cuando te estaba metiendo mano se puso a hablar del dinero que podría sacarse vendiendo la historia de las fiestas privadas de Terry Perrish a la prensa amarilla. Que valdría la pena hacerlo sólo por vengarse de Ig, por ver la cara que pondría. Fue entonces cuando la golpeaste. Antes de que me diera cuenta de lo que estabas haciendo.

Terry está en la cocina, en la mesa con una mano en el teléfono color beis, pero no lo descuelga. Por primera vez se vuelve y mira a Lee, alto y musculoso, con su mata de pelo dorado pálido y su ojo blanco y misterioso. Apoya una mano en el centro de su pecho y le empuja con la fuerza suficiente para hacerle chocar contra la pared. Las ventanas tiemblan, pero Lee no parece demasiado afectado.

– Nadie se va a creer esa gilipollez.

– ¿Y qué van a creer entonces? -dice Lee-. Las huellas que hay en la piedra son las tuyas.

Terry coge a Lee por la camiseta, le aparta de la pared y le empuja de nuevo contra ella, sujetándole allí con la mano derecha.

Una cuchara se cae de la mesa y el sonido metálico que hace al rebotar resuena como una campanada. Lee le mira impasible.

– Tiraste ese porro gigante que te estabas fumando justo al lado del cuerpo. Y Merrin fue la que te arañó, cuando trataba de resistirse. Después de que se muriera te limpiaste con sus bragas. Están cubiertas de tu sangre.

– ¿De qué coño estás hablando? -pregunta Terry. La palabra «bragas» parece quedar suspendida en el aire, como la cuchara.

– La herida que tienes en la sien. Te la limpié con sus bragas mientras estabas inconsciente. Necesito que entiendas la situación, Terry. Estás tan metido en esto como yo. Quizá más.

Terry levanta la mano izquierda con el puño cerrado, pero se detiene. Hay una avidez en el rostro de Lee, una especie de expectación que hace que le brillen los ojos; su respiración es jadeante. Terry no llega a pegarle.

– ¿A qué esperas? -pregunta Lee-. Pégame.

Terry nunca ha pegado a otro hombre llevado por la ira. Tiene casi treinta años y jamás ha pegado un puñetazo. Nunca ha participado en una bronca de patio de colegio. Se llevaba bien con todos sus compañeros.

– Si me haces daño, yo mismo llamaré a la policía. Eso me dará todavía más ventaja. Puedo decir que intenté defender a Merrin.

Terry da un paso atrás, tambaleante, y baja la mano.

– Me largo. Deberías buscarte un abogado. Yo, desde luego, pienso hablar con el mío en veinte minutos. ¿Dónde está mi cazadora?

– Con la piedra. Y las bragas de Merrin. En un lugar seguro. No aquí, paré el coche de camino a casa. Me dijiste que recogiera las pruebas incriminatorias y me deshiciera de ellas, pero no las destruí…

– Vete a tomar por culo.

– … porque pensé que intentarías echarme a mí toda la culpa. Adelante, Terry, llámales. Pero te juro que si yo caigo tú caerás conmigo. Así que depende de ti. Acabas de empezar Hothouse. En dos días te vuelves a Los Ángeles a codearte con estrellas de cine y modelos de ropa interior. Pero adelante, haz lo correcto. Quédate con la conciencia tranquila. De todas formas ten en cuenta que nadie te va a creer, ni siquiera tu hermano, que te odiará para siempre por haber matado a su novia cuando estabas borracho y colocado. Quizá al principio no se lo crea, pero dale tiempo. Te esperan veinte años de cárcel, tiempo de sobra para darte palmaditas en la espalda por ser tan decente. Por el amor de Dios, Terry. Lleva ya muerta cinco horas, así que va a dar la impresión de que has intentado ocultarlo.

– Te voy a matar -musita Terry.

– Sí, claro -dice Lee-. Entonces tendrás que dar explicaciones sobre dos cadáveres. Pero vamos, tú mismo.

Terry se vuelve y mira con desesperación el teléfono que hay sobre la mesa, con la sensación de que si no lo descuelga y llama a alguien en los próximos minutos su vida se habrá terminado. Y sin embargo se siente incapaz de levantar el brazo. Es como un náufrago en una isla desierta, viendo un avión brillar en el cielo a doce mil metros de distancia y, al no tener manera de llamar su atención, ve alejarse su última oportunidad de ser rescatado.

– O -dice Lee- también podría haber pasado así: no hemos sido ni tú ni yo, sino que un extraño la mató. Es algo que pasa todos los días. Como las historias que salen en la televisión. Nadie la vio subirse a un coche. Nadie nos vio ir hacia la fundición. Por lo que respecta al resto del mundo, tú y yo volvimos a mi casa después de la hoguera, jugamos a las cartas y nos quedamos dormidos viendo la edición de las dos de la madrugada de Sports Center. Mi casa está justo en el extremo contrario del pueblo al de El Abismo, por tanto no hay razón para que pasáramos por allí.

Terry siente una opresión en el pecho, le cuesta respirar y, sin saber por qué, piensa que así es como debe de sentirse Ig cuando le dan sus ataques de asma. Es curioso cómo no es capaz de alargar el brazo para coger el teléfono.

– Pues ya lo he dicho todo. En resumen, es lo siguiente: puedes vivir tu vida como un tullido o como un cobarde. Lo que ocurra a partir de ahora es cosa tuya. Pero te aseguro algo: los cobardes se lo pasan mejor.

Terry no se mueve, no dice nada y es incapaz de mirar a Lee. El pulso le late desbocado en la muñeca.

– Te diré una cosa -continúa Lee, con voz de persona serena y razonable-, si te hicieran ahora mismo un análisis de sangre darías positivo en drogas. No te interesa acudir a la policía en este estado. Has dormido, como mucho, tres horas, y no piensas con claridad. Merrin lleva muerta toda la noche, Terry. ¿Por qué no te tomas la mañana para pensar sobre todo esto? Pueden tardar días en encontrarla, así que no te precipites y no hagas nada de lo que puedas arrepentirte. Espera a estar seguro de que sabes lo que quieres hacer.

Era horrible escuchar eso -pueden tardar días en encontrarla-, una afirmación que le trae a la cabeza la imagen vívida de Merrin yaciendo entre helechos y hierba húmeda, con agua de lluvia en los ojos y un escarabajo reptando por su pelo. A esta imagen le sigue el recuerdo de Merrin sentada en el asiento del copiloto, temblando con la ropa mojada y mirándole con ojos tímidos y tristes. Gracias por recogerme. Me habéis salvado la vida.

– Quiero irme a casa -dice Terry. Quiere sonar beligerante, enfadado y cargado de razón, pero sólo le sale un susurro.

– Claro -dice Lee-. Te llevo. Pero deja que te preste una camiseta antes. Estás lleno de sangre.

Hace un gesto en dirección a la suciedad que Terry se limpió en su camiseta, que ahora, a la luz perlada y opalescente del amanecer, identifica como sangre seca.


* * *

Ig lo vio todo con sólo tocarle, como si hubiera estado sentado en el coche con ellos y hubiera recorrido todo el camino hasta la vieja fundición. Vio la conversación desesperada y suplicante que Terry había mantenido con Lee treinta horas más tarde, en la cocina de este último. Era un día de un sol resplandeciente y hacía un frío impropio de la estación; se oía a niños gritar en la calle y a otros chapotear en la piscina de la casa contigua. Tratar de acomodar la evidente normalidad del día con la idea de que Ig estaba encerrado y Merrin en una cámara refrigerada en alguna morgue se le antojaba casi imposible. Lee estaba de pie apoyado en una encimera de la cocina, impasible, mientras Terry saltaba de un pensamiento a otro, de una emoción a otra, su voz en ocasiones ahogada por la rabia y en otras por la tristeza. Lee esperó a que agotara sus energías y entonces dijo:

– Tu hermano va a salir libre. Mantén la calma. Las pruebas forenses no van a ser acusatorias, así que tendrán que exculparle públicamente.

– ¿Qué pruebas forenses?

– Huellas de zapato -dijo Lee-. De neumático. ¿Y quién sabe qué más? Sangre, supongo. Puede ser que Merrin me arañara. Pero mi sangre no coincidirá con la de Ig y no hay razón para que me hagan pruebas a mí. En todo caso, más te vale que no sea así. Espera y verás. Seguro que le dejan en libertad antes de ocho horas y al final de la semana le habrán declarado inocente. Un poco de paciencia y pronto estaremos a salvo los dos.

– Están diciendo que la violaron -dijo Terry-. No me contaste que la habías violado.

– Y no lo hice. Sólo es violación si la chica se resiste -dijo Lee. Acto seguido cogió una pera y le dio un sonoro mordisco.

Pero peor que todo eso fue ver lo que Terry había intentado hacer cinco meses más tarde, sentado en su garaje, en el asiento del conductor de su Viper, con las ventanillas bajadas, la puerta del garaje cerrada y el motor en marcha. Terry estaba a punto de perder el sentido, rodeado de gases del tubo de escape, cuando la puerta del garaje se abrió detrás de él. Su empleada doméstica nunca se había presentado en su casa un domingo por la mañana, pero allí estaba, mirando atónita a Terry a través de la ventanilla del pasajero, sujetando su ropa de la tintorería contra el pecho.

Era una inmigrante mexicana de cincuenta años que comprendía el inglés pasablemente, pero es poco probable que pudiera leer la parte de la nota doblada que sobresalía del bolsillo de la camisa de Terry.


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El año pasado mi hermano, Ignatius Perrish, fue arrestado como sospechoso de violar y asesinar a Merrin Williams, su mejor amiga. Esinocente de todos los cargos. Merrin, que también era mi amiga, fue violada y asesinada por Lee Tourneau. Lo sé porque estuve presente y, aunque no le ayudé a cometer el crimen, soy culpable de encubrimiento y no puedo seguir viviendo…


Pero Ig no pudo seguir leyendo, dejó caer la mano de Terry como sacudido por una descarga eléctrica. Su hermano abrió los ojos con las pupilas dilatadas por la oscuridad.

– ¿Mamá? -preguntó con voz adormilada y pastosa. La habitación estaba a oscuras, lo suficiente para que Ig dudara de que viera algo más que su silueta de pie. Mantuvo la mano detrás de la espalda apretando el mango del cuchillo.

Abrió la boca para decir algo. Quería decirle a Terry que volviera a dormirse, que era la cosa más absurda que podía decir en un momento así, excepto quizá otra. Pero conforme hablaba notó que la sangre se le agolpaba en los cuernos y la voz que salió de su garganta no era la suya, sino la de su madre. Pero no una imitación, un acto consciente de mímica. Era ella.

– Sigue durmiendo, Terry -dijo.

Ig se sorprendió tanto que dio un paso atrás y se golpeó en la cadera con la mesilla de noche. Un vaso de agua chocó suavemente con la lamparita. Terry cerró los ojos de nuevo, pero empezó a dar signos de agitación, como si en cualquier momento fuera a despertarse.

– Mamá -dijo-, ¿qué hora es?

Ig le miró, sin preguntarse ya cómo lo había hecho -cómo había logrado invocar la voz de Lydia-, sólo si sería capaz de hacerlo de nuevo. Ya sabía cómo lo había hecho. El demonio podía, claro está, hablar con la voz de las personas amadas, decir a la gente lo que más deseaba oír. El don de lenguas…, la artimaña preferida del demonio.

– Chiss -dijo y los cuernos se llenaron de presión y su voz era la de Lydia Perrish. Era fácil, ni siquiera necesitaba pensarlo-. Chiss, cariño. No hace falta que hagas nada. No tienes que levantarte. Descansa, cuídate.

Terry suspiró y se volvió en la cama, dando la espalda a Ig.

Había estado preparado para cualquier cosa menos para sentir compasión por Terry. No había nada peor que lo que le había ocurrido a Merrin, pero de algún modo…, de algún modo aquella noche Ig había perdido también a su hermano.

Se agazapó en la oscuridad mirando a Terry dormido de costado bajo las sábanas y reflexionó sobre esta nueva manifestación de sus poderes. Al cabo de un rato abrió la boca y Lydia dijo:

– Deberías irte a casa mañana. Seguir con tu vida. Tienes ensayos, cosas que hacer. No te preocupes por la abuela. Se va a poner bien.

– ¿Y qué pasa con Ig? -preguntó Terry. Hablaba en un murmullo sin dejar de darle la espalda-. ¿No debería quedarme hasta que sepamos adónde ha ido? Estoy preocupado.

– Tal vez necesite estar solo ahora mismo -dijo Ig con la voz de su madre-. Ya sabes en qué época del año estamos. Estoy segura de que está bien y quiere que vuelvas al trabajo. Tienes que pensar en ti, por una vez. Así que mañana, derechito a Los Ángeles.

Lo dijo en tono de mando, concentrando todo el poder de su voluntad en los cuernos, que cosquillearon de placer.

– Derechito -dijo Terry-. De acuerdo.

Ig se retiró hacia la puerta y hacia la luz del día.

Pero antes de que pudiera marcharse Terry habló de nuevo.

– Te quiero -dijo.

Ig sujetó la puerta mientras se le formaba un extraño nudo en la garganta y notaba que le faltaba el aliento.

– Yo también te quiero, Terry -dijo, y cerró suavemente la puerta.

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